Nueva York (102 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

¿Qué clase de vida dejaría? ¿Había sido feliz? No del todo. ¿Le gustaba su casa? No mucho. A su nuevo Rolls-Royce sí lo quería… de eso estaba seguro. Pero ¿qué era lo que amaba de él? ¿El hecho de que era caro, su silueta plateada, los asientos de cuero rojo, la admiración y envidia que suscitaba? No. Era el motor. Eso era lo que lo apasionaba, su funcionamiento, su belleza. Habría sido igual de feliz siendo un humilde mecánico.

El hombre que había construido aquel Rolls-Royce sí era afortunado, concluyó William. Un hombre que hacía algo que le gustaba y que lo hacía a la perfección.

«¿Me gusta lo que hago? —se preguntó—. No mucho. ¿Lo hago bien?». Era mediocre, a lo sumo. Y en ese momento había fracasado de manera estrepitosa. Se sentía avergonzado, humillado, probablemente falto de amor, y tenía mucho, mucho miedo.

Cuando volvió a Wall Street se había divulgado la noticia. Los empleados de Morgan habían llegado a la conclusión de que no había modo de salvar a la fiduciaria. La Knickerbocker había entrado en quiebra. Ya empezaban a formarse colas delante de las otras fiduciarias, incluida la suya. La gente estaba retirando su dinero.

Los socios ya habían decidido qué iban a hacer llegado ese momento: devolver con la mayor lentitud posible. Cuando entró en la oficina, ya se estaba llevando a cabo la devolución. Seguramente podría continuar a lo largo de la tarde, pero ¿después qué? No tenía ni idea. Observó la fila que avanzaba de manera lenta pero inexorable, como un río. Ni siquiera Pierpont Morgan podía contener un río.

Esa noche, en casa, sonrió alegremente durante la cena. Sí, había habido un poco de pánico en Wall Street, confesó a los niños. Lo verían en los periódicos y oirían hablar de ello, pero no duraría mucho.

—Los cimientos del mercado son buenos —les aseguró a todos—. En realidad, puede que éste sea un momento excelente para comprar.

Al día siguiente, la gente aguardaba delante de las oficinas de la fiduciaria al amanecer, con la esperanza de conseguir su dinero antes que los demás. Los socios, mientras tanto, buscaban efectivo. En cuanto abrieron el negocio, llamaron a los agentes pidiendo la devolución de todos sus préstamos. En las oficinas de la agencia de Bolsa reinaba un absoluto pesimismo.

—Tendremos suerte si resistimos hasta mañana —le dijeron sus socios en cuanto entró—. Mañana dejaremos de existir.

William salió afuera. No se podía hacer nada. Contempló con tristeza el cielo. Era duro, terrible. Se volvió con intención de caminar de nuevo hacia el Bowling Green, para estar solo.

Había caminado sólo unos pasos cuando uno de los empleados de la fiduciaria lo alcanzó. El hombre parecía muy excitado.

—¡Venga enseguida! —gritó—. Gracias, Señor, que acudes a rescatarnos.

El presidente Theodore Roosevelt tenía motivos fundados para no fiarse de la ciudad de Nueva York. Una década atrás se había esforzado por reformar su corrupto cuerpo de policía. Había sido testigo, asimismo, de las poderosas combinaciones industriales que J.P. Morgan estaba forjando… y no le agradaban nada. En su opinión, se estaba concentrando demasiado poder económico en muy pocas manos. Tras ser elegido como gobernador del estado de Nueva York y luego designado como vicepresidente, el asesinato del presidente McKinley lo había encumbrado de manera imprevista, con tan sólo cuarenta y dos años, a la Casa Blanca, desde donde había seguido precaviendo a los poderes públicos frente a la pujanza de Wall Street. A Pierpont Morgan personalmente, Roosevelt lo tenía, sin embargo, en gran estima.

En las primeras horas de aquel miércoles ocurrió algo extraordinario. El Gobierno de los Estados Unidos depositó la enorme suma de veinticinco millones de dólares en manos de Pierpont Morgan, con una escueta recomendación: «Haga lo que considere mejor, pero sálvenos».

Y entonces Júpiter, el más potente de los dioses, comenzó a descargar sus relámpagos.

Cuando William Master evocaba aquellos días era como recordar una gran batalla, con periodos de espera, momentos de súbita actividad y confusión y unas cuantas imágenes hechizantes que siempre guardaría en la memoria. Poniendo en juego el dinero del gobierno, junto con otras sumas aun superiores de fondos privados que logró reunir gracias a la mera fuerza de su personalidad, el anciano Pierpont Morgan se puso manos a la obra. Ese miércoles, comenzó a rescatar a las fiduciarias. Al día siguiente salvó las agencias de correduría de la Bolsa de Nueva York. El viernes, cuando Europa comenzó a retirar efectivos y el crédito quedó tan estrangulado que Wall Street se paralizó, Morgan se presentó en persona en el Banco de Compensación y pidió que emitiera sus propios vales canjeables, a fin de que circulara el dinero. No obstante, tal vez donde se vio más el alcance de su autoridad fue en la reunión que celebró esa noche en su casa con todos los representantes del clero neoyorquino.

—Esto es lo que van a decir en el sermón del domingo —les ordenó.

Morgan tardó dos semanas en sanear el sistema financiero. Como la ciudad de Nueva York se declaró también al borde de la ruina en aquellas fechas, también la salvó de paso de la quiebra. Su actuación final consistió en convocar en su majestuosa biblioteca a los principales banqueros y responsables de fiduciarias de Wall Street. Una vez los tuvo allí, cerró las puertas y no los dejó salir hasta que se avinieron a hacer lo que era necesario hacer.

La imagen más destacada que William conservó en el recuerdo tenía por escenario el mismo Wall Street. Ese primer viernes, él caminaba en dirección oeste cuando llegó a la intersección principal de la calle. A su izquierda, en la esquina, en el número 23, estaba la Casa Morgan. Al frente, la espléndida fachada de la Bolsa de Nueva York. A su derecha, el Federal Hall, sede de las reservas monetarias y, un poco más allá, en Nassau Street, el Banco de Compensación. Delante, a unos cien metros de distancia, quedaba Broadway y la iglesia Trinity. Aquél era el centro neurálgico de las finanzas del país. Aquella semana, al menos, había sido el puente de mando donde se había salvado al mundo del naufragio.

En ese preciso momento se abrieron las puertas del número 23 y Morgan salió al umbral. La calle estaba abarrotada. Millonarios y administradores, contables y recaderos, todos se apiñaban en el espacio comprendido entre la Bolsa y el Federal Hall. Había agentes de Bolsa a quienes Morgan consideraba demasiado vulgares para mezclarse con ellos, pero que habían vitoreado su nombre cuando los salvó. Había miembros de fiduciarias a quienes despreciaba, pero que aguardaban delante de su puerta para implorar favores. Todos los habituales de Wall Street se concentraban en el estrecho foro financiero cuando el alto y fornido banquero salió de su templo tocado con su sombrero de copa.

Júpiter no miró ni a derecha ni a izquierda con aquellos ojos tan ardientes como el fuego de un volcán. Su hinchada y prominente nariz sobresalía de la cara como una montaña bajo la cual se prolongaba, cual reguero de lava, el bigote. ¿Sería allí donde Vulcano preparaba sus relámpagos? Era harto probable.

Cuando se puso a caminar con paso rápido por la calle, la multitud le abrió un pasillo, tal como harían los mortales ante una deidad. Y más les valía, pensó William. Por más que apoyara a su iglesia y le gustara reunirse con los obispos, cuando descendía a Wall Street desde el Olimpo bancario se hallaba por encima de los mortales. Entonces Morgan era realmente Júpiter, el rey de los dioses.

Por desgracia seguía siendo un hombre. En el curso de los meses siguientes, fueron muchos los que se formularon el mismo interrogante:

—Morgan no va a estar siempre entre nosotros. ¿Qué haremos cuando fallezca?

Algunos abogaban por la imposición de una regulación más estricta para contener los excesos que habían desembocado en la crisis. William Master no estaba seguro, con todo, de que aquello fuera una buena idea.

—Las cosas se nos han ido un poco de la manos —concedía—, pero no necesitamos caer en el socialismo. Los bancos pueden regularse a sí mismos, tal como hacen en Londres.

Habrían de transcurrir seis años antes de que se instaurara un sistema de Reserva Federal dotado de poderes limitados.

Para William, no obstante, la vida pronto volvió a la normalidad.

—¿Estuvimos de veras a punto de perderlo todo? —le preguntó su esposa.

—Supongo que si todas las fiduciarias hubieran quebrado —repuso él con tranquilizadora actitud—, nosotros habríamos quebrado también. Pero nunca tuvimos problemas graves.

Aquello pareció reconfortarla tanto que, al cabo de un tiempo, él mismo llegó casi a creérselo.

El primer fin de semana de noviembre, salió solo con el Rolls-Royce a realizar un recorrido de setenta kilómetros. Se planteó llevar al joven Keller, pero al final descartó la idea, porque sabía que si Rose se enteraba, se habría molestado.

El pánico bursátil de 1907 iba a cambiar la vida del joven Salvatore Caruso, pero lo que él guardó siempre en la memoria fue un pequeño acontecimiento que tuvo lugar un mes antes.

Se había vestido con esmero. Llevaba el traje de pantalón largo que había pertenecido antes a su hermano y una camisa blanca inmaculada. Estaba como para hacer la primera comunión, pero para todos, con excepción de su madre, la reunión de ese día revestía más importancia aún. Por eso estaba ansioso por llevar a cabo el recado con la mayor diligencia posible.

Había sido idea de su madre mandarlo a la casa del sacerdote. No al cura de su propia parroquia, sino al anciano de pelo plateado que había ido a decir misa a su iglesia la semana anterior. ¿Y dónde vivía aquel clérigo? En el barrio judío, ni más ni menos.

La zona no quedaba lejos. Sólo había que cruzar la Bowery y se llegaba a los distritos diez y trece del Lower East Side, que seguían hasta el río justo debajo del antiguo barrio alemán. Aquel sector pobre, situado en torno a las calles Division y Hester, y en la Delancey hasta la Houston, albergaba pequeñas fábricas, talleres de esmalte, herrerías y casas de apartamentos que, desde hacía una generación, ocupaban hasta rebosar los judíos venidos del este de Europa. En la calle Rivington, cerca del río, había no obstante una iglesia católica.

A Salvatore no le había gustado el sermón del anciano. Estaba centrado en las tentaciones que había sufrido en el desierto Jesucristo, cuando en lo alto de una montaña el diablo le había dicho que saltara para que Dios pudiera salvarlo. Pero, tal como les había recordado el sacerdote, Jesús había tenido el acierto de rehusar.

—¿Por qué no saltó? —había susurrado Salvatore a Anna.

Después de todo, si Jesús era capaz de caminar sobre las aguas ¿por qué no podía volar? A él le parecía una idea genial, aunque no al viejo sacerdote.

—¡No tentarás al Señor tu Dios! —había exclamado, mirándolo directamente a él.

Dios es todopoderoso, había explicado, pero no tiene por qué demostrarlo. Es un sacrilegio —de nuevo miró con severidad a Salvatore— desafiar a Dios para que haga algo. Él sólo hace lo que es necesario para sus designios, que nosotros no comprendemos. Si Él nos otorga la pobreza, si nos otorga enfermedad, si nos arrebata a un ser querido, es porque forma parte de sus designios. Podemos solicitar su ayuda, pero debemos aceptar nuestro destino.

—No le pidáis más de lo que merecéis. Si Dios quisiera que el hombre volara, le habría dado alas. No probéis entonces por ese lado —los amonestó con firmeza—, pues ésa es la tentación del diablo.

A Concetta Caruso le había agradado mucho el sermón, en cambio, y después dio las gracias al anciano sacerdote. Hablando con él, había descubierto que la madre de éste era del mismo pueblo que ella, y que tenía una debilidad por las almendras garrapiñadas.

Pero ¿por qué había elegido precisamente ese día para mandar a Salvatore a su casa con una bolsa de almendras garrapiñadas? ¿Quién sabía? Debía de haber sido cosa del destino.

Salvatore recorría las calles del barrio judío tan deprisa como podía. Aunque no tenía miedo, siempre se sentía incómodo en aquella zona. Había hombres barbudos con levitas y sombreros negros y aquella lengua tan extraña, tan distinta de la de los demás. Los niños eran muy pálidos casi todos y, en cuanto a los que llevaban tirabuzones prefería no mirarlos. Lo cierto era que no le buscaban complicaciones. Nunca había tenido que pelearse con ellos. Abriéndose paso entre la apretada masa de carretillas y puestos callejeros, pronto llegó a la calle Rivington, donde se encontraba la iglesia católica.

Los judíos también presentaban otra particularidad: parecía que no tenían iglesias parroquiales como los cristianos. Hasta las sinagogas más importantes eran pequeños edificios achaparrados, embutidos entre casas de apartamentos, sin cementerio ni vivienda parroquial. Algunas estaban anunciadas en estrechas entradas que conducían a una sola habitación; en una misma manzana se podía ver a veces tres o cuatro. A su madre no le despertaban ninguna simpatía los judíos. Decía que eran herejes y que Dios los iba a castigar. Su padre se encogía de hombros tan sólo.

—¿Acaso no han recibido bastante castigo antes de llegar aquí? Aquí en América no hay pogromos, Concetta, gracias a Dios. Basta. Ya es suficiente. Déjalos en paz.

El sacerdote se mostró encantado con el regalo de su madre y le encargó que le diera las gracias.

Salvatore tenía tanto miedo de llegar tarde que recorrió a la carrera el camino de regreso. Después de cruzar la Bowery y entrar en el barrio italiano, siguió recto durante tres calles antes de girar a la izquierda en Malberry Street, la calle donde vivía su familia. Lo esperaban abajo, vestidos con sus mejores galas para la gran ocasión. Su hermano Paolo lucía una cara limpísima y su hermana mayor, Anna, estaba peinando aún a la pequeña Maria.

—Por fin —dijo su padre—. Ya podemos irnos.

—¡Pero ¿dónde está Angelo?! —gritó su madre, mientras su padre efectuaba un gesto de impaciencia—. Anna, ¿dónde está Angelo?

En su condición de hija mayor, sobre quien recaía la obligación de ayudar a su madre, Anna se ocupaba de Angelo casi todo el tiempo.

—Mamá, estoy peinando a Maria —adujo Anna con voz quejumbrosa.

—Salvatore lo encontrará —dijo la madre—. Rápido, Toto, ve a buscar a tu hermano Angelo.

—Aunque no lo sabíamos —solía contar su padre—, cuando llegamos a Ellis Island Angelo ya formaba parte de la familia.

Angelo nació ocho meses después. Ahora tenía seis años, aunque seguía siendo el pequeñín de la familia. Todos lo querían mucho, aunque su padre a veces se impacientaba con él. Era bajito para su edad y bastante delicado. También era muy soñador.

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