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Authors: Paulo Coelho

Once minutos (21 page)

Y empieza a acariciarlo como sólo las vírgenes saben hacer, porque las prostitutas ya lo han olvidado. Él reacciona, el sexo comienza a crecer en sus manos, y ella aumenta lentamente la presión, ahora sabiendo dónde debe tocar, más en la parte de abajo que en la de arriba, debe envolverlo con los dedos, empujar la piel hacia atrás, hacia el cuerpo. Ahora él está excitado, muy excitado, toca los labios de su vagina, manteniendo la suavidad, ella desea pedirle que sea más fuerte, que ponga los dedos ahí dentro, en la parte de arriba. Pero él no hace eso, esparce por el clítoris un poco del líquido que brota de su vientre, y de nuevo hace los mismos movimientos circulares que hizo en sus pechos. Aquel hombre la toca como si fuese ella misma.

Una de las manos de él sube de nuevo a su seno («qué bueno, cómo me gustaría que ahora me abrazase»). Pero no, están descubriendo el cuerpo, tienen tiempo, necesitan mucho tiempo. Podrían hacer el amor ahora, sería la cosa más natural del mundo, y posiblemente sería bueno, pero todo aquello es tan nuevo, tiene que controlarse, no quiere estropearlo todo. Recuerda el vino que tomaron la primera noche, lentamente, sorbiendo cada trago, sintiendo que la calentaba, que la hacía ver el mundo diferente, la hacía sentirse más cómoda y más en contacto con la vida.

Desea también beber a aquel hombre, y entonces podrá olvidar para siempre el mal vino, que se toma de un trago y da una sensación de embriaguez, pero que termina en dolor de cabeza y un agujero en el alma.

Ella se detiene, suavemente entrelaza sus dedos en las manos de él, oye un gemido y desea gemir también, pero se controla, siente que aquel calor se expande por todo su cuerpo, lo mismo debe de estar sucediéndole a él. Sin orgasmo, la energía se dispersa, va hasta el cerebro, no la deja pensar en nada que no sea ir hasta el final, pero es eso lo que ella quiere, parar, parar en el medio, expandir el placer por todo el cuerpo, invadir la mente, renovar el compromiso y el deseo, volver a ser virgen.

Se quita suavemente la venda de los ojos, y le hace lo mismo a él. Enciende la luz de la mesilla de noche. Los dos están desnudos, pero no sonríen, sólo se miran. Yo soy el amor, yo soy la música, piensa ella. Vamos a bailar.

Pero no dice nada de eso: hablan sobre algo trivial, cuándo nos veremos de nuevo, ella señala una fecha, tal vez dentro de dos días. Él dice que le gustaría invitarla a una exposición, ella vacila. Eso significaría conocer su mundo, a sus amigos, y lo que van a decir, lo que van a pensar.

Dice que no. Pero él nota que su deseo era decir sí, entonces insiste, usando algunos argumentos alocados, pero que forman parte de la danza que están danzando ahora, ella acaba cediendo, porque era eso lo que quería. Marca un lugar para encontrarse, en el mismo café en el que se vieron el primer día. Ella dice que no, los brasileños son supersticiosos, y no deben citarse en el mismo lugar donde se encontraron el primer día, porque eso podría cerrar el ciclo y hacer que todo se acabase.

Él dice que se alegra porque ella no quiere cerrar ese ciclo. Se deciden por una iglesia desde la que se puede ver la ciudad, y que está en el Camino de Santiago, parte de la misteriosa peregrinación de ambos desde que se encontraron.

Del diario de María, la víspera de comprar su billete de avión de vuelta a Brasil:

Érase una vez un pájaro, adornado con un par de alas perfectas y plumas relucientes, coloridas y maravillosas. En fin, un animal hecho para volar libre e independiente, para alegrar a quien lo observase. Un día, una mujer lo vio y se enamoró de él. Se quedó mirando su vuelo con la boca abierta de admiración, con el corazón latiéndole más de prisa, con los ojos brillantes de emoción. Lo invitó a volar con ella, y los dos viajaron por el cielo en completa armonía. Ella admiraba, veneraba, adoraba al pájaro. Pero entonces pensó: «¡Tal vez quiera conocer algunas montañas distantes!». Y la mujer tuvo miedo. Miedo de no volver a sentir nunca más aquello con otro pájaro. Y sintió envidia, envidia de la capacidad de volar del pájaro.

Y se sintió sola.

Y pensó: «Voy a poner una trampa. La próxima vez que el pájaro venga, no volverá a marcharse».

El pájaro, que también estaba enamorado, volvió al día siguiente, cayó en la trampa y fue encerrado en la jaula.

Todos los días ella miraba al pájaro. Allí estaba el objeto de su pasión, y se lo enseñaba a sus amigas, que comentaban: «Eres una persona que lo tiene todo». Sin embargo, empezó a producirse una extraña transformación: como tenía al pájaro, y ya no tenía que conquistarlo, fue perdiendo el interés. El pájaro, sin poder volar ni expresar el sentido de su vida, se fue consumiendo, perdiendo el brillo, se puso feo, y ella ya no le prestaba atención, excepto para alimentarlo y limpiar la jaula.

Un buen día, el pájaro murió. Ella se puso muy triste, y no dejaba de pensar en él. Pero no recordaba la jaula, recordaba sólo el día que lo había visto por primera vez, volando contento entre las nubes.

Si profundizase en sí misma, descubriría que aquello que la emocionaba tanto del pájaro era su libertad, la energía de las alas en movimiento, no su cuerpo físico. Sin el pájaro, su vida también perdió sentido, y la muerte vino a llamar a su puerta. «¿Por qué has venido?», le preguntó a la muerte.

«Para que puedas volar de nuevo con él por el cielo —respondió la muerte—. Si lo hubieses dejado partir y volver siempre, lo admirarías y lo amarías todavía más; sin embargo, ahora necesitas de mí para poder encontrarlo de nuevo.»

E
mpezó el día haciendo algo que había ensayado durante todos aquellos meses: entrando en una agencia de viajes, y comprando un pasaje para Brasil, en la fecha marcada en su calendario.

Ahora ya sólo le quedaban otras dos semanas en Europa. A partir de aquel momento, Géneve sería el rostro de un hombre que amó, y que la había amado. La rue de Berne sería un nombre, homenaje a la capital de Suiza. Recordaría su habitación, el lago, la lengua francesa, las locuras que una chica de veintitrés años (su cumpleaños había sido la víspera) es capaz de hacer hasta que entiende que hay un límite.

No enjaularía al pájaro, ni le pediría que la acompañase a Brasil; él era lo único verdaderamente puro que le había sucedido. Un pájaro como ése tiene que ser libre, alimentarse de la nostalgia del tiempo en que voló junto a alguien. Y ella también era un pájaro; tener a Ralf Hart a su lado sería recordar para siempre los días del Copacabana. Y eso era su pasado, no su futuro.

Decidió que diría «adiós» sólo una vez, cuando llegase el momento de partir; no iba a sufrir cada vez que recordase «pronto ya no estaré aquí». Por tanto, engañó a su corazón y caminó por Géneve aquella mañana como si siempre hubiese paseado por aquellas calles, la colina, el Camino de Santiago, el puente de Montblanc, los bares que acostumbraba a frecuentar. Observó el vuelo de las gaviotas en el río, a los comerciantes que recogían los puestos, a la gente que salía de su oficina para comer, el color y el gusto de la manzana que estaba comiendo, los aviones que aterrizaban a distancia, el arco iris en la columna de agua que surgía en mitad del lago, la alegría tímida y escondida de todos los que pasaban por ella, las miradas de deseo, las miradas sin expresión, las miradas. Había vivido casi un año en una ciudad pequeña, como otras tantas ciudades pequeñas del mundo pero que, de no ser por la arquitectura peculiar y por el exceso de anuncios de bancos, podría estar ubicada en el interior de Brasil. Había feria. Había mercado. Había amas de casa que regateaban el precio. Había estudiantes que habían dejado las clases antes de la hora, quizá con la disculpa de algún padre o madre enfermos, y ahora paseaban y se besaban a orillas del río. Había gente que se sentía en casa, y gente que se sentía extranjera. Había periódicos que hablaban de escándalos y respetables revistas para hombres de negocios a los que, por cierto, sólo se los veía leyendo periódicos sobre escándalos.

Fue hasta la biblioteca a devolver el manual sobre administración de haciendas. No había entendido nada, pero ese libro le había recordado, en momentos en los que pensaba haber perdido el control de sí misma y de su destino, cuál era el objetivo de su vida. Había sido un compañero silencioso, con su tapa amarilla sin dibujos, una serie de gráficos, pero, sobre todo, un faro en las oscuras noches de las semanas más recientes.

Siempre haciendo planes para el futuro. Y viéndose siempre sorprendida por el presente, se decía a sí misma. Pensaba en cómo se había descubierto a sí misma a través de la independencia, de la desesperación, del amor, del dolor, para luego encontrarse de nuevo con el amor (y le gustaría que las cosas se detuviesen allí).

Lo más curioso de todo es que, mientras algunas de sus compañeras de trabajo hablaban de las virtudes y del éxtasis al estar con ciertos hombres en la cama, ella jamás se había descubierto mejor o peor a través del sexo. No había resuelto su problema, era incapaz de tener un orgasmo con la penetración, y había vulgarizado tanto el acto sexual que tal vez ya nunca llegaría a encontrar en ese «abrazo del reencuentro», como Ralf lo llamaba, el fuego y la alegría que buscaba.

O tal vez (como acostumbraba a pensar de vez en cuando) sin amor era imposible obtener placer en la cama, como decían las madres, los padres, los libros románticos.

La bibliotecaria, normalmente seria —y su única amiga, aunque jamás se lo hubiese dicho—, estaba de buen humor. La atendió a la hora de la comida y la invitó a compartir un sándwich con ella. María se lo agradeció pero dijo que acababa de comer.

—Has tardado mucho en leerlo.

—No he entendido nada.

—¿Recuerdas lo que me pediste una vez?

No, no lo recordaba, pero después de ver la sonrisa maliciosa de la bibliotecaria, imaginó de qué se trataba: sexo.

—¿Sabes?, desde que viniste aquí buscando ese tipo de cosas, decidí hacer un inventario de lo que teníamos. No era mucho, y como tenemos que educar a nuestra juventud, encargué algunos. Así, no tienen que aprender de la peor manera posible, con prostitutas, por ejemplo.

La bibliotecaria señaló una pila de libros en una esquina, todos cuidadosamente forrados con un papel pardo.

—Todavía no he tenido tiempo de clasificarlos, pero les he echado un vistazo y me ha horrorizado lo que he descubierto.

Bien, ya se imaginaba lo que ella iba a decir: posturas incómodas, sadomasoquismo, y cosas de ese tipo. Mejor decirle que tenía que volver al trabajo (no sabía si le había dicho que trabajaba en un banco o en una tienda, las mentiras daban mucho trabajo, ella siempre se olvidaba).

Le dio las gracias e hizo ademán de salir, pero ella comentó:

—Tú también te ibas a horrorizar. Por ejemplo: ¿sabías que el clítoris es una invención reciente?

¿Invención? ¿Reciente? Esa misma semana alguien había tocado el suyo, como si siempre hubiese estado allí, y como si aquellas manos conociesen bien el terreno que estaban explorando, a pesar de la completa oscuridad.

—Fue oficialmente aceptado en 1559, después de que un médico, Realdo Columbo, publicase un libro llamado
De re anatomica.
Durante mil quinientos años de la era cristiana fue oficialmente ignorado. Columbo lo describe, en su libro, como «algo bonito y útil», ¿te lo puedes creer?

Las dos rieron.

—Dos años después, en 1561, otro médico, Gabrielle Fallopio, dijo que el «descubrimiento» había sido suyo. ¡Tú fíjate! ¡Dos hombres, italianos, claro, que entienden del asunto, discutiendo sobre quién había introducido oficialmente el clítoris en la historia del mundo!

Aquella conversación era interesante, pero María no quería pensar en el asunto, sobre todo porque sentía de nuevo el líquido escurriendo, y el sexo poniéndose húmedo, sólo con acordarse de las caricias, de las vendas, de las manos que paseaban por su cuerpo. No, no estaba muerta para el sexo, aquel hombre la había rescatado de alguna manera. Qué bueno era seguir viva.

La bibliotecaria, sin embargo, estaba entusiasmada:

—Incluso después de «descubierto», siguió sin ser respetado —dijo ella, dando la impresión de que se había vuelto una experta en clitoriología, o como se llame esa ciencia—. Las mutilaciones que leemos hoy en los periódicos, donde ciertas tribus de África todavía le niegan a la mujer el derecho al placer, no son ninguna novedad. Aquí mismo, en Europa, en el siglo XIX, todavía se hacían operaciones para eliminarlo, creyendo que en aquella pequeña e insignificante parte de la anatomía femenina estaban todas las fuentes de la histeria, la epilepsia, la tendencia al adulterio y la incapacidad de tener hijos.

María le tendió la mano para despedirse, pero la bibliotecaria no daba señales de cansancio.

—Peor todavía, nuestro querido Freud, el descubridor del psicoanálisis, decía que el orgasmo femenino, en una mujer normal, debe pasar del clítoris a la vagina. Sus más fieles seguidores, desarrollando esta tesis, pasaron a afirmar que el hecho de mantener el placer sexual concentrado en el clítoris era una señal de infantilismo, o, lo que es peor, de bisexualidad.

»Y, sin embargo, como todas nosotras sabemos, es muy difícil tener un orgasmo sólo con la penetración. Está bien ser poseída por un hombre, pero el placer está en ese garbancito, ¡descubierto por un italiano!

Distraída, María reconoció que tenía el problema diagnosticado por Freud: todavía era infantil, su orgasmo no había pasado a su vagina. ¿O estaba equivocado Freud?

—¿Y el punto G, qué crees?

—¿Sabe usted dónde está?

La mujer se puso colorada, tosió, pero tuvo valor para responder:

—Al entrar, en el primer piso, ventana del fondo.

¡Genial! ¡Había descrito la vagina como un edificio! Tal vez hubiese leído aquella explicación en un libro para chicas: al llamar a la puerta y entrar, descubrirás todo un universo dentro del propio cuerpo. Siempre que se masturbaba, prefería más el punto G que el clítoris, ya que éste le daba una cierta aflicción, un placer mezclado con agonía, algo angustioso.

¡Iba siempre al primer piso, ventana del fondo!

Viendo que la mujer no iba a parar de hablar —tal vez acabase de descubrir en ella una cómplice de su propia sexualidad perdida—, dijo adiós con la mano, salió e intentó seguir concentrándose en cualquier tontería, porque no era el día adecuado para pensar en despedidas, clítoris, virginidad recuperada, ni en el punto G. Prestó atención a los ruidos: campanas que sonaban, perros ladrando, el tranvía chirriando en las vías, los pasos, la respiración, los letreros que ofrecían de todo.

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