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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (56 page)

Pero ahí estaban, de pie en el centro de la muchedumbre. Ann ya había perdido esa batalla, y su actitud parecía reflejarlo: se mostraba dócil, casi indiferente; la ardorosa Ann de las famosas cintas ya no existía.

—Cuando la superficie sea viable —dijo ella, (no «si la superficie fuera viable», observó Nadia)—, vendrán aquí a millones, pero mientras tengamos que vivir en refugios la población no podrá aumentar demasiado. Y eso es lo que se necesita si se quiere una revolución con éxito. —Se encogió de hombros.— Podrías hacerlo hoy si quisieras. Nuestros refugios están ocultos, pero los de ellos no. Revienta sus refugios y no podrán devolver los disparos a nadie. Morirán y tú tomarás el control. La terraformación elimina esa ventaja.

—Yo no participaré en eso —exclamó Nadia, incapaz de contenerse—. Ya sabes cómo fueron las cosas en las ciudades en el sesenta y uno.

Hiroko también estaba allí, sentada al fondo y observando, y entonces intervino por primera vez.

—Una nación fundada sobre el genocidio no es lo que queremos. Ann se encogió de hombros.

—Ustedes quieren una revolución incruenta, pero eso no es posible.

—Lo es —dijo Hiroko—. Una revolución de seda. Una revolución de aerogel. Una parte integral de la areofanía. Eso es lo que quiero.

—Muy bien —dijo Ann. Nadie podía discutir con Hiroko—. Pero aun eso sería más fácil si no hubiese una superficie viable. Piénsalo. Si te apoderas de las centrales eléctricas de las ciudades importantes y dices «Ahora nosotros tenemos el control», es muy probable que la población esté de acuerdo por simple necesidad. Si en vez de eso hay muchos millones de personas aquí, sobre una superficie viable, y tú apartas a algunos y declaras que tienes el control, es muy probable que digan «¿El control de qué?», y te ignoren.

—Eso... —dijo Sax hablando despacio—, eso sugiere... tomar el control mientras la superficie no vivible. Luego continuar proceso... como independiente...

—Ellos querrán atraparte —dijo Ann—. Cuando vean la superficie abierta, vendrán a buscarte.

—No si se vienen abajo —replicó Sax.

—Las transnacionales lo tienen todo muy bien agarrado —dijo Ann—. No pienses que no es así.

Sax miraba fijamente a Ann, y en lugar de despreciar sus puntos de vista, como había hecho en otro tiempo, parecía por el contrario muy atento a ellos; observaba cada movimiento de Ann, parpadeaba mientras consideraba lo que ella decía, y entonces replicaba con más vacilación de la que su dificultad para hablar justificaba. Al mirar esa cara alterada, Nadia tenía la sensación de que era otra persona quien discutía con Ann esta vez, no Sax, sino un hermano suyo, un profesor de baile, o un ex boxeador con la nariz rota y un impedimento del habla, que escogía con paciencia las palabras adecuadas, y a menudo fracasaba en el empeño.

Y sin embargo, el efecto era el mismo.

—Terraformación... irreversible —graznó él—. Sería tácticamente difícil...
técnicamente
difícil... empezar...
detenerse
. El esfuerzo igual al ya... hecho. Y el medioambiente puede ser un... arma en nuestro caso... en nuestra causa. En cualquier estadio.

—¿De qué manera? —preguntaron varias personas, pero Sax no lo explicó. Estaba concentrado en Ann, que lo miraba con una curiosa exasperación.

—Si estamos en el camino de la viabilidad —le dijo ella—, entonces Marte representa un premio fabuloso para las transnacionales. Quizás incluso su salvación, si las cosas se ponen verdaderamente feas allá abajo. Pueden venir aquí, reducirnos y conseguir un mundo flamante, y dejar que la Tierra se vaya al infierno. Si ése fuera el caso, estaríamos perdidos. Ya viste lo que ocurrió en el sesenta y uno. Ellos disponen de ejércitos gigantescos, y es así como mantendrán su poder aquí.

Luego se encogió de hombros y calló. Sax parpadeó, meditando en lo que ella había dicho; casi asintió. Mirándolos, Nadia una granjera curtida por la intemperie y Sax incongruentemente encantador. Ambos aparentaban unos setenta años, y viéndolos, y sintiendo su propio pulso acelerado, a Nadia le costaba creer que tenían más de ciento veinte años. Inhumanamente viejos, y por tanto de algún modo desgastados, sobrecargados de experiencia, agotados, consumidos; o al menos muy lejos de dejarse arrastrar por la pasión en un mero intercambio de palabras. Ahora ya sabían lo poco que importaban las palabras en el mundo. Y por eso callaron, mirándose aún a los ojos, atrapados en una dialéctica vacía de cólera.

Pero otros compensaron de sobras la actitud contemplativa de ellos dos: los exaltados echaron el resto. Los rojos más jóvenes consideraban la terraformación como parte del proceso imperialista; Ann era una moderada comparada con ellos, que incluso atacaban a Hiroko.

—No lo llame areoformación —le gritó alguien a Hiroko, y ella miró perpleja a aquella joven alta, una valkiria rubia a la que la simple pronunciación de la palabra parecía ponerla furiosa—, es
terraformación
lo que está haciendo. Llamarlo areoformación no es más que una sucia mentira.

—Nosotros terraformamos el planeta —le dijo Jackie a la mujer—, pero el planeta nos areoforma.

—¡Y eso también es una mentira! Ann miró con aire sombrío a Jackie.

—Tu abuelo me dijo eso mismo hace mucho tiempo —dijo—, como quizá sepas. Pero aún estoy esperando ver qué se supone que significa esa
areoformación
.

—Es lo que le ha ocurrido a todos los nacidos aquí —dijo Jackie convencida.

—¿Y en qué consiste eso? Tú has nacido en Marte. ¿En qué eres diferente?

Jackie le echó una mirada furiosa.

—Igual que el resto de los nativos, Marte es lo único que conozco y lo único que me importa. Me crié en una cultura que tomaba diferentes aspectos de muchos predecesores terranos, mezclados para formar algo nuevo y marciano.

Ann se encogió de hombros.

—Sigo sin ver en qué eres diferente. Me recuerdas a Maya.

—¡Vete al diablo!

—Como habría dicho Maya. Y ésa es tu areoformación. Somos humanos y humanos seguiremos siendo, no importa lo que dijera John Boone. Dijo muchas cosas, pero ninguna de ellas se hizo realidad.

—Todavía no —dijo Jackie—. Pero el proceso se retrasa cuando cae en manos de personas que no han tenido ni un solo pensamiento nuevo en cincuenta años. —Muchos jóvenes rieron al oír eso—. Y que tienen la costumbre de incluir insultos personales en una discusión política.

Y se quedó allí de pie, mirando a Ann, tranquila y serena, excepto por el fulgor de los ojos, que le recordó a Nadia el poder que Jackie tenía. Casi todos los nativos estaban con ella, sin duda.

—Si es verdad que no hemos cambiado aquí —le dijo Hiroko a Ann—,

¿cómo explicas tus rojos? ¿Cómo explicas la areofanía? Ann se encogió de hombros.

—Hay excepciones. Hiroko meneó la cabeza.

—Hay un espíritu de lugar en nosotros. El paisaje ejerce una profunda influencia en la psique humana. Tú eres una estudiante de los paisajes y una roja. Tienes que reconocer que esto es cierto.

—Cierto para algunos —replicó Ann—, pero no para todos. Es evidente que muchos no sienten ese espíritu de lugar. Las ciudades son todas iguales, en realidad son intercambiables en todos los aspectos importantes. Así que la gente viene a una ciudad en Marte y ¿cuál es la diferencia? Ninguna. No piensan en la destrucción de la tierra fuera de la ciudad más de lo que lo hacían en la Tierra.

—Se les puede enseñar a pensar de otro modo.

—No, no creo que se pueda. Es demasiado tarde para ellos. Como mucho puedes ordenarles que actúen de manera distinta. Pero eso no es ser areoformado por el planeta, eso es adoctrinamiento, campos de reeducación. Areofanía fascista.

—Persuasión —contestó Hiroko—. Defensa de una causa, discusión razonada, idea por idea. No tiene por qué ser coercitivo.

—La revolución de aerogel —dijo Ann con sarcasmo—. Pero el aerogel tiene poco efecto sobre los misiles.

Varias personas hablaron al mismo tiempo, y durante un momento el hilo del discurso se perdió; la discusión se escindió en un centenar de debates menores, pues muchos tenían algo que decir que habían estado reprimiendo. Era obvio que podrían continuar así durante horas, durante días.

Ann y Sax se sentaron. Nadia se abrió paso entre la multitud meneando la cabeza. En la salida se encontró con Art, que sacudió la cabeza con aire grave.

—Increíble —dijo.

—Créelo.

Las siguientes jornadas del congreso se desarrollaron de manera muy similar a la primera: seminarios que se prolongaban, mejor o peor, hasta la comida, y luego largas tardes de fiesta o charla. Los veteranos inmigrantes solían retomar el trabajo después de la comida, pero los jóvenes nativos tendían a considerar las conferencias como trabajo diurno solamente, y dedicaban la noche a la diversión, a menudo alrededor del gran estanque caliente de Phaistos. Una cuestión de tendencias, con muchas excepciones cada grupo, que a Nadia le pareció interesante.

Nadia pasaba casi todas las tardes en los patios de Zakros donde comían, tomando notas sobre las reuniones del día, hablando con la gente, meditando. Nirgal trabajaba con ella con frecuencia, y también Art, cuando no se dedicaba a llevar a gente que había estado discutiendo todo el día a beber kava juntos, y luego a la fiesta en Phaistos.

En la segunda semana Nadia tomó el hábito de dar un paseo por el tubo, a menudo hasta Falasarna, después del cual se reunía con Nirgal y Art para la disección final del día, que realizaban en un patio situado sobre un pequeño montículo de lava en Lato. Los dos hombres se habían hecho buenos amigos durante el largo viaje de regreso desde Kasei Vallis, y la presión del congreso los estaba convirtiendo casi en hermanos: hablaban de todo, comparaban impresiones, comprobaban teorías, presentaban planes para que Nadia los valorase, y decidieron ocuparse de redactar un documento que resumiera el congreso. Ella formaba parte de eso —la hermana mayor quizá, o tal vez la
babushka
—, y una vez, después de dar por terminada la reunión y tambaleándose camino de la cama, Art habló del «triunvirato». Ella era Pompeyo, sin duda. Pero hacía lo posible por influir en ellos con sus análisis del panorama.

Había numerosas diferencias entre los grupos, les explicó ella, algunas eran fundamentales. Estaban aquellos a favor o en contra de la terraformación, aquellos a favor o en contra de la violencia revolucionaria, aquellos que se habían unido a la resistencia para salvaguardar culturas amenazadas y aquellos que habían desaparecido para crear órdenes sociales radicalmente nuevos. Y para Nadia era cada vez más evidente que existían diferencias significativas entre los inmigrantes de la Tierra y los nacidos en Marte.

Había muchas diferencias y muy pocos puntos en común. Una noche Michel Duval se les unió para tomar una copa, y cuando Nadia le describió el problema, él sacó su IA y empezó a hacer diagramas basados en lo que llamó el «rectángulo semántico». Con él crearon un centenar de esquemas distintos de las diferentes dicotomías, tratando de encontrar una cartografía que les ayudase a comprender qué puntos de acuerdo y qué oposiciones existían entre ellos. Hicieron algunos esquemas interesantes, pero no podía decirse que ninguna idea brillante hubiese saltado de la pantalla. Sin embargo, hubo un rectángulo semántico particularmente complicado que parecía muy sugerente, al menos para Michel: violencia y no violencia, terraformación y anti-terraformación formaban los cuatro vértices iniciales, y en la combinación secundaria alrededor del primer rectángulo colocó a los bogdanovistas, los rojos, la areofanía de Hiroko y a los musulmanes y otras culturas conservadoras. Pero qué indicaba aquella
combinatoire
en términos de acción no estaba nada claro.

Nadia empezó a asistir a las sesiones diarias dedicadas a las cuestiones generales concernientes a un posible gobierno marciano, tan desorganizadas como las discusiones sobre los métodos revolucionarios, pero menos emocionales, y a menudo más provechosas. Se celebraban en un pequeño anfiteatro que los minoistas habían excavado en una de las paredes del túnel en Malta. Desde un arco ascendente de gradas, los participantes disfrutaban de una vista de bambúes y pinos y tejados de terracota a uno y otro lado del túnel, desde Zakros hasta Falasarna.

La concurrencia era algo distinta de la de los debates revolucionarios. Cuando llegaba un resumen de alguno de los seminarios menores para someterlo a debate, la gente que había participado en el seminario asistía a la reunión general para ver que comentarios se hacían sobre él. Los suizos habían organizado seminarios sobre casi todos los aspectos imaginables en política, economía y cultura, de modo que las discusiones generales eran en verdad muy amplias.

Vlad y Marina enviaban informes frecuentes de sus seminarios sobre finanzas, cada uno de ellos enriqueciendo y extendiendo el concepto de eco-economía.

—Es muy interesante —informó Nadia a Nirgal y Art en su reunión nocturna en el patio—. Mucha gente cuestiona el sistema original de Vlad y Marina, incluyendo los suizos y los boloñeses. En esencia, están llegando a la conclusión de que el sistema del regalo que utilizamos al principio en la resistencia no basta por sí solo, porque es demasiado difícil mantener el equilibrio. Hay problemas de escasez y exceso, y cuando se imponen estándares es como si obligaras a la gente a hacer un regalo, lo que es una contradicción. Eso es lo que Coyote dijo siempre, y la razón por la que organizó su red de trueque. Así que ahora intentan elaborar un sistema racional en el que las necesidades se consideran en una economía cuya unidad básica es el peróxido de hidrógeno, y en la que el precio de las cosas depende de su valor calórico. Una vez cubiertas esas necesidades, la economía del regalo entra en acción, empleando el patrón del nitrógeno. De modo que hay dos planos, la necesidad y el regalo, o lo que los sufíes del seminario llaman el animal y el humano, expresados por los distintos estándares.

—El verde y el blanco —dijo Nirgal para sí mismo.

—¿Y están de acuerdo los sufíes con ese sistema dual? —preguntó Art.

Nadia asintió.

—Hoy, después de que Marina describiese la relación entre los dos planos, Dhu el-Nun le dijo: «El Mevlana no lo habría expresado mejor».

—Una buena señal —dijo Art con entusiasmo.

Otros seminarios eran menos específicos, y por tanto menos fructíferos. En uno de ellos, en el que se trabajaba en una futura declaración de derechos, reinaba una inesperada acritud. Pero Nadia advirtió en seguida que ese tema hundía sus raíces en un profundo pozo de preocupaciones culturales. Era obvio que muchos consideraban el seminario como una oportunidad para que una cultura dominase a las demás.

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