Al cabo de una hora de escalada los guías se detuvieron y echaron al suelo sus mochilas.
—¿Por qué no continuamos? —preguntó Miguel Ángel.
Uno de los guías señaló a la cima de la montaña, diciendo algo que nadie entendió. Los dos hombres soltaron las metralletas y echaron a correr sendero abajo como perseguidos por el diablo.
—Debemos encontrarnos cerca del emplazamiento de la batería —dijo Arthur recogiendo las metralletas, entregando una de ellas a Aznar—. En adelante deberemos continuar solos.
Miguel Ángel comprobó que el arma estaba cargada. Eran las mismas que les arrebataron los thorbod al hacerles prisioneros.
Richard y Baiserab aprovecharon el breve descanso para hacer un rápido inventario del contenido de las mochilas. En cada una de ellas venía arrollada una gruesa manta de lana, y entre los pliegues de cada manta había un largo y afilado cuchillo.
Una de las mochilas contenía una lata de petróleo, dos grandes piezas de pan y algunos botes de conservas. La otra contenía más latas de conserva, dos quesos y un gran tasajo de cecina, además de una cafetera, té y una sartén.
—Bien, no es mucho, pero podremos arreglarnos —comentó Richard mientras volvía a meter las cosas en la mochila.
—Sigamos —dijo Miguel Ángel.
El sendero continuaba en forma de toscos escalones tallados en la roca. Cincuenta metros más arriba, Miguel Ángel se paraba bruscamente ante un muro de cemento.
—Hemos llegado.
El sendero venía a terminar en una especie de cornisa. A la derecha se levantaba el muro de cemento. A la izquierda la cornisa se asomaba a un precipicio.
Siguiendo sigilosamente el muro de cemento, Miguel Ángel Aznar se detuvo ante una pequeña puerta de hierro. Baiserab, Arthur y Richard se reunieron con él. Miguel Ángel dirigió la luz de su linterna contra la puerta, alumbrando el picaporte.
—Puede estar cerrada por dentro —murmuró—. Veamos antes si hay acceso por algún otro lugar.
Recorrieron el resto de la cornisa, encontrando al final de esta una escalera de hormigón. La escalera les llevó hasta el techo de la casamata de hormigón, donde vieron una enorme lona moteada de verde y amarillo, la cual cubría algo de forma indefinida.
El viento soplaba con fuerza en aquellas alturas, cosa que apenas habían advertido mientras trepaban por el sendero, y la lona estaba fuertemente sujeta por numerosas cuerdas amarradas a argollas hincadas firmemente al piso de hormigón. El viento hinchaba y hacía latiguear la lona con fuertes chasquidos.
Miguel Ángel se metió a gatas por debajo de la lona y alumbró con la linterna. Salió por la misma abertura y anunció:
—Es una antena en forma de plato, como las que utiliza la NASA para el rastreo de sus satélites artificiales. Está montada sobre un caballete, el cual a su vez gira sobre una vía circular.
—Es muy grande —dijo Richard Balmer—. Lo menos debe tener quince metros de diámetro.
—La antena no nos interesa tanto por ahora como la rampa lanzamisiles —dijo Miguel Ángel—. Sigamos.
Rodearon el gran bulto que formaba la lona cubriendo la antena. Al otro lado, sobre un plano más alto, giraba lentamente la antena de un radar. Al pie de esta antena, recortándose en silueta contra el cielo, descubrieron los misiles montados sobre una rampa giratoria.
Tanto los cohetes como la misma plataforma estaban pintados con colores de camuflaje.
—Ahí están los misiles —señaló Arthur.
Desde el techo de la casamata subieron por una escalerilla metálica al techo de una segunda casamata que servía de asiento a la rampa lanzamisiles.
—¡Cuidado! —advirtió Miguel Ángel señalando una trampa metálica en el suelo.
Arrimada contra el muro de roca, pero de forma que podía girar hasta quedar encima de la trampa, se veía una pequeña grúa. Probablemente por aquella abertura se sacaban los misiles para el servicio de la plataforma lanzadora.
—¿Ven esto? —señaló Miguel Ángel Aznar —. Probablemente ahí abajo está el almacén de proyectiles. Traigan acá la grúa, vamos a levantar la trampa.
Rápidamente Arthur Winfield y Richard Balmer empujaron el brazo giratorio de la grúa hasta situarlo sobre la trampa. Richard accionó los mandos eléctricos de la grúa, haciendo bajar el cable de acero de cuyo extremo pendía un gancho.
El rumor del motor eléctrico al desenrollar el cable era apenas audible entre el silbido del viento que azotaba aquellas alturas. La trampa tenía un asa en el centro y Miguel Ángel enganchó a ella el cable.
—Ya pueden tirar.
El motor eléctrico se puso de nuevo en marcha, tensando el cable y gruñendo al encontrar la resistencia del cierre interior de la trampa. Miguel Ángel estaba temiendo que el cable iba a romperse cuando cedió el cierre de la trampa con un crujido.
La trampa saltó y quedó balanceándose al extremo del cable. Baiserab apartó el brazo de la grúa y Aznar fue a asomarse al agujero alumbrando con la linterna.
El haz de luz de la linterna le mostró una escalerilla metálica que se hundía en el agujero. Más abajo alumbró una pequeña carretilla sobre unos rieles. Sobre la carretilla descansaban un par de misiles, listos para ser izados por medio de la grúa.
Sin pensarlo un instante, tendiendo la metralleta a Baiserab para que se la sostuviera, Miguel Ángel empezó a bajar la escalerilla hasta que sus pies tocaron el piso. Desde arriba, por el agujero, Baiserab le tendió la metralleta.
Mientras el resto del grupo descendía, Aznar encontró un interruptor eléctrico y lo accionó. Brillaron las luces eléctricas.
Tal como Miguel Ángel había supuesto, se encontraban en el polvorín debajo de la rampa lanzamisiles. El español estaba examinando con curiosidad los proyectiles allí almacenados cuando Richard Balmer llegó a su lado.
—Proyectiles SAM de fabricación soviética —señaló Miguel Ángel—. Los thorbod no se molestaron siquiera en traer material bélico de su propia concepción. Apuesto a que en alguna parte, en Rusia, en China o Vietnam, desvalijaron un puesto de defensa antiaérea y se lo trajeron acá en sus platillos volantes.
Los misiles estaban amontonados en ordenadas pilas a cada lado de un pasillo central por donde se deslizaba la vagoneta. Al final de este pasillo había una puerta de acero con su picaporte. Por la posición de la puerta era fácil adivinar que ésta comunicaba con la casamata contigua, donde estaban los operadores de la gran antena de radio para la comunicación con Venus.
Miguel Ángel Aznar empuñó de nuevo la metralleta al acercarse sigilosamente a la puertecilla. Pegó el oído al acero y escuchó. Richard Balmer se acercó y pegó también su oído a la puerta.
Los dos hombres levantaron a la vea la cabeza y se miraron.
—¡Se oye hablar en inglés! —exclamó Balmer en un susurro.
—Debe ser una radio. Los thorbod escuchan nuestras emisiones de radio y de este modo están al tanto de todo cuanto ocurre en nuestro mundo.
Hizo señas imperiosas a Arthur para que se acercara.
—Si la puerta no está cerrada con llave, vamos a entrar ahí disparando contra todo lo que se mueva —anunció.
Arthur asintió silenciosamente y Miguel Ángel puso el dedo sobre el disparador antes de probar con la otra mano el picaporte.
¡El picaporte giró! El español empujó suavemente y la puerta se entreabrió. Una patada acabó de abrirla de golpe y Miguel Ángel saltó dentro.
La casamata de la radio estaba casi dos metros más baja que el polvorín. Cuando Miguel Ángel saltaba desde esta altura, dos thorbod volvían sus ojos sorprendidos. Los dos llevaban pistola al cinto y dirigieron sus manos a las armas.
Arthur Winfield, agachado en el hueco de la puertecilla, disparó una ráfaga de metralleta contra los dos thorbod. Los proyectiles hicieron saltar los cristales de varias de las esferas del panel de mandos de la emisora, y uno al menos de los thorbod acusó con un estremecimiento el impacto de las balas que se incrustaban en su corpachón.
Pero un Hombre Gris no tenía corazón, ni pulmones, ni otro órgano vital en su extraña anatomía. Las balas de la primera descarga no les detuvieron.
Fue Miguel Ángel Aznar quien, con una rodilla en el suelo, apuntó a la cabeza de uno de los thorbod y disparó volándole los sesos. El segundo thorbod ya tenía su arma en la mano cuando Arthur volvió a disparar, esta vez cuidando de acertarle en la cabeza.
El thorbod cayó pesadamente de bruces, derribando la silla en la que había estado sentado al producirse el asalto por sorpresa de los terrícolas.
Al cesar los disparos se hizo un extraño silencio, en el que sólo se escuchaba la voz de la locutora de la BBC de Londres dando noticias de la situación política en el Cercano Oriente.
Miguel Ángel se puso en pie y Arthur Winfield saltó dentro de la casamata. Ambos, metralleta en mano, miraron por todos los rincones en busca de más enemigos. No había otros thorbod en aquella habitación.
Richard Balmer estaba acurrucado en la puerta que comunicaba con el polvorín y Aznar se volvió hacia él.
—La emisora y el polvorín volarán juntos. No es necesario que intervengamos en la emisora.
—Bien. ¿Cómo vamos a volar el polvorín?
—Hay que acumular en él todo lo que sea combustible. Lo rociaremos con petróleo, le prenderemos fuego y saldremos.
—De acuerdo, manos a la obra —dijo Richard retirándose de la puerta.
Había bastante madera en la casamata. Una mesa, cuatro sillas, dos camastros, un armario y varias estanterías que contenían platos, botellas y latas de conservas. Baiserab entró en la habitación para ayudar a Aznar y Arthur en la destrucción de los muebles.
La madera fue echada dentro del polvorín, donde Richard acababa de descubrir el escondrijo de una caja llena de espoletas para los misiles.
Richard armó una buena pira colocando debajo de todo un colchón de lana que roció con el petróleo de la lata. Sobre el colchón amontonó la madera, y encima de todo puso la caja de espoletas.
—Listo, salgan todos mientras enciendo la hoguera.
Aznar y Arthur salieron por la puerta que daba sobre la cornisa. Baiserab se retrasó para coger dos mantas de los camastros y atarlas con un cordel. Al final de la cornisa esperaron a Balmer, el cual no tardó en aparecer corriendo todo lo aprisa que le permitían sus piernas.
—Por aquí —señaló Baiserab el nuevo camino que debían seguir.
Mientras se alejaban vieron salir llamas y humo por la trampa que había quedado abierta al pie de la rampa lanzamisiles. Se encontraban a quinientos metros de distancia, saltando entre las rocas, cuando se produjo la explosión.
Un cráter de llamas iluminó la noche en mitad de una aterradora explosión. La rampa lanzamisiles, la gran antena parabólica, moles de cemento y misiles enteros salieron despedidos en todas direcciones…
El eco repitió de montaña en montaña el estallido, que fue debilitándose poco a poco en la distancia. Apenas se había hecho el silencio, cuando se escuchó un nuevo ruido. Era el roncar de un motor de avión allá en el fondo del valle.
Desde el lugar donde se encontraban, los cuatro hombres vieron el relampaguear de la luna en la hélice y las partes cromadas del avión cuando despegaba. El Cessna surcó las tranquilas aguas del lago, se elevó y tuvo que efectuar un brusco viraje para no estrellarse contra las montañas.
Voló a lo largo del valle ganando altura, y de nuevo se vio obligado a virar para volver en la dirección del lugar donde se encontraban Miguel Ángel y sus compañeros.
Lanzando gritos que los del avión en modo alguno podían oír, Balmer hizo señales con la linterna en el momento que el Cessna pasaba ante ellos. El aparato se alejó rozando casi con los flotadores la cresta de las montañas. Luego se perdió de vista, y el ronquido del motor se fue apagando en la distancia hasta que todo quedó en silencio.
—Hay que reconocer que ese Kruif es un buen piloto donde los haya —dijo Arthur.
—Bueno —suspiró Richard apagando la linterna—. Todo resultó bastante fácil después de todo.
—En efecto —contestó Miguel Ángel—. La parte más difícil empieza ahora para nosotros.
Baiserab les hacía imperiosas señas para que le siguieran. Los tres hombres echaron a andar.
A
l abandonar el sendero habían tomado la dirección Este, avanzando con dificultad por un terreno donde no existían huellas de que nadie hubiese pasado por allí anteriormente.
Temían ser perseguidos y buscados por los Hombres de Venus, que querrían vengar en ellos la destrucción de la valiosa estación de radio y la muerte de dos de los suyos. Al amanecer buscaron refugio en la angosta oquedad de un risco. Estaban rotos de cansancio y de hambre, y el frío era muy intenso.
Hacia las ocho de la mañana Richard Balmer despertó de un codazo a Miguel Ángel, que dormía acurrucado en el pequeño espacio, envuelto en una manta.
—¡Eh, teniente! ¡Tenemos un platillo volante a la vista!
Miguel Ángel fue a atisbar entre los ralos hierbajos que cubrían la entrada al refugio. Vio un platillo volante que, como suspendido del espacio por hilos invisibles, parecía explorar desde lo alto cada palmo del terreno.
El viento zarandeaba en ocasiones a la máquina y, en general, esta parecía afectada por la corriente de aire que la empujaba desplazándola lentamente.
—Me pregunto cómo se las arreglarán para sostener «eso» en el aire —murmuró Arthur.
—¡Chist, no hablen! —ordenó Aznar sigilosamente.
—¡Caramba, no hay para tanto! No creo que puedan oírnos desde allí arriba.
—¿Quién sabe? También nosotros tenemos aparatos auditivos de gran sensibilidad, que permitan escuchar una conversación sostenida en voz baja a cien metros de distancia.
Los cuatro hombres esperaron en silencio sin apartar sus ojos del platillo volante. Este, empujado por el viento, se fue alejando hasta desaparecer en la distancia.
Aunque no vieron ningún otro aparato en el resto del día, el temor a los platillos volantes que les buscaban les mantuvo escondidos en su agujero.
Con las últimas luces del día abandonaron su refugio y se pusieron en marcha. La oscuridad de la noche les alcanzó en un paso tan difícil que les obligó a esperar la aparición de la luna, aprovechando para comer algo.
Hacia las once de la noche salió la luna y continuaron la marcha.
Las luces del alba les alcanzaron al pie de un ventisquero, punto culminante de aquella penosa marcha, y traspuesto el cual todo debería ser más fácil, pues realmente habrían cruzado la frontera del valle de Gpur. La vista de aquel ventisquero era tan impresionante desde el pie del mismo, que Richard preguntó a Baiserab si realmente estaba seguro de encontrarse sobre la ruta adecuada.