Muerte de la luz (33 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Ciencia Ficción

Dirk se sentía hueco. Se encogió de hombros.

—¿Y yo?

—Sabes que lo nuestro no funcionaba. Sin duda. Tuviste que darte cuenta. Nunca dejaste de llamarme Jenny.

—¿No? —sonrió él—. Tal vez no. Tal vez no.

—Nunca —dijo ella, frotándose la cabeza—. Ahora me siento mejor. ¿Aún tienes esas barras de proteínas?

Dirk extrajo una del bolsillo y se la arrojó para que ella, sonriente, la manoteara en el aire; la desenvolvió y empezó a mordisquearla.

Él se levantó abruptamente, hundiendo las manos en los bolsillos de la chaqueta. Caminó hacia el ventanal. Las cimas de las torres blancas aún irradiaban un vago y desteñido fulgor rojizo. Tal vez el Ojo del Infierno y sus servidores no habían abandonado totalmente el cielo del oeste. Pero abajo las calles de la ciudad de Oscuralba estaban sumidas en tinieblas. Los canales eran cintas negras y la tenue luminosidad purpúrea del musgo fosforescente parpadeaba alrededor. A través de esa negrura vacilante, Dirk atisbó al barquero solitario, tal como lo había visto la vez anterior en esas mismas aguas. Reclinado en la pértiga como de costumbre, bogaba corriente abajo, acercándose inexorablemente. Dirk sonrió.

—Bienvenido —masculló—. Bienvenido.

—¿Dirk?

Gwen había terminado de comer. Ahora se ajustaba de nuevo el traje, envuelta en la luz turbia. Detrás de ella, los bailarines blanco-grisáceos se contoneaban en las paredes. Dirk oyó tambores y susurros y promesas. Y supo que éstas eran mentiras.

—Una pregunta, Gwen —dijo Dirk, con desaliento—. ¿Por qué me llamaste? ¿Por qué, si pensabas que lo nuestro había muerto irremediablemente…? ¿Por qué no me dejaste en paz?

Ella se volvió. Estaba pálida y perpleja.

—¿Llamarte?

—Ya sabes. La joya susurrante.

—Sí —dijo ella, insegura—. Está en Larteyn.

—Desde luego que sí. En mi equipaje. Me la enviaste.

—No —dijo Gwen—. No.

—¡Me fuiste a buscar!

—Anunciaste que venías desde la nave. Nunca, créeme. Sólo entonces me enteré de tu llegada. No sabía qué pensar. Creí que en algún momento me lo dirías, por eso nunca te lo pregunté directamente.

Dirk no respondió, pero la torre exhaló una nota hueca y le arrebató las palabras. El meneó la cabeza.

—¿No me llamaste?

—No.

—Pero recibí la joya. En Braque. La misma, preparada por el ésper. Eso no se puede falsificar —recordó algo más—. Y Arkin dijo…

—Sí —dijo ella, mordiéndose el labio—. No entiendo. Debe haberla enviado él. Pero él era mi amigo. Yo necesitaba alguien con quien hablar. No comprendo —lanzó un gemido.

—¿Tu cabeza? —se apresuró a preguntar Dirk.

—No. No.

Dirk le observó el rostro.

—¿La envió Arkin?

—Sí, tuvo que ser él. No hay otra posibilidad. Nos conocimos en Avalon, después que tú y yo… Ya sabes. Arkin me ayudó. Fueron malos tiempos. Él estaba conmigo cuando le enviaste tu joya a Jenny. Yo rompí a llorar. Le conté todo y charlamos. Aún más tarde, después que conocí a Jaan, Arkin y yo seguimos juntos. ¡Era como un hermano…!

—Un hermano —repitió Dirk—. ¿Por qué cuernos…?

—¡No sé!

—Cuando me recibiste en el puerto espacial —dijo pensativamente Dirk—, Arkin venía contigo. ¿Le pediste que te acompañara? Recuerdo que yo esperaba verte a solas.

—Fue idea de él. Bueno, le dije que yo estaba nerviosa. Que me ponía mal volver a verte. Él se ofreció… para acompañarme, y respaldarme moralmente. Y dijo además que quería conocerte. Ya sabes. Después de todo lo que yo le había contado en Avalon.

—¿Y el día en que tú y él se fueron al bosque…? La vez que tuve problemas con Garse, y luego con Bretan…, ¿qué pasó?

—Arkin dijo… Una migración de escarabajos acorazados o algo así… En realidad no era eso, pero teníamos que cerciorarnos. Salimos apresuradamente.

—¿Y por qué no me dijiste adonde ibas? Pensé que Jaan y Garse te habían aporreado, que estaban alejándote de mí. La noche anterior habías dicho que…

—Lo sé. Pero Arkin había dicho que él te avisaría.

—Y fue él quien me convenció de huir —dijo Dirk—. Y supongo que a ti te dijo eso para convencerme de que tú…

Ella asintió.

Dirk se volvió al ventanal. Las últimas luces habían dejado las cimas de las torres. Arriba, titilaba un puñado de estrellas. Dirk las contó. Doce. Justo una docena. Se preguntó si algunas de ellas serían galaxias, en las honduras del Gran Mar Negro.

—Gwen —dijo—. Jaan partió esta mañana. El viaje de aquí a Larteyn, ida y vuelta, en aeromóvil, ¿cuánto llevaría?

Como ella no respondió, Dirk se dio vuelta nuevamente. Las paredes estaban pobladas de fantasmas, y Gwen temblaba bajo la luz.

—Ya debería haber regresado, ¿verdad?

Ella asintió y volvió a recostarse en el lecho.

La Ciudad Sirena cantaba una canción de cuna, su himno al sueño final.

Capítulo 11

Dirk atravesó la habitación. El rifle estaba apoyado contra la pared. Lo levantó, palpó una vez más la textura resbalosa y tersa del plástico negro. Acarició la cabeza de lobo con el pulgar. Se calzó el arma en el hombro, apuntó, disparó.

El haz de luz vibró un segundo en el aire. Dirk corrió ligeramente el arma, y el rayo también se corrió. Cuando se extinguió la luz y el resplandor se disipó, Dirk comprobó que había abierto un boquete desparejo en el ventanal. El viento penetraba por allí, y sus silbidos discordaban extrañamente con la música de Lamiya-Bailis.

Gwen, bamboleándose, se levantó de la cama.

—¿Qué pasa, Dirk?

Él se encogió de hombros y bajó el rifle.

—¿Qué estas haciendo? —insistió ella.

—Quería asegurarme de que sabía usarlo —explicó Dirk—. Me… Me voy.

Ella arrugó la frente.

—Espera —dijo—. Buscaré mis botas.

Él meneó la cabeza.

—¿Tú también?

—No necesito que me protejan, maldito sea… —dijo Gwen, con una mueca de fastidio.

—No es eso.

—Si vas a cometer una idiotez para hacerte el héroe delante de mí, no servirá de nada —dijo ella, las manos en las caderas.

—No, Gwen —sonrió Dirk—. Voy a cometer una idiotez para hacerme el héroe
delante de mi.
Lo que pienses tú, en fin…, ya no tiene importancia.

—¿Por qué, entonces?

Dirk alzó el rifle con incertidumbre.

—No sé —admitió—. Tal vez porque me gusta Jaan, y tengo una deuda con él. Tal vez porque quiero reparar lo que hice traicionando su confianza después que me nombró
keth.

—Dirk… —empezó ella.

—Ya sé —Dirk la interrumpió con un ademán—. Pero eso no es todo. Tal vez sólo quiero encarar a Ruark. Tal vez es porque en Kryne Lamiya hubo más suicidas que en cualquier otra ciudad de Worlorn, y yo soy uno de ellos. Elige el motivo que más te guste, Gwen; de todos los que acabo de enumerar —una sonrisa tenue le cruzó la cara—. O tal vez es porque sólo hay doce estrellas, ¿sabes? Así es que todo da lo mismo…

—¿Pero piensas que servirá de algo?

—Quién sabe. ¿Y a quién le importa? ¿A ti, Gwen? ¿De veras? —meneó la cabeza y el pelo se le esparció una vez más sobre la frente; se lo echó hacia atrás—. No importa si te importa a ti —dijo con voz forzada—. En Desafío dijiste, o insinuaste, que yo era egoísta. Bueno, tal vez lo era. Y tal vez lo soy ahora. Pero te diré una cosa; haga lo que hiciere, ya no me importará lo que lleves en el brazo, Gwen. ¿Soy claro?

Como discurso de despedida no estaba mal, pero al llegar a la puerta, Dirk se calmó. Titubeó, y se volvió hacia ella.

—Quédate aquí, Gwen —le dijo—. Quédate. Estás herida. Si tienes que huir, Jaan me mencionó una caverna. ¿La conoces? —ella asintió—. De acuerdo, vé allí, si es necesario. De lo contrario, quédate aquí —agitó torpemente el rifle para despedirse, luego giró sobre los talones y se marchó apretando el paso.

En la pista aérea las paredes eran sólo paredes: no había fantasmas, ni murales, ni luces. En la oscuridad encontró el aeromóvil que buscaba, después esperó a que sus ojos se acostumbraran a la poca luminosidad. El vehículo no era un producto de Alto Kavalaan; era un pequeño artefacto de dos plazas, con forma de lágrima, negro y plateado, hecho de plástico y una aleación liviana. No tenía blindaje, desde luego. Y la única arma que llevaba era el rifle que Dirk se acomodó en el regazo.

Estaba apenas menos muerto que el resto de Worlorn, pero esa diferencia era suficiente. Dirk encendió el motor y el coche despertó, y los instrumentos iluminaron la cabina con un fulgor pálido. Se apresuró a comer una barra de proteínas y estudió los cuadrantes. La carga energética era mínima, pero tendría que alcanzar. No utilizaría los faros; podía volar a la luz de las estrellas. Y también prescindiría de la calefacción, mientras la chaqueta lo protegiera.

Dirk cerró la portezuela, se enclaustró en la cabina y tocó el control de gravedad. El aeromóvil se elevó hamacándose con incertidumbre, pero se elevó. Dirk aferró la palanca, la empujó y se remontó en el aire.

El terror lo paralizó un instante. Sabía que si la gravedad artificial no respondía bien no alcanzaría a volar, simplemente se revolcaría en el suelo tapizado de musgo. El aeromóvil se sacudió y descendió en forma alarmante en cuanto se alejó de la pista, pero sólo por un segundo; luego cobró impulso y trepó en el viento gemebundo y lo único que se revolcó fue el estómago de Dirk.

Subió continuamente, tratando de elevar todo lo posible el artefacto. La pared montañosa estaba delante y tenía que sobrevolarla. Además, prefería no encontrarse con otros viajeros nocturnos. Arriba, con las luces apagadas, podría ver cualquier aeromóvil que volara debajo y tal vez pasar inadvertido.

No volvió a mirar a Kryne Lamiya, pero sintió la ciudad a sus espaldas, impulsándolo, despojándole de todo temor. El temor era una tontería; nada importaba, y la muerte, menos que nada. Aun cuando la Ciudad Sirena y sus luces blancas y grises se desvanecieron, la música persistió, esfumándose de a poco, cada vez más débil, pero sin dejar de acompañarle con toda su fuerza. Una nota, un silbido trémulo y agudo sobresalía entre los demás. Se la oía aun a treinta kilómetros de la ciudad, mezclada con el silbido más profundo del viento. Finalmente Dirk comprendió que brotaba de sus propios labios.

Dejó de silbar y trató de concentrarse en el vuelo.

Al cabo de una hora, la pared montañosa se irguió delante de él, o mejor aún, debajo, pues ya volaba muy alto y se sentía más cerca de las estrellas y las minúsculas galaxias que vislumbraba en el cielo, que de los bosques de abajo. Soplaba un viento encarnizado que se filtraba por las pequeñas fisuras de la portezuela, pero Dirk no le prestaba atención. Donde las montañas se encontraban con el bosque, avistó una luz.

Disminuyó la velocidad, trazó un círculo e inició el descenso. No debía brillar ninguna luz de este lado de las montañas; convenía investigar de qué se trataba. Descendió hasta volar directamente sobre la luz. Luego, detuvo el coche en el aire, lo mantuvo suspendido un instante y apagó el control de gravedad. Con infinita lentitud, descendió silenciosamente, acunado por el viento.

Había varias luces. La principal era un fuego; ahora lo veía con claridad, lo veía agitarse y temblar mientras el viento deshilachaba las llamas. Pero también había luces más pequeñas, fijas y artificiales, un círculo en la negrura, no muy lejos de la hoguera. Tal vez a un kilómetro, o menos, calculó.

La temperatura empezó a elevarse en la cabina, y Dirk sintió que la transpiración le empapaba las ropas debajo de la chaqueta. También lo envolvió el humo: nubes negras y sucias de hollín ascendían desde la hoguera y le impedían ver con claridad. Fastidiado, desplazó el aeromóvil y continuó el descenso un poco más lejos del fuego.

Las llamas se elevaban para saludarlo; largas lenguas anaranjadas, muy brillantes contra el penacho de humo. También vio chispas, o brazas, o algo por el estilo; brotaban de la hoguera en estelas candentes, brincando hacia la noche antes de esfumarse. Más abajo presenció otro espectáculo; el furioso crepitar de llamas blanco-azuladas que despedían un acre olor a ozono, y pronto se extinguieron.

Dirk detuvo el aeromóvil a una distancia prudente del fuego. Había gente en los alrededores (el círculo de luces artificiales), y no quería ser descubierto. El aeromóvil negro y plateado, inmóvil contra el cielo negro, no era muy visible, pero las cosas cambiarían si le daba el resplandor de la hoguera. Pese a que desde allí Dirk veía con toda claridad, aún no podía distinguir lo que ardía en el fuego; en el centro había una forma imprecisa y oscura que chisporroteaba de vez en cuando. Alrededor se veía la densa maraña de estranguladores, las ramas cerúleas lustrosas bajo el resplandor. Varios habían caído en el centro de la hoguera y al chamuscarse y reducirse a cenizas rezumaban ese humo negro. Pero el resto, la cerca sinuosa que rodeaba el fuego, se negaba a arder. En vez de difundirse, las llamas obviamente morían.

Dirk esperó y observó. Ya estaba casi seguro de que era un aeromóvil caído, a juzgar por las chispas y el olor a ozono. Quería saber
cuál.

Cuando las llamas se aplacaron y cesó el chisporroteo, pero antes que las llamas se extinguieran del todo para diluirse en un humo grasiento, Dirk distinguió una forma: un ala de murciélago, grotescamente inclinada y apuntando al cielo, recortada contra una lámina de fuego. Era suficiente: no conocía ese aeromóvil, aunque indudablemente era de fabricación kavalar.

Un fantasma oscuro flotando sobre el bosque, voló de la hoguera moribunda hacia el círculo de luces artificiales. Esta vez se mantuvo a mayor distancia. Era innecesario acercarse más. Las luces eran muy brillantes y la escena se perfilaba con nitidez.

Divisó un ancho claro, rodeado de linternas eléctricas, y el borde de una especie de laguna extensa; el mismo trío que había estado debajo del árbol emereli en Desafío, cuando Myrik Braith atacó a Gwen. Uno de ellos, el coche en forma de cúpula y blindaje rojo oscuro, pertenecía a Lorimaar alto-Braith. Los otros dos eran más pequeños, casi idénticos, salvo que uno estaba muy averiado, algo que se notaba aun desde la distancia. Yacía de costado, medio hundido en el agua y con una parte deformada y brillante. La portezuela blindada estaba abierta.

Figuras delgadas se movían alrededor del vehículo destrozado. Dirk apenas las habría distinguido si hubieran estado quietas, a tal punto se confundían con el suelo. Cerca, alguien conducía sabuesos Braith fuera del aeromóvil de Lorimaar.

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