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Authors: C. S. Lewis

Tags: #Ciencia Ficción, Relato, otros

Más allá del planeta silencioso (22 page)

—Supongo que esto significa nuestro fin —susurró.

—Así parece —murmuró Devine sin darse la vuelta.

Un momento después, Weston se recuperó lo necesario para volver y quedarse de pie junto a Devine. No había nada que Ransom pudiera hacer. Ahora estaba seguro de que morirían pronto. Al verificarlo, desapareció la angustia del suspenso. La muerte, viniera ahora o dentro de treinta años en la Tierra, había aparecido y reclamaba su atención. Un hombre debe hacer ciertos preparativos. Ransom abandonó el cuarto de control y regresó a una de las cámaras soleadas, a la indiferencia de la luz inmóvil, el calor, el silencio y las sombras de bordes afilados. Nada estaba más lejos de su mente que el sueño. Debe de haber sido la falta de aire lo que lo amodorró. Se durmió.

Despertó en una oscuridad casi total rodeado por un ruido fuerte y continuo que al principio no pudo identificar. Le recordaba algo, algo oído en una existencia previa. Era un tamborileo prolongado sobre su cabeza. De pronto su corazón pegó un salto.

—¡Oh Dios! —sollozó—. ¡Oh Dios! Es lluvia.

Estaba sobre la Tierra. El aire que lo rodeaba era denso y viciado, pero había desaparecido la sensación de asfixia. Advirtió que aún estaba en la astronave. Los otros dos lo habían abandonado, como de costumbre, a su propia suerte, temiendo la amenazante descorporización. Encontrar el camino en la oscuridad y bajo el peso aplastante de la gravedad terrestre era difícil. Pero pudo hacerlo. Encontró la escotilla y se escurrió por la parte inferior de la esfera, bebiendo el aire a grandes tragos. Resbaló en el barro, bendiciendo su olor, y al fin levantó el peso desacostumbrado de su cuerpo hasta ponerlo en pie. Estaba en medio de una noche oscura como boca de lobo, bajo una lluvia torrencial. La absorbió con cada poro del cuerpo, abarcó el olor del campo que lo rodeaba con todos los deseos de su corazón. Estaba en un trozo de su planeta natal, donde crecía la hierba, se movían las vacas y donde un momento después llegaba a una cerca y un portón.

Había caminado una media hora cuando una luz intensa a sus espaldas y un viento fuerte y breve le hicieron saber que la astronave ya no existía. No le importó. Hacia adelante había visto luces difusas, las luces de los hombres. Pudo llegar a un prado, luego a un camino, luego a una calle de aldea. Había una puerta iluminada y abierta. De ella surgían voces, voces que hablaban en inglés. Había un aroma familiar. Se abrió paso a empujones, sin importarle la sorpresa que causaba y caminó hasta el mostrador.

—Un vaso grande de bíter, por favor —dijo Ransom.

22

De estar guiado por consideraciones puramente literarias, aquí terminaría mi historia, pero es hora de sacarse la máscara y permitir que el lector conozca el propósito verdadero y práctico con que ha sido escrito este libro. Al mismo tiempo, sabrá cómo llegó a ser posible escribirlo.

El doctor Ransom —y a estas alturas nadie dudará de que ése no es su verdadero nombre— abandonó pronto la idea de su diccionario malacándrico y en realidad cualquier idea de comunicar su historia al mundo. Estuvo enfermo durante varios meses y cuando se recuperó descubrió que dudaba bastante de que hubiera sucedido en realidad lo que recordaba. Parecía una alucinación provocada por la enfermedad y comprendió que la mayor parte de sus aventuras podía explicarse con motivos psicoanalíticos. Por su parte no se apoyaba demasiado en este hecho, porque había observado desde hacía tiempo que una buena cantidad de cosas «reales» de la fauna y la flora de nuestro propio mundo podían explicarse del mismo modo si uno partía de la suposición de que eran alucinaciones. Pero tenía la sensación de que si él mismo creía a medias en su historia, el resto del mundo no la creería en absoluto. Decidió mantener la boca cerrada, y allí habría terminado todo de no mediar una muy curiosa coincidencia.

Aquí es donde yo aparezco en la historia. Había conocido de forma superficial al doctor Ransom durante varios años y nos habíamos escrito sobre temas literarios o filológicos, aunque nos encontrábamos en rarísimas ocasiones. Por lo tanto, entraba dentro del orden de lo normal que le escribiera una carta hace unos meses, de la que citaré los párrafos pertinentes. Eran éstos:

Ahora me estoy ocupando de los platónicos del siglo XII y he descubierto, de paso, que escribían en un latín condenadamente difícil. En uno de ellos, Bernardus Silvestris, dice una palabra sobre la que me interesaría mucho su opinión, la palabra
Oyarses
. Aparece en la descripción de un viaje a través de los cielos, y un
Oyarses
vendría a ser la «inteligencia» o espíritu tutelar de una esfera celeste o, para decirlo en nuestro idioma, un planeta. Consulté a C. J. sobre el asunto y dice que debería ser
Ousiarches
. Desde luego, eso tendría más sentido, pero no me siento satisfecho. ¿Por casualidad usted ha tropezado con una palabra como
Oyarses
o puede arriesgar alguna suposición respecto al idioma al que pertenece?

El resultado inmediato de esta carta fue una invitación a pasar un fin de semana con el doctor Ransom. Me contó toda la historia y desde entonces los dos nos hemos ocupado sin cesar del misterio. Pudimos obtener datos sobre una buena cantidad de hechos, que no tengo la intención de publicar por el momento, hechos sobre los planetas en general y sobre Marte en particular, hechos sobre los platónicos medievales y, no menos importante, hechos sobre el profesor a quien he dado el nombre ficticio de Weston. Desde luego, podríamos ofrecer al mundo civilizado un informe sistemático de tales hechos, pero casi con seguridad sólo producirían una incredulidad general y un juicio por difamación de parte de «Weston». Al mismo tiempo, ambos sentimos que no podemos guardar silencio. Diariamente nos vemos confirmados en la creencia que el «
Oyarses
» de Marte tenía razón cuando dijo que el «año celestial» en curso iba a ser revolucionario, de que se aproximaba el fin de la larga incomunicación de nuestro planeta y de que había grandes acontecimientos en marcha. Tenemos fundadas razones para creer que los platónicos medievales vivían en el mismo año celestial que nosotros (de hecho, éste comenzó en el siglo XII) y que la aparición del nombre Oyarsa (latinizado como
oyarses
) en Bernardus Silvestris no es accidental. También tenemos pruebas (que crecen día a día) de que «Weston» o la fuerza o fuerzas que se ocultan detrás de éste cumplirán un papel muy importante en los acontecimientos de los próximos siglos y, a menos que lo evitemos, un papel realmente desastroso. No queremos decir que vayan a invadir Marte; nuestra consigna no es simplemente «No a la intervención en Malacandra». No deben temerse peligros sólo planetarios, sino cósmicos, o al menos solares, y no se trata de peligros temporales, sino eternos. Decir más sería insensato.

Fue el doctor Ransom quien comprendió primero que nuestra única oportunidad era publicar en forma de ficción lo que con seguridad no sería escuchado como informe de hechos reales. Incluso pensó, sobrevalorando mucho mis capacidades literarias, que eso podía tener la ventaja adicional de llegar a un público más amplio y que, con seguridad, llegaría a más gente con mayor rapidez que «Weston». Cuando objeté que si lo aceptaban como ficción, por el mismo motivo lo considerarían falso, me contestó que en el relato habría indicios suficientes para los escasos, escasísimos, lectores que estuvieran actualmente preparados para profundizar en la materia.

—Y ellos podrán ponerse en contacto contigo, o conmigo, e identificarán con facilidad a Weston. De todos modos —continuó—, por el momento lo que necesitamos no es tanto un grupo de creyentes como un grupo de personas familiarizadas con ciertas ideas. Si pudiéramos conseguir que el uno por ciento de nuestros lectores cambiara su concepción de «espacio» por la concepción de «cielo», ya sería un buen comienzo.

Lo que ninguno de los dos previó fue que la rápida marcha de los acontecimientos iba a hacer que el libro resultara anticuado antes de publicarse. Esos acontecimientos lo han convertido más en un prólogo del relato que en el relato mismo. En cuanto a las etapas posteriores de la aventura… bueno, fue Aristóteles, mucho antes que Kipling, quien nos enseñó la fórmula «Esa es otra historia».

POST ESCRIPTUM

Extractos de una carta escrita al autor por el doctor Ransom

…Creo que usted tiene razón, y después de dos o tres correcciones (marcadas en rojo) el manuscrito debe quedar como está. No le ocultaré que me siento desilusionado, aunque es evidente que cualquier intento de contar una historia como ésa tiene que decepcionar al hombre que la vivió. No me refiero al modo despiadado en que acortó toda la parte filológica, aunque, como ahora parece, da a los lectores una simple caricatura del idioma malacándrico. Me refiero a algo más difícil, algo que quizás no pueda expresar. ¿Cómo podría uno «comunicar» los olores de Malacandra? Nada vuelve a mí con mayor vividez en mis sueños… Sobre todo el olor que hay a la mañana temprano en esos bosques purpúreos, donde la mención misma de «mañana temprano» y «bosques» es engañosa, porque le llevará a usted a pensar en la tierra y en el musgo y las telarañas y el olor de nuestro propio planeta, mientras yo me encuentro pensando en algo totalmente distinto. Más «aromático»… sí, pero no caluroso o lujurioso o exótico, como sugiere la palabra. Algo aromático, picante y sin embargo muy frío, muy tenue, que hormiguea en el fondo de la nariz… algo que es para el sentido del olfato lo que las cuerdas altas y agudas del violín son para el oído. Y, mezclado en él, siempre oigo el sonido del canto: una gran música ahuecada, como de mastines, surgida de gargantas enormes, más profundas que la del tenor ruso Chaliapin, un «ruido hondo, oscuro». Cuando pienso en él siento nostalgias de mi viejo valle de Malacandra, aunque bien sabe Dios que cuando lo oía allí sentía una profunda nostalgia por la Tierra.

Desde luego, tiene razón. Si vamos a tratar el asunto como un relato, usted debe comprimir el tiempo que viví en la aldea sin que «pasara nada». Pero me resisto a admitirlo. Aquellas semanas tranquilas, el simple vivir entre los jrossa, son para mí lo principal. Los conozco, Lewis, eso es lo que no puede transmitir una simple narración. Sé por ejemplo, porque siempre llevo conmigo un termómetro en vacaciones —me salvó de arruinar más de una— que la temperatura normal de un jross es de 48 grados. Sé, aunque no puedo recordar haberlo aprendido, que viven unos 80 años marcianos, o 160 años terrestres, que se casan alrededor de los 20 (40); que sus excrementos, como los de los caballos, no son ofensivos para ellos ni para mí, y son utilizados en la agricultura; que no derraman lágrimas, ni parpadean; que a veces se «entusiasman» (como usted acostumbra a decir en las noches festivas, frecuentes entre ellos), pero no se emborrachan. Pero ¿qué puede hacer uno con esas migajas de información? Simplemente las analizo a partir de un recuerdo vivo indivisible que nunca podría ser transmitido en palabras, y nadie de este mundo será capaz de construir con tales migajas una imagen adecuada. Por ejemplo, ¿puedo hacerle entender, incluso a usted, cómo supe, sin lugar a dudas, el motivo por el que los habitantes de Malacandra no tienen animales domésticos, ni, por lo general, sienten por sus «animales inferiores» lo que nosotros sentimos por los nuestros? Como es natural, se trata del tipo de cosas que ellos nunca podrían haberme contado. Uno lo comprende sólo cuando ve a las tres especies juntas. Cada una de ellas es para las otras al mismo tiempo lo que es un hombre para nosotros y lo que es un animal para nosotros. Pueden hablar entre sí, pueden cooperar, tienen los mismos valores éticos; hasta ese punto un sorn y un jross se encuentran como dos hombres. Pero a partir de ahí, cada uno ve al otro distinto, divertido, atrayente en el sentido en que es atrayente un animal. En Malacandra se satisface un instinto que en nosotros está hambriento y que intentamos calmar tratando a los seres irracionales casi como si fueran racionales. Ellos no necesitan animales mimados.

A propósito, ya que estamos en el tema de las especies, lamento que las exigencias del relato hayan simplificado tanto la biología. ¿Le di a usted la impresión de que cada una de las tres especies era perfectamente homogénea? Si así fue, me expresé mal. Tomemos a los jrossa. Mis amigos eran jrossa negros, pero también hay jrossa plateados y en algunos
jandramits
occidentales se encuentra el gran jross crestado, de tres metros de altura, más danzarín que cantor, y el animal más noble que haya visto después del hombre. Sólo los machos tienen cresta. También vi un jross blanco puro en Meldilorn, pero como un tonto nunca averigüé si representaba una subespecie o si era una simple rareza, como un albino terrestre. Hay también por lo menos un tipo más de sorn además del que conocí: el soroborn o sorn rojo del desierto, que vive en el arenoso norte. Según la opinión general, es magnífico.

Estoy de acuerdo en que es una pena que no haya visto a los pfifltriggi en su región natal. Conozco sobre ellos lo suficiente para «fingir» una visita que sea un episodio de la narración, pero no creo que debamos introducir ningún elemento ficticio a secas. La frase «verdadero en el fondo» suena muy bien sobre la Tierra, pero no puedo imaginarme explicándosela a Oyarsa y tengo la leve sospecha (vea mi última carta) de que me volveré a encontrar con él. De todos modos, ¿por qué nuestros «lectores» (¡a quienes usted parece conocer demasiado bien!), tan decididos a no oír una palabra acerca del idioma, iban a estar tan ansiosos por saber más sobre los pfifltriggi? Pero si usted puede incluirlo, desde luego no hará ningún daño explicando que son ovíparos y matriarcales, y que tienen corta vida si se los compara con las otras especies. Es bastante evidente que las grandes depresiones que habitan son el lecho de los antiguos océanos de Malacandra. Los jrossa que los han visitado se describen a sí mismos bajando hacia tupidos bosques sobre la arena «con las piedras de huesos (fósiles) de los antiguos habitantes de las olas entre ellos». Sin duda, ésas son las manchas oscuras que se ven sobre el disco de Marte desde la Tierra. Y eso me recuerda otra cuestión. Los mapas de Marte que he consultado desde que regresé son tan contradictorios que he abandonado el intento de situar mi propio
jandramit
. Si usted quiere hacer la prueba, el desiderátum es «un “canal” que corre aproximadamente de nordeste a sudoeste cortando otro “canal” que va de norte a sur a una distancia no mayor de treinta kilómetros del ecuador». Pero los astrónomos discrepan mucho acerca de lo que pueden ver en esa zona.

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