Read Mamá, ¿por qué las mujeres son tan complicadas? Online
Authors: Jovanka Vaccari Barba
Tags: #Relato
El sexo meiótico se inició con los protistos, unos organismos descendientes de las primeras formas de vida, las bacterias. Éstas comenzaron a reproducirse, por fusión o canibalismo, intercambiando sus paquetes genéticos. Pero sus núcleos —y todo su equipaje: ADN, nucleolos, mitocondrios y cloroplastos— quedaban duplicados. La meiosis «reduce» esta duplicación cromosómica y devuelve a las células el número perdido. Los humanos pertenecemos a este linaje de protistos, aunque son óvulos y espermatozoides las únicas células afectadas por la meiosis. El resto conserva dos juegos de genes y la capacidad de replicarse o reproducirse por otros medios, por lo que, es obvio, gracias a la meiosis tuvo lugar la aparición y mantenimiento del género masculino, que aporta únicamente su propia especificidad.
La aparición se puede entender, la vida es puro azar y no tiene propósitos concretos. Pero, sabiendo que han existido, existen y existirán especies partenogénicas, ¿para qué mantener el género masculino, con lo costoso que resulta en términos de energía cósmica?
Tengo un amigo que dice que los machos sexuados no son sólo un saco espermático y que, en concreto los superiores, son necesarios porque tienen un
importantísimo
empleo subsidiario: el de defensa de las hembras y de las crías —La Vida— y que, por ello, son incluso capaces de sacrificar sus vidas. Y es verdad. El título de este artículo da pistas: los machos se han especializado en «protegernos». ¿Pero de qué?
La bio-socio-antropología moderna nos confirma que existen dispositivos conductuales intrínsecamente masculinos, que se han ido desarrollando
para
proteger «el nido» de riesgos y agresiones. En este sentido, y según la genética reduccionista furibunda, la territorialidad, los celos violentos, las luchas, las guerras, las violaciones, el pillaje, el asesinato, el canibalismo, el infanticidio serían
conductas necesarias,
por lo que se colige necesario el género masculino.
Pero, digo yo, ¿no son
las conductas necesarias,
en realidad, los verdaderos «riesgos» para madres y crías?
De no existir los hombres, ¿existirían esos riesgos?
Y, aun existiendo ésos u otros peligros —o ninguno— ¡¿son los hombres
necesarios
o no?!
¡Vaya! Me he quedado sin tabaco. No se muevan de ahí, vuelvo enseguida.
Estamos en Australia. Un ave poco vistosa, llamada pergolero, trajina incansable en un claro del bosque: seguro que, éste, será el año de «Su Reproducción». Pero antes debe causar buena impresión: sobre un pequeño territorio ha construido varios túneles sin techo, conectados entre sí y orientados en dirección norte-sur para que la hembra pueda inspeccionar su trabajo con comodidad. Dentro, el suelo reluce de puro limpio; unas ramitas finas, cuidadosamente amontonadas aquí y allá, parecen mullidos sillones; algunas plumas de colores decoran el ambiente, jugando con la luz; mezclando su saliva con unas bayas azules ¡ha pintado las paredes!... Fuera, «en el porche», un ramillete de flores da la bienvenida a la hembra; conchas de caracoles, frutos, cristales, plumas, piedras o huesos son combinados mimosamente para crear una puesta en escena espectacular a la que no le falta ni la banda sonora: su propio canto.
¿Logrará pareja después de tanto esfuerzo?
¡Quién sabe! Las hembras son tan caprichosas... Pero, de conseguirlo, ¿se preguntará lo mismo que los humanos?: «Entre tanta competencia... ¿por qué, por qué yo, dios mío?»
Los motivos por los que los animales sexuados elegimos una determinada pareja, y no
cualquier otra,
son tan numerosos, probablemente, como los individuos de cada especie. Sin embargo, es innegable que el «impulso de emparejamiento» es un
patrón de conducta
condicionado por el mandamiento biológico de reproducirse, que si no de qué nos íbamos a buscar problemas, ustedes ya me entienden.
La idea actual de
patrón
es el resultado de una vieja discusión entre substancia (materia, estructura, cantidad) y forma (patrón, orden, cualidad). En su
Crítica de la razón pura,
Kant, desautorizando la visión mecanicista de Descartes, apuntó algo definitivo sobre la naturaleza de los organismos vivos: son autorreproductores, sí, pero también
autoorganizadores
. Desde entonces para acá, las funciones biológicas, más que reflejar la organización de un solo organismo como un todo, se han ido percibiendo como la interacción de los organismos integrantes de un
sistema.
Un sistema es «una estructura multinivel» con diferentes niveles de complejidad que opera con distintas leyes, pero que aparece «como una sola cosa», en términos de conectividad, relaciones y contexto. Una de las características clave de los sistemas es su
tendencia a configurar relaciones ordenadas,
de tal manera que las propiedades de un sistema son las propiedades de un patrón: el estudio de éste, por tanto, es crucial para comprender la naturaleza y comportamiento de un sistema vivo. Bueno.
Helen Fisher es una antropóloga que ha estudiado los patrones de la tendencia humana a la monogamia, el adulterio y el divorcio. Y ha descubierto varios, de comportamiento, que se dan durante el flirteo, durante la búsqueda, consciente e inconsciente, de pareja. A saber:
a) Respuesta al olor. Antes de que nos
demos cuenta
de que alguien nos interesa, las astutas feromonas se ponen a bullir, despidiendo a través de nuestras glándulas un inconfundible aroma propio que denuncia tanto nuestra pertenencia a la misma especie (es importante no cometer pecado con otras), como nuestra singularidad, como nuestra disponibilidad sexual. Cualquier persona en fase sexualmente receptiva se pondrá en alerta e, inmediatamente, desplegará toda la batería de recursos de atracción de que disponga, ontogenéticos o filogenéticos.
b) Activación de un «mapa de preferencias». Durante la infancia, los estímulos exteriores van cincelando en nuestro cerebro un material que iremos convirtiendo, a lo largo del crecimiento, en «modelos» mentales de lo que nos gusta o nos disgusta, de lo que nos atrae o nos provoca rechazo. Así, en este periodo, la imagen de la pareja ideal toma forma, como también las conversaciones que nos enriquecen o las prácticas sexuales que nos excitan. Ante un estímulo de cortejo, sacamos nuestro mapa del trastero cerebral... y comparamos con el que nos ofrece la potencial víctima.
(Lo siento, el espacio no da para todo el asunto. ¿Nos vemos la próxima semana y terminamos? ... ¡Guay!)
¡Hola! ¡Ya estamos aquí otra vez! Me alegro de verles.
Decíamos la semana pasada que la antropóloga Helen Fisher había descubierto que, durante el flirteo (durante la búsqueda consciente o inconsciente de pareja), se dan varios patrones de conducta, comunes para todos los integrantes del «sistema vivo humano»: el primero es una respuesta inconsciente al olor; el segundo, la activación de un «mapa de preferencias» cincelado a lo largo del camino hacia la madurez.
El c) —y aquí me quedé—, es el gusto por un «modelo promedio». Éste es muy divertido, sobre todo porque es un argumento poderosísimo contra el
etnismo
o
racismo,
verán.
Desde los años setenta se realizan estudios sobre nuestras preferencias estéticas... y los resultados no cambian: los hombres tienden a preferir a las mujeres rubias, de ojos azules y piel clara; las mujeres prefieren a los hombres de piel más oscura. Pero ¡sorpresa!: a ellos no les gustan los grandes pechos, ni las mujeres muy delgadas ni con apariencia masculina; y a nosotras no nos gustan —me incluyo— los hombres tan musculosos que parecen una batata contrahecha. En definitiva, que nuestro patrón de gustos tiende al «promedio»: ni demasiado altos ni demasiado bajos; ni demasiado claros ni demasiado oscuros; ni demasiado delgados ni demasiado gordos. Todos los extremos son rechazados. De hecho, el prototipo de «cara masculina» y «cara femenina» más hermosa, seleccionadas por personas de diferentes culturas, son el resultado de una combinación de las características faciales
de todas las razas
... ¡hecha por ordenador!
Lógicamente, estamos hablando de patrones filogenéticos. En la realidad cultural e individual, como sabemos, hay gente «pa tó». Pero, a pesar de la paradoja, el siguiente patrón nos confirma la existencia de éste.
d) El embellecimiento del cuerpo. Si no gustáramos de los modelos promedio no buscaríamos nuestro embellecimiento, aunque las especificidades del ideal de belleza estén marcados por subpatrones de nuestro entorno cultural inmediato. Así, por ejemplo, en Europa no nos gustan los labios vaginales colgantes, pero a los nama del África meridional sí, por lo que las madres masajean tenazmente los labios de sus hijas, desde que son pequeñas, para lograr ese efecto decorativo. Del mismo modo se comportan otras etnias: las que ven más belleza en unos dientes limados, en unos cuellos estirados por anillos, en la gordura, en las narices perforadas o en las pieles decoradas. Pero
la belleza
es perseguida por todas las culturas.
e) Sin embargo, ojo al dato, también en la idea de belleza hay patrones comunes (¿van notando la «compleja estructura multinivel»?): las mujeres y los hombres
de todo el mundo
se sienten atraídas por un buen cutis; y por la gente limpita; y por el pelo brillante y sano; y por los dientes blancos; y por una personalidad viva; y, ellos, por las mujeres jóvenes, dinámicas, rollizas y de caderas anchas; y ellas por los hombres con patrimonio o pelas en efectivo, qué le vamos a hacer.
f) Éste me encanta: el misterio. El acierto y mérito de Helen Fisher está en decir cosas
que todos sabemos que son verdad.
Así, ella asegura que «una cierta falta de familiaridad resulta esencial en el enamoramiento»... y los demás sólo podemos asentir: son muy pocas las personas que se emparejan reproductivamente con otras que han sido amigas de toda la vida porque, queridos/as míos/as, está constatado que perdemos el interés sexual por aquellos a quienes hemos frecuentado regularmente.
Y no es extraño, digo yo: para que el amor romántico aparezca se ha hecho necesario que sintamos el interés de conocer al otro
descubriéndolo
: somos organismos dinámicos, cambiantes, y por ello nos autoestima más que alguien se interese por quien estamos siendo
ahora
que por quien fuimos en el pasado. El afecto o desafecto de otra persona nos hace saber más de nosotros y de nuestra evolución que una interminable terapia psicoanalítica. Y esta potencialidad de poder distinguir «quién soy yo» de «quién es el otro», sumada a la pulsión irracional de reproducirse, nos capacitan para
ver
, más allá de lo tangible, cuál es la persona que nos interesa, biológica o psicológicamente. ¿Verdad que es bonito?
Tanto, que ahora comprendo, por fin, lo que me contestó una amiga hace años cuando, indignada por la elección sexual que había hecho, le espeté: «¡¡¿Pero qué has visto en ese tío?!! Y ella me dijo: «Pues,
exactamente,
lo que no le has visto tú».
En el siglo XII un clérigo francés escribió lo siguiente: «El amor es un cierto dolor innato derivado de la visión de una belleza del sexo opuesto, acompañada de una exagerada meditación sobre ella, que lleva a cada uno a desear por encima de todas las cosas los abrazos del otro».
Aunque sólo se refiere al amor heterosexual (siglo XII, no se olviden), la sentencia es muy poética y hasta cercana a «eso» que los humanos somos tan proclives a sentir y tan incapaces de describir.
Sin embargo, cuentan las crónicas científicas que el caso más espectacular de enamoramiento conocido no fue protagonizado por un humano, sino por un alce. Sí, sí: en 1988, en EEUU, cómo no, fue presentado un informe que documentaba que, antes de darse por vencido, este hechizado cuadrúpedo persiguió tenazmente, durante 76 días, ¡a una vaca!
¿Qué hacemos? ¿Humanizamos al romántico alce con la frase del clérigo Capellanus? ¿Le adjudicamos la famosa de Chaucer, «El amor es ciego»? ¿O quizá debiéramos revisar primero qué es «el amor»?
Hubiera dado mi peluche favorito con tal de presenciar las «señales y embestidas amorosas» que, dicen los privilegiados testigos, pudieron observar en el comportamiento del astado. Sin embargo, el hecho de que un herbívoro pueda sentir y exhibir los síntomas característicos del enamoramiento humano, sugiere, en principio, que el amor es más una manifestación física que espiritual. Mas, si es así, ¿podría cualquier organismo vivo, simple o complejo, «sentir» amor?
Una propiedad fascinante de la materia es la sensibilidad a las condiciones iniciales. Pero eso no es amor, evidentemente. Más bien parece que el amor sea una consecuencia tardía y compleja asociada a la reproducción sexual. Y la reproducción es, a su vez, una consecuencia de la 2ª Ley de la Termodinámica: «Repeticiones químicas que satisfacen una función de disipación de energía [Vida] y degradación material [Muerte] en un cosmos constreñido —desde nuestra perspectiva animal— por el flujo unidireccional del tiempo», en palabras de Lynn Margulis, organismo superinteligente.
Nosotros somos, pues, estructuras complejas de materia sensible autoorganizada
electroquímicamente
. Los organismos con cerebro localizamos en éste toda actividad «superior». En el caso humano, concretamente, en 3 secciones generales: la más primitiva, el Complejo Reptiliano, gobierna las conductas instintivas (apareamiento, territorialidad, agresividad, jerarquización social, etc.); el sistema límbico gobierna las emociones básicas (miedo, odio, cólera, alegría, tristeza, repugnancia); y el córtex procesa funciones básicas (vista, oído, habla, capacidad matemática o musical), aunque la principal consiste en integrar nuestras emociones y pensamientos.
A lo largo de nuestra historia evolutiva y cultural, hemos ido convirtiendo la instintiva atracción animal, imprescindible para la reproducción sexual, en poesía: «envolvente
sensación»
, «
anestesia
de los sentidos», «
locura
incontrolable que nos arrebata la voluntad». Pero si todas éstas son sensaciones físicas, de hecho
muy
físicas... ¿por qué adjudicamos al espíritu la capacidad de enamorarse y amar?
Me llamarán materialista, es inevitable. Pero, tan sabia como amnésicamente, las palabras que utilizamos para intentar describir el amor romántico (sensación, anestesia, locura, dolor) denuncian más la presencia activa de elementos químicos que de elementos divinos. De hecho, hay personas que aseguran no haber experimentado nunca el enamoramiento. ¿Es que padecen, pobres, el abandono —o peor: la ira— de los dioses?