Mamá, ¿por qué las mujeres son tan complicadas? (21 page)

Read Mamá, ¿por qué las mujeres son tan complicadas? Online

Authors: Jovanka Vaccari Barba

Tags: #Relato

Estooo... ¿seguro que desconocidos?

Después de tantos siglos de ciencia teológica —o de teología científica, como prefieran— la ausencia de vocación por la castidad en las hembras está dejando a los estudiosos con un ojo dentro de otro. Y no quiero ni pensar en el sufrimiento del clero católico: fíjense si será grande, que asocian esta época de liberación con la de la llegada del Anticristo. Pobres, para ellos mi más sentido ánimo.

Pero en realidad no querría agitar viejos rencores sino confesarles algo: desde hace bastante tiempo mantengo la tesis —y la praxis— de que a los dos años en punto de mantener una relación sentimental, ésta empieza a hacerse pesada y que, como de repente, los defectos del otro te abofetean la paciencia. El esfuerzo sentimental que requiere convencerse de mantener una relación por razones teológicas no siempre es salvable, de ahí que, después de veinte o treinta años de vida sexual, hayamos mujeres que atesoramos en nuestro currículum un número de amantes molesto para la decencia y el buen nombre de la sociedad.

Ante los cariñosos insultos de la peña monogamista —desde «chocholoco» a egoísta, desde transgresora a inhabitable— sostenía yo que esos dos años son el tiempo «natural» para conocer a alguien con cierta profundidad, para saber si nos gusta realmente o no, y que, concluido este periodo, estamos ecológicamente legitimados para elegir si esforzarnos en continuar o en abandonar una relación.

La indignación monogámica amiga se puede comprender por el también natural miedo al dolor que provoca una separación. Por ello, admitir de una vez por todas que una relación que no dura «toda la vida» no es un fracaso y que, bien al contrario, esos dos primeros años son los más festivos de una pareja, permite incorporar alegría a la vida porque, en lugar de ir de fracaso en fracaso, una va de enamoramiento en enamoramiento. Y les juro por mis churumbeles que, desde este punto de vista, la autoestima se dispara y así —sé que no soy la única— hemos ido viviendo tan ricamente algunas mujeres, incluso defendiendo nuestros motes como lo que son: argumentos.

Pero miren por dónde: dos psiquiatras evolucionistas han descubierto que «habemos» adictos a la fase de enamoramiento. Como lo leen. Al parecer, mis hombres notaron en ciertas personas un «ansia por las relaciones amorosas» que inician y abandonan cierto tiempo después (¿mis dos años?) y no se sienten felices hasta que retoman la búsqueda de otra. Indagando, indagando, encontraron que durante la fase de enamoramiento está presente una anfetamina natural, la FEA, que nos mantiene excitados, alegres, optimistas, sociables. Para demostrarlo, administraron a cobayas humanos un inhibidor que descompone la FEA y otros neurotransmisores festivos (norepinefrina, dopamina y serotonina), confirmando que el comportamiento enamoradizo de estas personas variaba ante la ausencia de FEA.

Por supuesto que me lo creo, no es ninguna novedad: todo comportamiento está asociado a procesos químicos y viceversa. Y me hubiera quedado más redonda que un ocho con esta confirmación si no hubiera leído las premisas descaradamente morales de la investigación científica. Agárrense: «El adicto al
idilio
padece alteraciones en sus conexiones románticas, sufre ciclos de
desafortunadas aventuras
amorosas y se siente profundamente desgraciado o profundamente dichoso, según la etapa de sus
inadecuados idilios
». (Las cursivas son mías)

¡¡¿El adicto?!! ¡¿Qué manera es ésa de entender el mundo, hombre?! ¿Acaso no es la incertidumbre emocional condición de la vida misma, y la química componente de ambas? Patológico no es lo que va contra la moral, sino contra lo natural. Creer lo contrario avala la tesis de estos siervos de la SS: que gracias al tratamiento inhibidor, «las personas enfermas de pasión empiezan a poner más cuidado en la elección de la pareja». ¡Caray! ¿Esto qué quiere decir? ¿Que ya no les interesa la seducción? Y por otra parte, sin advertencias químicas, ¿quién decidirá el perfil de la persona que nos conviene «para toda la vida»? ¿El terapeuta... con su propio sistema químico?

Yo no sé ustedes pero, literalmente, ni «jarta» de anfetaminas pienso iniciar un tratamiento contra el amor. Lo que nos faltaba era que nos lobotomizaran incluso el impulso a buscar pareja las veces que nos dé la gana. Los médicos, los militares y los curas deberían intervenir cuando lo creemos conveniente nosotros, no cuando lo creen conveniente ellos.

¿ENVIDIA DE QUÉ?

Cual niño que acabara de descubrir su nuevo juguete favorito, un mono ardilla se asoma varias veces al espejo que le han colocado los investigadores. Ajeno a la comprensión del fenómeno, pero hipnotizado por él, la proyección de su propia imagen le desencadena unas erecciones que no podría soñar ni Rocco Sifreddi, porno-star italiano célebre por las dimensiones de su quinto miembro y por un infatigable entusiasmo venéreo.

¿Tan simio y narcisista, el mono?

No. Es sólo que si reptil fuiste, reptil eres: el cerebro mamífero conserva en el prosoencéfalo el complejo reptiliano, una región que aún gobierna los comportamientos instintivos básicos. En el caso de nuestro protagonista, su erección no es, evidentemente, sexual, sino que es signo de un lenguaje preverbal relacionado con la agresión, la dominación y la sumisión: cuando el mono cree ver a otro, lo entiende como rival y enarbola, para atemorizarlo, todo el poder de que dispone: su erecto miembro.

Pene y poder han mantenido tan sólida relación, que no sólo ha dado lugar a un sistema de gobierno, la falocracia, sino, dicen, a una enfermedad «mental» específicamente femenina, la envidia. Sin embargo, y a tenor de los estudios más serios que se van realizando sobre el pene y sobre el poder, quienes en realidad sienten envidia de otros penes son los propios hombres.

La presencia del pene en el lenguaje preverbal tiene, también, otros fines: ya en 1876, el naturalista J. von Fischer registró el comportamiento de un mandril macho joven que cuando se vio por primera vez en un espejo, dio media vuelta y le presentó a su propia imagen un enrojecido trasero. Cuando Darwin leyó esta comunicación, se dirigió a Fischer preguntándole el porqué de tan «indecoroso hábito». Fischer le contestó que después de observar a varios monos con hábitos «igualmente embarazosos» sospechaba que se trataba de una forma de saludo.

Seducción, saludo, amenaza. Diferentes propósitos y un solo órgano. ¿Por qué? ¿Fue siempre así?

Puede que no. De hecho, los cocodrilos no se encaraman sobre sus patas traseras para saludar o ahuyentar a los enemigos, entre otras cosas porque lo que podrían enseñar da más risa que susto. Sin embargo, los chimpancés intentan seducir a las hembras abriéndose de piernas, mostrando el pene erecto y agitándolo con un dedo mientras miran fijamente a los ojos de su potencial pareja.

A la vista de que los hombres son los antropoides que han desarrollado los genitales de mayor tamaño, cabe pensar que, en algún momento del desarrollo de la mente y el lenguaje humano, el mismo gesto del chimpancé pasara a «significar» singularidad y vigor sexual. Pero, más tarde, sumergidos imperceptiblemente en el pensamiento mágico y simbólico, el vigor para provocar más descendencia o para imponerse a los enemigos truncó su significado en «poder», confundiendo, además, la capacidad genética individual con el poder natural de la masculinidad. De ahí a la abducción del poder político todo fue un pispás. ¿Pero tiene sentido hablar actualmente no ya de relación entre pene y poder, sino de envidia de éstos?

Ustedes mismos: para el psicoanálisis freudiano —como para la biología evolutiva, todo hay que decirlo— el pene es más importante que el clítoris para la supervivencia, por lo que el falo —el pene como símbolo— es ese «algo que falta», ese elemento siempre elusivo que otorga satisfacción y que sostiene permanentemente el deseo precisamente porque nunca se obtiene realmente, lo que lleva a la niña/mujer a suponer que es ella la inadecuada, la castrada, a la que le falta algo de importancia vital.

Sin embargo, como sugiere Lynn Margulis, interpretando a Lacan, «el deseo siempre es deseo del otro y eso significa, con harta frecuencia, deseo de la madre, el primer objeto de amor; como quiera que a la madre le falta el falo, el niño, sea cual fuere su sexo, no quiere inicialmente más que ser el
fal
o para la madre». Y aunque «el niño varón se divierte con su pene y lo adora, siente su inadecuación y teme perderlo como (según cree) lo ha perdido su madre. Al desear ser uno con la madre, la amenaza de la pérdida del pene constituye su justo castigo por desear el alejamiento del padre». Por tanto, «tener el falo, como lo tienen los niños varones, ya es una forma de castración, puesto que eso no satisface el deseo de la madre»

Lo dicho: que habíamos entendido todo mal y de lo que hay que hablar en realidad es de envidia de clítoris. ¿No?

¿EL PODER DE QUIÉN?

Paul Le Jeune fue un jesuita que estuvo al cargo de la misión francesa en Québec en 1632, donde lo montagnaisnaskapi habían desarrollado su sociedad durante varios siglos. Escandalizado por la libertad de las gentes —mujeres independientes de alto nivel social y económico, hombres y mujeres divorciados, bigamia, ningún líder formal, cultura peripatética, relajada e igualitaria, padres indulgentes, etc.—, este representante del catolicismo decidió que había que cambiar tal situación para no ofender a su dios: impuso severa disciplina a los niños, fidelidad en el matrimonio y monogamia de por vida; pero instauró, sobre todo, lo que creía esencial para la salvación de los herejes: la autoridad masculina y la obediencia femenina.

A los pocos meses —nos revelan las crónicas— Le Jeune había conseguido ya algunos conversos. A los diez años, que los hombres pegaran a las mujeres.

Hasta los años setenta, que ya son años, la cultura europea vivió en la convicción de que la superioridad masculina era un universal, un don divino que desplazaba a las mujeres a los papeles de «subordinadas», «seres de segunda clase» o de «vacas domesticadas», como escribió Ashley Montagu en 1937. ¡Ja! ¡La que se le venía encima a Occidente!: Como un micelio que llevara siglos larvado, esperando las condiciones idóneas para eclosionar en millones de champiñones, las feministas aparecieron exigiendo la revisión del androcentrismo desde el que, sospechaban, se habían realizado las observaciones antropológicas y los estudios científicos que avalaban hasta entonces la Cofradía del Gran Poder Masculino.

Y así se hizo. Sin embargo, para cabreo de todas y sorpresa de los propios, el sociólogo Martin Whyte descubrió, comparando las funciones por sexos y las relaciones de poder de 93 sociedades no occidentales, que las omisiones antropológicas sobre la importancia social de las mujeres eran fortuitas, al menos tanto como algunos aspectos también olvidados de la importancia social masculina. Pero si el androcentismo científico no existió, ¿quedaba entonces «demostrado», por reducción al absurdo, el dominio masculino y su naturaleza divina?

¡Ja! y ¡Ja! Whyte exploró el Archivo del Área de Relaciones Humanas, un banco de datos que contiene información sobre ochocientas sociedades, desde Babilonia a culturas tradicionales modernas. Contando también con otras fuentes de información etnográfica, seleccionó 93 sociedades preindustriales y buscó respuesta a las siguientes preguntas: ¿De qué sexo son los dioses? ¿Qué sexo es objeto de ceremonias fúnebres más elaboradas? ¿Quiénes son los líderes políticos? ¿Quién contribuye con qué a la mesa familiar? ¿Quién tiene la última palabra en la educación de los hijos? ¿Quién arregla los matrimonios? ¿Quién hereda las propiedades de valor? ¿Qué sexo tiene más iniciativa sexual? ¿Se cree que las mujeres son inferiores a los hombres?

Una vez obtenidas éstas y otras variables, las interrelacionó para determinar qué lugar «universal» ocupan las mujeres en las sociedades de todo el mundo. ¿Y qué creen que encontró?

Pues algo ecológicamente mucho más razonable que androcentrismo o ginocentrismo: que no hay ninguna,
ninguna,
sociedad en la que hombres o mujeres dominen
en todos
los aspectos de la esfera social. Y que no hay ninguna,
ninguna,
conjunción de factores interculturales que pueda dar un mapa de una posición social universal de la mujer o del hombre. Y que, ¡sorpresa!, el poder económico o político no significa necesariamente poder
en los demás
ámbitos sociales. Y que, más bien, «el juego de poder entre los sexos es como una bola de cristal: si se gira un poco la esfera, proyectará una luz muy diferente», que unas veces gobiernan las unas y otras veces los otros.

¡¿No es fantástico?! ¡El poder masculino es un mito! ¡Un mito europeo! Y dado que el mito es, como su propio nombre indica,
un intento
de explicar la realidad mediante relatos verosímiles pero indemostrables, nos lo podemos cargar en cuanto queramos. Sí, sí, no es tan difícil como le gustaría al pesimismo. Lo que sí hay que hacer para que la demolición sea efectiva —de hecho ya se está haciendo, por mujeres y hombres— es redefinir cuánticamente el concepto de poder, atendiendo a cuestiones de clase, de etnia, de cultura interna, de atractivo sexual, de relaciones de parentesco, de singularidades personales y de cuantas variables se nos ocurran, porque el guión social acerca de lo que son los sexos, de cómo deben comportarse o de qué lugar ocupan en el mundo lo escribimos nosotros mismos, para castigo de Le Jeune.

Y ya sé que hay mitómanos y nostálgicos pero, caray, también sabemos cómo tratarles: pastillitas de litio tres veces al día y terapia psiquiátrica controlada.

¿POR QUÉ LE LLAMAN SEXO...?

¿Saben por qué las termitas pueden alimentarse ¡de madera!? Pues porque, más que intestino, lo que tienen es una especie de motel que aloja a varios tipos de bacterias y protistos, auténticos procesadores del inerte bocado: hace entre 2.500 y 500 millones de años, estos inquilinos resistieron el acoso digestivo de los paleoinsectos que les ingirieron junto a las algas, barro y limo. Adaptados previamente a un medio que carecía prácticamente de oxígeno, no les resultó difícil instalar su residencia en un abdomen ajeno: actualmente allí nacen, crecen, hacen sus nidos, se reproducen, se alimentan de la madera, la procesan, la excretan y también limpian hacendosamente su morada, porque los «desechos» que generan forman parte de la cadena que alimentará no sólo a su anfitrión, sino a otras clases de microbios.

¿Sorprendente? No. En realidad ese es el secreto de la vida orgánica: alianzas metabólicas que sustentan los procesos biosféricos y geoquímicos planetarios.

Other books

Bushel Full of Murder by Paige Shelton
The Raw Shark Texts by Steven Hall
Highlander's Ransom by Emma Prince
Inhuman by Kat Falls
The Ambassadors by Henry James
Schoolmates by Latika Sharma