Read Mamá, ¿por qué las mujeres son tan complicadas? Online
Authors: Jovanka Vaccari Barba
Tags: #Relato
La estrategia femenina de confundir al macho tiene, por tanto, una razón de ser muy sólida. Pero ¿incide la presencia o ausencia de orgasmos en la psicología femenina y en la elección de sus estrategias sexuales? ¿Qué categoría de mujeres tiene más éxito: las anorgásmicas o las multiorgásmicas? ¿Y cómo les va a las de enmedio? ¿Podrán los hombres entendernos algún día? ... ¡Se aceptan apuestas!
¡Atención!, chiste:
—¿Por qué fingen orgasmos las mujeres?
—Porque creen que nos importa.
Debo confesar que cuando mi hijo lo
bajó
de Internet y lo contó en casa, me hizo soltar una carcajada. Él creyó que me iba a molestar, y con esa palmaria intención de desafío a «mi parte feminista» lo perpetró, lo sé, que aquí somos pocos y nos conocemos mucho.
Pero lo que en realidad me hizo reír fue: a) que
ya
no es un chiste machista «en sentido clásico», sino uno de hombres jóvenes y/o modernos que
confiesan haber intentado
comprender el comportamiento sexual femenino... y han fracasado. Ya saben, como en la fábula del zorro y las uvas; b) que el
rencorcillo
inseparable del andamiaje testosterónico sigue presente, aunque desideologizado y devuelto al territorio en el que todavía puede reportar alguna ventaja, el de la indomable irracionalidad. ¡Bien!
El chiste delata, sin embargo, que lo que ellos quieren, ¡oh, Naturaleza!, es fornicar más, eso está claro. Aunque tengan que hacer un esfuerzo por «comprender a las mujeres». Y no es fácil, hay que reconocerlo, porque diversidad y complejidad, profundas fuerzas de La Vida, se han encarnado en el género femenino, qué le vamos a hacer.
Pero es que, además, la cultura machista por un lado, y la de la anticoncepción y la libertad sexual por otro, nos han hecho olvidar que la función del sexo no es el placer, sino la reproducción. El placer es una estrategia
de la vida
para tentarnos a hacer lo que le interesa a ella, esto es, fornicar
para
reproducirnos, y es este mandato y no el otro —buscar placer— el que todavía condiciona más nuestros comportamientos.
En cualquier caso, el placer, sea función o premio, es algo que existe para los dos géneros. Sin embargo, estando todas las mujeres dotadas anatómicamente para el placer ¿por qué unas son anorgásmicas y otras multiorgásmicas? ¿Por qué unas sólo obtienen placer delante de un hombre y otras todo lo contrario? ¿Por qué unas disfrutan de toda la galería de orgasmos posibles y otras de algunos, de sólo uno o de ninguno?
El escaso valor que las sociedades falócratas conceden al orgasmo femenino influye decisivamente en un incremento de la anorgasmia
cultural
, de eso no hay duda. Y que hay inhibiciones psicológicas
propias
que obstaculizan el disfrute sexual a algunas mujeres, también es innegable. Sin embargo, el amplísimo y variadísimo espectro de orgasmos de las mujeres (o su ausencia) y de formas de alcanzarlos, hacen pensar que, más que rasgos de carácter o patologías psicológicas, son estrategias reproductivas.
De ser así, nos preguntaremos todas —y espero que todos—, ¡¿para qué
hum-hum-hum
puede servir una estrategia anorgásmica, pero qué es esto?!
Pues, ¡alivio!, para lo mismo que el otro extremo de la escala, el multiorgásmico: para «realizarse». En la anorgasmia, el placer —que como otras muchas manifestaciones del mundo vivo, es una «cantidad de energía termodinámica»— se desplaza hacia otros aspectos del entorno sexual y reproductivo. La «renuncia» al orgasmo puede iluminar la vida familiar de una mujer que ha apostado por la fidelidad... y la de su pareja, claro. En este sentido, algunos estudios constatan que este tipo de mujeres se casan más con hombres de testículos pequeños, es decir, con los también «programados» para perseguir la fidelidad.
La multiorgasmia, por el contrario, sería la estrategia de la mujer que promueve la competencia espermática, la que le interesan más unos buenos genes que un compañero fiel y la que busca la reproducción, por consiguiente, a través de la promiscuidad.
Y, entre unas y otras, lógicamente, toda la gama de comportamientos respecto al orgasmo ha de tener un sentido, porque si alguna modalidad fuera patológica, hace tiempo que habría sido barrida por la evolución: menuda es ésta para librarse de gastos energéticos innecesarios.
De todas maneras, puede que esta teoría no se sostenga dentro de poco. Afortunadamente, asistimos a una era muy dinámica de la ciencia, los hallazgos son diarios y los sistemas teóricos tan efímeros como... como... ¿como un orgasmo?
Sin embargo, frente a las teorías psicológicas que patologizan a la clienta por enfocar sobre el orgasmo y no sobre la felicidad, esta teoría biológica resulta tranquilizadora. El éxito de la mujer estaría entonces en que la elección de su pareja y su conducta fueran compatibles, no en el régimen de orgasmos para el que está programada. Y, si algo falla, siempre podemos recurrir a presentarle un psicólogo
a él.
Un
gavioto
adolescente está de suerte: una hembra joven ha admitido su cortejo. ¡Podría, por fin, ser papá, uyy qué nervios! El joven intenta ponerse de pie sobre la espalda de ella para pisarla, pero se cae varias veces. Cuando lo consigue, tiene que transferir los espermatozoides... pero no sabe cómo. Después de varios ensayos, la hembra, furiosa, picotea al aprendiz hasta hartarse y luego se pone en cola para ofrecerse a un macho más experto.
En otro hábitat, un sano y primerizo chimpancé es seducido por una madurita que sabe lo que hace: la erección del joven es enorme y su excitación, palmaria. La hembra le pasea sus olorosas nalgas por las narices mientras él chilla y brinca como poseso: ¡se va a comer el mundo! Agarra su reventón miembro, examina a su generosa dama y... y... ¡Ay, dios! ¡¿Y ahora qué se hace?! Impaciente, la hembra le da un capón bien dado y se va gruñendo. Él se retira a disimular su sonrojo y a mirar cómo lo hacen los demás.
Una de las broncas más fuertes que se recuerdan en el Olimpo fue la que tuvieron Zeus y su hermana/esposa Hera con motivo del placer que experimentan hombres y mujeres. «Disfrutáis vosotras más que nosotros», tronaba Zeus, lo que provocaba la ira de su mujer, quien insistía en lo absurdo de tal aseveración.
Para dilucidar el asunto recurrieron a Tiresias, el único ser capaz de emitir un juicio, ya que, durante siete años, se transformó en mujer y como tal vivió. Sin vacilar, Tiresias sentenció: «La hembra disfruta nueve veces más que el varón al copular».
Del cabreo de Hera, y de las consecuencias sobre el pobre Tiresias por contrariarla, se ocupan con amplitud —cuando no con indisimulado acojono— los mitógrafos. Sin embargo, el pesimismo de la todopoderosa diosa hace pensar que incluso a Zeus —¡dios de la masculinidad!— le hubiera venido bien un cursillito de educación sexual.
La técnica sexual no es un regalo del instinto ni un don de la divinidad. Hay que aprenderla. Para las hembras es fácil: la erección y la eyaculación son tan automáticas que se puede aprender a arrancar felicidades a los tíos mientras lees un Mortadelo y Filemón.
Pero para ellos el asunto se complica. El orgasmo femenino es todo lo opuesto a «automático»: es impredecible, variable, voluble y distractor, pero decisivo reproductivamente: un macho que no sepa proporcionar placeres orgásmicos tiene muchos boletos para ser el último de su estirpe, ya que, en la guerra espermática, el cuerpo de la mujer siempre favorecerá al candidato más cachondón.
De hecho, se ha podido observar —como señala la parábola zoológica— que cuando las hembras de diferentes especies ven a otra/s hembras copulando con un mismo macho, se ponen en cola. Esto quiere decir que un macho competente resulta atractivo para otras hembras y esto es un atractivo en sí mismo. Y no hay motivos para pensar que las hembras humanas sigan criterios más tontos.
El hombre no sólo ha de despertar el apetito sexual de la mujer. Ha de mantenerlo el tiempo suficiente para poder inseminarla y ha de proporcionarle algún orgasmito si quiere que su esperma sea recibido con vítores por el útero de su compañera. Un hombre competente resulta atractivo a más mujeres, tiene más éxito reproductivo, su descendencia hereda estos rasgos y etcétera etcétera.
¿Pero cómo se aprende a ser competente sexualmente si los patrones orgásmicos femeninos varían tanto, incluso en una misma mujer?
Estudios amplios demuestran que los/as jóvenes que experimentan más antes de la pubertad, sobre todo si hay contacto genital, tienen más éxito sexual y reproductivo a lo largo de su vida. Tanto es así que, en muchas culturas, se estimula abiertamente la experimentación sexual en la prepubertad, especialmente la de los chicos, bien con compañeros precoces bien con adultos. Por sorprendente que parezca, estas sociedades raramente sufren patologías sexuales.
En las sociedades «avanzadas», por el contrario, se retrasa legislativamente el despertar sexual y se penaliza el aprendizaje temprano. Sin embargo las patologías, la insatisfacción femenina y los delitos sexuales no paran de aumentar. ¿Seguro que todo va bien?
Unos ruidos de hojarasca alegran el silencio de un bosque cruzado por un río. Juguetona, una osa y su retoño de pocos meses saltaperican y se revuelcan sobre la tierra húmeda, dejando escapar gozosos ronroneos de vez en cuando. De pronto, la madre detiene bruscamente el rifirrafe y estira el hocico hacia el cielo: ha olido una presencia. Rápidamente intenta proteger a su hijo pero, antes de poder dar una indicación, un enorme oso se abalanza sobre ellos. La hembra quiere atraer hacia sí la violencia del macho, mas éste tiene demasiado claro cuál es su objetivo: la cría. A pesar de las embestidas de la hembra, el cuadrúpedo consigue agarrarla por el cuello. Sus afiladísimos dientes se convierten en un cepo del que el osito, descuartizado y sanguinolento, ya no podrá escapar. Cuando la bestia haya terminado con él, intentará aparearse con la hembra. Y ella probablemente aceptará.
Es duro, ¿verdad?, pero no cruel. Si quieren saber lo que es crueldad —violencia innecesaria—, lean: un individuo acaba de ser detenido porque se ha descubierto ahora que, hace cuatro años, asesinó a su mujer y a su hijo. Al decir de una familiar de la víctima, el sujeto, autoconvencido de que el hijo que esperaban no era suyo, rajó la barriga de su cónyuge, a punto de dar a luz, extrajo a la criatura, la mató en presencia de la madre y, después, la mató a ella, la descuartizó y enterró sus restos en cuatro municipios distintos.
¿Qué diferencia al macho oso del macho humano?
El infanticidio es una práctica habitual entre muchos mamíferos y algunos primates: los machos matan a los cachorros que pueden haber sido engendrados por otros machos, y abandonan a las hembras. ¿El objetivo? Aumentar las posibilidades de transmitir los genes propios a la siguiente generación y, de cara al futuro, eliminar posibles competidores. De hecho, los celos y la cólera son mecanismos biológicos que «ayudan» a los machos en estos comportamientos.
Pero, ¿para qué evolucionaron tácticas y mecanismos tan destructivos? Pues parece que para
evitar la competencia entre espermas
en especies cuyo natural es elegir, entre varios, los mejores genes para la propagación. La mayoría de las hembras de estas especies no muestran interés por el sexo cuando están preñadas, ni pueden concebir mientras amamantan. El infanticidio renueva el ciclo menstrual y la fertilidad, de lo que el macho, lógicamente, se aprovecha.
En nuestra especie, sin embargo, hace mucho mucho que la evolución tomó una dirección distinta. La primatóloga Sarah Hrdy sugiere que la prehistórica capacidad orgásmica de la mujer ya intervino en defensa de los bebés: si los pre-hombres eran tan brutos como para matar a las crías con tal de recibir atención sexual, la expectativa de obtener placer permitía a las hembras aparearse durante la preñez o la lactancia. En consecuencia, estar dispuestas para el sexo en cualquier momento defendía a las crías del homicidio.
Otro biólogo, John Alcock, aporta un punto de vista más. Al igual que todos los estudiosos, piensa que el orgasmo femenino ha sido clave en la evolución de la especie humana pero, en concreto, que ha sido decisivo en el aumento de los cuidados paternales: un hombre al que le preocupa si su compañera alcanza o no el orgasmo se preocupa también de los hijos.
Así, y desde entonces —cientos de miles de años, que tampoco fue ayer—, hemos aumentado nuestra masa cerebral, habilidades y potencialidades; hemos desarrollado conciencia y lenguaje, estructuras relacionales y afectivas. Y, con estos cambios, la maldad predatoria, el homicidio, la violación o el infanticidio se han hecho innecesarios aunque, es evidente, todavía se dan entre nosotros. La diferencia entre oso y humano es que para el primero estas conductas
todavía
son necesarias y, por consiguiente, no hay crueldad.
El caso del asesino pillado nos aclara la diferencia. Por eso no tiene excusa. Habrá quien se acoja a la idea de que este sujeto es un perturbado dominado por los flecos de una irracionalidad «natural» resistente a los cambios. Nada más lejos de la verdad. Si fuera un demente, efectivamente, se le podría perdonar. Pero tuvo la sangre fría de ocultar cuidadosamente su delito (hay, por tanto, consciencia), de chulearse ante unos amigos y, además, de presentarse en el programa de televisión «Lo que necesitas es amor» (o algo así) pidiendo matrimonio a otra mujer. Es, por tanto, un semi-demente traidor que no merece perdón.
A menos, claro, que un civilizado juez dictamine que hubo provocación.
Treinta y tres individuos jóvenes de la especie humana, etnia magrebí, han ocupado un pequeñísimo hábitat de una isla del noroeste africano llamada Fuerteventura. Debido a las rudas condiciones naturales y políticas de su lugar de origen, y arriesgando sus vidas en el trayecto, se han desplazado un poco más allá en busca de supervivencia y recursos. La etnia que ocupa mayoritariamente la ínsula, de la misma especie, ha acogido solidariamente al grupo extraño y todos cooperan para lograr una convivencia pacífica. ¿Todos? ¡No! Una patrulla de jóvenes machos locales, alentada por las arengas de un adulto viejo y armada con piedras, palos y cuchillos, ha agredido a los extranjeros, con la excusa de que los magrebíes trataron de relacionarse con «sus» mujeres.