Read Mamá, ¿por qué las mujeres son tan complicadas? Online
Authors: Jovanka Vaccari Barba
Tags: #Relato
Todo hombre habrá escuchado de una mujer decir que no, y es verdad: a nosotras no nos importa el tamaño del pene cuando nos gusta su portador. Nosotras vemos el conjunto, y lo que nos atrae es una suerte de «halo», el daimon. Para los hombres, en cambio, el conjunto es inimaginable si no han visto cómo está lo de atrás. Y el tamaño de su cosa es un asunto de preocupación.
¿Por qué? Ni idea.
¿Para qué? De eso sí le puedo contar algo.
A ver. Hay dos mandatos evolutivos ineludibles: pervivir y reproducirse. Del primero hablaremos en otro momento. Para dar cumplimiento al segundo, nuestra especie, al igual que otras, ha desarrollado la forma sexual.
Lógicamente, mientras más se practica el sexo, más posibilidades hay de que el genoma perviva, a través de la fecundación, en un nuevo ser. A menor práctica sexual, menor posibilidad de fecundación, mayor posibilidad de extinción.
La promiscuidad es, pues, una verdadera opción sexual de la vida, una estrategia, que parece afirmarse con recientes observaciones en el campo del comportamiento del aparato genital femenino y de los mecanismos de la fecundación: admitido de facto que nuestra especie practica la promiscuidad, es bastante más frecuente de lo que creemos que la hembra acumule en su vagina, para cumplir el segundo mandato, esperma de dos o más machos, cada uno de ellos «esperando» ser el elegido para continuarse a sí mismo.
El cuerpo de la hembra es, pues, usado por la vida para sus planes: en este territorio se produce una competencia espermática con una consigna clara: «que sobreviva el mejor». El mejor para la especie, obviamente, no para su emisor, que debe hacer todo tipo de piruetas durante la seducción, y después, pobre, para conseguir un papelito en el documental.
La guerra entre espermas la llevan a cabo los espermatozoides, descubiertos ahora al menos de 5 tipos, con distintas misiones bélico-operativas, que van abriendo paso a un candidato fecundador, quien, a su vez, una vez alcanzado el territorio circundante al óvulo, es «narcotizado» por la mucosa uterina a la espera de que el óvulo, mediante un despertador químico-eléctrico, desaletargue al que le ha parecido mejor para fecundarse.
Intuyendo el emisor que cuenta poco en la fase de concepción, realiza, durante el coito, embestidas y movimientos de cierta impetuosidad para procurar que, en la competencia de espermas, sea el suyo el que quede más cerca del conducto uterino. Por eso piensan los hombres que es importante un pene grande: en la guerra, puede depositar su tesorito más adentro.
Da la impresión, pues, de que si no hay competencia cooperativa, a la vida no le interesa el pene como soporte reproductivo y deja de preocuparse por este asuntillo, dando lugar a probóscides, ejem, minúsculos, como los del gorila. Por estrechos y mandones con la sexualidad femenina (ya saben: «toda mujer es una puta»; «si no es sólo mía la mato», etc.). Y no me extrañaría que, de seguir con la petardez de la «virtuosa fidelidad femenina», terminaran por tener una gamba de Cádiz en lugar de eso.
Pero también es importante la forma: el pene es así porque durante el coito funciona como una bomba hidráulica que «desaloja» con el glande los espermas competidores que pueda haber en la vagina. Con su diseño ginodinámico, empuja el esperma rival hacia las paredes vaginales, lo retiene en sus bordes y pellejos y, con la metesaca high technology, va sacando poco a poco, a modo de una culebra de fontanero, a sus odiados competidores.
(Para tranquilidad de los convencidos de tenerla chica, diré que la orden biológica de reproducirnos condiciona nuestro comportamiento, pero que si son curiosos, amables y excitantes, encontrarán una apasionante erotosfera donde lo estrictamente biológico es una variable reduccionista. ¡Ánimo!) Y ahora que yo le he contado lo que sé, compañero primate, infórmeme: ¿De qué clan dice Ud. que proviene?
En África del Sur habita una especie de escarabajo corto de vista. Al inicio de la primavera, con el deshielo, sale de su madriguera y, antes de acordarse de quién es, intenta aparearse... ¡con una orquídea! Los pétalos de la orquídea han adoptado el aspecto de la escarabajo hembra de esta especie, y las flores producen un aroma químicamente muy similar al perfume sexual emitido naturalmente por ellas.
A pesar de las leyendas, el engaño no es una característica del perverso natural femenino. Como podemos deducir de la parábola zoológica, es una estrategia que no sólo practican los géneros de cada especie, sino las especies entre sí: en el caso del escarabajo y la orquídea, el resultado del engañoso acto de amor es que las orquídeas son polinizadas.
Desde las homínidas para acá, las hembras primate ocultamos a los machos cuándo ovulamos: en su misión de perpetuarse, los machos practican, igual que las hembras, la promiscuidad, mas con un interés diferente: las hembras quieren el
mejor
descendiente, pues saben de su limitación paridora; los machos intentan, con muchos apareamientos, garantizarse
algún
descendiente, pues saben de la competencia en la fecundación.
Si la hembra mantuviera, con señales exteriores, la evidencia de su periodo de ovulación, el macho también sabría cuándo no está fecunda y dejaría de sentir interés por ella. De haber concebido, la hembra se encontraría entonces con la difícil tarea de cuidar sola de la cría. Pero al desaparecer la evidencia del celo, es decir, «aparentando» estar siempre en periodo fértil, la hembra obtiene del macho, para sí, una atención más sostenida y, para las crías, un padre en lugar de un
laja
.
Eso en cuanto al mecanismo de fingimiento. En cuanto al orgasmo, ¡pufff!, el tema es realmente complejo. Pero tiremos de una hebra.
Envuelta por la niebla cultural, la función biológica del orgasmo femenino intenta ser explicada por teorías evolucionistas, adaptacionistas, genetistas y otras de índole humanista. A pesar de sus diferencias de fondo, comparten el principio de que el clímax, en la mujer, aumenta la fertilidad y, por tanto, la posibilidad de fecundarse: durante la cima orgásmica, vagina y útero se contraen y expanden rítmicamente, ayudando a transportar el semen hasta el útero, cerca de los óvulos.
Otros estudios realizados muestran que las contracciones orgásmicas actúan como una «puerta» vaginal que se cierra para bloquear el paso del esperma de otros hombres. De ser así, podemos teorizar que el óvulo tenderá a acoger al espermatozoide del hombre que sea favorito de la mujer, consciente o inconscientemente.
Estos datos sugieren que la mujer favorece al esperma de aquellos hombres que la hacen llegar al orgasmo y, siempre,
siempre
, créanme, serán estos hombres los que prefiera, tanto para sus relaciones eróticas duraderas como para las eventuales: preñarse es un mandato evolutivo, pero pasárselo chachi también.
En este sentido, está documentado que las mamíferas estamos dotadas anatómicamente para alcanzar orgasmos con nuestro misterioso clítoris. También está documentada la incompetencia masculina para proporcionarlos. Es, pues, fácilmente comprensible, que el orgasmo femenino —o su ausencia— haya jugado un papel determinante en la evolución de nuestras especies.
¿Y para qué fingir el orgasmo?
Para sobrevivir.
A lo largo de la evolución, los hombres tendieron a dominar a las féminas gracias a su mayor estatura y fuerza física. Desaparecido el estro, la violación se convirtió en práctica masculina frecuente, pues aparentemente cualquier momento era bueno para intentar reproducirse. Y para asegurarse de que fuera su genoma el que se perpetuara y no el de otro, los machos dominantes asesinaban a las crías de las hembras y a otros machos potencialmente competidores.
Así, en este clima de brutalidad masculina, la disponibilidad sexual y el fingimiento del orgasmo fueron convirtiéndose en estrategias cruciales para la pervivencia de la especie: haciéndole creer al macho indeseable que era el favorito, las hembras tuvieron una oportunidad de salvar su propio genoma y el del macho que les gustaba realmente.
¿Se imaginan que sólo hubieran podido perpetuarse asesinos, violadores y malos amantes?
Gracias al «engaño» —y lógicamente a la infidelidad— los genomas de los buenos amantes, que suelen ser los hombres atentos, tiernos y paternales, han podido llegar hasta hoy.
Actualmente también desarrollamos estrategias. Para lograr los mejores amantes de la historia. Pero esa información pertenece a la hermandad femenina y no pienso dar una pista ni muerta. Ea, hasta la próxima semana.
Acurrucaditos en un sofá, una niña y un amigo de sus padres engullen un documental de la tele. Trata del nacimiento: se ve a una cebrita pariendo, a unas tortuguitas saliendo de sus huevos, a una mariposita rompiendo su capullo... En fin, topicazos para niños. Al terminar la sesión, una pausa reflexiva precedió a la sempiterna pregunta infantil: «Y nosotros, ¿de dónde venimos?»
Antes de que el adulto pudiera iniciar una aséptica y cuidada explicación sobre el sexo, la niña, con ojitos esquivos a la banalidad, aclaró: «Quiero decir realmente».
Esta anécdota me recuerda otra: hace unos años, durante unos cursos de educación ambiental para chiquitines, se les preguntó de dónde venían las manzanas. Con gran seguridad y aplomo, y dispuestos a discutir si hacía falta, el grupo dividió en dos sus criterios: según unos, venían de la nevera; según otros, del supermercado.
Una confusión similar ha provocado la religión judeo-cristiana, respondiendo a los occidentales sólo la parte frívola de la pregunta: o veníamos en una cigüeña, o nos mandaban desde París, o salíamos de debajo de un repollo, o unos duendecillos —que hoy tendrían que enfrentar juicios por secuestro y pederastia— se ocupaban amorosamente de nosotros hasta que nos entregaban a unos padres.
Cualquier celofán de colorines sirve para envolver la nada, pues eso es la sexualidad para la teoría creacionista: un dios pantócrator, con el exitoso eslógan «creced y multiplicaos», ha dispuesto de nuestra pecaminosa existencia con un tan divino como desconocido propósito.
Sin embargo, la pregunta de la nenita, me parece a mí, anuncia una esperanzadora mutación. Para ella el sexo ya no es un pecado, sino uno de los vehículos de los que la naturaleza se vale para sus propósitos, incomprensibles aún, pero amorales... gracias a dios.
Para ella, el sexo tiene sentido desde la óptica evolutiva, y coherencia desde una historia que comienza mucho antes que la aparición de la doctrina cristiana, la de los mamíferos olisqueadores de genitales e incluso que la de los animales. La historia, para ella, comienza con el Big Bang y la única Ley que gobierna verdaderamente nuestros destinos es la 2ª de la Termodinámica.
Pero su sabia pregunta no es «por qué» venimos, que da para una pedantería biofísica sobre la materia, sino «de dónde» venimos, que da para una especulación consistente sobre la evolución.
El sexo, viscoso y húmedo, no se fosiliza y no tenemos vestigios observables que nos den pistas. Pero los genitales húmedos y salobres y el intercambio de fluidos durante la actividad sexual nos recuerdan un origen marino: se cree que la vida se originó en remansos de agua cálida y poco profunda, a partir de la formación de unas moléculas oleaginosas con capacidad de replicarse, las bacterias.
En algún momento, éstas, probablemente para reparar el ADN de células afectadas por la radiación solar en una Tierra irreconocible, iniciaron una promiscua actividad de intercambio transgénico. Las bacterias, así, con su incontable número de tipos metabólico se igual número de tipos de intercambio, y obedeciendo el mandato termodinámico de pervivir, originaron el mandato biológico de reproducirse, es decir, de crear materia viva autosimilar pero no idéntica. ¡Quedaba inaugurado el sexo! ¡Y sin mala conciencia!
Posteriormente, las bacterias practicaron el hipersexo, que no es una forma descomunal de hacer sexo, sino una forma simbiótica que contribuyó a la aparición de los primeros ancestros celulares con núcleo, los protoctistas. Éstos, a su vez, se entregaron al sexo meiótico, un tipo de fusión celular que reduce a la mitad el número de cromosomas, que requiere de la fecundación para volver a doblarlo y que ha devenido en modelo de reproducción humana.
En el principio, pues, fue la bacteria. Y en el final, se espera que también. La biología y la ecología modernas las describen como un superorganismo ¡de 4.000 millones de años!, cuyo contorno físico es la biosfera. Y a los cuerpos femeninos y masculinos, incluidos genitales, como un aleatorio alarde escultórico, un envase para los cromosomas... y su información, acaso divina.
Comparada con la de este monstruo, la existencia del Homo Sapiens se revela casual, frágil y fugaz. Casi se comprende que hayamos preferido entregar el devenir de nuestra consciencia a monstruos menos complejos: los sacerdotes de las religiones monoteístas, por ejemplo.
¡Ay, dios, qué complejo todo, ¿verdad?!... ¡Ay dios! ¿Y Dios?
Pues según el pensamiento actual, convertido en una «teoría innecesaria».
(Por cierto, el «creced y multiplicaos» cristiano ¿no contiene el mismo mensaje que el «pervivir y reproducirse» de la religio evolutiva?)
Uno de los últimos grandes mamíferos en extinguirse fue el alce escocés. Aunque se trataba de un ciervo, le llamaron «alce» por una enorme, espectacular y excesiva cuerna que servía para poco más que lucirse en la «lucha de candidatos»: cuanto mayor y más florida, más posibilidades de aparearse, pues indicaba que disponía de buena salud.
Dado que tan hermosas defensas se renuevan cada año, el gasto energético en semejante frivolidad es enorme. Sin embargo, sabedores de la información que la cuerna suministra a las hembras, los machos exageraron ésta tanto que ya no pudieron transitar por el bosque bajo de su hábitat: literalmente enredado en sus ostentosos atributos sexuales, y agotado por la tarea anual de cambiarlos, el alce escocés engrosó la lista de extinguidos.
Una universidad americana ha realizado una macroencuesta de lo más significativo. Se preguntó a mujeres y hombres de 37 culturas distintas y dispersas —incluyendo, lógicamente, la judeocristiana occidental— qué es lo que más les atrae del sexo opuesto. Verán qué divertido:
Los hombres, sin disensiones culturales, valoran «la belleza» en primer lugar: que la mujer sea facialmente simétrica, y proporcionada en la relación pechos-cintura-cadera. Estas virtudes anuncian salud y capacidad paridora. De ahí que, para pillar varón, las mujeres adoptáramos una táctica doble de maquillaje: a) el somático, con tacones para realzar el culo, faja para disminuir la cintura y sostén para realzar las mamas; b) el facial, que muestra labios pintados, ojos brillantes y colorete, toques que, acompañados por otros, dan impresión de juventud enamorada.