Los hombres de Venus (10 page)

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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia Ficción

—Sí —asintió Arthur—. Rindámonos.

Capítulo 8.
El misterioso Valle de Gpur

M
iguel Ángel apretó con fuerza la garganta de su fusil ametrallador Bren. Le repugnaba una entrega incondicional, sin lucha, y, por otro lado, un sentimiento de curiosidad le impelía tirar las armas y acercarse a estos extraordinarios hombres grises.

—Rindámonos —repitió Arthur—. Seguramente nos llevarán a donde se encuentra Carol Mitchel, y una vez allí, tal vez podamos organizar la evasión.

—¿Y si nos dan muerte en cuando hayamos soltado las armas? —arguyó Richard.

—De todas formas pueden fusilarnos a mansalva desde sus aparatos. ¿Qué satisfacción puede reportarnos llevarnos a uno o dos hombres grises por delante, si acto seguido somos muertos? —dijo el profesor—. Yo soy del parecer que nos entreguemos. Al menos tendremos la satisfacción de ver de cerca a estos seres.

Tras una corta discusión llegaron al acuerdo de rendir las armas. Las dejaron amontonadas en el suelo y avanzaron hacia Kruif. Este se puso en pie y les sonrió.

—Muy bien. Es lo mejor que podían hacer.

Hizo una señal con la mano hacia el platillo volante. Al punto descendieron dos gigantescos hombres cuyas caras infundían pavor. Sus ojos redondos y grandes se clavaron en los expedicionarios. Respondían a la descripción que Arthur Winfield hiciera de ellos poco antes, pero vivos y en movimiento eran mucho más espantosos de cuanto pudieran haber imaginado.

No ofrecían, en cuanto a su cuerpo, gran diferencia con los de cualquier hombre terrestre, excepto su mayor altura y desarrollo y la longitud un tanto exagerada de sus brazos. Vestían una especie de holgados monos, construidos, al parecer, de múltiples y brillantes escamas metálicas de color plateado, y se cubrían la parte superior de la cabeza con una chichonera de material esponjoso que no difería gran cosa de las utilizadas por los tanquistas terrestres.

Lo extraterrestre de los hombres grises residía, principalmente, en sus caras. Tenían una frente muy amplia y abombada. Los ojos, muy separados, saltones y redondos, como los de un pescado, pero con pupila hendida verticalmente, como la de los gatos. Los iris de estos enormes y terroríficos ojos eran de color púrpura en uno de los hombres y verdes en los del otro.

Las cejas eran apenas dos hileras de pelos trazadas sobre los ojos con una oblicuidad de 45 grados, jamás igualada por la de ningún oriental del planeta Tierra.

Donde Ángel y cualquiera de sus compañeros tenía la nariz, los fantásticos hombres grises tenían una trompa, extensible a voluntad, que se balanceaba al andar sobre una boca situada inmediatamente debajo. Esta boca era, quizás, lo más horrible en tales seres. Era carnosa y con toda seguridad podía tomar cualquier forma, así como pegarse en forma de ventosa a una superficie irregular.

Acrecentaba la fealdad repulsiva de esta boca la carencia total de barbilla. Los hombres grises tenían un maxilar inferior tan pequeño que la barbilla no existía, aparentemente.

Otros órganos muy diferentes a los terrestres eran sus orejas. Estas arrancaban, aproximadamente, del mismo lugar que las de Miguel Ángel Aznar, pero su forma era puntiaguda y vistas de frente parecían a modo de dos palmitos estrechados progresivamente para acabar en punta. Además, eran movibles como las de los perros terráqueos, lo que sin duda, ofrecía una considerable ventaja sobre los oídos de los hombres «blancos».

La porción de piel que podía verse de estos hombres era de un color ceniciento. Al avanzar hacia donde habían quedado las armas, los monos plateados que vestían refulgieron al sol hiriendo las pupilas de los atónitos terrestres. Los tres tibetanos temblaban de terror como azogados.

El profesor Stefansson, en cambio, se mostraba más curioso que preocupado. No perdió ni un solo momento de vista a los hombres grises mientras estos andaban con cierta pesadez hasta el lugar donde estaban las armas, las recogían y regresaban con ellas.

—Cuatro de ustedes —ordenó Kruif autoritariamente— que vengan conmigo. Los demás vayan andando hacia aquel aparato.

Bárbara, el profesor, Ángel y Arthur siguieron a Kruif. Este se detuvo frente a la escalerilla y les invitó a subir con un ademán burlesco. En el momento de ascender al platillo volante, Ángel sentía un cosquilleo de curiosidad recorrerle el cuerpo. Le parecía mentira que estuviera viviendo estos asombrosos momentos de su vida y se preguntaba si no sería todo una pesadilla.

La escalera les llevó a la cabina inferior del aparato. Ésta era bastante espaciosa. Tendría unos ocho metros de diámetro y ofrecía la particularidad de tener agrupados en el centro gran número de complicados aparatos. Alrededor de las máquinas quedaba un pasillo de cinco metros de ancho. A todo lo largo de las paredes translúcidas se corría un asiento no muy mullido.

Sobre las cabezas de los terrestres podía verse un agujero del que descendía una escalerilla metálica y que, al parecer, conducía al piso de arriba.

En esta cabina había tres hombres más. Uno de ellos llevaba sobre el mono metálico un cinturón del que colgaba una pistola encerrada en funda. Ni la forma de la funda ni el relieve de la pistola correspondía a las características de sus semejantes terrestres.

Este hombre tenía los ojos azules, y en cuanto hubieron entrado los terrestres movió su repulsiva boca ordenando algo a los otros dos en un idioma extraño y de sonido nasal, causado seguramente por su trompa.

Los dos hombres subieron por la escalerilla hasta la cabina superior. Mientras, sonaron fuera media docena de disparos de pistola. Kruif entró en la cabina soplando el humeante cañón de su revólver.

—Esos ya están liquidados, Aolar —dijo al hombre gris de los ojos azules.

—¿Qué significa «liquidados»? —preguntó Aolar en un inglés imperfecto y nasal.

—Que están muertos.

—Bien. Mira quién son estos hombres —dijo el llamado Aolar señalando al grupo del profesor. Y añadiendo unas órdenes en su extraño idioma, desapareció escaleras arriba.

—¿Sobre quién ha disparado usted, Kruif? —preguntó el profesor.

—Sobre los tibetanos… ¡Oiga! —exclamó Kruif pegando un brinco—. ¿Quién le ha dicho que me llamo Kruif?

—Nadie. Le he reconocido enseguida. Usted es el piloto del avión en que viajaban John Mitchel y miss Carol Mitchel cuando estos desaparecieron. La policía se alegraría mucho de echarle el guante.

—Si. Yo pilotaba el Cessna… ¿Y qué?

—¿Dónde está ahora Carol Mitchel? —interrogó Arthur.

—¡Ah, ya comprendo! —exclamó Kruif echándose a reír—. Alguno de ustedes fue el que escuchó la historia de Sakya y han venido a buscar los hombres grises al Tíbet. ¿No es eso? Bueno, pues están de enhorabuena. Dentro de un rato tal vez vean a Carol Mitchel. Ella sigue tan guapa o más que antes…

—¡Es usted un canalla, Kruif! ¿Por qué ha asesinado a esos pobres tibetanos?

—Porque nos estorbaban, sencillamente. Además, Aolar lo ordenó así y yo no tenía más remedio que obedecerle.

—¿Cómo se explica que estos hombres hablen el inglés? —preguntó el profesor.

—¡Bah! Han tenido tiempo de sobra para aprenderlo. Permítame que eche un vistazo a sus documentos de identidad.

Kruif desabrochó el abrigo del profesor y metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta del viejo. La sacó aprisionando una abultada cartera.

Mientras examinaba los documentos, las paredes transparentes de la cabina se tornaban gradualmente opacas. El paisaje de agrestes montañas barridas por el viento y el del lago en forma de corazón donde flotaban algunos restos del Douglas se borró a la vista de los terrestres. La sección de piso que se abriera para recibirles volvió a su puesto.

Súbitamente experimentaron una brusca sacudida ascensional. El prodigioso platillo volante acababa de despegar subiendo recto al espacio. Se detuvo de pronto, y todos percibieron la arrancada de costado que les hizo tambalear.

—Ahora volamos ya horizontalmente —comentó Ángel.

—¡Caramba! —exclamó Kruif alzando los ojos de los papeles del profesor—. ¿Así que usted es el jefe de esta
Astral Information Office
, encargada de investigar el asunto de los platillos volantes? ¡Vaya suerte tiene usted! Ya está a bordo de un platillo y pronto verá a Carol Mitchel. ¿Se le ofrece alguna cosa más?

—Sí —dijo Arthur Winfield—. ¿Quién le sobornó para que raptara a Carol Mitchel?

—El profesor Mattox, naturalmente. Claro, que de haber sabido que llevando a los Mitchel al Tíbet iba a encontrarme con la sorpresa de los platillos volantes y los hombres grises, lo hubiera pensado más despacio. Ahora, prácticamente, soy tan prisionero de estos condenados hombres como ustedes.

—¿De dónde proceden estos hombres? —interrogó el profesor.

—De Venus. De esa estrella tan hermosa que se ve brillando al atardecer y al alba cerca del horizonte. Eso, al menos, es lo que aseguran.

—Escuche, Kruif —dijo el profesor acercándose cuanto podía al renegado—. Ayúdenos a escapar y no se arrepentirá.

—¿Engañar a estos tíos? ¡Ni se lo piense!

—Podríamos apoderarnos de este platillo volante…

—Los otros vienen detrás. No se rompa la sesera buscando la forma de escapar, viejo. Estos individuos son listos a rabiar y tienen la sangre más fría que un carámbano. Quien les hace una jugada se la paga en el acto… ¡Hay que desengañarse!

—¿Cree que nos matarán? —preguntó Bárbara.

—No lo creo, pero tampoco me extrañaría que les molieran para ver cómo tienen las tripas. Liquidaron a toda la gente de esa aldea que acaban de ver ustedes. A los hombres, a las mujeres, a los ancianos y a los niños. Y no lo hicieron solamente para vengar a sus dos compañeros muertos, sino para asegurarse de que esos desgraciados tibetanos les guardarían el secreto.

—Nosotros creímos que lo hicieron hombres terrestres.

—Utilizaron para la matanza armas de fabricación rusa que en una de sus expediciones arrebataron a los cadáveres chinos. Lo hicieron así para que nadie oliera nada extraterrestre en ese asesinato en masa… Bueno, ya hemos llegado.

Efectivamente, podía percibirse la bajada del aparato. Producía la misma sensación que si ocuparan un ascensor rápido. La velocidad del descenso se aminoró, la máquina pareció balancearse en el espacio y un ligero roce bajo sus pies indicó que acababan de posarse en tierra.

El hombre gris de ojos azules descendió por la escalerilla. La sección del suelo que servía de escalerilla se abrió.

—¿Dónde estamos? —preguntó el profesor.

—En el valle de Gpur. Esta es la base secreta de los venusinos en nuestro planeta Tierra.

—Tú callar —dijo el venusino con su acento nasal—. Tú hablas demasiado, Kruif.

—¿Y eso qué importa? Aunque lo proclame a gritos nadie hay cerca para escucharnos, ni tendremos ocasión para ir a contarlo en los periódicos de Nueva York.

—Eso cierto —dijo el venusino—. Pero tú charlatán y yo me canso ya de ti. Bajar todos.

Descendieron por la escalerilla y miraron a su alrededor. Dos de los platillos volantes estaban todavía en el aire, inmóviles y como clavados al espacio azul. Los otros dos estaban ya en tierra y de uno de ellos descendían George, Richard, Walter y el indio Baiserab.

Habían venido a aterrizar sobre una gran explanada, un yermo situado a las espaldas de un monasterio fortaleza. Podían ver las cúpulas verdosas y, al fondo, el perfil aserrado de las azules montañas que circundaban el valle. En lo que la maciza mole del monasterio les permitía ver, se apreciaban las orillas cenagosas de un extenso lago, cuyas aguas rizaba una fresca brisa.

A cierta distancia había un grupo de hombres erizados de lanzas. Eran guerreros mongoles, de tez morena, nariz aplastada y ojos oblicuos. Llevaban consigo unos caballejos manchúes, de corta talla y abundante pelo. Hombres y bestias permanecían en una quietud tensa y expectativa.

A una seña de Aolar, el hombre de Venus, una docena de estos feroces guerreros se destacaron del grupo y vinieron a hacerse cargo de los prisioneros. Los hombres grises demostraron tener en ellos una total y desdeñosa confianza. Ni uno solo acompañó a los occidentales.

—Hasta más tarde —les gritó Kruif. Y se quedó hablando con el llamado Aolar.

Los mongoles empujaron a nuestros amigos hacia el enorme portalón que se abría en el reducto exterior de la fortaleza. La muralla tenía tal espesor que la puerta era prácticamente un túnel. Por éste salieron a un gran patio enlosado. Entre los intersticios de las losas crecían altas hierbas.

—Debimos luchar —rezongó Richard—. Ahora nos meterán en una mazmorra y nos tendrán pudriéndonos allí Dios sabe hasta cuándo.

—Estos guerreros parecen arrancados de la Edad Media —murmuró el profesor—. La civilización debió detenerse ante las montañas que cierran este valle. Sus rasgos raciales son puros. Ninguno lleva armas de fuego.

Cruzando el patio en toda su extensión, los prisioneros fueron llevados hasta otra gran puerta adornada con clavos de bronce. En ésta se abría un portillo estrecho, por el que pasaron a otro túnel. A cada parte del lóbrego corredor se abrían dos salas. Una de ellas debía de ser el cuerpo de guardia. Los prisioneros fueron empujados rudamente hacia el otro.

De esta habitación arrancaba una escalera que se hundía en el suelo. Los mongoles encendieron media docena de hachas y llevaron al grupo escaleras abajo. La escalera terminó en un pasadizo excavado en los cimientos del monasterio. El pasadizo desembocó en un corredor de piedra. A ambos lados se abrían estrechas puertas con un ventanuco enrejado en el centro. Eran puertas sólidas y los pesados cerrojos que ostentaban no dejaban lugar a dudas en cuanto a su utilidad. Eran mazmorras.

El grupo se detuvo ante una de las puertas. Uno de los mongoles descorrió el cerrojo y se apartó a un lado. Los prisioneros fueron empujados dentro de un calabozo húmedo y ancho. A la altura del techo se veían cuatro ventanucos angostos por los que entraban otros tantos rayos de luz. Apenas estuvieron dentro, la puerta se cerró a espaldas de los aventureros y se escuchó el estrepitoso correr del cerrojo.

—¡Muy bien! —dijo Richard—. Ahora podemos prepararnos a dejar crecer nuestras barbas y a excavar un túnel con las uñas como Montecristo.

Nadie le respondió. La impresión general era de un mortal desaliento. Mientras sus ojos se acomodaban a la semipenumbra, guardaron un profundo silencio.

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