—¿Se siente usted capaz de escalar esas montañas? ¿Cree que podrá andar durante cuatro o cinco días atravesando ventisqueros, escalando riscos y bajando colgado de una cuerda, a quince grados bajo cero mientras le zarandea el viento? —preguntó Richard Balmer, quien concluyó sin esperar la respuesta del sabio—. No sea ingenuo, profesor. No quiera presumir de atleta, usted es un viejo. Si hay que echarlo a suertes, usted no entrará en el sorteo.
—No es justo que otro me tenga que ceder su lugar en el avión —protestó Stefansson.
—Yo iré con Arthur, y así no habrá discusiones —se ofreció Miguel Ángel Aznar.
—Yo iré también con ustedes —dijo Richard Balmer como quien no concede importancia a la cosa—. El Cessna agradecerá mucho librarse de mí. Peso tanto como Bab y miss Mitchel juntas. Además, necesitarán un experto en radio para colocar las cargas en el punto adecuado para inutilizar la emisora. ¿Dispondremos de explosivos?
—Nos darán algunas armas, pero no es fácil que podamos disponer también de explosivos.
—Bueno, no importa —dijo Balmer—. Si hay misiles allí, encontraremos la forma de utilizarlos para arruinar la instalación de los Hombres Grises, de modo que no puedan comunicarse con Venus en bastante tiempo.
—Está decidido —dijo Miguel Ángel Aznar—. Arthur, Richard, Baiserab y yo formaremos la cuadrilla de demolición. Cuando vean las explosiones en la cima de la montaña, ustedes pondrán el avión en marcha y despegarán.
La conversación fue interrumpida por un estrépito de cerrojos en la parte exterior. La puerta se abrió de nuevo y un par de mongoles entraron con un caldero lleno de carne guisada con patatas. También dejaron algunas piezas de pan de centeno, negro y duro, un queso hecho de leche de cabra y un gran jarro de agua.
Los expedicionarios estaban hambrientos y se dispusieron a dar cuenta del guiso de carne, pese al feo aspecto que este ofrecía.
—Dejen el queso y el pan para Arthur Winfield y el grupo que habrá de acompañarle. —dijo el profesor Stefansson—. Su camino será mucho más largo que el nuestro y puede hacerles falta.
El guiso resultó ser bueno, y como había en cantidad, el grupo sació su hambre.
—Dígame, Winfield —interrogó el profesor—. ¿Qué ha podido averiguar miss Mitchel acerca de los Hombres Grises?
—Ya estaban aquí cuando ella llegó. Parece que eligieron el valle de Gpur como base de operaciones debido al aislamiento de éste del mundo exterior. Los Hombres de Venus hicieron un convenio con la vieja Sakya Kuku Nor. Ellos llenan las arcas de Sakya de oro, y a cambio son aprovisionados y disfrutan de plena libertad utilizando el valle como base de operaciones. Es poco en general lo que se sabe de los Hombres de Venus. Al parecer son gente muy reservada. Kruif es quien más sabe acerca de esa extraña raza, pero no he tenido ocasión de hablar con él.
—¿Cómo saldremos del valle después de volar la plataforma lanzamisiles? —preguntó Miguel Ángel Aznar.
—Kruif ha volado sobre las montañas y ha trazado un mapa que nos entregará luego.
—¿Y no surgirán dificultades con la gente de Sakya?
—No, ninguna. La guardia personal de Sakya obedece ciegamente a Carol, suponiendo que en ella está reencarnada el alma de la verdadera Sakya. De todos modos, muy pocos de los habitantes de Gpur sabrán que su reina se dispone a abandonarles. Y para cuando lo sepan ya estaremos lejos del valle.
—¿A qué hora vendrán a buscarnos?
—Al filo de la medianoche. Para entonces tendremos luna. Nos será muy necesaria para volar sobre las montañas y encontrar un lugar adecuado donde amarar.
—Bien, si es así disponemos todavía de algunas horas para descansar —dijo Miguel Ángel.
El grupo se disolvió marchando en busca de los camastros. Miguel Ángel Aznar se quitó la pelliza de cuero, se tendió en el camastro y se cubrió con la prenda, dispuesto a descabezar un sueño.
Faltaban pocos minutos para las doce. La antorcha había acabado por consumirse, convertida en una brasa humeante en el oscuro rincón de la mazmorra. Solamente los que poseían nervios capaces para ello habían conseguido dormir un poco, y Miguel Ángel Aznar era uno de ellos.
No obstante, como si en su subconsciente funcionara un reloj despertador, también Aznar se despertó. Sus compañeros cuchicheaban en la oscuridad y Miguel Ángel buscó en sus bolsillos un cigarrillo que no encontró.
—¿Alguien tiene un cigarrillo? —preguntó.
—Sí —contestó Bárbara Watt…
La sintió acercarse en la oscuridad. La muchacha tomó asiento en el borde el camastro y encendió una cerilla.
A la luz de la candela, Miguel Ángel Aznar pudo ver el blanco rostro de la chica. Ella le ofreció un cigarrillo y a continuación se lo encendió.
—Quédese con el paquete —dijo Bab—. Su camino será mucho más largo que el nuestro. Tome también las cerillas.
—Gracias, se lo acepto. ¿No quiere uno?
—No. Suelo fumar poco —rechazó ella apagando la cerilla—. Creo que en realidad no me gusta. ¿No es absurdo que una haga cosas que no le gustan, sólo porque las hacen los demás?
—Sí, es realmente absurdo. Nadie empieza a fumar porque le guste. El primer cigarrillo suele sentarnos mal a todo el mundo. Pero insistimos hasta acostumbrarnos al tabaco.
Guardaron silencio. En la oscuridad de la mazmorra la punta del cigarrillo de Aznar era una pequeña brasa.
—Es curioso —dijo él de pronto—. Llevamos varios días juntos y no sé nada de usted. Cuáles son sus gustos, dónde nació, si tiene padres o hermanos… o novio.
—¿Le importa saber si tengo novio? —preguntó Bab.
—No lo sé, nunca me lo había preguntado. Pero ahora que lo pienso, no soy capaz de imaginarme qué tipo de hombre le iría bien. Usted no es una chica corriente. El hombre que finalmente se case con usted tampoco debería ser un tipo vulgar.
—Es muy amable por su parte decir que no soy una chica vulgar. A nadie le gusta la vulgaridad…
—No es un cumplido, se lo aseguro. Me gusta su manera de ser. Valiente, serena… otra chica cualquiera, en sus circunstancias, estaría llorando de miedo.
—¿Se figura que no siento miedo?
—Claro que sí. También yo estoy asustado. Y eso es precisamente lo que distingue a las personas valientes de las cobardes. El cobarde se viene abajo ante el peligro. El valiente agudiza su ingenio y no permite que el miedo ponga plomo en sus piernas ni nieblas en sus ideas.
—Usted es un hombre valeroso.
—¡Vaya, no he querido decir eso! —protestó Miguel Ángel Aznar.
—Sí, lo es. Y, además, tiene la virtud más difícil de encontrar en los hombres, la generosidad. Usted se ha ofrecido para atacar y destruir la batería de misiles de los Hombres Grises, sacrificándose voluntariamente en beneficio de los demás.
—Bueno, alguien tenía que hacerlo. Arthur fue el primero en ofrecerse, y no podíamos dejarle solo.
—Winfield tenía una razón para ofrecerse voluntario. Él ama a Carol Mitchel y desea salvarla. Pero los demás, ¿qué somos para usted? Prácticamente unos desconocidos.
—No lo crea, yo les estimo mucho. Ustedes son mis amigos, y yo tengo un gran concepto de la amistad.
La fría mano de Bárbara Watt buscó la de Aznar en la oscuridad y se la apretó con fuerza. Su voz era ligeramente ronca:
—Gracias por todo, señor Aznar… en nombre propio y en el de todos los demás. Espero que las cosas le vayan bien y nos veamos de nuevo algún día…
—¡Seguro! —dijo Aznar animosamente—. Nos reuniremos en Calcuta. ¿Acepta usted salir conmigo una noche?
La muchacha no llegó a contestar. Un ruido en la puerta les hizo poner nerviosamente en pie. Alguien descorría el cerrojo con sigilo. Miguel Ángel Aznar arrojó al suelo su cigarrillo y lo aplastó con el tacón.
La maciza puerta giró con leve chirrido sobre sus goznes y la luz de una linterna bañó el pálido rostro de Arthur Winfield.
—¡Vamos, salgan todos! —apremió una voz.
Winfield fue el primero en salir. Miguel Ángel Aznar se caló la gorra, se echó la pelliza de cuero al hombro y siguió a los demás hasta el corredor. Allí estaba Kruif con una pistola automática en la mano. En la otra mano empuñaba una linterna eléctrica.
Detrás de Kruif, empuñando otra linterna, había una mujer de estatura regular, vestida con pantalones largos y una pelliza acolchada, cubriéndose la cabeza con un gorro peludo provisto de orejeras. Posiblemente fuera una mujer hermosa en otras circunstancias. A Miguel Ángel le pareció una chica bastante corriente.
Por último, a espaldas de Carol Mitchel, estaban dos mongoles, también con gorros peludos, cada uno de ellos cargado con una pesada mochila y empuñando una metralleta.
—¿Han decidido quiénes van a asaltar la rampa de misiles de los thorbod? —preguntó Kruif.
—¿Se refiere a los Hombres de Venus? —preguntó el profesor Stefansson—. ¿Qué significa la palabra «thorbod»?
—Lo ignoro. Siempre he supuesto que su significado es el mismo que la palabra «hombres», o alemán, o inglés entre nosotros. Algo que define su raza o su nacionalidad.
El profesor Stefansson asintió con un gruñido y el piloto volvió a insistir:
—¿Se han puesto de acuerdo sobre quienes habrán de destruir la rampa de misiles?
—Yo —dijo Arthur Winfield—. Conmigo vendrán el teniente Aznar y el sargento Balmer. El sargento es un experto en electrónica y se ocupará de inutilizar la emisora. ¿Disponemos de explosivos?
—Lo siento, no he podido conseguir explosivos. Pero los misiles están cargados de explosivos de alta potencia y estallarán si originan un incendio. En una de esas mochilas hay una lata de petróleo. También algunas provisiones para el largo camino que les espera. Aquí tiene un mapa detallado del camino que deberán seguir para alcanzar la cabecera del río Saluen. Si siguen el río llegarán a Sokyong, una ciudad de cierta importancia donde podrán considerarse a salvo.
—¿Cómo daremos con la rampa de misiles y la emisora de radio? —preguntó Miguel Ángel Aznar.
—Los guías les acompañarían hasta allí. El resto tendrán que hacerlo solos. Encontrarán más de un thorbod en la emisora y la batería de misiles. Tendrán que matarlos. Pero recuerden que no es fácil matar a un thorbod, excepto si les disparan a la cabeza o les separan la cabeza del tronco con un cuchillo. Son tipos fuertes y de una vitalidad extraordinaria. Nosotros estaremos esperando sobre el hidroplano. Cuando veamos saltar la batería, despegaremos.
—¿Y si fracasamos?
—No podremos escapar. No me arriesgaré a despegar sin tener la certeza de que esos misiles están fuera de combate.
—Dígame, Kruif. ¿Qué hará usted después? —preguntó Miguel Ángel con curiosidad.
—Eso es cuenta mía —repuso el piloto—. Nuestro pacto sólo me compromete a sacarles del valle hasta donde alcance el combustible que queda en los depósitos del avión. Y ahora vamos; estamos perdiendo mucho tiempo.
Echaron a andar, Kruif a la cabeza del grupo seguido de Carol Mitchel y los dos mongoles armados de metralletas.
Alumbrando el camino con su linterna, Kruif condujo al grupo a lo largo del corredor hasta la escalera. Subieron por ésta hasta la destartalada habitación de arriba, pero en lugar de salir de ésta tomaron otra angosta escalera que les llevó hasta la coronación de la muralla.
La luna se levantaba en este momento sobre la cima de las montañas, arrancando reflejos de las nieves que coronaban los altos picachos. Kruif apagó la linterna.
Después de recorrer un largo trecho de la muralla, otra escalera de piedra les llevó hasta el tejado del monasterio. Este era a modo de una extensa terraza formada de grandes losas, entre cuyos intersticios crecían las hierbas.
Deslizándose silenciosamente entre torres y cúpulas alcanzaron una puertecilla medio carcomida. Kruif volvió a encender la linterna para alumbrar una retorcida escalera que les llevó hasta el templo del monasterio, donde ardían algunas lamparillas de aceite.
Cruzando todo el templo llegaron hasta otra pequeña puerta. Kruif descorrió un cerrojo y abrió la puerta.
El grupo se encontró al aire libre, bajo la fría noche, no lejos de la orilla del lago.
Bajo la luz de la luna andaron con rapidez rodeando el lago en dirección a un bosquecillo que llegaba hasta la misma orilla lamida por las aguas. Kruif se detuvo al llegar al bosquecillo.
—Aquí nos separamos —anunció. Y extendiendo su brazo señaló una cima que se encontraba contra el cielo— Aquella es la montaña que tendrán que escalar. Quédense con la linterna.
Miguel Ángel aceptó la linterna señalando a la pistola que Kruif conservaba en la mano.
—¿Por qué no me entrega también su pistola? Usted no la necesita.
—Los nativos les entregarán sus metralletas y sus cuchillos cuando lleguen arriba. La pistola se queda conmigo —fue la seca respuesta de Kruif.
—Bien —suspiró Aznar volviéndose hacia el profesor Stefansson—. Despidámonos.
El profesor le estrechó la mano en silencio.
—Que haya suerte —dijo George Paiton emocionado al estrechar la mano del español.
Walter Chase, como el profesor, estaba demasiado emocionado para pronunciar palabra. Sólo palmeó amistosamente la espalda de Miguel Ángel y se alejó.
Le tocaba el turno a Bárbara Watt. Su mano, pequeña y fuerte, apretó cálidamente la del teniente.
—Cuídese, Miguel. Recuerde que tiene una cita conmigo. Le esperaré.
—No faltaré, se lo aseguro —dijo Miguel Ángel.
Inesperadamente, la muchacha se aupó sobre las puntillas de los pies y le besó rápidamente en la comisura de los labios. Todo fue demasiado rápido para que el español tuviera ocasión de corresponder al afecto de la muchacha.
Ella le soltó la mano y se alejó rápidamente.
Los demás también habían terminado con la despedida.
—Bien, vámonos —dijo Miguel Ángel haciendo una seña a los guías.
Se alejaron con rapidez cruzando el valle. El sendero que seguían ascendía continuamente, y se hizo más empinado y difícil cuando empezaron a escalar la montaña.
Marchaban en fila india, con los dos guías abriendo la marcha, seguidos de Miguel Ángel y Baiserab, con Arthur detrás y Richard Balmer resoplando detrás.
El sendero, en los tramos más difíciles, aparecía tallado en la roca en forma de escalones. Los zig-zag se sucedían unos a otros, y al mirar atrás podían ver el angosto valle a sus pies, con el lago brillando como un espejo bajo la luz de la luna.