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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (55 page)

—Te levantas temprano.

—Es que me desperté y ya no pude volver a dormirme. —Necesitaba un buen afeitado.— ¡Estoy nervioso!

Ella rió.

—Esto durará semanas, Art, ya lo sabes.

—Sí, pero los comienzos son importantes.

A las diez todos los asientos estaban ocupados, y detrás de las sillas se apretaba una muchedumbre de pie. Nadia estaba detrás, en la sección triangular destinada a Zigoto, mirando con curiosidad. Había un número ligeramente superior de mujeres y también de nativos. Muchos vestían los monos de una pieza corrientes —los de los rojos eran de color herrumbre—, pero un número significativo de asistentes vestían una colorida variedad de trajes ceremoniales: túnicas, vestidos, pantalones,

trajes, camisas bordadas, y torsos desnudos, collares y pendientes. Todos los bogdanovistas llevaban joyas con oscuros y brillantes trozos de fobosita.

Los suizos se pusieron de pie en el centro, con los trajes grises de banquero que les daban un aire severo, Sibilla y Priska con vestidos de color verde oscuro. Sibilla llamó al orden y declaro abierta la sesión. Ella y el resto de los suizos se alternaron para explicar con insoportable minuciosidad el programa que habían preparado, haciendo pausas para responder a las preguntas y pidiendo comentarios en cada cambio de orador. En las pausas, un grupo de sufíes vestidos con camisas y pantalones de un blanco inmaculado se abrían paso repartiendo jarras de agua y tazas de bambú, moviéndose con su habitual gracia de bailarines. Cuando todos tuvieron tazas, los delegados de cada grupo sirvieron el agua al grupo que estaba a su izquierda, y luego todos bebieron. Los vanuatanos estaban delante de una mesa llenando pequeñas tazas con kava, café o té, y Art las repartía. Nadia sonrió al verlo, arrastrando los pies entre la multitud como un sufí a cámara lenta, tomando sorbitos de las tazas de kava que llevaba.

El programa de los suizos empezaría con una serie de seminarios que tratarían temas y problemas específicos; se celebrarían en salas abiertas repartidas por Zakros, Gournia, Lato y Malla. Todos los seminarios se grabarían, y las conclusiones, recomendaciones y preguntas que surgieran servirían de base para la discusión siguiente en una de las dos sesiones generales. El problema de la consecución de la independencia vendría después: los medios y los fines.

Cuando los suizos terminaron de presentar el programa ya estaba todo listo para que el congreso empezara. No se les había ocurrido organizar ninguna apertura ceremoniosa. Werner, que era el último, recordó a la concurrencia que los primeros seminarios empezarían una hora después, y eso fue todo.

Pero antes de que la muchedumbre se dispersara, Hiroko se puso de pie, entre la gente de Zigoto, y avanzó despacio hasta el centro del semicírculo. Vestía un mono de color verde bambú y no llevaba joyas: una figura alta y esbelta, de cabello cano, poco llamativa, que sin embargo atrajo todas las miradas. Y cuando alzó las manos, todos los que aún estaban sentados se pusieron de pie. En el silencio que siguió, Nadia contuvo el aliento. Deberíamos detenernos justo en este momento, pensó. Sin reuniones. Ésta es la clave, nuestra presencia aquí, nuestra reverencia compartida por esta persona.

—Somos hijos de la Tierra —dijo Hiroko, lo suficientemente alto como para que todos la oyeran—. Y sin embargo, aquí estamos, en un túnel de lava en el planeta Marte. No deberíamos olvidar nunca qué extraño es el destino. La vida en cualquier parte es un enigma y un milagro precioso, pero aquí vemos con más claridad aún que es también un poder sagrado. Recordemos eso ahora y hagamos de nuestro trabajo nuestro culto.

Extendió las manos en un gesto amplio y sus asociados más cercanos avanzaron rumorosos hacia ella. Otros los siguieron, y al fin el espacio en torno a los suizos estuvo lleno de una horda de amigos, conocidos y extranjeros.

Los seminarios se celebraban en belvederes diseminados por los parques, o en las salas rodeadas de árboles de los edificios públicos que flanqueaban esos parques. Los suizos habían designado unos pequeños grupos para dirigir los seminarios, y el público podía elegir libremente aquellas reuniones que más les interesaran, algunas con cinco asistentes y otras con cincuenta.

Nadia paso ese primer día de reunión en reunión, recorriendo los cuatro segmentos más meridionales del túnel. Descubrió que algunos hacían lo mismo, y ninguno tanto como Art, de modo que solo atrapaba una o dos frases al vuelo de cada reunión.

Nadia entró en una sala donde se discutían los acontecimientos de 2061. Le interesó, aunque no le sorprendió, encontrar entre los asistentes a Maya, Ann, Sax, Spencer e incluso Coyote además de Jackie Boone yNirgal. La sala estaba atestada. Lo primero es lo primero, se dijo, pues había preguntas cardinales sobre el 61 que esperaban respuesta: ¿qué había ocurrido?, ¿qué había fallado, y por qué?

Sin embargo, después de escuchar diez minutos, se le cayó el alma a los pies. La gente estaba enfadada, las recriminaciones eran profundas y amargas. El estómago se le encogió mientras los recuerdos de la revolución fallida la invadían.

Recorrió la sala con la mirada, tratando de concentrarse en los rostros, de olvidar los fantasmas interiores. Sax, sentado junto a Spencer, lo miraba todo como un pájaro; asintió cuando Spencer declaró que 2061 les había enseñado que necesitaban una estimación completa de la fuerza militar en el sistema marciano.

—Ésta es una
necesaria condición previa
para cualquier acción con éxito —dijo Spencer.

Pero esa pizca de sentido común fue rechazada a gritos por alguien que parecía considerarlo una excusa para evitar la acción: un miembro de Marteprimero que abogaba por el ecosabotaje masivo y el asalto armado de las ciudades.

Nadia recordó vividamente una discusión con Arkadi sobre ese mismo tema, y de pronto ya no pudo soportarlo. Se adelantó hasta el centro de la sala.

Después de un rato todos callaron, silenciados por su presencia.

—Estoy cansada de que este tema se discuta siempre en términos puramente militares —dijo—. Hay que rediseñar el modelo de la revolución. Eso es lo que Arkadi no consiguió en el sesenta y uno, y por eso el sesenta y uno fue un caos sangriento. Escúchenme: no puede haber una revolución armada con éxito en Marte. Los sistemas de soporte vital son demasiado vulnerables.

Sax graznó:

—Pero si la superficie es vivible... es
viable
... entonces los sistemas de soporte no tan... tan...

Nadia sacudió la cabeza.

—La superficie no es viable, y no lo será durante muchos años. Y aun si lo fuera, hay que replantear la revolución. Miren, incluso cuando tuvieron éxito las revoluciones causaron tanta destrucción y odio que siempre hubo alguna revancha horrible. Es inherente al método. Si uno escoge la violencia, se crea enemigos que se opondrán a uno eternamente. Y los hombres despiadados se convierten en los líderes revolucionarios. De modo que cuando la guerra termina están en el poder, y es muy probable que sean tan malos como aquellos a quienes han desplazado.

—No en...
América
—dijo Sax, bizqueando por el esfuerzo para encontrar las palabras adecuadas.

—Eso yo no lo sé. Pero suele ocurrir lo que he dicho. La violencia engendra odio, y con el tiempo alguien se toma la revancha. Es inevitable.

—Si —dijo Nirgal con la mirada intensa de siempre, no muy distinta de la mueca de Sax—. Pero sí atacan los refugios y los destruyen, no nos queda mucha elección.

—La cuestión es: ¿quién envía esas fuerzas? ¿Y quiénes son las personas que integran esas fuerzas? —contestó Nadia—. Dudo que ninguna de esas personas, individualmente, nos tenga mala voluntad. A estas alturas tienen tantos motivos para estar con nosotros como en contra de nosotros. Es en los jefes y propietarios en quienes tenemos que concentrar la atención.

—De-ca-pi-ta-ción —dijo Sax.

—No me gusta como suena eso. Necesitamos otro término.

—¿Retiro obligatorio? —sugirió Maya ácidamente. Todos rieron y Nadia le echó una mirada furibunda a su vieja amiga.

—Desempleo forzoso —dijo Art en voz alta desde el fondo, donde acababa de aparecer.

—Querrás decir un golpe de estado —dijo Maya—. Pelear no contra la población, sino contra los dirigentes y sus matones.

—Y quizá contra los ejércitos —insistió Nirgal—. Nada indica que estén descontentos, o incluso que les sea indiferente.

—No. Pero ¿seguirían luchando sin órdenes de sus superiores?

—Algunos sí. Es su trabajo después de todo.

—Sí, pero no hay grandes intereses detrás de eso —dijo Nadia—. Sin motivaciones nacionalistas o étnicas, o algún otro sentimiento en juego, no creo que esa gente peleara hasta la muerte. Les han ordenado proteger a los poderosos. Entonces aparece un sistema mas igualitario, y tal vez se les plantee un conflicto de lealtades.

—Beneficios del retiro —dijo Maya en tono burlón, y la concurrencia volvió a reír.

Desde el fondo Art dijo:

—¿Y por qué no plantearlo en esos términos? Si no quieren que la revolución sea definida como una guerra, necesitarán una definición alternativa, así que ¿por qué no la economía? Llámenlo un cambio de práctica. Eso es lo que la gente de Praxis hace cuando habla de capital humano, o bioinfraestructura: definirlo todo en términos económicos. En cierto modo es absurdo, pero muy significativo para quienes la economía es el paradigma más importante. Y eso ciertamente incluye a las transnacionales.

—Entonces —dijo Nirgal con una sonrisa—, despedimos a los jefes locales y le damos a su policía un aumento de sueldo mientras los reciclamos para otro trabajo.

—Sí, algo así.

Sax negaba con la cabeza.

—No podemos alcanzarlos —dijo—. Necesitamos la fuerza.

—¡Algo tiene que cambiar para evitar otro sesenta y uno! —insistió Nadia—. Hay que replantearlo. Quizás haya modelos históricos, pero no los que ustedes han mencionado. Algo más en el estilo de las revoluciones de terciopelo que pusieron fin a la era de los soviets, por ejemplo.

—Pero eso fue posible porque existían poblaciones insatisfechas — dijo Coyote desde el fondo—, y tuvieron lugar en un sistema que se estaba cayendo a pedazos. Aquí no se dan esas condiciones. La gente está bastante bien situada. Se sienten afortunados de estar aquí.

—Pero Tierra... en dificultades —observó Sax—. Se está cayendo a pedazos.

Coyote no contestó y se sentó junto a Sax para discutir con él. Como resultado de todo lo que Sax había trabajado con Michel ya era posible hablar con él, a pesar de sus angustiosos tropiezos. Nadia se sintió feliz al verlos.

Los debates continuaron. La gente discutía teorías de la revolución, pero cuando intentaban hablar sobre el sesenta y uno se veían lastrados por los viejos rencores y las discrepancias acerca de lo que había ocurrido en esos meses de pesadilla. Esto se evidenció sobre todo cuando Mijail y algunos ex presos de Koroliov empezaron a discutir sobre quién había matado a los guardias.

Sax se levantó y agitó la IA por encima de su cabeza.

—Necesitamos hechos... primero —graznó—. Después diálisis... 
análisis
.

—Buena idea —señaló Art—. Si el grupo puede redactar una breve historia de la guerra para conocimiento de todo el congreso, sería muy útil. Podemos reservar la discusión de la metodología revolucionaria para las reuniones generales, ¿de acuerdo?

Sax asintió y se sentó. Un nutrido grupo abandonó la reunión, y los restantes se serenaron y se reunieron en torno a Sax y Spencer. Ahora eran sobre todo veteranos de la guerra, advirtió Nadia pero también estaban Jackie, Nirgal y otros nativos. Nadia había visto parte del trabajo que Sax había hecho en Burroughs sobre la cuestión del sesenta y uno, y tenía la esperanza de que unido al testimonio de otros testigos oculares podrían alcanzar una comprensión básica de las causas últimas de la guerra. Casi había transcurrido medio siglo, pero como Art dijo cuando ella se lo mencionó, eso no era atípico. Caminaba con la mano sobre el hombro de ella, sin que pareciera preocuparle lo que había apreciado durante esa mañana, esa primera revelación de la naturaleza indócil de la resistencia.

—No coinciden en muchas cosas —admitió—. Pero todos los comienzos son iguales.

Avanzada la segunda tarde Nadia fue al seminario dedicado a la terraformación. Ése probablemente era el tema que más los enfrentaba, juzgó Nadia, y la concurrencia lo reflejaba; la sala en la linde del parque de Lato estaba atestada, y antes de que diera comienzo la sesión el moderador la trasladó al parque, a la extensión de césped que dominaba el canal.

Los rojos insistían en que la terraformación en sí misma constituía un obstáculo para sus esperanzas. Si la superficie marciana se transformaba en viable para los humanos, argumentaban, representaría una fortuna en terrenos para la Tierra, y si a esto se le sumaban los graves problemas demográficos y medioambientales de la Tierra y el ascensor espacial que eliminaría los pozos de gravedad, con toda seguridad se produciría una avalancha inmigratoria, y con ella se esfumaría cualquier posibilidad de independencia marciana.

Quienes estaban a favor de la terraformación, los verdes, firmaban que con una superficie viable para los humanos sería posible vivir en cualquier parte, y entonces la resistencia estaría en la superficie y sería infinitamente menos vulnerable al control o el ataque, y por tanto estaría en mejor posición para triunfar.

Estas dos posiciones fueron discutidas en todas sus posibles combinaciones y variantes. Y Ann Clayborne y Sax Russell estaban en el centro del debate, llamando la atención sobre ciertos puntos con cada vez más frecuencia. Hasta que al fin todos los otros callaron, silenciados por la autoridad de aquellos dos viejos antagonistas, viéndolos enfrentarse de nuevo.

Nadia observo esa colisión con desaliento, ansiosa por sus dos amigos. Y ella no era la única que encontraba la situación inquietante. La mayoría de la gente había visto la famosa grabación de la discusión de Ann y Sax en la Colina Subterránea, y la historia de ambos era bien conocida, uno de los grandes mitos de los Primeros Cien, de unos tiempos en que las cosas eran más sencillas y las distintas personalidades podían defender puntos bien definidos. Ahora ya nada era sencillo, y mientras los viejos enemigos se enfrentaban de nuevo en medio de aquel grupo variopinto, se percibía una electricidad extraña en el aire, una mezcla de tensión y nostalgia, un deja vu colectivo, y el deseo (quizá sólo de ella, pensó Nadia con amargura) de que los dos se reconciliasen, por el bien de ellos y de todos.

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