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Authors: C. S. Lewis

Tags: #Ciencia Ficción, Relato, otros

Más allá del planeta silencioso (16 page)

Se sentía cansado y pensó que en aquella región privilegiada el calor permitía descansar al aire libre. Se sentó. La suavidad de la hierba, el calor y el dulce aroma que invadía toda la isla le recordaban la Tierra y los jardines de verano. Cerró los ojos un momento, luego los volvió a abrir y percibió construcciones y un bote que se acercaba en el lago. De pronto reconoció el lugar. Ése era el transbordador y las construcciones eran las casas de huéspedes junto al embarcadero; había dado una vuelta completa alrededor de la isla. Descubrirlo le causó cierta desilusión. Comenzaba a tener hambre. Quizás sería una buena idea bajar y pedir un poco de comida; de cualquier modo, serviría para pasar el tiempo.

Pero no lo hizo. Cuando se puso de pie y miró con más atención las casas de huéspedes vio que a su alrededor había un considerable ir y venir de seres y, mientras observaba, vio que una carga completa de pasajeros desembarcaba del transbordador. Sobre el lago distinguió objetos en movimiento que al principio no identificó pero que resultaron ser sorns hundidos hasta la mitad en el agua, obviamente vadeándola hacia Meldilorn desde tierra firme. Había unos diez. Por una u otra razón, la isla recibía bastantes visitantes. Ya no creía que si bajaba y se mezclaba con la multitud le hiciesen algún daño, pero sentía cierto rechazo a hacerlo. La ocasión le trajo vívidamente a la memoria sus experiencias como nuevo alumno en la escuela (los nuevos alumnos llegan temprano), merodeando apartados y contemplando la llegada de los veteranos. Finalmente decidió no bajar. Cortó y comió un poco de hierba y dormitó un momento.

A la tarde, cuando aumentó el frío, reanudó la caminata. Había otros
jnau
vagando por la isla. Vio sobre todo sorns, pero era porque su altura los hacía destacables. Apenas si se oía algún ruido. Su renuencia a encontrarse con sus compañeros de vagabundeo, que parecían limitarse a la costa de la isla, lo llevó, de forma apenas consciente, a subir hacia el interior. Al rato se encontró en el borde del bosquecillo, frente a la avenida de los monolitos. Por alguna razón indefinida, había pensado no entrar en ella, pero comenzó a estudiar la roca más cercana, suntuosamente esculpida por los cuatro costados, y luego la curiosidad lo fue llevando de piedra en piedra.

Las imágenes eran enigmáticas. Junto a representaciones de sorns y jrossa y lo que debían de ser pfifltriggi aparecía una y otra vez una figura vertical y ondulante con sólo la sugestión de un rostro y alas. Las alas eran perfectamente reconocibles, y eso lo confundió mucho. ¿Era posible que la tradición artística malacándrica retrocediera hasta esa primitiva era geológica y biológica en la que, según le había contado Augray, había vida, incluso pájaros, sobre el
jarandra
? La respuesta de las piedras parecía ser afirmativa. Vio imágenes de los antiguos bosques rojos con pájaros inconfundibles volando en ellos y muchas otras criaturas que no conocía. En otra piedra aparecían muchos de ellos agonizando en el suelo y una fantástica figura de
jnakra
, probablemente simbolizando el frío, arrojándoles flechas desde el cielo. Las criaturas que aún vivían se amontonaban alrededor de la figura ondulante y alada, que Ransom tomó por Oyarsa, retratado como una llama con alas. En la siguiente piedra, Oyarsa se veía rodeado de muchas criaturas, al parecer haciendo un surco con un instrumento puntiagudo. Otra imagen mostraba cómo dicho surco era ensanchado por los pfifltriggi con herramientas para cavar. Los sorns amontonaban la tierra en agujas ascendentes a cada lado del surco y los jrossa parecían estar abriendo canales de agua. Ransom se preguntó si sería un relato mítico de la creación de los
jandramit
o si de hecho era forzado.

En muchas imágenes no pudo encontrar un sentido preciso. Una que lo dejó particularmente perplejo mostraba sobre la base un segmento de círculo, detrás y por encima del cual se alzaban las tres cuartas partes de un disco dividido en anillos concéntricos. Pensó que se trataba del sol saliendo detrás de una colina. El segmento de la base estaba cubierto de escenas malacándricas: Oyarsa en Meldilorn, sorns sobre el borde montañoso del
jarandra
y muchas otras cosas que le eran a un tiempo familiares y extrañas. Se apartó para examinar el disco que se alzaba detrás. No era el sol. El sol estaba allí, inconfundible, en el centro del disco; a su alrededor se desplegaban los círculos concéntricos. En el primero y más chico estaba representada una pequeña bola, sobre la que cabalgaba una figura semejante a Oyarsa, pero que sostenía algo parecido a una trompeta. En la próxima, una bola semejante transportaba otra de las imágenes flamígeras. Ésta, en vez del rostro apenas esbozado, tenía dos bultos que sugerían las ubres o los senos de una hembra mamífera, según dedujo Ransom después de observarlo largamente. Para entonces estaba completamente seguro de que contemplaba una representación del sistema solar. La primera bola era Mercurio, la segunda Venus. «Y qué extraordinaria coincidencia que su mitología, como la nuestra, asocie Venus con un símbolo femenino», pensó Ransom. Se hubiera entretenido mucho más en eso si una curiosidad natural no hubiera dirigido sus ojos hacia la próxima bola, que debía de representar a la Tierra. Cuando la vio, su pensamiento se detuvo un momento. La bola estaba allí, pero donde debería haber estado la figura flamígera, la piedra había sido cortada formando una profunda depresión irregular, como para eliminarla. Así que en otros tiempos… pero su capacidad especulativa titubeó y enmudeció ante una serie de incógnitas. Miró el siguiente círculo. Allí no había bola. La parte inferior tocaba la parte superior del gran segmento ocupado por las escenas malacándricas, de manera que en ese punto Malacandra tocaba el sistema solar y salía de él en perspectiva hacia el espectador. Ahora que su mente había captado el diseño, le sorprendió la vivacidad con que estaba ejecutado. Retrocedió y se preparó a abordar algunos de los misterios en los que se sentía intrigado. Malacandra era Marte entonces. La Tierra… Pero, en ese momento, un golpeteo o martilleo que había estado sonando durante cierto tiempo sin ser admitido por su conciencia se hizo demasiado insistente para ignorarlo. Alguna criatura, y con seguridad no se trataba de un eldil, estaba trabajando cerca de él. Un poco alarmado (porque había estado sumido en sus pensamientos) se dio la vuelta. No había nada que ver. Gritó tontamente en inglés:

—¿Quién anda ahí?

El golpeteo se detuvo de pronto y un rostro extraordinario apareció detrás de uno de los monolitos cercanos.

Estaba desprovisto de pelo, como el de un hombre o un sorn. Era largo y puntiagudo como el de una musaraña, amarillo y de aspecto gastado, y tan escaso de frente que de no mediar el voluminoso desarrollo de la cabeza en la parte posterior y por detrás de las orejas, no hubiera podido ser el de una criatura inteligente. Un momento después, el animal se dejó ver entero, dando un salto asombroso. Ransom adivinó que era un pfifltriggi y se alegró de no haberse encontrado a uno de esa tercera raza al llegar a Malacandra. Se acercaba a un insecto o un reptil más que cualquiera de los animales que había visto hasta entonces. Tenía la constitución de una rana, y al principio Ransom creyó que estaba descansando sobre las «manos», como una rana. Luego advirtió que la parte de los miembros anteriores sobre la que se apoyaba era en realidad, en términos humanos, más un codo que una mano. Era ancha y acolchada y adecuada para caminar sobre ella, pero, hacia arriba, en un ángulo de cuarenta y cinco grados, seguían los verdaderos miembros anteriores: fuertes y delgados, terminaban en manos enormes, sensitivas, de muchos dedos. Se dio cuenta de que para cualquier tipo de trabajo manual, desde la minería hasta el tallado de camafeos, esa criatura contaba con la ventaja de poder trabajar con todo su vigor apoyada sobre un codo. El parecido con un insecto venía de sus movimientos veloces y espasmódicos y por el hecho de que podía girar la cabeza casi por completo sobre el cuello, como una mantis religiosa, y se veía aumentado por el ruido seco, chirriante, chasqueante que hacía al moverse. Era muy parecido a una langosta, a uno de los enanos de Arthur Rackharn,
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a una rana, y muy semejante a un pequeño y anciano taxidermista que Ransom conocía en Londres.

—Vengo de otro mundo —empezó Ransom.

—Ya sé, ya sé —dijo la criatura con voz rápida, gorjeante e impaciente—. Ven aquí, detrás de la piedra. Por aquí, por aquí. Órdenes de Oyarsa. Muy ocupado. Hay que empezar en seguida. Párate allí.

Ransom se encontró al otro lado del monolito, mirando una imagen aún incompleta. El terreno estaba literalmente sembrado de astillas y el aire lleno de polvo.

—Allí —dijo la criatura—. Quédate quieto. No me mires. Mira hacia allá.

Durante un momento Ransom no entendió lo que se esperaba de él; luego, cuando vio que los ojos del pfifltriggi iban y venían de la piedra a él, con la mirada inconfundible del artista controlando el modelo y su obra, igual en todos los mundos, se dio cuenta y casi se rió. ¡Estaba posando para su retrato! Desde su ubicación podía distinguir cómo la criatura cortaba la piedra como si fuera queso y la velocidad de sus movimientos, casi imposibles de captar, pero no pudo hacerse una idea de la obra, aunque sí podía observar al pfifltriggi. Vio que el tintineo metálico era producido por una cantidad de pequeños instrumentos que llevaba alrededor del cuerpo. A veces, con una exclamación de molestia, arrojaba la herramienta que estaba usando y elegía otra, y llevaba en la boca la mayoría de las que más utilizaba. También advirtió que el animal se abrigaba artificialmente como él, con una sustancia escamosa y brillante al parecer suntuosamente decorada, aunque cubierta de polvo. Tenía una prenda de piel enrollada alrededor del cuello como una bufanda y los ojos protegidos por unas gafas oscuras y sobresalientes. Se adornaba los miembros y el cuello con anillos y cadenas de metal brillante (pensó que no era oro). Estuvo emitiendo un murmullo siseante durante todo el tiempo y cuando se excitaba, lo que ocurría a menudo, arrugaba la punta del hocico, como un conejo. Finalmente dio otro salto alarmante, aterrizó a unos diez metros de la obra y dijo:

—Sí, sí. No tan bien como esperaba. Mejor será la próxima. Ahora la dejaré. Ven y mírala.

Ransom obedeció. Vio una imagen de los planetas, ahora no situados para constituir un mapa del sistema solar, sino avanzando en fila hacia el espectador, todos, salvo uno, con su auriga resplandeciente. Debajo de éste estaba Malacandra y allí, para su sorpresa, había una reproducción bastante pasable de la astronave. Junto a ella se encontraban tres siluetas de pie para las que Ransom aparentemente había servido de modelo. Retrocedió, disgustado. Aún teniendo en cuenta la extrañeza del tema para un punto de vista malacándrico y la estilización de su arte, aun así, pensó, la criatura podía haber conseguido una mejor representación de la forma humana que esos maniquíes duros como troncos, casi tan anchos como altos, con un florecimiento como de hongos alrededor de la cabeza y el cuello.

—Espero que tu gente me vea como soy —dijo a la defensiva—. No es como me dibujarían en mi propio mundo.

—No —dijo el pfifltriggi—. No quise hacerte muy parecido. Muy parecido no lo creerían… los que nacerán después.

Agregó una larga explicación difícil de entender, pero, mientras hablaba, Ransom cayó en la cuenta de que las odiosas siluetas pretendían ser una idealización de la humanidad. La conversación decayó un poco. Para cambiar de tema, Ransom hizo una pregunta que deseaba formular desde hacía tiempo.

—No puedo comprender cómo tú, los sorns y los jrossa podéis hablar en el mismo idioma. Porque las lenguas, los dientes y las gargantas de cada uno deben de ser muy distintas.

—Tienes razón —dijo la criatura—. En una época todos teníamos idiomas distintos y aún los tenemos en casa. Pero todos aprendimos el idioma de los jrossa.

—¿Por qué? —dijo Ransom, que seguía pensando en términos de historia terrestre—. ¿Alguna vez los jrossa gobernaron a los demás?

—No entiendo. Ellos son nuestros más grandes oradores y cantores. Tienen más y mejores palabras. Nadie aprende el lenguaje de mi gente, porque lo que tenemos que decir está expresado en piedra y sangre del sol y leche de las estrellas y todos pueden verlo. Nadie aprende el lenguaje de los sorns, porque puedes pasar sus conocimientos a cualquier tipo de palabras y siguen siendo los mismos. No puedes hacer lo mismo con las canciones de los jrossa. Su idioma se utiliza en todo Malacandra. Lo hablo contigo porque eres extranjero. Lo hablaría con un sorn. Pero en casa utilizamos nuestro idioma. Puedes advertirlo en los nombres. Los sorns tienen nombres altisonantes como Augray, Arkal, Belmo y Falmay. Los jrossa tienen nombres que parecen de piel, como Jnoj yjniji y Jyoi yjlitjnaji.

—¿Entonces la mejor poesía aparece en el lenguaje más áspero?

—Quizás —dijo el pfifltriggi—. Así como las mejores imágenes se hacen sobre la piedra más dura. Pero mi gente tiene nombres como Kalakaperi, Parakataru y Tafaladeruf. A mí me llaman Kanakaberaka.

Ransom le dijo su nombre.

—Nuestro país no es como éste —dijo Kanakaberaka—. No estamos apretados en un estrecho
jandramit
. Allí están los verdaderos bosques, las sombras verdes, las minas profundas. Es cálido. La luz no resplandece como aquí y no es silencioso. Podría llevarte a un lugar de los bosques donde verías cien hogueras al mismo tiempo y escuchar cien martillos. Me gustaría que vinieses a nuestro país. No vivimos en agujeros como los sorns ni en manojos de paja como los jrossa. Podría mostrarte casas con cien pilares, uno hecho en sangre del sol, el siguiente en leche de las estrellas y así sucesivamente… y el mundo entero pintado sobre las paredes.

—¿Cómo se gobiernan? —preguntó Ransom—. ¿A los que cavan en las minas su trabajo les gusta tanto como los que pintan las paredes?

—Todos se ocupan de las minas; es un trabajo que debe compartirse. Pero cada uno cava y busca por sus propios medios el material que necesita para su obra. ¿Qué otra cosa podría hacer?

—Entre nosotros no es así.

—Entonces deben de hacer un trabajo muy torcido. ¿Cómo podría un artesano trabajar con la sangre del sol si no fuera él mismo hasta el hogar de la sangre del sol y distinguiera una clase de otra y viviera con ella durante días lejos de la luz del cielo, hasta que la sintiera en su sangre y su corazón, como si la hubiera pensado y comido y escupido?

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