Con el dinero en el bolsillo, Miguel Ángel fue a reunirse más tarde con Winfield en el muelle. La operación de liberar al DC-4 del embargo que pesaba sobre él se realizó sin contratiempos. El dueño del taller recibió el dinero que se le debía. Miguel Ángel pagó las costas del juzgado y el resto se empleó para sacar un seguro al hidro, quedando un pequeño remanente para el dueño.
La tripulación del Cóndor había llegado mientras tanto y procedió a asear la cabina del hidroavión, acarreando en taxi desde el aeropuerto internacional parte del equipo del DC-8.
Regresaron a comer al hotel, subiendo primero a sus habitaciones para quitarse la grasa que traían en las manos y la cara. Antes de comer regresó el profesor Stefansson. Acompañaba al vejete un mozo alto y flaco, vestido con pantalón y guerrera del ejército británico y envuelta la cabeza en un turbante. Era Baiserab, el guía que para la expedición había solicitado Watt a una agencia turística inglesa. En cuanto al profesor, venía muy contento.
—Lo que me figuraba —dijo en cuanto se hubo reunido con su secretaria y con Ángel—. El doctor Mattox tuvo relaciones amistosas con los Mitchel. Parece que operó al padre de Carol y que éste, en agradecimiento, le abrió las puertas de su casa. El doctor, según se desprende de la explicación de John Mitchel, se enamoró como un cadete de Carol, la importunó bastante y, finalmente, la muchacha fue con quejas a su padre. Este despidió a Mattox con alguna brusquedad y el doctor se fue jurando que se acordarían de aquello. Más tarde, cuando los Mitchel supieron lo del proceso del doctor, se felicitaron de haberlo expulsado… y ahí acaba la historia.
—¿Cree usted que, de ser verdad la historia de la vieja tibetana, Mattox se vengó de Carol robándole su cuerpo y metiéndole en el de una anciana?
—Sería una venganza atroz, ¿verdad? —preguntó el profesor.
—¡Cielos, sí! —murmuró la secretaria, estremeciéndose de frío.
—Bueno. Puesto que ya está todo preparado, vamos a emprender la marcha.
Se detuvieron en Bhagpur, cuatrocientos kilómetros al Norte de Calcuta, para rellenar los depósitos de gasolina. Desde aquí se divisaba en el horizonte la mole imponente de los Himalayas con sus cimas coronadas de blancos vapores. Aquellas eran las puertas del «Techo del Mundo», como quien decía las de la aventura, y la excitación a bordo era enorme.
Un poco más tarde, volando sobre los enhiestos picachos de la bravía cordillera, el entusiasmo cayó en una laguna como entre dos paréntesis. Las corrientes de aire, traidoras e inesperadas, tan pronto les remontaban hasta los ocho mil metros, como, al sobrevolar una hondonada, les hacía bajar bruscamente dos o tres mil metros, originando una serie de sobresaltos que hicieron correr a Baiserab hacia el lavatorio con grandes prisas.
Aquí tuvo Miguel Ángel sobrada ocasión de demostrar sus conocimientos aviatorios en lucha abierta contra los ardides de la malintencionada naturaleza. Sus músculos, jóvenes y tensos, estaban siempre preparados para saltar como un muelle. Y así, subiendo ahora, hacia las nubes, cayendo después en el vacío hacia tierra, pasando entre nevadas cumbres y rozando en más de una ocasión con las alas los ventisqueros himalayos, el avión logró salir de la fragosidad salvaje de la cordillera y sobrevolar la alta meseta tibetana surcada por profundas barrancas, verdes valles, angostos cañones y encantadoras vaguadas, todo en una mutación rápida que recordaba las secuencias súbitas de una cinta documental, rodada en varios países y tiradas en un solo rollo.
Mediada la tarde, tras haber pasado acariciando con los flotadores unos agudos picachos, el cauce del Brahmaputra se tendió a sus pies. Poco después Lhasa emergía del horizonte como una mota pardusca que aumentó rápidamente de tamaño. Ángel observó la dirección del viento que inclinaba la humareda de una chimenea fabril y, haciendo perder altura al avión, se dejó caer sobre las aguas del río Uimuran.
Después de correr sobre las aguas, el Douglas se detuvo y puso proa a la orilla, de donde se destacó enseguida un bote de remos que fue a abordar la barquilla del aparato.
Apenas abrieron la portezuela se dejó sentir un frío que a los viajeros, procedentes de la India, les pareció bastante intenso. El profesor anunció su intención de desembarcar inmediatamente e invitó a su secretaria para que le acompañase.
—¿Qué se propone hacer? —le preguntó Arthur, que parecía haber caído en gracia al profesor.
—Voy a presentar mis respetos al representante del gobierno chino, y de paso a preguntarle por esa Sakya Kuku Nor. No tengo grandes esperanzas de que se la conozca, pero pudiera ocurrir que se tratara de algún personaje de cierta importancia. Puede acompañarnos si ese es su gusto.
—¿Me permite que vaya yo también? —preguntó Ángel, deseoso de estirar las piernas.
Consintió el profesor, y poco después, ya provistos de ropa de más abrigo, saltaban al bote que les estaba esperando. El bote iba ocupado por dos tibetanos desastrosamente vestidos y otro hombre que parecía ser un personaje a juzgar por la profusión de galones con que se adornaba. Este hombre les saludó sacándoles la lengua repetidas veces y rascándose la oreja, cosa que, según Bárbara Watt, era el más cortés de los saludos tibetanos.
Acompañaba al grupo Baiserab, el guía indio, y por este supieron que el hombre de los galones era un simple policía.
El bote atracó a la cenagosa ribera. Los viajeros pusieron pie en tierra firme, donde al punto fueron rodeados por nutrido grupo de hombres de largos ropajes algo recogidos a la cintura por cuerdas, de sucios y astrosos muchachos y de famélicos y feroces perros. El policía ahuyentó a los curiosos con voces y amenazas del bastón que empuñaba y el círculo se ensanchó. Los tibetanos, explicó Bárbara, sienten un gran respeto por la autoridad y todo cuanto representa el poder gubernamental, que en el Tíbet está formando cuerpo con el poder religioso empuñado por los lamas.
—Parece muy bien enterada —comentó Ángel irónicamente.
—Antes de salir de Calcuta me informé bien en la Enciclopedia Británica.
El profesor Stefansson, por mediación de Baiserab, hizo saber al policía que deseaba ser llevado a presencia del «Kalun».
—Dígale también que ayuden a nuestros muchachos a amarrar el avión.
Apenas el policía hubo expuesto los deseos de los extranjeros, veinte amables tibetanos tomaron sus botes para acercarse al Cóndor y tomar las amarras que les tendían los aviadores.
Los viajeros, siempre rodeados a respetuosa distancia por hombres, niños y perros, echaron a andar en seguimiento del policía, que parecía próximo a reventar de orgullo. Por las calles tortuosas y mal empedradas rebotaban las ruedas macizas de chirriantes carretas tiradas por yaks y bueyes sucios de barro y boñiga. Los perros ladraban al barullo de la multitud que seguía a los americanos y los rebaños de cabras se apartaban empujados por sus enanos pastores armados de largas varas. Finalmente llegaron al «palacio» del «kalun».
El «kalun», Yuru Singh, alto representante del Gobierno chino en Lhasa, resultó ser un joven de estudios universitarios, inteligente y activo. Recibió a los expedicionarios con grandes muestras de simpatía, y dejando a un lado las tradicionales reverencias de los de su raza les estrechó las manos ordenando servirles sendas tazas de té.
No era la hora muy apropiada para el brebaje pero los viajeros lo tomaron mientras escuchaban el correcto inglés del joven chino.
El profesor dijo al «kalun» que viajaban por todo el mundo para recopilar datos acerca de los misteriosos platillos volantes.
—Ciertamente —repuso el chino—. La presencia de esos extraños discos luminosos es frecuente en los cielos del Tíbet.
—Por conductos un tanto extraños —dijo el profesor— hemos escuchado una especie de leyenda. Según ésta, hay en el Tíbet un territorio regido por una mujer llamada Sakya Kuku Nor. Los súbditos de Sakya tuvieron ocasión de capturar un platillo volante en tierra y también a sus tripulantes. Estos eran unos hombrecillos menudos, de forma extraña, que murieron, según parece, en el accidente.
El joven chino sonrió.
—Jamás oí historia parecida —aseguró—. ¿Dónde la escucharon?
—En el Turkestán.
—El Tíbet es un país rico en leyendas —confirmó el joven oriental—. Pero eso se debe seguramente a la prodigiosa imaginación de nuestro pueblo más que a hechos reales donde basar tanta fantasía. Hay profusión de leyendas chinas asegurando la existencia de los «gheressun-bambursh» en las montañas de Altyn-Tag. Este vocablo significa hombres salvajes. Parece que según la leyenda, viven en plena edad de piedra, que se dedican a la caza, acechando sus presas en las inmediaciones de los arroyos y lagos para matarlas a pedradas. Las comen en seguida, cortando la carne con trozos de piedra afilada, se procuran fuego con sílex y huyen ante los extranjeros, corriendo tan velozmente que ni un jinete montado en un buen caballo podría alcanzarlos… Sí, hay muchas leyendas en este país. Y, por lo general, también en el resto del mundo se cree que esta tierra es la más propicia para desarrollar toda clase de especies fantásticas.
—¿No es así?
—Ciertamente, el Tíbet es enorme, muchas de sus cadenas de montañas son actualmente inaccesibles y las escasas comunicaciones con el interior mantienen al país considerablemente atrasado. Sin embargo, cualquier cosa fantástica puede ocurrir lo mismo en el Tíbet que en otra parte del mundo… incluida Norteamérica.
—¿Y de esa Sakya Kuku Nor? —interrogó el profesor.
—No recuerdo haber oído ese nombre nunca. La poliandria, que en el Tíbet concede a una sola mujer varios maridos, ha hecho de muchas mujeres una especie de jefes de gran influencia. La sumisión del hombre a la mujer es en el Tíbet, todavía, un hecho auténtico. Nosotros, los chinos, jamás hemos podido comprender esta hegemonía del sexo débil, pero la respetamos. Pudiera existir esa Sakya, pero el Tíbet es inmenso, y muchos nombres llegan a nosotros deformados a través de narraciones de viajeros que vuelven del interior, o de los reyezuelos parcialmente independientes que de tarde en tarde se asoman a nuestros despachos para traernos sus presentes y saludos.
—¿Entonces…?
—Siento no poder ayudarles —sonrió el chino amablemente.
Se despidieron del «kalun» y fueron a reunirse con el resto de la tripulación del Cóndor en el único hotel decente de la ciudad.
En general, todos se sentían defraudados por el éxito negativo de sus pesquisas. Entre todos, era el profesor quien más optimista se mostraba. Aquella noche, después de comer, salió acompañado de Baiserab y no regresó hasta muy tarde. Para entonces, Ángel ya estaba acostado y todavía permanecía en el lecho cuando el profesor volvió a salir, siempre acompañado de su inseparable guía.
Ángel supo que el profesor estaba dedicándose a visitar e interrogar a todos los personajes de cierta importancia de Lhasa y a los mercaderes que traficaban con las tribus nómadas del interior.
—Es inútil que busque —decía Arthur a su amigo —. Sabe Dios quién será esa Sakya Kuku Nor, y ni siquiera si existirá.
Ángel no respondía a las lamentaciones de su compañero, pero íntimamente se sentía a su vez defraudado. Aún sin proponérselo, había empezado a considerar interesante esta aventura y precisamente cuando estaba forjando ilusiones acerca de un sensacional desenlace se encontraba con que la fiebre emocional del grupo descendía a cero grados. Pasó casi todo el día en el avión. Aquella noche, con gran asombro por parte de todos, supieron que el profesor todavía no estaba de regreso en el hotel. Bárbara estaba intranquila y fue al cuartelillo de policía a exponer sus cuidados.
—Tranquilícese —le dijeron en una mezcla espantosa de tibetano e hindú—. El señor ha sido visto en diversos lugares de la ciudad y le acompañan dos de nuestros agentes.
Comieron, charlaron un poco y esperaron. Finalmente, cansados de esperar, el grupo se dispersó en busca de sus lechos. Ángel no supo cuánto tiempo había dormido al sentirse zarandeado bruscamente por un hombro. Era el profesor.
—¡Vamos, levántese, Andrés!
—¡No me llamo Andrés, sino Ángel! —refunfuñó el español parpadeando bajo la luz.
—No importa. Levántese enseguida. Nos vamos.
—¿Qué nos vamos? ¿Adónde?
—Ya tengo una pista. ¡Es una pista estupenda!
Mientras Ángel saltaba del lecho entraron los demás miembros de la tripulación del Cóndor, excepto el radiotelegrafista Richard Balmer, que aquella noche se quedó cuidando el avión.
Al parecer todos habían sido despertados con parecida brusquedad. Rodearon al profesor envueltos en sus batines con los ojos pegados de sueño.
—He averiguado muchas cosas a fuerza de ir preguntando a los comerciantes —dijo el profesor—. De todas estas cosas sólo hay dos realmente importantes. Una, que el cielo del Tíbet parece ser excepcionalmente propicio para los platillos volantes. Es poca la gente que no los ha visto una y más veces. La otra noticia es la mejor. Acabo de hablar con un traficante que regresó ayer con una caravana de las montañas Darglas. Su historia es algo sensacional.
Miró en rededor a las caras pendientes de sus labios. Y prosiguió:
—Kur Najak, el hombre que acaba de contarme esto, llegó en su deambular por el corazón de las montañas Darglas hasta una mísera aldea situada junto a un pequeño lago, cuya ubicación tuvo la amabilidad de dibujarme en un papel. Los pobladores de esta aldea se jactaban de haber dado muerte a dos extraños hombres que habían bajado del cielo con «sombrillas». Aseguraban que vieron a una especie de plato que surcaba el cielo, que de pronto se detuvo y empezó a caer, y que fue de ese disco de donde salieron los hombres. El platillo, porque se desprende de esa historia que se trataba de un platillo volante, cayó en un ventisquero inaccesible.
Calló el profesor y miró uno por uno a los que le escuchaban.
—¿No dicen nada? —preguntó tras un minuto de silencio.
—¿No será todo eso otra historia fantástica? —preguntó Ángel.
—Fantástica o no vamos a emprender inmediatamente el vuelo hacia esa aldea. Kur Najak me dibujó un mapa y me facilitó amplios detalles de la región. El platillo volante está allí, estoy seguro.
Los aviadores se miraron los unos a los otros.
—Bueno —dijo Paiton—. Usted es el jefe, profesor. Iremos, si usted quiere que vayamos.
Unos minutos después, el grupo atravesaba las silenciosas y mal empedradas calles de Lhasa. En sus pechos volvía a cobrar forma una ilusión.