Read Mamá, ¿por qué las mujeres son tan complicadas? Online
Authors: Jovanka Vaccari Barba
Tags: #Relato
Aunque el comportamiento del babuino nos recuerde a la de algún que otro conocido, no es habitual que los humanos mantengan tan psicótica conducta más allá de la fase de enamoramiento. Mas bien al contrario, según se va estabilizando, lo normal es que la pareja se sumerja en el aburrido «sexo rutinario».
Sean de Nueva York, de La Gomera o del Reino de Tonga, la mujer y el hombre medios realizan el acto sexual entre dos y tres mil veces a lo largo de su vida. Sin embargo, incluso cuando no se disponía de los anticonceptivos modernos, la mayoría de las parejas no tenían más allá de siete hijos, lo que, haciendo dedos, da un cómputo de unas quinientas inseminaciones por vástago. ¿Para qué hacen falta tantas cópulas cuando, la mayoría de las veces, ni siquiera se busca la concepción?
A que ya están pensando que es porque el acto sexual da gustirrinín y tal ¿no?. Pues, como siempre, no. Y si tiramos de sinceridad, acordaríamos enseguida que la gran mayoría de los
polvetes
domésticos son nada apasionados, poco lubricados, menos sentidos, placenteramente casi nulos y —sobre todo para las mujeres— irritantes y culpabilizantes. Así pues, ¿qué provecho saca el mandato reproductivo del sexo rutinario, tan poco gozoso?
Racionalmente, ninguno. En realidad, nuestros cuerpos están programados para buscar relaciones sexuales a intervalos, sin que exista una motivación «cerebral» para ello. Pero irracionalmente el sexo rutinario puede marcar diferencias fundamentales —en lo referente al número y calidad de la descendencia— basándose en una máxima universal que no debiéramos olvidar nunca: lo que es mejor para un miembro de la pareja, casi nunca lo es para el otro.
Los cuerpos masculinos producen incansablemente grandes cantidades de espermatozoides. A menos que inventemos y comercialicemos pronto algún uso proteínico, su destino natural es la vagina femenina, y su objetivo mantener una población de espermatozoides coleantes en su interior para que, a poco que el óvulo mueva ficha, fecundación
hayamus.
Los cuerpos femeninos, sin embargo, tienen planes propios respecto al momento idóneo para la concepción, y como no suele coincidir con el masculino (que es «siempre»
)
su estrategia es, básicamente,
confundir todo lo que se pueda al macho
para que éste no detecte nunca, ni consciente ni inconscientemente, cuándo está en periodo fértil.
Para ello, y al contrario que las babuinas, las mujeres hemos ocultado —incluso para nosotras mismas— cualquier signo externo de ovulación o celo, gracias a lo cual hemos ahorrado a los hombres vivir pendientes del mejor momento para la inseminación pero, sobre todo, les hemos ahorrado el lamentable espectáculo que ofrece el babuino del ejemplo zoológico. De nada.
La ocultación de las señales de ovulación y una sofisticada batería de cambios anímicos y conductuales
subconscientes
respecto al sexo (que pueden ir, en unas horas, del «ni me mires, que tengo jaqueca», al «bueno, si tú quieres» o al «házmelo ahora mismo, cerdo mío»), constituyen una eficacísima estrategia anticonceptiva. Frente a ésta, ¿qué estrategia conceptiva puede practicar el desconcertado hombre? Pues,
subconscientemente
, intentar mantener una presencia espermática continua en el tracto femenino. Eso es el «sexo rutinario», reconocible porque siempre,
siempre,
lo inician ellos.
Claro que no hay estrategias sin contraestrategias: sorprendentes estudios confirman que, en las relaciones estables, las mujeres aceptamos el sexo rutinario y buscamos el sexo pasional en las dos semanas siguientes a la ovulación —cuando no se puede concebir—, mientras que evitamos cualquier modalidad en las dos semanas previas —cuando hay más posibilidad de fecundación—. ¡Que nos iban a pillar distraídas! ¡Jua, jua!
Robusta, lozana y arrogante, una joven leona muestra exuberancias carnales y conductas propias de la época de apareamiento. De cerca, demasiado-de-cerca diría yo, el macho que ha elegido como inseminador y padre de su prole, habitualmente tan melenudo como apático, no la pierde de vista. Sabe que, para variar, tiene un arduo trabajo mientras a la hembra le dure el periodo fértil: por un lado, vigilarla estrechamente para que no tenga la menor oportunidad de cometer infidelidad; por otro, copular unas mil veces para tener alguna posibilidad de fecundación.
Pero no hay motivo para ponerse verdes, chicas, que se proyecta mucho complejo falócrata en la leyenda del «rey de la selva»: la monta del león dura poquísimos segundos y, además, no se ha podido recoger ni un solo testimonio visual de una leona satisfecha.
El interés masculino por el sexo rutinario (aquel que practican
en sus relaciones estables
mientras siguen un partido de 3ª regional) no se debe únicamente al mandamiento fisiológico de mantener una población de espermatozoides fértiles en la vagina de su compañera por si un óvulo le da carta de hombre aprovechable.
Dado que el cuerpo femenino está diseñado para alojar el esperma de dos o más machos con el fin de que se promueva una competencia espermática cuyo resultado, de haber concepción, será una cría
con los mejores genes posibles,
las relaciones sexuales rutinarias también tienen otro objetivo: prepararse para la guerra de espermatozoides.
¿Y cómo?
Pues subconscientemente, que de haber confiado en el cerebro consciente hace tiempo que serían, más objeto de estudio de Historia que de Biología. Así, el cuerpo masculino «estudia» el riesgo de guerra espermática que pudiera encontrarse en el tracto femenino, registrando el tiempo transcurrido desde la última vez que estuvo haciendo cochinadas con su
compa
.
Como cualquier persona curiosa habrá notado, la cantidad de esperma eyaculado no es siempre la misma y esto se debe, básicamente, a que el cuerpo del hombre «decide» el número de espermatozoides que se cargan y eyaculan en una práctica sexual rutinaria, sopesando las probabilidades de que su compañera pueda contener los espermatozoides de otros hombres.
La estrategia es burda, pero les da resultado: si el hombre ha pasado mucho tiempo con su compañera desde la última inseminación, hay pocas probabilidades de que le haya sido infiel. Si ha pasado poco tiempo con ella, hay muchas —en realidad, bastantes— probabilidades de que su tracto vaginal ya contenga otro(s) ejército(s) de espermatozoides rivales de campaña electoral. Lógicamente, para aumentar sus posibilidades de ganar la guerra, ha de introducir más espermatozoides.
Pero ¿cómo regula el hombre el número de espermatozoides que tiene que cargar e introducir?
Ayyyy, mis niñas, por la cuenta de la vieja, que no hay cera para sofisticaciones: si desde la última inseminación la pareja ha estado junta el 50% del tiempo, el hombre inyectará la mitad de lo habitual, unos 300 millones de espermatozoides; si han pasado todo el tiempo juntos, y no hay riesgo de infidelidad, introducirá sólo unos 100 millones; si ella no ha podido ser vigilada desde entonces, él estará obligado a dar todo de sí: unos 600 millones.
¿A que ahora los «¡Cuánto me alegro de verte, mi amor!», «No he hecho otra cosa que pensar en ti», o «¡Me llenas de deseo!» se entienden de otra manera, a la luz de lo que
realmente
ocurre? Se nos van a partir las muelas de la risa cuando nos susurren al oído estas semi-sinceridades y podamos hacer cálculos: «¡¡¿Que sólo te alegras 200 millones de verme?!!» o «¡¡Cómo!! ¡¿Sólo me deseas la mitad de tu capacidad espermática?!»
Otra cosa, que hace menos risa, es el asunto de la «estrecha vigilancia», tan propia de la naturaleza masculina que les ha llevado a todo tipo de conductas criminales: desde la cólera celosa a la invención del matrimonio...
¡¿Qué dice usted?! ¿Que el matrimonio es un invento femenino? ¡Ja! Nos vemos aquí mismo la próxima semana y lo discutimos. ¿Hace?
Las casi doscientas especies de primates conocidas, entre las que se encuentra la humana, comparten características evolutivas que dejan asustados y malhumorados a quienes todavía no operan con su pertenencia al reino «animal».
Pero, para su tranquilidad «espiritual», la nuestra presenta marcadas diferencias. Además de otras de carácter anatómico, las más notables son: la reducción general del índice de reproducción; el retraso de la madurez sexual; el alargamiento de la esperanza de vida; y una creciente complejidad de la conducta social que ha dado lugar al ritual reproductivo más extraño y peligroso de todos los conocidos: ¡el matrimonio!
Siempre se ha hecho saber que el matrimonio es el resultado de la intrínseca perversidad femenina, que el único objetivo vital de las mujeres es «pescar» un marido y que los hombres, lerdos y faltos de reflejos (es una deducción lógica, ¿eh?), se han visto y se ven continuamente atrapados en este mecanismo diabólico, fruto, cómo no, de la eficaz
conspireta
femenina internacional.
Pero dado que el pensamiento, la literatura, la ciencia, los soportes de divulgación oral y escrita y el diseño de las estructuras sociales han estado en manos masculinas en los últimos milenios, es fácil colegir que la mentira y la distorsión también. De modo que, en aras de una mejor coexistencia futura, pongamos algunos humildes puntitos sobre sus íes. Porque vamos a ver:
1) ¿No dice la
sabiduría
masculina que «en el fondo todas las mujeres son unas putas»? Bien. Pues protestarán, seguro, pero esta «sentencia» encierra, en realidad, una confesión: ellos
saben
que, en la búsqueda del éxito reproductivo, la naturaleza
obliga
a las hembras a ser promiscuas o infieles para conseguir los mejores genes. Pero les cabrea igual.
2) ¿No es cierto, entonces, que el rencor testosterónico, proyectado como insulto, encierra en realidad otra humillante confesión?: «¡Oh, cielos, si no soy elegido es que soy un excremento inútil!» Es decir: efectivamente, también
saben
que, en la competición genética, la mayoría de los hombres no serían elegidos ni para procrear órganos sueltos.
3) Como apunte lingüístico-antropológico, sin otro ánimo que el
molestandi
: ¿No son ellos los que, tradicionalmente,
piden
matrimonio?
4) ¿No les parece que si el matrimonio institucional fuera una exigencia femenina, todavía andaríamos manifestándonos por lograr ese derecho?
La reproducción de los machos está en manos de las hembras: han de ser elegidos, como en un prostíbulo, en virtud de sus cualidades fenotípicas y genotípicas. Y, aun así, nunca tienen la certeza de que la prole en la que invertirán energía y recursos sea suya. Por ello, han de emplear tácticas variables que les permita: a) evitar la competencia espermática con otros candidatos; b) defenderse de otros genes mejores; c) asegurarse de que las crías porten su genoma.
Sabiendo que
muy pocos
pasarían el tamiz de selección femenino, ¿cuál es la mejor táctica para que
todo hombre
tenga una oportunidad? ¡Premio!: monopolizar el acceso sexual a una mujer estableciendo «vínculos de unión». ¿Y cómo? Pues, en la prehistoria, apartando coléricamente a las hembras fértiles de la promiscuidad del grupo. Y en la historia moderna, igual: ¿saben quién institucionalizó el matrimonio monogámico? Cecrops, rey ateniense. Con esta medida, la suspensión del derecho de sufragio y la obligatoriedad de que todo hijo llevara el apellido de su progenitor, pretendía
castigar
a las mujeres por haber elegido patrona de la ciudad a Atenea, diosa que exigía que toda mujer se entregase, al menos una vez en su vida, a un desconocido. ¿Lo pillan?
Así pues, en términos generales y específicos, la institución matrimonial es una criminal superestructura gremial de vigilancia y control sexual que, exigiendo la virginidad de las solteras, la fidelidad de las casadas, la lealtad sexual de las viudas y la violencia sobre las «putas» que quieren separarse, ha reportado a los hombres mayores ventajas reproductoras que ninguna otra combinación de tácticas.
Eso sí, las cosas como son: han tenido que trabajar como micos de circo para sustentar semejante aparataje. Y no les queda nada, compañeros: yo me voy a dar una vuelta por Loewe, por si alguno tiene los corajes de
pedir
mi mano. Abierta se la voy a dar.
¡Trufas! ¡Ñam, ñam! ¡Bocato di cardinale! Hongos subterráneos, parientes de las criadas majoreras, crecen entre las raíces de los robles y avellanos. Durante mucho tiempo disfrutaron de la fama de ser afrodisíacas, por lo que su búsqueda se intensificó y su precio, lógicamente, se disparó hasta la estratosfera. Pero, ¿saben cómo se descubren? ¡¿No?! ... Pues les cuento.
Las trufas, enterradas, pasan desapercibidas para el ojo humano, pero no para el olfato de cerdas y perras, por lo que sus buscadores se sirven de estos animales. Pero no es que ellas se hayan enganchado a la alta
cuisine
, no: lo que ocurre es que las trufas contienen alfa-androsterol, un compuesto similar a una hormona que se encuentra en el sudor axilar masculino, por lo que las hembras, en realidad, creen estar siguiendo el rastro de una tarde de revolcón y refocile.
Hace unos años, un anuncio televisivo de desodorante presentaba —quizá lo recuerdan— a un chico que caminaba distraídamente hasta que un olor lo sacaba de su ensoñación, identificaba éste en una chica, salía corriendo, compraba flores y las ofrecía a la sorprendida joven. El eslógan rezaba que «si un desconocido te regala flores, eso es
Impulso»
, pues así se llamaba el producto.
Bien. Pues una de dos: o el desodorante contenía alfaandrosterol —que también está presente en la orina de las hembras— y funcionaba como las trufas a las cerdas (lo cual hubiera constituido el
chollo
afrodisiaco del siglo), o lo que ocurría era, exactamente, lo contrario: que el perfume industrial «disimulaba» el auténtico olor de la chica, el de hembra. Pero el mensaje invisible, el de que «olfato» y «sexualidad» están relacionadísimos, era correcto.
De todos nuestros sentidos, el olfato es el más vinculado al aparato emocional porque los olores, ancestralmente, están vinculados al periodo de fertilidad femenino —el estro—, a la excitación sexual y al acto de apareamiento. Y aunque su importancia en la comunicación de los primates y los humanos haya disminuido, siguen influyendo decisivamente en nuestros comportamientos a nivel inconsciente.