Mamá, ¿por qué las mujeres son tan complicadas? (8 page)

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Authors: Jovanka Vaccari Barba

Tags: #Relato

El opuesto es cuando evitan que tú se lo hagas. En ambos casos las cejas dibujan una interrogación en la cara. Pero sólo hay que esperar. La estrategia más generosa, incluso fuera de la esfera erótica, es la de sorprender continuamente a nuestros amantes.

¡HUMMM, ESTÁS PARA COMERTE!

En algunas especies de moscas tropicales, el macho alimenta a la hembra con su propia saliva durante la cópula; entre las moscas comunes, está bien visto que ellos proporcionen comida a las chicas mientras dura el acoplamiento; los mosquitos cortejan a las hembras ofreciéndole una presa en vuelo y cuando éstas bajan a tierra para comérsela, ¡chas!, palete que te crió.

Pero, como el mundo entero sabe, el caso de la
Mantis religiosa
es el que mejor refleja la indisoluble asociación entre sexo y comida: cuando empieza el apareamiento, y para ponerse a tono, la hembra gusta de tomar un aperitivo, un bocadito irrelevante: la cabeza del macho; de segundo plato prefiere, lógicamente, algo más consistente: el macho mismo.

¿Conocen éste?: Una pareja recién casada pasa su luna de miel en un coqueto hotel.
Al tercer día
bajan a comer. Cuando el camarero pregunta «¿Qué desea la señora?», ella contesta «Mi marido ya sabe lo que me gusta», pero él, tan pálido como presto, replica «¡Sí, mi amor, pero hay que comer también!».

Sexo y comida —o comida y sexo— son los dos placeres más básicos y naturales conocidos: en todas las culturas la celebración del uno implica la presencia del otro. En la nuestra, concretamente, «ir a comer por ahí» o «hacer una cenita a la luz de las velas» son, como sabemos, atajos formales que preludian aproximaciones amorosas.

La vida sensible gusta tanto de sexo y comida porque a base de amarse y de zamparse los unos a los otros se multiplica y se mantiene, es decir, da cumplimiento a los mandatos evolutivos de pervivir y reproducirse.

Reproducción y alimentación son, pues, dos pilares sobre los que se sustenta la vida. De ahí que expresiones de intención sexual («Te comería de arriba abajo», «¡Qué rico/a estás!»), o de intención gastronómica («De lo que se come se cría», «¡Qué ensalada tan lujuriosa!») reflejen orígenes fascinantemente próximos.

Seguramente al principio comer y aparearse fue una sola cosa. Entre la mitosis y la aparición del sexo meiótico, nuestros antepasados unicelulares se comieron los unos a los otros por desesperación: que no se nos olvide cómo era la Tierra y el cosmos entonces, lugares violentísimos en los que la vida era un fenómeno muy improbable. Pero aparecida la vida, aparecido el
instinto
de pervivencia del soma.

El universo es un horno de luz en el que las estrellas producen energía. Y la vida, en cualquiera de sus formas, un flujo energético y de intercambio material cuya operación básica es la de atrapar, almacenar y convertir esa luz estelar (solar en nuestro caso) en energía utilizable. Comer y ser comido es obtener y dar energía,
participar
de la vida. Por eso da tanto repelús la anorexia: no es una posición ante los avatares de la vida; es una oposición a la vida misma.

¿Y por qué relacionarla con el sexo o la reproducción?

Imagínense: una célula hambrienta engulle a una vecina y, por los motivos que fuere... no la digiere. Sus membranas se unen, y si no mueren, se convierten en células duplicadas. Por raro que nos pueda parecer, algunos de estos entes se reproducen. Pero no pueden duplicar
ad infinitum
todas sus partes: es cuando aparece la meiosis, el tipo de fusión genética heredada por los humanos, que no duplica el número de cromosomas: ¡Síííí! ¡Sexo!

Ya sé que les parecerá poco romántico, pero no por ello es menos real: «Nosotros», la «especie elegida» de Dios, la «cumbre de la evolución», sólo somos el resultado de una indigestión bacteriana. Elevado destino, ¿eh?.

Pero no nos deprimamos: a pesar de que nuestra mochila lingüística se abra de vez en cuando para recordarnos sabiamente qué somos, no dejemos de pedirle al amante que nos «devore otra vez». Vuelta y vira, agujetas y a reír de nuevo, que son cuatro días... ¡y dos, laborables!

«Los niños chicos están para comérselos». También les recomiendo que sigan la letra: ahora que mi hijo adolescente confunde la pubertad con el
pubertaje
, efectivamente lamento no habérmelo comido.

YO NO, SR. JUEZ, FUERON LOS CELOS…

¿Verdad que bajo la niebla de los celos se siente un excitante
nosequé
muy difícil de admitir?

Pues ya no: unas pruebas de laboratorio, realizadas en Manchester, ponen de manifiesto que los hombres que saben o intuyen que les están cornamentando producen más y mejor semen en cada eyaculación que los que confían en la fidelidad de sus mujeres.

¿Inferencias? Que la infidelidad es una estrategia sexual a la que estamos obligados por diseño evolutivo y que, ¡sorpresaaa!, los celitos bien llevados son afrodisíacos.

Se acostumbra a decir que los celos son la principal causa de la violencia doméstica. Pero éstos no son una causa en sí, sino un mecanismo irracional regido por las hormonas que defiende la pervivencia del genoma propio frente al de otros.

¿La verdadera
causa
? Enmascarada o abiertamente, los celos se activan ante la convicción o
la sospecha
de una infidelidad. O lo que es lo mismo, ante la posibilidad de que un miembro de la pareja esté prefiriendo combinar sus genes con los de otro,
abriendo la posibilidad a una fecundación,
tanto si ésta se produce finalmente como si no.

Los celos activan un estado de alerta, del que pueden derivarse comportamientos vigilantes o violentos. Y aunque ahora puedan parecernos inadmisibles, fueron clave en la pervivencia y evolución de nuestros antepasados, y lo son en nuestro humano presente: el complejo Reptiliano, parte arcaica del prosoencéfalo heredado desde los primeros reptiles, sigue activa. Por algo será.

¿Se han fijado en que, generalmente, hombres y mujeres viven los celos de manera diferente? A los hombres les cuesta muchísimo perdonar una infidelidad. A las mujeres nos cuesta muchísimo perdonar un abandono.

¿Por qué? Porque cada género tiene funciones sexuales diferentes y, lógicamente, estrategias distintas, aunque el objetivo sea el mismo: reproducirse. ¡Qué vida ésta, ¿verdad?: siempre elogiando la diversidad! Pero analicemos:

Toda hembra fértil tiene garantizada su reproducción «si quiere». Su misión consiste en conseguir el mejor genoma/padre para la especie y el mejor mantenedor para la prole. Como es muy raro que ambas cualidades coincidan en un solo individuo, compartir al mejor fecundador no va contra los intereses evolutivos. La ciencia ha visto en este arreglo «dominación del macho», o «harenes al servicio masculino». Pura ceguera: empleados, es lo que son.

Otra cosa es compartir al mantenedor. Eso sí que no, porque supondría cargar sola con las crías. Ante un abandono, las hembras las matan y vuelta a empezar. No hay
para qué
sentir celos. Excepto las humanas: al censurarnos el infanticidio, los celos sí que tienen sentido: la alerta permite intentar evitar el abandono.

¿Cómo? Matar al compañero suele ser un error biológico y raramente las hembras lo comenten: prefieren autolesionarse o deprimirse. La infidelidad se entiende, está en nuestros genes. Y además, ¿por qué matar al mantenedor, el sustento y, sobre todo, la oportunidad de amargarle cada uno de sus segundos sobre la Tierra? Las hormonas nos hacen creer que es amor, ellos se sienten queridos y ¡ea!, todo el mundo a seguir.

El macho, en cambio, nunca tiene garantía de reproducirse: su continuidad genomática depende de la fidelidad de una hembra. Los celos le dan vigor para vigilarla a ella y para eliminar al rival
if necessary
.

Pero hay una diferencia sustancial entre el hombre y otros machos: ni aves, ni mamíferos, ni primates (éstos sólo ocasionalmente) amenazan, atacan o matan a sus compañeras ante una infidelidad. De haber violencia, es contra el macho rival.

Se argumenta que la agresión de hombres a mujeres fue posible por la gran diferencia de tamaño y fuerza: en la mayoría de los animales es mínima, por lo que una víctima potencial puede recibir, pero también dar lo suyo. Fisiológicamente es cierto, aunque evolutivamente habría que considerar otras variables: la infinita vocación del macho humano por el extravío, p. ej.

Bien calculada, la agresividad o la amenaza de usarla puede evitar una infidelidad, tanto en hombres como en mujeres. Pero calculando mal, los hombres van también en su contra porque: a) ellos eligen mujer por su calidad paridora: mantener la salud de ésta, por tanto, es esencial
para su propia reproducción;
b) tribalmente, la familia suele defender la línea genomática haciendo desaparecer al machito y, con él, a
toda
su posible descendencia; y c) culturalmente se sanciona al abusador con aislamiento o reclusión y, entonces, más de lo mismo.

Las investigaciones de Manchester —y otras— dan esperanzas: estos descubrimientos mitigarán ignorancia y sufrimiento. Y en lugar de las habituales noticias de Sucesos, quizá algún día podamos encontrar algo así: «Cegado por los celos, proporcionó a su compañera una semana de indescriptible frenesí».

HOLA, ¿ESTÁS SOLO?

Los chimpancés comparten con los humanos muchos rasgos genéticos. La secuencia de aminoácidos revela una enorme afinidad, mayor que con cualquier otra especie viva de animales. Bien.

La conocidísima antropóloga Jane Goodall observó en cierta ocasión que una chimpancé llamada Flo, muy excitada durante el estro y con los glúteos agrandados y rojos, se apareó con casi todos los machos del grupo. Esta atleta sexual fue capaz de copular unas sesenta veces en un solo día con doce machos diferentes.

¡Fuerte puta!, dirán algunos. Puede ser. ¡Obligada a promover la competencia espermática!, dirán otros, y no les faltará razón. ¡Selección familiar neodarwiniana!, vaticinarán los de más allá... y a saber.

Pero, oiga, ¿y si sólo fuera indecisión?.

En lo que a reproducción se refiere, la elección de pareja es un factor clave en el éxito de una persona. (Y en otros órdenes, ¡puuffff!, qué les voy a contar) En el caso de las mujeres, además, la tarea es ciertamente compleja. Veamos por qué. Lo del amor y la poesía y tal, es precioso, sin duda. Pero al elegir a un (o unos) hombre con los que «compartir su vida», la mujer ha de considerar, en realidad, dos cuestiones cruciales de orden biológico, a saber:

a) ¿Está el candidato capacitado para participar en la crianza de los hijos?

b) Sus genes, combinados con los míos, ¿darán como resultado crías sanas, fértiles y con capacidad de tener éxito sexistencial?

Parece frío y calculador, ¿verdad?. Pero no se me entristezcan. Simplemente es una generosidad de otra índole: natural, ecológica, sin carga moral, que garantiza la continuidad y mejora de la especie.

La principal dificultad a la que se enfrenta una mujer para elegir pareja sexual es que tiene mucho más donde elegir cuando se trata de buscar genes que cuando se trata de encontrar compañero estable y/o duradero: ya saben, el sexo dura unos minutitos y la crianza toda la vidita. Por ello el objetivo femenino principal, como refleja la sabiduría popular, es obtener el mejor compromiso posible: la crianza uniparental es agotadora, créannos.

La segunda dificultad es que la mayoría de los hombres no tienen capacidad, ni energía ni recursos para mantener dos familias a la vez. Así que la búsqueda queda restringida a los que no estén ya pillados.

La tercera es identificar al mejor compañero de entre los pocos disponibles: si están emparejados, a mirar hacia La Gomera: menudas panteras hay por ahí vigilando a su mantenedor; si están libres, sospecha: ¿Por qué? ¿Qué pruebas hay de que sea bueno?

Para un encuentro sexual breve todas y todos buscamos los mejores cuerpos, incluso si hay fecundación. Pero, para un compromiso perdurable, el aspecto físico del hombre pasa a un segundo plano (ya lo hemos hablado en otros artículos, ¿recuerdan?). En este caso, y para abreviar, que nos entenderemos perfectamente, lo mejor es tener en cuenta tres cuestioncillas: que tenga pelas (potencial de riqueza, posición social o estabilidad, si les parece más romántico), que sea afectuoso y que sea más o menos estable psíquicamente.

Una vez conseguido, otro escollo: que él asuma el papel que se le asigna en favor de la humanidad. Inicialmente suelen resistirse, egoístas, pero como son débiles de carácter por naturaleza, ahí les tienen, pencando como Dios manda.

«Las que eligen son ellas», dicen. Y es verdad, pero ¿se van dando cuenta de lo ardua que es la soberanía? Y aún nos faltan más escollos, que tendré que dejar para otro artículo : los métodos para lograr «el mejor compromiso posible», esto es: un equilibrio entre el mejor suministrador de genes posible y el mejor papá posible.

¿Les parece ganas de crearse problemas? Sí, sí, miren el patio y luego hablamos.

¡MENUDAS PÁJARAS, ELLAS!

La observación biológica adjudica a la familia alada la fama de ser «muy» monógama. Pero siempre aparecen más excepciones que las prometidas: las hembras del herrerillo intentan aparearse con los machos genéticamente superiores que, lógicamente, también son los que tienen el mejor patrimonio: el mejor territorio y la mejor capacidad para conseguir recursos. Las afortunadas que lo logran son totalmente fieles.

¿Pero qué pasa con las hembras menos afortunadas, emparejadas con los machos genéticamente inferiores?

Pues que aprovechan todas las oportunidades que se les presentan para aparearse con los machos superiores: entran calladitas la boca en sus territorios, solicitan sexo y regresan al nido del compañero engañado a poner el fruto de su infidelidad.

Decíamos el domingo pasado que, en lo que a reproducción se refiere, la elección de pareja es un factor clave en el éxito de una persona, y detallábamos los problemas que han de enfrentar las mujeres al elegir compañero. Hoy hablaremos de los métodos para conseguir los mejores genes.

Las mujeres —las hembras en general— deben tomar en consideración dos factores al elegir pareja: a) que el macho porte el mejor paquete genético posible, para procrear las mejores crías; b) que, además, esté capacitado para la crianza, es decir, que pueda ofrecer un compromiso estable y duradero para que las crías sobrevivan competitivamente, que menuda es la naturaleza para deshacerse sin compasión de los débiles.

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