Read Mamá, ¿por qué las mujeres son tan complicadas? Online
Authors: Jovanka Vaccari Barba
Tags: #Relato
Como es realmente raro que ambas cualidades cohabiten en el mismo macho, la mujer —la hembra— ha de buscar «el mejor resultado posible» entre las condiciones a) y b) impuestas por la evolución. ¿Cómo? ¡Pues usando a 2 machos, como las herrerillas! ¿Se les ocurre algo mejor?
Como promedio, un tercio de los polluelos de cualquier nido de herrerillo no ha sido engendrado por el compañero de su madre. Los niveles oscilan entre el 0% en los nidos de machos favorecidos y el 80% en el de los menos.
Sorprendentemente, el patrón humano es muy similar: aunque el promedio es sólo del 10%, son los hombres que tienen un bajo nivel de riqueza o de posición social los más engañados. ¿No se lo creen? Bien, pues datos: las cifras van del 1% en los sectores de alto
standing
de Suiza y los EEUU, pasando por el 6% para los varones de
status
medio en Gran Bretaña y EEUU, al ¡10- 30%! para los varones que ocupan puestos inferiores en la escala social de Gran Bretaña, Francia y EEUU.
¿Y con quién son infieles las mujeres? En el pasado, y en todas las culturas, los hijos de las mujeres emparejadas con hombres de posición alta tenían muchas más probabilidades de sobrevivir, de estar sanos y de ser fecundos. Estas conclusiones siguen siendo válidas.
La expresión del título refleja, pues, lo que siempre se ha sabido: que los hombres que poseen mayor riqueza y mejor posición social consiguen compañeras con más rapidez, empiezan a reproducirse antes, tienen menos probabilidades de que sus compañeras sean fecundadas por otros hombres y más posibilidades de que las infidelidades sean cometidas con ellos. O sea, que tienen más potencial para tener éxito reproductor que los de peor posición social... y que las hembras están obligadas a preferir a éstos.
Ya ven que no hay «maldad» femenina intrínseca, mas bien al contrario, pues los problemas no acaban ahí para las hembras: si recurre a la infidelidad, recurre también a todos los riesgos que conlleva; ¡ah!, y además tiene que «contentar» reproductivamente al compañero pues, igual que con los herrerillos, casi nunca se da el caso —a menos que sea estéril— de que todas las crías sean de otros.
Aunque por distintas razones, los hijos con más probabilidades de ser engendrados por otro hombre son el primero y el último. El momento en que la mujer es menos proclive a la infidelidad es en las semanas o meses inmediatamente anteriores a la concepción de su segundo hijo. Parece que la motivación de darle
alguna
oportunidad de paternidad a su compañero es asegurarse su ayuda.
Aunque la moral masculina, siempre ofendida, denomina «pájaras» a las mujeres por estas conductas naturales, es injusto: de no haber sido así, es muy probable que
la mayoría
de machos-compañeros no hubiera tenido
ninguna
oportunidad de reproducirse y ahora, probablemente, seríamos una especie partenogénica o de hembras con pocos machos-objeto para suministrar genes.
Aunque pensándolo bien... No, no... No. ¿Para qué fantasear ya con esta posibilidad, que no ocurrirá hasta dentro de 20 años por lo menos?
Procrear no es nada fácil, a pesar de que intentarlo nos guste más que comer con cubertería de plata. Dice Desmond Morris de este asunto: «En primer lugar, cada animal debe encontrar una potencial pareja; en segundo, debe identificarla como de la especie, la edad y el sexo adecuados; en tercero, debe atraerla y conseguir una estrecha proximidad; en cuarto, debe excitarla sexualmente para que esté fisiológicamente dispuesta al apareamiento y, en quinto, debe asegurarse de que su nivel de excitación esté perfectamente sincronizado con el de su pareja. Sólo entonces puede tener éxito la cópula». Arduo, ¿eh?.
Pues si creían que ya habían acabado las exigencias, ¡ja!. Falta la perreta histórica de los machos humanos: que el resultado de todo ese esfuerzo sea un hijo varón. ¡Qué ricos son, ¿verdad?!
Los criterios que utilizan las mujeres en la selección de su pareja —preferencia por los hombres ricos y de mejor posición social, a los que son más fieles— tienen una consecuencia fascinante: los hijos de esos hombres logran un mayor éxito en la reproducción que los de peor posición social. Y esto es así en sus relaciones estables y en las ocasionales, ya que al ser preferidos por las mujeres para cometer sus infidelidades, también tienen más probabilidades de engendrar hijos con las compañeras de otros hombres.
Potencialmente, un hombre puede tener muchos más hijos que una mujer: mientras ellos producen una media de 400 millones de espermatozoides en cada eyaculación, nosotras producimos unos 400 óvulos en toda nuestra vida. Mientras ellos pueden tener hijos con varias mujeres, nosotras... ya saben. Un hijo con éxito reproductor, por tanto, puede darle a una mujer muchos más nietos que una hija con éxito.
Dado que la riqueza y la posición social se pueden heredar —al igual que el potencial genético para conseguirlas—, sería de esperar que las parejas de nivel social alto produjeran más hijos varones que las de extracción social más baja. Y así es: estudios realizados en todo el mundo estiman que la proporción es de 115 varones por cada 100 mujeres nacidas.
¿Por qué entonces —se dirán Uds.— no hay un exceso de hijos varones?
Pues hasta cierto punto lo hay: como promedio nacen unos 106 chicos por cada 100 chicas. Pero ellos tienen más probabilidades de morir durante la niñez, por lo que, llegado el momento de reproducirse —y de hacer las estadísticas— la proporción es casi la misma.
Los mismos estudios revelan no sólo que una mujer bien emparejada tiene más probabilidades de tener un hijo varón que una con menos ojo, sino que las que no tienen compañero estable tienen más probabilidades de producir hijas. ¿Por qué?
Pues porque un chico es —conste que no estoy opinando, ¿eh?— una opción reproductora más precaria que una chica. A pesar de su potencial para producir muchos descendientes, tiene más probabilidades de morir antes de empezar a reproducirse y muchas más posibilidades de no reproducirse, como bien sabemos, aún intentándolo con verdadera vocación.
Y no es que yo tire para mi bando, juradito, pero una hija es una opción más segura, como mínimo, por dos razones: una, porque aunque las mujeres produzcan menos nietos, en términos relativos son muy pocas las que no consiguen producir ninguno; dos, porque como decía mi abuela: «Hijo de mi hija, mi nieto es; hijo de mi hijo, ¿de quién será?».
Así pues, gustos individuales aparte, sólo cuando existan grandes probabilidades de que un hijo varón sobrevivirá y que, además, será competitivo reproductivamente, «valdrá la pena» producir un chico.
Bueno, ahora ya saben los chicos en qué circunstancia pueden exigir «un machillo». Pero, claro, para ello van a tener que espabilar, o lo que es lo mismo: ofrecernos un compromiso estable, unos genes altamente competitivos, ponernos un buen chalet para estar cómodas cuando fecundemos, garantía de buena crianza, una tarjeta de crédito ilimitado, unas expectativas profesionales mejorables, un patrimonio a nombre nuestro, una vida feliz y sin sobresaltos, seguridad afectiva... En fin, nada peor que tener y criar a «una pobre niña».
¿Conocen el «efecto Coolidge»? ¡¿No?! Pues lean, lean, que es muy divertido.
Cuentan que, con ocasión de un viaje oficial, el presidente norteamericano Calvin Coolidge y su esposa tuvieron que visitar una granja. Cada uno fue conducido por un guía que les iba dando explicaciones. Al llegar al gallinero, la Sra. Coolidge quedó impresionada por la intensidad amorosa con que un gallo cubría a una gallina. Preguntó cuántas veces era capaz el gallo de entregarse así y el guía le dijo que más de una docena de veces al día. «Por favor, dígale eso al presidente», dijo la señora Coolidge, sonrisita en ristre.
Al cabo de un rato el presidente llegó al gallinero y fue informado de la virilidad del macho y, cómo no, del comentario de su esposa. «¿Y lo hace siempre con la misma gallina?», preguntó Coolidge. «Oh, no, señor presidente; cada vez es con una hembra diferente», contestó el guía. «Pues, por favor, dígale
eso
a la señora Coolidge», añadió Calvin triunfalmente.
Toda mujer, incluso la que se desplaza en escoba, ha recibido ofertas sexuales por parte de algún hombre que la acusa de
estrecha
cuando obtiene una negativa. Para compensar, ellos son calificados de
salidos
incluso cuando ni han abierto la boca, los muy transparentes. ¿Negarse al sexo indiscriminado es una modalidad femenina de autosatisfacción perversa, una variante cultural —también perversa— o hay razones biológicas que justifican tal cautela?
En unas pruebas realizadas en una discoteca inglesa se ensayó lo siguiente: ellos, voluntarios, proponían sexo a chicas tan desconocidas como sorprendidas. Invariablemente, la respuestas femenina fue «¿Estás loco?», «¿Qué has bebido?», «¡Quítate de mi vista, desgraciado!» o «¡Charles, este tipo me está molestando!».
Cuando fueron las chicas las que propusieron lo mismo, tampoco hubo variaciones: todos los chicos contestaron inmediatamente que sí. Bueno, todos no: uno se excusó diciendo que no podía, que su novia estaba cerca y tal... pero no dijo que no.
Tres datos sugieren que, por naturaleza, los hombres se muestran más predispuestos a entregarse al sexo que las mujeres: 1) la mucho mayor actividad sexual observada entre los homosexuales masculinos frente a la de las lesbianas; 2) el tipo de fantasías sexuales de hombres y mujeres: mientras ellos muestran una mayor tendencia a fantasear sobre sexo en grupo o con personas desconocidas, ellas tienden a concebir fantasías con alguien conocido, a solas y en un ambiente sereno y afectuoso; 3) el número y frecuencia de las masturbaciones.
¿Por qué estas diferencias? Pues, en realidad, porque somos unos pringados, oiga. Física, psíquica y conductualmente sólo somos envases complejos de los organismos verdaderamente protagonistas de la vida: los genes. Éstos, buscando su propia inmortalidad, son los que nos hacen practicar el sexo, condicionando muchos de nuestros comportamientos, en especial los sexuales.
Y fíjense qué bien atrapados nos tienen: las mujeres nacemos con unos 400 óvulos que vamos liberando, uno a uno, en cada ovulación. Éstos, que contienen y protegen a los genes, son para la vida un bien escaso y precioso que no debe ponerse al alcance de cualquier macaco viripotente, sino del hombre que esté mejor dotado para establecer un compromiso emocional, única garantía de que los genes resultantes de la fusión sexual sobrevivirán gracias a los cuidados que se les dispensen. A este espejismo le llamamos amor —o afecto, o ternura— y las mujeres lo exigimos para copular.
El esperma, por el contrario, se produce continuamente. El número de espermatozoides de cada eyaculación masculina es unas 175.000 veces superior al número de óvulos que una mujer produce en toda su vida. No es de extrañar, pues, que ellos «quieran» copular siempre: semejante producción
tiene
que ser liberada porque de no ser así, entre otros dramas, el olor a mofeta encelada de sus portadores sí que haría necesaria una intervención de la OTAN. Y como no es un bien escaso ni precioso, los hombres intentan regalártelo a poco que te mires las uñas.
Pero, he de ser sincera, desde la anticoncepción segura y otros triunfos femeninos, veo con simpatía esta pauta natural masculina. Eliminados los riesgos de embarazo, de nueve meses de gestación, de muerte en el parto, de meses de lactancia, de maternidad en solitario y de entrega y dedicación de por vida a una cría, las razones que encuentro para negarme al alegre intercambio de fluidos son, ¡viva el progreso!, exclusivamente librealbédricas.
No me digan que no promete el futuro, para mujeres y hombres. Como queramos entendernos, nos lo vamos a pasar
chupi
. Y a los genes, por esta vez, que les den pomada.
En las riberas de un pantano, un lagarto de cola de látigo explora a una hembra con la lengua. Ella le rechaza, él la muerde en el cuello, le rasguña los costados y la aprieta contra el suelo.
Bajo la oscuridad que proporciona un coche, una gata chilla, clava las garras, araña y escupe al macho que la corteja.
Unas praderillas de la semihelada Siberia quedan manchadas por una armiño que ha resistido hasta la sangre los enérgicos argumentos de un pretendiente que se empeña en ofrecerle una romántica velada.
Es difícil no perturbarse ante ciertas conductas masculinas que van desde la molestia al daño físico. Sin embargo, y pese a su resistencia inicial, lagartas, gatas y otras hembras acaban permitiendo que uno de los machos perseverantes y agresivos copule con ellas.
Y eso no es lo más sorprendente: las armiñas, por ejemplo, no ovulan si no experimentan un trauma físico a manos del macho.
Por muy desconcertante que pueda parecernos ahora, la concordancia entre sexo y violencia fue, durante el Paleozoico, un aspecto clave para la supervivencia de los reptiles, predecesores de todos los mamíferos y, por tanto, abueletes nuestros.
En los tiempos prehumanos la violencia sexual no sólo fue activada genéticamente: en la medida en que eliminaba o disminuía la competencia, también fue recompensada con una descendencia más competitiva y con un linaje más duradero. De hecho, los juegos violentos y los forcejeos aún son muy frecuentes en los cortejos sexuales de los animales mientras toman decisiones sobre la conveniencia u oportunidad de aparearse: en la búsqueda del éxito reproductivo, este tipo de
tira-y-aflojas
puede reportar importantes beneficios para ambos géneros. Veamos por qué.
Debido a las carísimas repercusiones que para las hembras tiene una preñez, la genética se ha encargado de diseñarnos cautas, precavidas y muy selectivas. Los machos, por el contrario, están diseñados para manejarse con urgencia y aprovechar cualquier oportunidad sexual, pues para ellos no hay coste de gravidez. Su precio, sin embargo, lo paga teniendo que demostrar y convencer a la hembra de que es el mejor candidato para la cópula.
En este contexto, y con el objeto de recoger información sobre el pretendiente, el cuerpo y la conducta de las hembras de aves y mamíferos están diseñados para someterlo a una serie de pruebas. En función de las que supere —en comparación con otros candidatos disponibes y, créanme,
siempre
los hay— la hembra lo aceptará o lo rechazará. La cualidad masculina que se pone a prueba es, básicamente, la destreza para manejar el cuerpo de la hembra y la capacidad para hacer frente a la conducta femenina. Por ello, la hembra necesita poner pruebas que constituyan un reto pero que no sean imposibles de superar: si son pruebas demasiado fáciles o demasiado difíciles, no le servirá de nada.