Muerte de la luz (34 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Ciencia Ficción

Frunciendo el ceño, Dirk manipuló el control de gravedad y se elevó hasta que hombres y vehículos se perdieron de vista y no se vislumbró más que un punto luminoso en la floresta. Dos, en realidad, aunque la hoguera ya era apenas un rescoldo tenue y anaranjado que no tardaría en apagarse.

A salvo en el vientre negro del cielo, recapacitó.

El aeromóvil destrozado era el de Rosef, el mismo que habían robado en Desafío, el que Jaan Vikary se había llevado esa mañana. De eso estaba seguro. Sin duda los Braith lo habían sorprendido y perseguido hasta el bosque, y lo habían derribado. Pero parecía improbable que Jaan hubiera muerto. De lo contrario, ¿qué hacían allí los sabuesos? Lorimaar no había venido a pasear los perros. Lo más probable era que Jaan hubiera sobrevivido y ahora huyera por el bosque y los Braith se aprestaran a darle caza.

Dirk consideró la posibilidad de rescatarlo, pero las perspectivas eran más que inciertas. No tenía idea de cómo rescatar a Jaan en esa selva tenebrosa. Para eso, los Braith estaban mejor equipados.

Reanudó el vuelo rumbo a la pared montañosa, hacia Larteyn. En el bosque, armado como estaba y solo, no podría ayudar demasiado a Jaan Vikary. En la fortaleza de fuego kavalar, sin embargo, al menos podría saldar la deuda de Arkin Ruark con Jadehierro.

Las montañas se deslizaban debajo, y Dirk se distendió una vez más. Pero ahora llevaba la mano apoyada en el rifle.

Al cabo de poco menos de una hora, Larteyn, roja y titilante, se recortó contra las montañas. Parecía muy muerta y vacía, pero Dirk sabía que no era así. Descendió y sin pérdida de tiempo enfiló, sobrevolando las azoteas bajas y cuadrangulares y las plazas de piedraviva, al edificio que una vez había compartido con Gwen Delvano, los dos de Jadehierro y el embustero kimdissi. Sólo un aeromóvil yacía en la azotea barrida por el viento: la reliquia verde oliva. No había indicios del vehículo amarillo de Ruark ni de la raya metálica gris. Dirk se preguntó por un instante qué le habría ocurrido a ésa, abandonada en Desafío; luego desechó ese pensamiento y aterrizó.

Empuñó el láser con firmeza y salió. El mundo estaba quieto y carmesí. Dirk tomó un ascensor y descendió a los aposentos de Ruark. Estaban desiertos.

Los revisó meticulosamente, derribando objetos sin preocuparse por lo que desordenaba o destruía. Todas las pertenencias del kimdissi estaban todavía allí, pero Ruark no se encontraba. Tampoco había nada que indicara adonde había ido.

Las pertenencias de Dirk también estaban allí; las pocas cosas que había dejado al fugarse con Gwen, una pequeña pila de ropas ligeras que había traído de Braque, inútiles en la atmósfera fría de Worlorn. Dejó el láser en el suelo, se arrodilló y hurgó en los bolsillos de los pantalones sucios. Sólo cuando la encontró, aún envuelta en plata y terciopelo, supo realmente qué estaba buscando, por qué había regresado a Larteyn.

En el dormitorio de Ruark halló un pequeño cofre con alhajas personales, en una caja fuerte: anillos, pendientes, intrincados brazaletes y coronas, aros de piedras semipreciosas. Revolvió la caja hasta que descubrió una delgada y hermosa cadena con una lechuza plateada incrustada en ámbar y suspendida de un broche. El broche parecía tener el tamaño adecuado. Dirk arrancó el ámbar con la lechuza y los reemplazó por la joya susurrante. Luego se desabrochó la chaqueta y la camisa y se colgó la cadena del cuello. La fría lágrima roja le acarició la piel desnuda, susurrando, prometiendo falsedades. La pequeña puñalada de hielo le hacía doler el pecho, pero aceptó ese dolor; era Jenny. Poco después se había acostumbrado y ya no le molestaba. Lágrimas saladas le rodaron por las mejillas. No las notó. Subió las escaleras.

El taller que Ruark había compartido con Gwen estaba tan desarreglado como Dirk lo recordaba, pero el kimdissi tampoco estaba allí. Tampoco lo halló en el departamento desocupado adonde Dirk lo había llamado desde Desafío. Sólo quedaba un sitio donde buscarlo.

Se apresuró a subir a la cima de la torre. La puerta estaba abierta. Titubeó, luego entró, láser en mano.

La gran sala era todo caos y destrucción. La videopantalla había sido aplastada o había estallado; había astillas de vidrio por todas partes. Disparos de láser desgarraban las paredes. El diván estaba volcado y rasgado por todas partes, y el relleno yacía disperso en enormes puñados. Algunos habían sido arrojados al hogar, y el amasijo húmedo y humeante ahogaba el fuego. Una de las gárgolas, patas arriba y decapitada, yacía contra la base de la repisa. La cabeza de ojos de piedraviva había sido arrojada a las cenizas húmedas del hogar. El aire hedía a vino y a vómito.

Garse Janacek dormía en el suelo, el torso desnudo, la barba roja enrojecida aún más por los hilillos de vino, la boca entreabierta. Hedía como la habitación. Roncaba estruendosamente y aún aferraba la pistola láser con una mano. La camisa yacía en un charco de vómito que Garse había tratado de secar sin demasiado entusiasmo.

Dirk se acercó sigilosamente y tomó el láser de entre los dedos flojos de Janacek. El
teyn
de Vikary no era el férreo kavalar que Jaan le había descrito.

El hierro-y-piedraviva aún ceñía el brazo derecho de Janacek. Algunas piedras habían sido arrancadas, y los agujeros vacíos lucían obscenos. Pero casi todo el brazalete estaba intacto, salvo donde se notaban algunos rasguños. El antebrazo de Janacek, por encima del brazalete, también estaba rasguñado; los tajos eran profundos, y prolongaban los surcos del hierro negro. Costras de sangre seca embadurnaban el brazo y el brazalete.

Cerca de la bota de Janacek, Dirk vio la cuchilla ensangrentada. Sólo cabía imaginar el resto. Borracho, sin duda, había tratado de arrancar las piedravivas con la mano izquierda, entorpecida por la vieja cicatriz. Finalmente, había perdido la paciencia y se había acuchillado ferozmente, antes que el dolor y la cólera le hicieran soltar el arma.

Dirk retrocedió con ligereza, sorteando la camisa empapada de Janacek; se plantó en el vano, alzó el rifle y gritó:


¡Garse!

Janacek no se movió. Dirk repitió el grito; esta vez los ronquidos se apaciguaron notablemente. Envalentonado, Dirk se agachó y recogió lo primero que tuvo a mano, una piedraviva, y se la arrojó; le dio en la mejilla.

El kavalar se incorporó lentamente, parpadeando. Al ver a Dirk hizo una mueca de desprecio.

—Levántese —ordenó Dirk, gesticulando con el láser.

Janacek se puso de pie trabajosamente, y echó una ojeada en busca de la pistola.

—No la encontrará —le dijo Dirk—. La tengo yo.

Janacek tenía los ojos legañosos y abotagados, pero el sueño ya le había quitado la borrachera.

—¿A qué ha venido, t'Larien? —dijo lentamente, con voz más exhausta que aguardentosa—. ¿A burlarse de mí?

—No —le respondió Dirk, con un meneo de cabeza—. Usted me da lástima.

Janacek le lanzó una mirada fulminante.

—¿
Yo
le doy lástima?

—¿No le parece que es digno de compasión? ¡Mire a su alrededor!

—Cuidado, t'Larien. Siga abusando de sus burlas y descubriré si realmente tiene agallas para disparar esa arma que empuña con tanta torpeza.

—No lo haga, Garse. Por favor, necesito que me ayude.

Janacek soltó una estruendosa carcajada, cargada de furia, echando la cabeza hacia atrás. En cuanto se calmó, Dirk le refirió lo que había ocurrido desde la muerte de Myrik Braith en Desafío. Janacek le escuchaba muy tieso, los brazos cruzados sobre el pecho desnudo y partido por la cicatriz. Cuando Dirk le contó sus conclusiones acerca de Ruark, rió una vez más.

—Los intrigantes de Kimdiss —masculló; Dirk dejó pasar el comentario y luego terminó su historia—. ¿Y con eso? ¿Por qué piensa usted que todo esto puede interesarme? —preguntó Janacek.

—Tal vez suponiendo que usted no permitirá que los Braith cacen a Jaan como a un animal —replicó Dirk.

—Se ha convertido en un animal.

—A los ojos de los Braith —repuso Dirk—. ¿Es usted un Braith?

—Soy un kavalar.

—¿Ahora todos los kavalares son iguales? —señaló la cabeza de piedra de la górgola, en el hogar—. Veo que ahora toma trofeos, igual que Lorimaar —Janacek lo miró con dureza—. Tal vez me equivoqué, pero cuando entré aquí y vi todo esto, me puse a pensar que, pese a todo, usted albergaba sentimientos humanos por quien había sido su
teyn.
Recordé que una vez me dijo que Jaan y usted estaban ligados por un vínculo más fuerte que cualquiera que yo hubiera conocido. Pero supongo que me mentía…

—Le dije la verdad. Jaan Vikary quebró ese vínculo.

—Gwen quebró todos los vínculos que me ligaban a ella, hace años —dijo Dirk—. Pero vine cuando me necesitó. Bueno, resultó que en realidad ella no me necesitaba, y que yo he venido por una serie de razones egoístas. Pero vine. Y eso no puede negármelo, Garse. Cumplí mi promesa —hizo una pausa—. Y yo no consentiría que nadie la cazara a ella, si pudiera impedirlo. Parece que el vínculo que nos unía era mucho más fuerte que el hierro-y-fuego kavalar.

—Diga lo que quiera, t'Larien. Sus palabras no cambian nada. Es ridículo que alardee de cumplir promesas. ¿Y las promesas de hermandad que nos hizo aquí mismo a Jaan y a mí?

—Las traicioné —se apresuró a decir Dirk—. Lo sé. Así es que usted y yo estamos parejos, Garse.

—Yo no he traicionado a nadie.

—Está abandonando a quienes tenía más cerca; a Gwen, que fue su
cro-betheyn
, que durmió con usted y lo amó y lo odió al mismo tiempo. Y a Jaan, su inapreciable
teyn.

—Nunca los traicioné —respondió Janacek con vehemencia—, Gwen me traicionó a mí, y también al jade-y-plata que usó desde el día en que se unió a nosotros. Jaan renunció a la decencia matando a Myrik de esa manera; me ignoró a mí, ignoró los deberes del hierro-y-fuego. Nada les debo, a ninguno de los dos.

—¿De veras, Garse? —debajo de la camisa, Dirk sintió el contacto frío de la piedra susurrante, que lo inundó con palabras y recuerdos, con una evocación del hombre que había sido; estaba fuera de sí—. Y eso es todo, ¿verdad? Usted no les debe nada, y no hay más que decir. Los malditos vínculos kavalares no son más que deuda y obligación, después de todo. Tradiciones, la vieja sabiduría del clan, al igual que el duelo de honor y la cacería de Cuasi-hombres. No hay que recapacitar, simplemente seguir las normas. Al menos en una cosa, Ruark tenía razón: ninguno de ustedes siente amor, salvo Jaan. Y tampoco estoy tan seguro. ¿Qué diablos habría hecho él, si Gwen no hubiera llevado el brazalete?

—¡Lo mismo!

—¿Ah, sí? ¿Y usted? ¿Habría retado a Myrik por haber lastimado a Gwen? ¿O fue porque Myrik ultrajó el jade-y-plata? —resopló Dirk—. Puede que Jaan hubiera hecho lo mismo, pero no usted, Janacek. Usted es tan kavalar como el mismo Lorimaar, tan insensible como Chell o Bretan. Jaan quería mejorar a su pueblo, pero supongo que usted simplemente disfrutaba de la aventura sin compartir la causa —se quitó el láser de Janacek del cinturón y lo arrojó por el aire con la mano libre—. Tenga —gritó, bajando el rifle—. ¡Vaya a cazar Cuasi-hombres!

Janacek, sorprendido, atajó el arma en el aire, casi por reflejo. La empuñó torpemente, frunciendo el ceño.

—Ahora podría matarlo, t'Larien —dijo.

—Haga eso o no haga nada —dijo Dirk—. Lo mismo da. Si usted realmente hubiera
amado
a Jaan…

—Yo no
amo
a Jaan —farfulló Janacek, enrojeciendo—. ¡Él es mi
teyn
!

Dirk dejó que las palabras del kavalar flotaran un minuto en el aire. Se rascó la barbilla pensativamente.

—¿Es…? —preguntó—. ¿O quiso decir que Jaan era su teyn?

Janacek palideció tan de repente como había enrojecido. Debajo de la barba, la boca se le torció en un gesto que hacía recordar a Bretan. Volvió los ojos, casi furtivamente, con vergüenza, al pesado brazalete de hierro que aún le ceñía el antebrazo manchado de sangre.

—No pudo arrancar todas las piedravivas, ¿verdad? —dijo suavemente Dirk.

—No —respondió Janacek, con voz extrañamente serena—. No. Pero claro que eso no quiere decir nada. El hierro físico no tiene valor cuando el otro hierro ha desaparecido.

—Pero no ha desaparecido, Garse —dijo Dirk—. Jaan me habló de usted en Kryne Lamiya. Lo sé. Tal vez él se siente ligado a Gwen también por el hierro, y quizás eso sea un error. No me lo pregunte a mí. Todo lo que sé es que para Jaan el otro hierro sigue allí. En Kryne Lamiya llevaba el hierro-y-fuego. Supongo que lo seguirá llevando cuando los sabuesos Braith lo despellejen.

Janacek meneó la cabeza.

—Juraría que su madre es kimdissi, t'Larien. Pero no puedo oponerle resistencia. Es usted un intrigante consumado —sonrió; era la vieja sonrisa, la que aquella mañana le había relampagueado en la cara cuando apuntó con el láser a Dirk y le preguntó si le asustaba—. Jaan Vikary
es
mi
teyn
—dijo—. Estoy a su disposición.

La conversión de Janacek, pese a las resistencias que opuso, fue completa. De inmediato se hizo cargo de la situación. Dirk opinaba que debían partir de inmediato y elaborar un plan durante el vuelo, pero Janacek insistió en que se tomaran un tiempo para ducharse y vestirse.

—Si Jaan sigue con vida, no correrá demasiado peligro hasta el amanecer. Los sabuesos no ven bien en la oscuridad y los Braith no querrán internarse de noche en un bosque de estranguladores. No, t'Larien; acamparán y esperarán. Un hombre solo, a pie, no puede ir muy lejos. Así es que tenemos tiempo para que los enfrentemos con un aspecto más digno.

Cuando estuvieron listos para partir, Janacek ya había borrado casi todos los rastros de su embriaguez y su arrebato de cólera. Lucía elegante e impecable en un traje tornasolado revestido de piel, la barba limpia y recortada, el pelo rojo y oscuro, cuidadosamente peinado hacia atrás. Sólo el brazo derecho lo delataba, pese al prolijo vendaje. Pero las heridas no parecían inhibirlo demasiado; con movimientos gráciles y fluidos, el kavalar cargó y controló el láser y lo guardó en la funda. Además de la pistola, también llevaba un machete de doble filo y un rifle como el de Dirk. Al empuñarlo, sonrió jovialmente.

Dirk se había lavado y afeitado mientras esperaba, y también había aprovechado para aplacar el hambre con verdadera comida. Cuando subieron a la azotea, casi le sobraban energías.

La cabina del enorme aeromóvil de Janacek era tan incómoda como el del lamentable artefacto que Dirk había traído de Kryne Lamiya, pese a que la máquina de Janacek tenía cuatro asientos en vez de dos.

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