Read Mamá, ¿por qué las mujeres son tan complicadas? Online
Authors: Jovanka Vaccari Barba
Tags: #Relato
Jopé, se me acaba el espacio. Ustedes van a tener que perdonarme: mi propósito, lo juro, no era descargar sino divulgar. Pero, coño, qué tranquila me he quedado.
Ray, un babuino tan guaperas como solitario, estuvo rondando una manada de babuinas. Durante meses y meses observó las actividades del grupo sin atreverse participar en ellas, hasta que se fue haciendo amigo de Naomi: un día se sentaron juntos a comer y, a partir de entonces, también durmieron pegaditos todas las noches.
Los babuinos son matriarcales: una manada está compuesta por varias familias, cada una gobernada por una hembra rodeada de sus crías y, en muchas ocasiones, también de sus hermanas con las suyas. Cuando los machos alcanzan la pubertad, deben abandonar la manada. Entonces pueden vagar solos o unirse a un grupo de machos. Pero en el caso de querer desarrollar vida social o reproducirse tienen, como Ray, que ganarse la «amistad especial» de una hembra de otra familia, quien, poco a poco, irá consiguiendo que el resto de la manada le acepte.
Cómo empezaron nuestros antepasados a emparejarse monogámicamente más allá de la época de crianza y destete (unos cuatro años) es un misterio y, probablemente, seguirá siéndolo. Pero las costumbres de los babuinos ofrecen, al menos, una posibilidad de especular sobre el porqué.
La monogamia es muy rara entre las especies mamíferas: sólo un 3% de ellas forman pareja a largo plazo con un solo cónyuge, y esto es así porque, básicamente, a la vida no le interesa la limitación genética, sino la variedad. Bajo este mandato, entonces, es mejor organizar la vida reproductiva en harenes, como hacen los gorilas, en los que los machos pueden copular con varias hembras y traspasar más genes. O bien, como prefieren muchas especies, formar grupos sólo de hembras que copulan con sus visitantes abriendo, igualmente, las puertas a la diversidad.
¿Qué pasó, entonces, con los humanos? ¿Qué circunstancias concurrieron para que los beneficios de la pareja monógama superaran los de la promiscua libertad?
Mientras aún vivíamos en los árboles maldita falta que nos hacía emparejarnos, y menos duradera y monógamamente: ningún simio pare varios hijos a la vez porque éstos caerían constantemente de los árboles al no poder ser vigilados; además, los bebés no son altriciales (cachorros indefensos e inmaduros). Estas dos características hacen innecesaria una atención mayor que la que puede proporcionar un solo progenitor —casi siempre la madre— o el grupo.
Pero, hace unos veinte millones de años, el edén africano conocido por nuestros «primeros padres» cambió debido al clima: los bosques se retiraron y aparecieron las sabanas. Nuestros antepasados, probablemente, tuvieron que organizarse en grupos pequeños que permitieran la movilidad para buscar alimento fuera de la protección que antes ofrecían los árboles. ¿Y cuál pudo ser la mejor manera de atravesar con menos riesgos las ahora extensas llanuras? ¡Pues poniéndose de pie! Se inauguraba, así, nuestro específico linaje.
Las consecuencias «inmediatas» del bipedismo fueron varias: sí, ahora los homínidas disponían de los miembros superiores para cazar, cosechar o acopiar alimento pero, siendo nómadas, ningún macho podía monopolizar un rico territorio para «recibir» a sus amantes porque, sencillamente, los ricos territorios ya no existían. Por lo tanto, tampoco podía acopiar recursos suficientes para mantener un harén. Y, además, con tanta movilidad ¿cómo podría vigilar constantemente a
sus
hembras para defender su genoma de las visitas seminales de otros machos?
¿Solución? Vigilar y alimentar a una sola hembra. Monogamia. Aunque no promueve la variedad genética, al menos el macho obtiene cierta garantía de reproducción. Y menos trabajo. Bueno, no sé: las hembras no son sólo las hembras, son las hembras
y su progenie,
así que los machos se encontraron, ji, ji, con la sorpresita del compromiso paternal, un accidente evolutivo que les va a tener currelando
for ever, ever
.
Pero el bipedismo, con toda lógica, también afectó decisivamente los intereses femeninos: caminar con dos pies obligó a las hembras a cargar con las crías para disminuir el riesgo de atravesar los peligrosos pastizales y, por lo tanto, a necesitar protección adicional y comida extra para preservar las vidas que, casi siempre, colgaban de sus pezones. Hacía falta un «amigo especial». Machos dominantes y otros eufemismos se autodenominaron ellos posteriormente pero, en cualquier caso, una pareja fija proporcionó a las hembras protección y alimento y, consiguientemente, un relajado tiempo para la recreación y el juego con las crías, ya que ahora había alguien que se ocupara de la vigilancia.
Así pues, el vínculo de pareja y la monogamia humana —¿el amor?— han sido, más que victorias femeninas o masculinas, resultado de un conjunto de condicionantes ecológicos y biológicos que no nos han dejado otra salida. Mejor dicho: la evolución no nos dejó otra salida, pero la verdad es que, ¡celebrémonos!, la humanidad la encontró. Y no una, sino dos: ¿qué son, si no, los saludables cuernos y el esperanzador divorcio?
Una letal hembra de araña remienda confiadamente su tela. Es tan poderosa y mortal que no necesita vigilar: son los demás animales los que se cuidan mucho de no perturbarle el humor. El único que «debe» correr el riesgo es un
araño
: para perpetuar sexualmente las especies, la evolución ha dispuesto que los machos no tengan más objetivo existencial que fornicar. Así es como la vida obtiene lo único que le interesa de ellos, el esperma que portan. Y si el individuo muere cumpliendo su misión, ninguna pena: más abonadita que está la Tierra.
Bien. Pues nuestro obediente protagonista preparó una oronda mosca y se la ofreció a la hembra para fecundar los huevos mientras ella comía. Pero, cuando terminó la inseminación, ¿saben lo que hizo? Pues que, en lugar de salir zumbando para salvar la vida, el muy capullo decidió recuperar el trozo de mosca que la araña no había engullido aún, seguramente con la intención de aprovecharla para copular con otra hembra. ¡El pobre! En un pispás pasó de macho de las cañadas a bocado.
Tener que aprovechar todas las oportunidades de cópula posibles es un mecanismo biológico troquelado en la naturaleza masculina del que no escapan los hombres. Sin embargo, y paradójicamente, las estrategias reproductoras de más éxito para el mono Sapiens han sido monogamia y matrimonio, «lugares» donde el hombre ha de tener mucho cuidadito en su elección porque no hay cosa que nos ponga la mano más larga a las mujeres que un abandono.
Pero ocurre que «genio y figura hasta la sepultura». Y ocurre que, «inexplicablemente», muchos hombres abandonan a sus «compañeras sentimentales y madres de sus hijos» para «intentar reencontrar el amor perdido». Y, casualmente, siempre lo encuentran con una jovenzuela que no ha tenido tiempo ni de perder las bragas, cuanto más de haber encontrado el amor. ¿Por qué?
Todo es culpa de la selección sexual. En la recombinación de genes —el sexo—, es un imperativo para cualquier animal buscar la mejor pareja reproductora posible. Y ésta es, para machos y hembras, quien más hijos sanos pueda procrear. Pero dado que nadie lleva tatuado en la frente esta información, no hay más remedio que fiarse de otras señales. Y para nuestros machos, como para otros, la juventud es una de ellas porque indica potencialidad reproductora.
Fíjense qué datos, obtenidos por varios estudios: unánimemente, los hombres de todas las culturas prefieren a mujeres más jóvenes que ellos, siendo la media mundial de 4 años de diferencia. Pero eso no es todo: a medida que envejecen se inclinan por mujeres cada vez más jóvenes, de tal manera que los de 30 años las prefieren unos cinco años menores, pero los de 50 prefieren que lo sean ¡diez o veinte años! ¡Oh, el amor, qué ojo más romántico tiene, ¿verdad?!
Y aparte del orgullo, ¿por qué nos cabrea tanto a las maduritas que nuestro hombre se vaya con otra más joven «después de haberle entregado lo mejor de nuestra vida»?
Pues, precisamente, por eso: porque «lo mejor de nuestra vida», nuestra capacidad reproductora, se acaba y dejamos de ser atractivas para La Vida que, en esta ocasión, se encarna en los ojos masculinos. Es lógico, creo yo, que tomar conciencia de la proximidad de La Muerte produzca melancolía o tristeza, ¿pero por qué rencor? ¿Por qué algunas mujeres sienten tanto resentimiento que son capaces de destinar lo que les queda de vida a amargarle la ídem a su ex y a su nueva compañera?
Pues aquí sí que creo que la razón es más cultural que biológica. Y es que la falocracia ha entendido que la naturaleza inseminadora del macho es el argumento que hace al hombre más libre y más superior que la mujer. Eso da mucho coraje, claro, pero tranquilidad, que es mentira: tener que fornicar (o morir por explosión testicular) sólo indica un determinismo biológico feroz que es, exactamente, lo opuesto a libertad y superioridad.
Tanto es así que, de hecho, ellos no pueden elegir: aún con cuarenta, cincuenta o más años, tienen que seguir nomadeando genitales a ver si pueden dejar algún embrioncillo más. Y ya saben lo que esto significa: volver a cortejar, demostrar el patrimonio que se tiene (si es que ha quedado algo del matrimonio anterior), exhibir las cualidades de que se disponga (hacer el ridículo, vaya), emplear tiempo y dinero en convencer a las hembras jóvenes disponibles de que se dejen inseminar y, si tienen «la suerte» de que alguna haya olvidado el espermicida en la última fiesta, enfrentarse a otro matrimonio. Esto es: arropo y protección de la hembra durante el embarazo, alimentación y manutención de la familia para siempre, educación de la cría, acopio de patrimonio heredable, indemnización en caso de separación... ¡Qué envidia, ¿no?!
Por el contrario, tras un «abandono» de este tipo, a las mujeres se nos abre el portalón de la mejor época de nuestra existencia: la de la edad liberada. Liberada de mandatos reproductivos, de obligaciones maritales o maternales, de proposiciones venéreas inoportunas, de compromisos culturales ñoños, es decir: ¡Libres!
¿No es para estar felices?
No hay pánico más divertido que el que refleja la cara de los hombres cuando un grupo de mujeres se junta para alegar. La ironía: «¡Vaya, hombre, hoy toca congreso de loros!». El cabreo: «¡¿Pero de qué hablan tanto tiempo?!». El desconcierto: «¿Sobre qué hora acabarás, mi amor?». La educación: «No hablarán de mí, ¿verdad?». Son disfraces del miedo masculino que, sin duda, teme algo, puede que lo peor. ¿El qué?
Un reciente estudio intercultural sobre habilidad verbal concluye, en términos generales, lo siguiente: «Las niñas hablan antes que los varones, y con mayor fluidez, corrección gramatical y léxico. Sobre los 10 años destacan en razonamiento, memoria verbal, prosa escrita, pronunciación y ortografía. Aprenden mejor los idiomas extranjeros, tartamudean poco, la dislexia les afecta cuatro veces menos y casi no hay problemas en el aprendizaje de la lectura.»
«Lo peor», para ellos, ¿será la naturaleza femenina?
Hace sólo unos cien años, Darwin, tan ideólogo de la irrebatible teoría de la evolución como cautivo del machismo de su época, escribió que no cabían dudas acerca de la «natural» superioridad intelectual del hombre sobre la mujer. La justificación se basaba en el tamaño del cerebro, mayor en ellos: debido al «principio activo» —lucha por el más apto, caza, defensa de la familia, construcción de armas— los machos habían desarrollado más facultades mentales, por tanto una inteligencia superior que requería una cavidad craneal más grande.
Lo del tamaño cerebral quedó resuelto hace tiempo: no se tuvo en cuenta la diferencia de tamaño corporal. Sin embargo, aún admitiendo que el encuentro biología-cultura fue la
pole position
de la evolución humana, en el caso que nos ocupa la influencia objetiva de la cultura en el desarrollo cerebral da que pensar: después de tantos siglos, siglos y más siglos de acceso denegado a la educación, el comercio, la política, la ciencia, la filosofía, las mujeres, «manifestación del principio pasivo», ¿no deberíamos habernos convertido en una ameba? ¿Por qué, entonces, tan buenos resultados en pruebas de desarrollo cerebral y aptitud mental?
Hasta las 6 semanas, 6, de gestación, nadie es ni hombre ni mujer: es a partir de esa fecha cuando los cromosomas dan la orden de diferenciarnos, de «construir» testículos u ovarios. Y sólo cuando ya están más hechitos, sobre el tercer mes fetal, éstos empiezan a bañar periódicamente, con testosterona o progesterona, los tejidos embrionarios que, a lo largo de 9 meses, darán lugar a todos los órganos, incluido el cerebro. De modo que, lejos de esperar por la cultura para saber quién es y cómo comportarse, el cerebro —la persona— inicia su existencia con una identidad sexual
decidida por
las hormonas,
lo cual nos hace tan profundamente distintos en lo biológico como iguales en lo político.
¿Sorprendidos? Pues esperen: a través de 200 mujeres ha podido constatarse que la habilidad verbal femenina crece espectacularmente a mitad del ciclo menstrual, cuando la progesterona se nos sale por las orejas. Por el contrario, cuando su presencia se reduce a mínimos, justo después de la regla, también decrece nuestra capacidad oratoria, lo que no hace sino corroborar la íntima sinergia entre una y otra. ¿Pero con qué objetivo?
Rastreos con tecnología puntísima muestran que los hemisferios cerebrales femeninos están mejor conectados entre sí que el de los varones, debido a que las fibras nerviosas intermedias, el cuerpo calloso, es más grueso y protuberante. Así, mientras en las mujeres se detecta una organización y una actividad cerebral «de conjunto» —que explicaría su mejor disposición para la fluidez verbal, la intuición o la psicomoticidad fina— en los hombres se detecta una organización y una actividad cerebral fragmentada. Por tanto, los circuitos cerebrales femeninos, al igual que los masculinos, reciben información de distinta procedencia —auditiva, olfativa, visual, táctil—
pero están mejor preparados para relacionarlas entre sí.
Y, miren por dónde, empieza a pensarse que esta excepcionalidad puede estar debajo de lo único que, en rigor, nos diferencia del resto de los animales y nos confiere humanidad: el lenguaje.
Y, la verdad, todo encaja bastante bien: en nuestra prehistoria, los testosterónicos hombres salían de cacería y, como bien saben los cazadores actuales, la soledad, el silencio, la agresividad y una buena memoria espacial son cruciales para esta actividad. Para las actividades femeninas de recolección y crianza, por el contrario, fue crucial la compañía, el intercambio verbal y el contacto físico, condiciones que estimularon, poco a poco, una psique tan sensible a las relaciones interpersonales que tejió la compleja red de vínculos filiales, afectivos y sociales que conocemos hoy. Y para mantener cierta armonía en grupos demográficamente disparados como el
Sapiens
, ¿qué mejor fórmula que «hablar mucho»?