Los límites de la Fundación (47 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

—Seguramente se refiere a un gobernante que toma el nombre del planeta como título honorífico, o bien se refiere al consejo planetario. Lo averiguaremos, pero no con preguntas directas.

—¡Muchos hombres han muerto por su cuerpo! —dijo Trevize—. ¡Huh! ¡Tiene demasiado trasero!

Nadie le pide que muera por él, Golan —replicó Pelorat con amabilidad—. ¡Vamos! Reconozca qué sabe reírse de sí misma. Considero que es muy divertido y una muestra de buen carácter.

Encontraron a Bliss inclinada sobre la computadora, observando sus componentes con las manos a la espalda, como si temiera tocarla.

Alzó la mirada cuando entraron, agachando la cabeza bajo el dintel.

—Es una nave asombrosa —comentó—. No entiendo la mitad de lo que veo, pero si van a hacerme un regalo de bienvenida, que sea éste. Es preciosa. En comparación, mi nave parece horrorosa.

Su rostro adquirió una expresión de ardiente curiosidad.

—¿Son ustedes realmente de la Fundación?

—¿Cómo es que conoce la existencia de la Fundación? —preguntó Pelorat.

—Lo estudiamos en la escuela. Principalmente a causa del Mulo.

—¿Por qué a causa del Mulo, Bliss?

—Es uno de nosotros, caba… ¿Qué sílaba de su nombre prefiere que use, caballero?

Pelorat contestó:

—Jan o Pel. ¿Cuál prefiere usted?

—Es uno de nosotros, Pel —dijo Bliss con una sonrisa de camaradería—. Nació en Gaia, pero nadie parece saber exactamente dónde.

Trevize intervino:

—Me imagino que es un héroe gaiano, ¿verdad, Bliss? —Se mostró decididamente, casi agresivamente, amistoso y lanzó una ojeada conciliadora en dirección a Pelorat—. Llámeme Trev —añadió.

—Oh, no —contestó ella de inmediato—. Es un malhechor. Abandonó Gaia sin permiso, y nadie debe hacer tal cosa. Nadie sabe cómo lo hizo. Pero se marchó, y supongo que por eso terminó tan mal. La Fundación le venció.

—¿La Segunda Fundación? —inquirió Trevize.

—¿Acaso hay más de una? Me imagino que si pensara en ello lo sabría, pero la historia no me interesa demasiado. Me interesa lo que Gaia crea mejor. Si la historia no me llama la atención, es porque ya hay suficientes historiadores o porque yo no estoy bien dotada para ella. Probablemente estén adiestrándome para técnico espacial. Siempre me asignan trabajos como éste y parece que me gusta, y es lógico suponer que no me gustaría si…

Hablaba rápidamente, casi sin aliento, y Trevize tuvo que hacer un esfuerzo para intercalar una frase.

—¿Quién es Gaia?

Bliss pareció desconcertada.

—Sólo Gaia… Por favor, Pel y Trev, no perdamos más tiempo. Tenemos que llegar a la superficie.

—Vamos hacia allí, ¿verdad?

—Sí, pero lentamente. Gaia cree que ustedes pueden avanzar con mucha más rapidez si utilizan el potencial de su nave. ¿Quieren hacerlo, por favor?

—Podríamos —dijo Trevize sombríamente—. Pero si recupero el control de la nave, ¿no sería más probable que saliéramos zumbando en dirección opuesta?

Bliss se echó a reír.

—¡Qué gracioso! Naturalmente, no puede ir en una dirección que Gaia no quiera que vaya. Pero puede ir más de prisa en la dirección que Gaia quiere que vaya. ¿Lo entiende?

—Lo entiendo —repuso Trevize—, e intentaré dominar mi sentido del humor. ¿Dónde aterrizo, cuando llegue a la superficie?

—No importa. Usted ponga rumbo hacia abajo y aterrizará en el lugar correcto. Gaia se encargará de ello.

—¿Se quedará usted con nosotros, Bliss, y se ocupará de que nos traten bien? —preguntó Pelorat.

—Supongo que puedo hacerlo. Los honorarios habituales por mis servicios, y me refiero a esa clase de servicios, pueden incluirse en mi tarjeta de control.

—¿Y la otra clase de servicios?

Bliss emitió una risita entrecortada.

—Es usted un anciano muy simpático.

Pelorat dio un respingo.

72

Bliss reaccionó con ingenua excitación ante el rápido descenso hacia Gaia.

—No hay sensación de aceleración —dijo.

—Es una propulsión gravítica —explicó Pelorat—. Todo acelera al mismo tiempo, incluidos nosotros, de modo que no notamos nada.

—Pero ¿cómo funciona, Pel?

Pelorat se encogió de hombros.

—Creo que Trev lo sabe —dijo—, pero no creo que esté de humor para explicárselo.

Trevize había descendido casi temerariamente por el pozo de gravedad de Gaia. La nave respondía a sus instrucciones, como Bliss le había advertido, de un modo parcial. Un intento de cruzar oblicuamente las líneas de fuerza gravítica fue aceptado, aunque con cierta vacilación. Un intento de elevarse fue terminantemente denegado.

La nave seguía sin ser suya.

Pelorat —preguntó con mansedumbre:

—¿No está descendiendo con demasiada rapidez, Golan?

Trevize, en un tono de voz inexpresivo y procurando controlar su ira (más por Pelorat que otra cosa), respondió:

—La señorita dice que Gaia cuidará de nosotros.

—Desde luego, Pel. Gaia no permitiría que esta nave hiciese algo que no fuera seguro. ¿Hay algo de comer a bordo? —dijo Bliss.

—Sí, claro —contestó Pelorat—. ¿Qué le apetecería?

—Nada de carne, Pel —dijo Bliss rápidamente—, pero tomaré pescado o huevos, así como cualquier tipo de verdura que tengan.

—Parte de la comida que tenemos es sayshelliana, Bliss —dijo Pelorat—. No estoy seguro de lo que hay en ella, pero quizá le guste.

—Bueno, la probaré —aceptó Bliss con tono dubitativo.

—¿Son vegetarianos los habitantes de Gaia? —inquirió Pelorat.

—Muchos de ellos lo son —Bliss asintió enérgicamente con la cabeza—. Depende de las sustancias nutritivas que el cuerpo necesite en casos particulares. Últimamente no me ha apetecido la carne, por lo que supongo que no la necesito. Y no he tenido ansias de nada dulce. El queso me sabe bien, y las gambas. Probablemente necesite perder peso. —Se dio una resonante palmada en la nalga derecha—. Tengo que perder uno o dos kilos aquí.

—No veo por qué —dijo Pelorat—. Le proporciona algo cómodo sobre lo que sentarse.

Bliss se volvió para mirarse el trasero lo mejor que pudo.

—Oh, bueno, no importa. El peso aumenta o disminuye como debe. No tendría que preocuparme.

Trevize guardaba silencio porque estaba forcejeando con el Estrella Lejana. Había titubeado demasiado para entrar en órbita y la nave empezaba a traspasar los límites de la exosfera planetaria con un estridente chirrido. Poco a poco, la nave iba escapando a su control. Era como si alguna otra cosa hubiese aprendido a manejar los motores gravíticos.

El Estrella Lejana, actuando aparentemente por sí solo, describió una curva ascendente hacia aire más tenue y aminoró la velocidad. Tomó una trayectoria por su propia cuenta e inició una suave curva descendente.

Bliss no había hecho caso del agudo sonido de resistencia aérea y olió el vapor que salía del recipiente.

—Debe de ser bueno, Pel, porque si no lo fuera, no olería bien y yo no querría comerlo. —Metió uno de sus delgados dedos y luego lo lamió—. Ha acertado, Pel. Son gambas o algo por el estilo. ¡Estupendo!

Con una mueca de descontento, Trevize abandonó la computadora.

—Joven —llamó, como si la viese por primera vez.

—Me llamo Bliss —replicó Bliss con firmeza.

—¡Bliss, entonces! Usted sabía nuestros nombres.

—Sí, Trev.

—¿Cómo lo sabía?

—Era importante que lo supiese, a fin de hacer mi trabajo. Así pues, lo supe.

—¿Sabe quién es Munn Li Compor?

—Lo sabría… si para mí fuera importante saberlo. Como no lo sé, el señor Compor no vendrá aquí. En realidad —hizo una pausa—, no vendrá nadie más que ustedes dos.

—Ya lo veremos.

Estaba mirando hacia abajo. Era un planeta nublado. No había una sólida capa de nubes, sino una capa fina que se extendía de un modo asombrosamente uniforme y no ofrecía una vista clara de ninguna parte de la superficie planetaria.

Cambió a microondas y el radariscopio centelleó.

La superficie casi era una imagen del cielo. Parecía un mundo de islas; como Términus, pero más. No había ninguna isla grande y ninguna estaba muy aislada. Podía tratarse de un archipiélago planetario.

La órbita de la nave se inclinaba hacia el plano ecuatorial, pero no vio rastro de casquetes polares.

Tampoco se veían las inequívocas muestras de distribución irregular de la población, como sería de esperar, por ejemplo, en la iluminación del lado nocturno.

—¿Descenderé cerca de la ciudad capital, Bliss? —preguntó Trevize.

Bliss contestó con indiferencia:

—Gaia le escogerá algún lugar conveniente.

—Yo preferiría una gran ciudad.

—¿Se refiere a una agrupación de gente?

—Sí.

—Eso lo decidirá Gaia.

La nave continuó el descenso y Trevize se distrajo adivinando en qué isla aterrizaría.

Cualquiera que fuese, parecía que lo harían en el transcurso de aquella hora.

73

La nave aterrizó de un modo suave, como si se tratara de una pluma, sin una sola sacudida, sin un solo efecto gravitatorio. Desembarcaron, uno por uno: primero Bliss, luego Pelorat, y finalmente Trevize.

El clima era comparable con el inicio del verano en la ciudad de Términus. Había una ligera brisa, y lo que parecía un sol matinal brillaba en un cielo moteado. El terreno era verde bajo sus pies y a un lado se veían las apretadas hileras de árboles que indicaban un huerto, mientras que al otro se divisaba la lejana línea de la costa.

Se oía el leve zumbido de lo que podrían ser insectos, el aleteo de un pájaro o alguna pequeña criatura voladora, encima de ellos y hacia un lado, y el clac—clac de lo que podría ser algún instrumento agrícola.

Pelorat fue el primero en hablar, y no mencionó nada de lo que veía y oía. En cambio, aspiró profundamente y exclamó:

—Ah, huele bien, como una compota de manzana recién hecha.

—Probablemente lo que estemos mirando sea un manzanar y, al parecer, están haciendo compota de manzana —dijo Trevize.

—Su nave, por el contrario —comentó Bliss—, olía como… Bueno, olía muy mal.

—No se ha quejado mientras se hallaba a bordo —gruñó Trevize.

—Tenía que ser cortés. Era una huésped.

—¿Qué hay de malo en seguir siéndolo?

—Ahora estoy en mi propio mundo. Ustedes son los huéspedes. Sean ustedes corteses.

—Seguramente tiene razón acerca del olor, Golan. ¿Hay algún modo de airear la nave? —dijo Pelorat.

—Sí —repuso Trevize con irritación—. Puede hacerse, si esta criaturita nos asegura que nadie se acercará a ella. Ya nos ha demostrado que puede ejercer un poder extraordinario.

Bliss se irguió al máximo.

—No soy una criaturita y si dejar su nave en paz es lo que se necesita para limpiarla, le aseguro que dejarla en paz será un placer.

—Y después, ¿puede llevarnos ante esa persona a la que usted llama Gaia? —preguntó Trevize.

Bliss pareció divertida.

—No sé si podrá creerlo, Trev. Yo soy Gaia.

Trevize la miró con asombro. A menudo había oído la frase «ordenar los pensamientos» en un sentido metafórico. Por primera vez en su vida se sintió literalmente ocupado en hacerlo. Al. fin preguntó:

—¿Usted?

—Sí. Y el terreno. Y aquellos árboles. Y ese conejo que va por allí. Y el hombre al que ven a través de los árboles. Todo el planeta y todo lo que hay en él es Gaia. Todos somos individuos, organismos separados, pero compartimos una conciencia general. El planeta inanimado es el que menos lo hace, las diversas formas de vida hasta cierto grado, y los seres humanos los que más, pero todos la compartimos.

—Creo, Trevize, que eso significa que Gaia es una especie de conciencia colectiva —dijo Pelorat.

Trevize asintió.

—Ya lo había deducido… En ese caso, Bliss, ¿quién gobierna este mundo?

—Se gobierna a sí mismo. Esos árboles crecen espontáneamente. Sólo se multiplican hasta el punto necesario para sustituir a aquellos que han muerto.

Los seres humanos recogen las manzanas que se necesitan; otros animales, incluidos los insectos, comen su parte… y sólo su parte.

—Los insectos saben cuál es su parte, ¿verdad? —inquirió Trevize.

—Sí, así es… en cierto modo. Llueve cuando es necesario y a veces llueve copiosamente cuando es necesario, y a veces hay un largo período de sequía, cuando es necesario.

—Y la lluvia sabe qué hacer, ¿verdad?

—Sí, así es —dijo Bliss con seriedad—. En su propio cuerpo, ¿no saben las distintas células lo que deben hacer? ¿Cuándo crecer y cuándo dejar de crecer? ¿Cuándo formar ciertas sustancias y cuán do no; y cuando las forman, qué cantidad formar, ni más ni menos? Hasta cierto punto, cada célula es una fábrica de productos químicos independiente, pero todas se abastecen de un fondo común de materias primas distribuidas por un sistema de transporte común, todas vierten los desperdicios en canales comunes, y todas contribuyen a una conciencia colectiva.

Pelorat exclamó con entusiasmo:

—¡Pero esto es fantástico! Está diciendo que el planeta es un superorganismo y que usted es una célula de ese superorganismo.

—Estoy haciendo una analogía, no una identidad. Somos el análogo de las células, pero no idénticas a ellas, ¿lo entienden?

—¿En qué aspecto —preguntó Trevize —no son células?

—Nosotros mismos estamos compuestos de células y tenemos una conciencia colectiva en relación a las células. Esta conciencia colectiva, esta conciencia de un organismo individual…, en mi caso, un ser humano…

—Con un cuerpo por el que se mueren los hombres.

—Exactamente. Mi conciencia está mucho más desarrollada que la de cualquier célula individual, muchísimo más desarrollada. El hecho de que nosotros, a nuestra vez, formemos parte de una conciencia colectiva aún más amplia en un nivel más elevado no nos reduce al nivel de células. Continúo siendo un ser humano, pero por encima de nosotros hay una conciencia colectiva tan fuera de mi alcance como mi conciencia lo está del de una de las células musculares de mi bíceps.

—Sin duda alguien ordenó que nuestra nave fuese apresada —dijo Trevize.

—¡No, alguien no! Gaia lo ordenó. Todos nosotros lo ordenamos.

—¿Los árboles y el suelo, también, Bliss?

—Contribuyeron muy poco, pero contribuyeron. Escuche, si un músico escribe una sinfonía, ¿pregunta usted qué célula determinada de su cuerpo ordenó la composición de la sinfonía y supervisó su elaboración?

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