Más allá del planeta silencioso (14 page)

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Authors: C. S. Lewis

Tags: #Ciencia Ficción, Relato, otros

—¿Hablar con el vuestro? Pero sería imposible; está a millones de kilómetros de distancia.

—Oyarsa no lo vería de ese modo.

—¿Quieres decir que es común que reciba mensajes de otros planetas?

—Una vez más, él no lo diría así. Oyarsa no diría que él vive en Malacandra y que otro Oyarsa vive sobre otra tierra. Para él Malacandra es sólo un lugar en los cielos, y es en los cielos donde viven él y los demás. Por supuesto que hablan entre ellos…

La mente de Ransom abandonó la cuestión; tenía demasiado sueño y podía estar malinterpretando lo que decía el sorn.

—Creo que debo dormir, Augray —dijo—. No entiendo bien lo que estás diciendo. Además, es posible que yo no venga de lo que tú llamas Thulcandra.

—Dentro de un momento los dos nos iremos a dormir —dijo el sorn—. Pero antes te mostraré tu Thulcandra.

Se puso de pie y Ransom lo siguió hasta el fondo de la cueva. Allí había un pequeño hueco y subiendo dentro de él una escalera de caracol. Los escalones, tallados para sorns, eran demasiado altos para que un ser humano subiera con comodidad, pero se las ingenió para trepar por ellos usando las manos y las rodillas. El sorn iba delante. Ransom no distinguía bien la luz; parecía surgir de un pequeño objeto redondo que la criatura sostenía en la mano. Subieron mucho, casi como si estuvieran trepando por el interior de una montaña hueca. Finalmente, se encontró sin aliento en una cámara rocosa, oscura pero cálida, y oyó que el sorn decía:

—Aún está muy por encima del horizonte meridional.

Le señaló una especie de ventanita. Fuera lo que fuese, no parecía funcionar como un telescopio terrestre, pensó Ransom; aunque el intento que hizo al día siguiente de explicarle los principios del telescopio al sorn iban a arrojar serias dudas sobre su propia capacidad para percibir la diferencia. Se inclinó hacia adelante apoyando los codos en el antepecho del hueco y miró. Vio una negrura perfecta y, flotando en el centro, aparentemente a un brazo de distancia, un disco brillante del tamaño de media corona. La mayor parte de la superficie era de un color plata refulgente y liso, hacia la base aparecían algunas manchas y bajo ellas un casquete blanco, idéntico a los casquetes polares marcianos que había visto en fotografías astronómicas. Por un momento se preguntó si lo que estaba viendo era Marte; luego, cuando sus ojos captaron mejor las manchas, reconoció que eran Europa del Norte y Norteamérica. Estaban invertidas, con el Polo Norte en la base de la imagen y eso le chocó de algún modo. Pero lo que estaba viendo era la Tierra; quizás incluso Inglaterra, aunque la imagen temblaba un poco y tenía los ojos cansados, y no podía estar seguro de no estar imaginándola. En aquel pequeño disco estaba todo: Londres, Atenas, Jerusalén, Shakespeare. Allí habían vivido todos y todo había ocurrido, y allí era posible que siguiera descansando su mochila, en el vestíbulo de una casa vacía, cerca de Sterk.

—Sí —le dijo al sorn con voz apagada—. Ése es mi mundo.

Fue el momento más desolador de todos sus viajes.

16

A la mañana siguiente, Ransom despertó con la vaga sensación de que le habían quitado un gran peso de encima. Luego recordó que era huésped de un sorn y que la criatura que había estado evitando desde su llegada al planeta era en realidad tan amable como los jrossa, aunque estaba lejos de sentir por él el mismo afecto. No parecía quedar nada que temer en Malacandra, excepto Oyarsa… «El último escollo», pensó Ransom.

Augray le dio de comer y de beber.

—Y, ahora —dijo Ransom—, ¿cómo debo hacer para llegar hasta Oyarsa?

—Yo te llevaré —dijo el sorn—. Eres demasiado pequeño para hacer el viaje por tus propios medios y a mí me gustará ir a Meldilorn. Los jrossa no tendrían que haberte enviado por este camino. Cuando ven un animal parecen incapaces de apreciar qué tipo de pulmones tiene y hasta dónde puede resistir. Así son los jrossa. Si hubieras muerto en el
jarandra
, habrían hecho un poema sobre el valiente
jombre
y sobre cómo el cielo se puso oscuro y las frías estrellas centelleaban y él seguía y seguía; pondrían un discurso magnífico en tus labios para el momento de la muerte… y todo eso les parecería tan correcto como utilizar un poco de sentido común y salvar tu vida enviándote por el camino más fácil.

—Me gustan los jrossa —dijo Ransom un poco molesto—. Y creo que la forma que tienen de hablar de la muerte es acertada.

—Tienen razón en no temerla, Ren-sum, pero no parecen considerarla tanto como parte de la misma naturaleza de nuestros cuerpos… y por lo tanto evitable en ocasiones que ellos nunca verían cómo evitar. Por ejemplo, esto ha salvado la vida de muchos jrossa, pero un jross nunca hubiera pensado en él.

Le mostró a Ransom un frasco con un tubo y en el extremo del tubo una especie de cuenco, obviamente un aparato para administrar oxígeno.

—Inspira en él cuando sea necesario, Pequeño —dijo el sorn—. Y cuando no, manténlo cerrado.

Augray le aseguró el aparato a la espalda, y le entregó el tubo por encima del hombro y se lo puso en la mano. Ransom no pudo reprimir un estremecimiento cuando las manos del sorn tocaron su cuerpo; tenían forma de abanico, con siete dedos y la piel pegada al hueso como en la pata de un pájaro, y eran bastante frías. Para apartar la mente de esas reacciones preguntó dónde habían hecho el aparato, porque hasta entonces no había visto nada ni remotamente parecido a una fábrica o un laboratorio.

—Nosotros lo ideamos y los pfifltriggi lo construyeron —dijo el sorn.

—¿Por qué lo hicieron? —dijo Ransom. Estaba tratando una vez más de averiguar, con su limitado vocabulario, la estructura política y económica de la vida malacándrica.

—Les gusta hacer cosas —dijo Augray—. Es cierto que lo que más les gusta es hacer cosas para mirar, no para ser usadas. Pero a veces se aburren de eso y construyen cosas para nosotros, objetos que hemos ideado, siempre que sean complejos. No tienen la paciencia necesaria para hacer cosas sencillas, por muy útiles que sean. Pero vamos a comenzar el viaje. Irás sentado sobre mi hombro.

La propuesta era inesperada y alarmante, pero al ver que el sorn ya se había agachado, Ransom se sintió obligado a trepar sobre la superficie plumosa del hombro, a sentarse junto al rostro largo y pálido, rodeando el enorme cuello hasta donde alcanzaba con el brazo izquierdo y a acomodarse lo mejor que pudo a su precaria manera de viajar. El gigante se alzó cuidadosamente hasta quedar de pie y Ransom se encontró mirando el paisaje desde una altura de seis metros.

—¿Va todo bien, Pequeño? —preguntó el sorn.

—Muy bien —contestó Ransom, y el viaje comenzó.

La forma de andar del sorn era quizás su aspecto menos humano. Levantaba mucho los pies y los dejaba caer con gran suavidad. A Ransom le recordó el paso de un gato al acecho, luego un gallo pavoneándose en la puerta del granero y después un caballo de tiro al trote, pero, en realidad, el movimiento no se parecía al de ningún animal terrestre. Para el pasajero era sorprendentemente cómodo. En pocos minutos, Ransom había superado todo lo que podía haber de vertiginoso o incómodo en su posición. En vez de eso, su mente se vio invadida por asociaciones absurdas e incluso tiernas. Era como cabalgar sobre el elefante del zoológico, como ir sobre la espalda de su padre cuando era niño… antes aun. Era divertido. Parecía ir a una velocidad de diez o doce kilómetros por hora. El frío, aunque intenso, era soportable, y gracias al oxígeno tenía pocas dificultades para respirar.

El paisaje que veía desde ese puesto de observación alto y oscilante era imponente. Ya no se veía el
jandramit
. A cada lado de la hondonada poco profunda sobre la que viajaban, se extendía hasta el horizonte un mundo de roca desnuda, levemente verdosa, interrumpido por amplias manchas rojas. El cielo, de un azul muy oscuro donde se encontraba con la piedra, era casi negro en el cenit y, mirando hacia cualquier dirección donde el sol no lo cegara, Ransom podía ver las estrellas. El sorn confirmó su idea de que estaba en el límite de lo respirable. Ya en el borde montañoso que contorneaba el
jarandra
y constituía las paredes del
jandramit
, o en la estrecha depresión por la que iban, el aire era escaso como en el Himalaya, poco respirable para un jross y, a pocos cientos de metros más arriba, sobre el
jarandra
propiamente dicho, verdadera superficie del planeta, no admitía vida. De ahí que el resplandor por el que caminaban fuese casi igual al del cielo: una luz celestial apenas atenuada por un velo atmosférico.

La sombra del sorn, con la sombra de Ransom sobre el hombro, se movía sobre la roca despareja con una nitidez anormal, como la sombra de un árbol ante las luces de un coche, y la roca que estaba más allá de la sombra le hería los ojos. El remoto horizonte parecía estar a sólo un brazo de distancia. Las grietas y molduras de las laderas distantes eran nítidas como el fondo de un cuadro pintado antes del descubrimiento de la perspectiva. Estaba en la frontera misma del cielo que había conocido en la astronave, y los rayos que los mundos envueltos en aire no podían recibir actuaban otra vez sobre su cuerpo. Sintió el conocido bienestar total, la creciente solemnidad, la sensación, a un tiempo sobria y extática, de la vida y la energía ofreciéndose con una abundancia sin pantallas ni límites. Si hubiera tenido aire suficiente en los pulmones, se habría reído a carcajadas. Y ahora la belleza se acercaba incluso en el paisaje cercano. Sobre el borde del valle, como una espuma derramada desde el verdadero
jarandra
, aparecieron las protuberancias de sustancia rosa acumulada que había visto tantas veces de lejos. De cerca, parecían duras como la roca, pero redondeadas por arriba y con tallos por abajo, como si fueran vegetación. La analogía original con una coliflor gigantesca resultaba muy acertada: parecían coliflores de piedra del tamaño de catedrales y color rosa pálido. Le preguntó al sorn qué eran.

—Son los antiguos bosques de Malacandra —dijo Augray—. En ese entonces, el
jarandra
era cálido y había aire en él. Si hoy pudieras subir allí y sobrevivir, verías que está cubierto con los huesos de antiguos animales; en otros tiempos reinaban la vida y el bullicio. Entonces crecieron estos bosques, y entre sus tallos iba y venía un pueblo que ha desaparecido del mundo hace muchos miles de años. No estaban cubiertos de piel, sino de un abrigo como el mío. No nadaban en el agua ni caminaban sobre el suelo, se deslizaban por el aire sobre amplios miembros planos que los sostenían. Se cuenta que eran grandes cantores y, en aquellos días, los bosques rojos resonaban con su música. Ahora los bosques se han vuelto de piedra y sólo los eldila pueden recorrerlos.

—Aún tenemos criaturas así en nuestro mundo —dijo Ransom—. Los llamamos pájaros. ¿Dónde estaba Oyarsa cuando todo esto pasó en el
jarandra
?

—Donde está ahora.

—¿Y no podía evitarlo?

—No sé. Pero un mundo no es creado para existir eternamente, y mucho menos una raza; ésa no es la forma de actuar de Maleldil.

A medida que avanzaban, los bosques petrificados se multiplicaron y, a menudo, el horizonte entero del páramo muerto, sin aire, enrojecía durante media hora como un jardín inglés en verano. Pasaron junto a muchas cuevas donde vivían sorns, según le dijo Augray. A veces, un barranco alto estaba perforado hasta el tope con agujeros incontables, y de su interior surgían ruidos inidentificables y huecos. Los producía el «trabajo», dijo el sorn, pero no pudo hacerle entender a Ransom de qué tipo de trabajo se trataba. Su vocabulario era muy distinto al de los jrossa. Ransom no vio en ningún sitio una ciudad o aldea de sorns, al parecer criaturas solitarias, no sociales. En una o dos ocasiones, una larga cara pálida se asomó a la entrada de una caverna y saludó a los viajeros con un sonido a cuerno de caza, pero el largo valle, la calle rocosa del pueblo silencioso, permaneció inmóvil y vacía como el
jarandra
durante la mayor parte del trayecto.

Sólo hacia la tarde, cuando estaban a punto de bajar una pendiente del camino, se encontraron con tres sorns juntos que descendían hacia ellos por el declive opuesto. A Ransom le pareció que patinaban en vez de caminar. La levedad de ese mundo y el equilibrio perfecto de sus cuerpos les permitían inclinarse hacia adelante en ángulos rectos con la pendiente y se acercaban, rápidos como navíos a toda vela con viento a favor. La gracia de sus movimientos, su elevada estatura y el suave centelleo de la luz solar sobre sus flancos operaron una transformación definitiva sobre lo que sentía Ransom por esa raza. Cuando los vio por primera vez mientras luchaba con Weston y Devine los había llamado «ogros»; ahora pensaba que las palabras «titanes» o «ángeles» se adecuaban más. Le parecía que ni siquiera había observado bien sus caras. Había encontrado espectral lo que era sólo majestuoso, y su primera reacción humana ante la alargada severidad de los rasgos y la profunda tranquilidad de la expresión no era tanto cobarde como vulgar. ¡Así debía ver un alumno ignorante a Parménides o Confucio! Las grandes criaturas blancas navegaron hacia Ransom y Augray, se inclinaron como árboles y siguieron su camino.

A pesar del frío, que a menudo lo obligaba a desmontar y hacer un corto trayecto a pie, no deseaba que el viaje terminara, pero Augray tenía sus propios planes y se detuvo a pasar la noche mucho antes del atardecer en el hogar de un sorn anciano. Ransom comprendió con claridad que lo habían llevado allí para mostrarlo a un gran científico. La caverna o, para hablar con propiedad, el sistema de excavaciones, era amplio, incluía muchas cámaras y contenía una multitud de cosas que Ransom no desconocía. Le interesó especialmente una colección de rollos al aparecer de piel, cubiertos con caracteres, sin duda libros, pero se enteró de que los libros eran escasos en Malacandra.

—Es mejor recordar —dijeron los sorns.

Cuando Ransom preguntó si así no podían perderse secretos valiosos, le contestaron que Oyarsa siempre los recordaba y los sacaría a la luz si lo creía necesario.

—Los jrossa acostumbraban a tener muchos libros de poesía —agregaron—. Pero ahora tienen menos. Dicen que escribir libros destruye la poesía.

El anfitrión de esas cavernas era asistido por otros sorns, que parecían estar de algún modo subordinados a él. Al principio Ransom los tomó por sirvientes, pero más tarde concluyó que se trataba de alumnos o ayudantes.

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