Los límites de la Fundación (31 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

—¿Se lo contó a alguien cuando regresó?

—Claro que no. ¿A quién le habría interesado? Y no quería obligar a nadie a escucharme. ¡No, gracias! Tenía una carrera política por desarrollar y lo último que deseo es subrayar mi origen extranjero.

—¿Y el satélite? Descríbanos el satélite de la Tierra —pidió Pelorat con impaciencia.

Compor se mostró atónito.

—No sé nada de eso.

—¿Tiene algún satélite?

—No recuerdo haber leído u oído nada sobre él, pero estoy seguro de que si consulta los archivos comporellianos, lo averiguará.

—Pero ¿usted no sabe nada?

—Nada del satélite. Que yo recuerde, no.

—¡Huh! ¿Cómo llegó la Tierra a ser radiactiva?

Compor meneó la cabeza y no contestó.

—¡Piense! Tiene que haber oído algo —dijo Pelorat.

—Fue hace siete años, profesor. Entonces no sabía que usted me interrogaría al respecto. Había una especie de leyenda… ellos la consideraban historia…

—¿Qué decía la leyenda?

—La Tierra era radiactiva; había sido abandonada y maltratada por el Imperio. Su población disminuía y, de algún modo, iba a destruir el Imperio.

—¿Un solo mundo agonizante iba a destruir todo el Imperio? —inquirió Trevize.

Compor se defendió:

—He dicho que era una leyenda. No estoy al corriente. Bel Arvardan estaba implicado en la historia, esto sí que lo sé.

—¿Quién era? —preguntó Trevize.

—Un personaje histórico. Lo consulté. Era un arqueólogo de los primeros tiempos del Imperio y mantuvo que la Tierra estaba en el Sector de Sirio.

—El nombre me suena —intervino Pelorat.

—En Comporellon es un héroe popular. Escuchen, si quieren saber todo esto, vayan a Comporellon. Es inútil que se queden aquí.

Pelorat preguntó:

—¿Cómo decían que la Tierra planeaba destruir el Imperio?

—No lo sé. —La voz de Compor reflejó cierto mal humor.

—¿Tuvo la radiación algo que ver con ello?

—No lo sé. Había leyendas sobre un dilatador mental desarrollado en la Tierra, un sinapsificador o algo así.

—¿Creaba mentes superiores? —preguntó Pelorat con un tono de profunda incredulidad.

—No lo creo. Lo único que recuerdo es que no funcionó. Las personas adquirían una gran inteligencia y morían jóvenes.

—Probablemente era una leyenda moral. Si pides demasiado, pierdes incluso lo que tienes —dijo Trevize.

Pelorat se volvió hacia Trevize con evidente fastidio.

—¿Qué sabe usted de leyendas morales?

Trevize enarcó las cejas.

—Su especialidad puede no ser la mía, Janov, pero eso no significa que sea totalmente ignorante.

—¿Qué más recuerda sobre lo que usted llama el sinapsificador, consejero Compor? —preguntó Pelorat.

—Nada, y no me someteré a más interrogatorios. Escuchen, les he seguido porque la alcaldesa me lo ordenó. No me ordenó que me comunicara personalmente con ustedes. Sólo lo he hecho para advertirles de que les estaban siguiendo y decirles que han sido enviados al espacio para satisfacer los propósitos de la alcaldesa, cualesquiera que sean. No debería haberles comentado nada más, pero me han sorprendido mencionando súbitamente el tema de la Tierra. Pues bien, se lo repetiré: lo que existiera allí en el pasado, Bel Arvardan, el sinapsificador, lo que sea, no tiene nada que ver con lo que existe ahora. Se lo diré otra vez: la Tierra es un mundo muerto. Les aconsejo que vayan a Comporellon, dónde averiguarán todo lo que quieren saber. Pero márchense de aquí.

—Y, naturalmente, tú informarás a la alcaldesa de que vamos a Comporellon, y nos seguirás para asegurarte. O quizá la alcaldesa ya lo sepa. Me imagino que te aleccionó cuidadosamente y te hizo aprender de memoria todas las palabras que nos has dicho aquí porque a ella le conviene que vayamos a Comporellon. ¿No es así?

El rostro de Compor palideció. Se puso en pie y casi tartamudeó debido al esfuerzo que realizaba por controlar su voz.

—He intentado explicarlo. He intentado ayudar. No debería haberlo hecho. Por mí, puedes caerte en un agujero negro, Trevize.

Giró sobre sus talones y se alejó rápidamente sin mirar atrás.

Pelorat pareció un poco aturdido.

—Esto ha sido un error, Golan, viejo amigo. Habría podido sacarle algo más.

—No, no habría podido —replicó Trevize con gravedad—. No habría podido sacarle ni una palabra más de las que él pensaba decirle. Janov, usted no sabe lo que es… Hasta hoy, yo tampoco lo he sabido.

45

Pelorat vaciló en molestar a Trevize. Trevize se hallaba inmóvil en su butaca, absorto en sus pensamientos.

Al fin Pelorat preguntó:

—¿Es que vamos a pasar toda la noche aquí, Golan?

Trevize se sobresaltó.

—No, tiene usted toda la razón. Estaremos mejor rodeados de gente. ¡Venga!

Pelorat se levantó y argumentó:

—No estaremos rodeados de gente. Compor ha dicho que hoy era un día de meditación.

—¿Eso es lo que ha dicho? ¿Había tráfico por la carretera cuando veníamos hacia aquí?

—Sí, un poco.

—Bastante, me parece a mí. Y después, cuando hemos entrado en la ciudad, ¿estaba vacía?

—No demasiado. Sin embargo, debe admitir que este lugar lo está.

—Sí, así es. Ya lo había observado. Pero vamos, Janov, tengo hambre. Tiene que haber algún sitio para comer y. podemos permitirnos el lujo de que ser algo bueno. En todo caso, podemos encontrar un lugar donde nos den alguna interesante especialidad sayshelliana o, si lo preferimos, un buen menú galáctico. Vamos, en cuanto estemos rodeados de gente, le diré lo que creo que ha ocurrido en realidad.

46

Trevize se recostó en el asiento con satisfacción.

El restaurante no era caro comparado con los de Términus, pero sí original. Estaba caldeado, en parte, por un fuego sobre el que se preparaba la comida. La carne tendía a servirse en porciones del tamaño de un bocado —con una gran variedad de salsas picantes—, que se cogían con dedos protegidos de la grasa y el calor por suaves hojas verdes, frías y húmedas, y con un leve sabor a menta.

Había una hoja para cada pedazo de carne y todo se llevaba a la boca. El camarero les había explicado cómo se hacía. Aparentemente acostumbrado a los clientes extranjeros, sonrió con paternalismo cuando Trevize y Pelorat cogieron con cautela los humeantes trozos de carne, y se mostró claramente encantado por el alivio de los turistas al descubrir que las hojas mantenían sus dedos frescos y también refrescaban la carne, a medida que uno la masticaba.

Trevize exclamó: «¡Delicioso!», y terminó pidiendo una segunda ración. Pelorat hizo lo mismo.

Luego tomaron un postre esponjoso y ligeramente dulce, y una taza de café con sabor caramelizado ante el que ambos menearon la cabeza. Añadieron almíbar, y entonces fue el camarero quien meneó la suya.

—Bueno, ¿qué ha ocurrido en el centro turístico? —preguntó Pelorat.

—¿Quiere decir con Compor?

—¿Acaso hay alguna otra cosa que debamos comentar?

Trevize miró a su alrededor. Estaban en un profundo nicho y gozaban de cierta intimidad, pero el restaurante se hallaba abarrotado y el murmullo de las conversaciones era una protección perfecta.

—¿No es extraño que nos haya seguido hasta Sayshell? —dijo en voz baja.

—El ha dicho que tenía el don de la intuición.

—Sí, fue campeón universitario de hiperrastreo.

Nunca había sospechado nada hasta hoy. Comprendo que puedas ser capaz de determinar adónde va alguien a saltar observando cómo se prepara para ello, si tienes cierta habilidad y ciertos reflejos; pero no comprendo cómo el rastreador puede determinar una serie de saltos. Sólo te preparas para el primero; la computadora realiza todos los demás. El rastreador puede determinar ese primero, pero ¿por qué arte de magia puede adivinar lo que hay en el interior de la computadora?

—Sin embargo, él lo hizo, Golan.

—Por supuesto que lo hizo —dijo Trevize—. Y el único modo en que me imagino pudo hacerlo es sabiendo de antemano a dónde pensábamos ir. Sabiéndolo, no determinándolo.

Pelorat reflexionó.

—Es imposible, muchacho. ¿Cómo iba a saberlo? No decidimos nuestro punto de destino hasta encontramos a bordo del Estrella Lejana.

—Ya lo sé. Y ¿qué hay de este día de meditación?

—Compor no nos ha mentido. El camarero ha dicho que era un día de meditación cuando hemos llegado y se lo hemos preguntado.

—Sí, así es, pero también ha dicho que el restaurante no estaba cerrado. En realidad, lo que ha dicho es: «La Ciudad de Sayshell no es el fin del mundo. No se paraliza.» En otras palabras, la gente medita, pero no en la gran ciudad, donde todos son mundanos y no hay lugar para la piedad provinciana. Así. que hay tráfico y actividad; quizá no tanta como en un día normal, pero actividad.

—Pero, Golan, no ha entrado nadie en el centro turístico mientras estábamos allí. Me he dado cuenta. No ha entrado ni una sola persona.

—Yo también lo he observado. Incluso me he acercado a la ventana en un momento dado y he visto claramente que en las calles próximas al centro había bastantes personas que circulaban a pie y en coche, a pesar de lo cual no ha entrado nadie. El día de meditación ha sido una buena tapadera. No habríamos recelado de la afortunada intimidad que hemos tenido si yo no hubiese decidido no confiar en ese hijo de dos extranjeros.

—Entonces, ¿qué significa todo esto? —dijo Pelorat.

—Creo que es muy sencillo, Janov. Aquí tenemos a alguien que sabe dónde vamos en cuanto nosotros lo sabemos, a pesar de que él y nosotros estamos en astronaves distintas, y también tenemos a alguien que puede mantener vacío un edificio público rodeado de gente con objeto de poder hablar en privado.

—¿Quiere hacerme creer que puede realizar milagros?

—Ciertamente. Si en realidad Compor es un agente de la Segunda Fundación y puede controlar las mentes; si puede influir en los aduaneros para que le dejen pasar; si puede aterrizar gravíticamente, sin que ninguna patrulla fronteriza le detenga por despreciar los haces radioeléctricos; y si puede influir en las mentes hasta el punto de impedir que la gente entre en un edificio donde él no quiere que entre nadie.

»Por todas las estrellas —continuó Trevize con un marcado aire de resentimiento—, incluso concuerda con lo sucedido después de su graduación. Yo no fui al viaje con él. Recuerdo que no quise. ¿No pudo ser a causa de su influencia? El tenía que estar solo. ¿Adónde iba en realidad?

Pelorat apartó los platos que tenía delante, como si quisiera hacer un espacio a su alrededor con objeto de tener sitio para pensar. Este gesto pareció activar el robot—ayudante de camarero, una mesa automotora que se detuvo cerca de ellos y esperó mientras Pelorat y Trevize colocaban sus platos y cubiertos encima de ella.

Cuando estuvieron solos, Pelorat dijo:

—Pero esto es una locura. No ha sucedido nada que no pueda atribuirse a causas naturales. Una vez te convences a ti mismo de que alguien está controlando los acontecimientos, puedes interpretarlo todo bajo esa luz y no encontrar ninguna certeza razonable en ninguna parte. Vamos, viejo amigo, todo es circunstancial y una simple cuestión de interpretación. No se deje llevar por la paranoia.

—Tampoco pienso dejarme llevar por la complacencia.

—Bueno, consideremos este asunto con lógica. Supongamos que sea un agente de la Segunda Fundación. ¿Por qué correría el riesgo de despertar nuestras sospechas manteniendo vacío el centro turístico? ¿Acaso ha dicho algo tan importante para que unas cuantas personas que, de todos modos, estarían lejos de nosotros y no nos prestarían atención, supusieran alguna diferencia?

—La respuesta es muy sencilla, Janov. Tenía que someter nuestras mentes a una rigurosa observación y no quería interferencias de otras mentes. Ni descargas estáticas. Ni posibilidad alguna de confusión.

—Igual que antes, esto no es más que una interpretación suya. ¿Acaso ha habido algo que fuera tan importante en su conversación con nosotros? Sería lógico suponer, como él mismo ha subrayado, que sólo nos ha abordado para explicar lo que había hecho, para disculparse por ello, y advertirnos de los problemas con que podríamos topar. ¿Por qué vamos a pensar mal?

El pequeño receptáculo para tarjetas del borde de la mesa relució discretamente y las cifras que representaban al coste de la comida centellearon durante unos momentos. Trevize se metió una mano en el cinturón para sacar su tarjeta de crédito que, con la marca de la Fundación, era válida en cualquier lugar de la Galaxia, o cualquier lugar adonde era probable que fuese un ciudadano de la Fundación. La introdujo en la ranura apropiada. Transcurrieron los instantes necesarios para efectuar la transacción y Trevize (con previsión innata) comprobó el saldo restante antes de volver a metérsela en el bolsillo.

Miró a su alrededor con disimulo para asegurarse de que no hubiera un interés sospechoso en la cara de las pocas personas que aún estaban en el restaurante y luego dijo:

—¿Por qué pensar mal? ¿Por qué? No sólo ha hablado de eso. Ha hablado de la Tierra. Nos ha asegurado que estaba muerta y nos ha recomendado insistentemente que fuéramos a Comporellon. ¿Vamos?

—Es algo que he estado considerando, Golan —admitió Pelorat.

—¿Y nos marchamos de aquí?

—Podemos regresar después de reconocer el Sector de Sirio.

—¿No se le ha ocurrido pensar que su único motivo para vernos era alejarnos de Sayshell y enviarnos a otra parte? ¿A cualquier parte, pero lejos de aquí?

—¿Por qué?

—No lo sé. Mire, ellos esperaban que fuéramos a Trántor. Eso es lo que usted quería hacer y quizá ellos contaban con que lo haríamos. Yo desbaraté el plan insistiendo en venir a Sayshell, que es lo último que ellos deseaban, de modo que ahora tienen que apartarnos de aquí.

Pelorat estaba claramente desconsolado.

—Pero, Golan, usted se limita a hacer aseveraciones. ¿Por qué no nos quieren en Sayshell?

—No lo sé, Janov. Pero a mí me basta con que quieran alejarnos de aquí. Yo me quedo. No voy marcharme.

—Pero…, pero… Escuche, Golan, si la Segunda Fundación quisiera que nos marchásemos, ¿no se limitaría a influir en nuestras mentes para que quisiéramos marchamos? ¿Por qué molestarse en razonar con nosotros?

—Ya que usted lo menciona, profesor, ¿no lo han hecho en su caso, profesor? —Y los ojos de Trevize se empequeñecieron con súbito recelo—. ¿No quiere usted marcharse?

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