Once minutos (16 page)

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Authors: Paulo Coelho

Ahora ya no había vuelta atrás. María, la maestra, tenía que acudir rápidamente en su auxilio, o ella lo besaría, lo abrazaría, le pediría que no la dejase.

—Volvamos a la estación de tren —dijo—. Mejor dicho, volvamos a esta sala, al día en que vinimos aquí por primera vez, y tú reconociste que yo existía, y me hiciste un regalo. Fue la primera tentativa de entrar en mi alma, y no sabías si eras bienvenido. Pero, como dice tu historia, los seres humanos fueron divididos, y ahora buscan de nuevo ese abrazo que los una. Ése es nuestro instinto. Pero también nuestra razón para soportar todas las cosas difíciles que suceden durante esa búsqueda.

»Quiero que me mires, y quiero, al mismo tiempo, que evites que yo lo note. El primer deseo es importante porque está escondido, prohibido, no permitido. No sabes si estás ante tu otra mitad perdida, ella tampoco lo sabe, pero algo los atrae, y es preciso creer que es verdad.

«¿De dónde saco todo esto? Lo saco del fondo de mi corazón, porque me gustaría que siempre hubiese sido así. Saco estos sueños de mi propio sueño de mujer.»

Ella bajó un poco el tirante de su vestido, de modo que una parte, sólo una ínfima parte de su pezón quedase al descubierto.

—El deseo no es lo que ves, sino aquello que imaginas.

Ralf Hart miraba a una mujer de cabellos negros, y ropa igual que el cabello, sentada en el suelo de su sala de estar, llena de deseos absurdos, como tener una chimenea encendida en pleno verano. Sí, quería imaginar lo que aquella ropa escondía, podía ver el tamaño de sus senos, sabía que el sostén que ella usaba era innecesario, aunque tal vez fuese una obligación del oficio. Sus senos no eran grandes, no eran pequeños, eran jóvenes. Su mirada no mostraba nada; ¿qué estaba ella haciendo allí? ¿Por qué él alimentaba esa relación peligrosa, absurda, si no tenía ningún problema en conseguir a una mujer? Era rico, joven, famoso, de buena apariencia. Le encantaba su trabajo, había amado a mujeres con las que se había casado, había sido amado. En fin, era una persona que, dadas las circunstancias, debería decir: «Soy feliz».

Pero no lo era. Mientras que la mayoría de los seres humanos se mataban por un pedazo de pan, un techo bajo el cual vivir, un empleo que les permitiese vivir con dignidad, Ralf Hart tenía todo eso, lo cual lo hacía más miserable. Si tuviera que hacer un balance reciente de su vida, tal vez habría dos, tres días en los que se levantó, vio el sol, o la lluvia, y se sintió alegre porque era la mañana, simplemente alegre, sin desear nada, sin planear nada, sin pedir nada a cambio. Aparte de esos pocos días, el resto de su existencia se había gastado en sueños, frustraciones y realizaciones, deseo de superarse a sí mismo, viajes más allá de sus límites; no sabía exactamente a quién, o a qué, pero se había pasado la vida intentando probar algo.

Miraba a aquella hermosa mujer, discretamente vestida de negro, alguien a quien había conocido por casualidad, aunque ya la hubiese visto antes en una discoteca y se hubiese fijado en que no encajaba en aquel lugar. Ella pedía que la desease, y él la deseaba mucho, mucho más de lo que podía imaginar, pero no eran sus senos, ni su cuerpo; era su compañía. Quería abrazarla, quedarse en silencio mirando al fuego, bebiendo vino, fumando un cigarrillo después de otro, eso era suficiente. La vida estaba hecha de cosas simples, estaba cansado de todos esos años buscando algo que no sabía qué era.

Sin embargo, si lo hiciese, si la tocase, todo estaría perdido. Porque a pesar de su «luz», no estaba seguro de si ella entendía lo bueno que era estar a su lado. ¿Estaba pagando? Sí, y seguiría pagando el tiempo que fuese necesario para poder conquistarla, hasta poder sentarse con ella a orillas del lago, hablarle de amor, y oír lo mismo de ella. Era mejor no arriesgarse, no precipitar las cosas, no decir nada.

Ralf Hart dejó de torturarse, y volvió a concentrarse en el juego que acababan de crear juntos. Aquella mujer estaba en lo cierto: no bastaba con el vino, el fuego, el cigarrillo, la compañía; era preciso otro tipo de embriaguez, otro tipo de llama.

Ella llevaba un vestido de tirantes, había dejado un pecho al descubierto, pudo ver su carne, más morena que blanca. Y la deseó. La deseó mucho.

María notó el cambio en los ojos de Ralf. Saberse deseada la excitaba más que cualquier otra cosa. No tenía nada que ver con la receta convencional: quiero hacer el amor contigo, quiero casarme, quiero que tengas un orgasmo, quiero tener un hijo, quiero compromisos. No, el deseo era una sensación libre, suelta en el espacio, vibrando, llenando la vida con la voluntad de tener algo, y eso era suficiente, ese deseo lo empujaba todo hacia adelante, desmoronaba las montañas, humedecía su sexo.

El deseo era la fuente de todo, de salir de su tierra, de descubrir un nuevo mundo, de aprender francés, superar sus prejuicios, soñar con una hacienda, amar sin pedir nada a cambio, sentirse mujer simplemente con la mirada de un hombre. Con una lentitud calculada, se bajó el otro tirante y el vestido se deslizó por su cuerpo. Después, se desabrochó el sujetador. Permaneció allí, con la parte superior del cuerpo completamente desnuda, imaginando que él saltaría sobre ella, la tocaría, le haría promesas de amor, o si era lo suficientemente sensible para sentir, en el propio deseo, el mismo placer del sexo.

El entorno de ambos empezó a cambiar, ya no había ruidos, la chimenea, los cuadros, los libros fueron desapareciendo, y fueron sustituidos por una especie de trance, donde únicamente existe el oscuro objeto del deseo, y nada más tiene importancia.

Él no se movió. Al principio sintió una cierta timidez en sus ojos, pero no duró mucho. Él la miraba, y en el mundo de su imaginación la acariciaba con su lengua, hacían el amor, sudaban, se abrazaban, mezclaban ternura y violencia, gritaban y gemían juntos.

En el mundo real, sin embargo, no decían nada, ninguno de los dos se movía, y eso la excitaba más todavía, porque también ella era libre para pensar lo que quisiera. Le pedía que la tocase con suavidad, abría las piernas, se masturbaba delante de él, decía frases románticas y vulgares como si fuesen lo mismo, tenía varios orgasmos, despertaba a los vecinos, despertaba al mundo entero con sus gritos. Allí estaba su hombre, que le daba placer y alegría, con quien podía ser quien era, hablar de sus problemas sexuales, contarle cuánto le gustaría pasar junto a él el resto de la noche, de la semana, de la vida.

El sudor comenzó a gotear de la frente de ambos. Era la chimenea, le decía uno mentalmente al otro. Pero tanto el hombre como la mujer en aquella sala habían llegado a su límite, habían usado toda la imaginación, habían vivido juntos una eternidad de buenos momentos. Tenían que parar, porque un paso más y aquella magia sería destruida por la realidad.

Con mucha lentitud, porque el final es siempre más difícil que el principio, ella volvió a ponerse el sujetador y escondió los senos. El universo volvió a su lugar, las cosas del entorno volvieron a surgir, ella levantó el vestido que había caído hasta su cintura, sonrió, y con suavidad le tocó el rostro. Él tomó su mano y la apretó contra su cara, también sin saber hasta cuándo debía mantenerla allí, ni con qué intensidad debía agarrarla.

Ella sintió ganas de decir que lo amaba. Pero eso lo estropearía todo, podía asustarlo o, lo que era peor, podía hacer que respondiese que él también la amaba. María no quería eso: la libertad de su amor era no pedir ni esperar nada.

—El que es capaz de sentir sabe que es posible tener placer incluso antes de tocar a la otra persona. Las palabras, las miradas, todo eso contiene el secreto de la danza. Pero el tren llegó, cada uno va por su lado. Espero poder acompañarte en este viaje hasta... ¿hasta dónde?

—De vuelta a Géneve —respondió Ralf.

—El que observa, y descubre a la persona con la que siempre ha soñado, sabe que la energía sexual sucede antes que el propio sexo. El mayor placer no es el sexo, es la pasión con la que se practica. Cuando esta pasión es intensa, el sexo viene a consumar la danza, pero nunca es el punto principal.

—Hablas del amor como una profesora.

María decidió hablar, porque ésa era su defensa, su manera de decirlo todo sin comprometerse con nada:

—El que está enamorado hace el amor todo el tiempo, incluso cuando no lo está haciendo. Cuando los cuerpos se encuentran, es simplemente la gota que colma el vaso. Pueden permanecer juntos durante horas, incluso días. Pueden empezar la danza un día y acabar al día siguiente, o incluso no acabar, de tanto placer. Nada que ver con once minutos.

—¿Qué?

—Te amo.

—Yo también te amo.

—Perdón. No sé lo que digo.

—Ni yo.

Se levantó, le dio un beso y salió. Ella misma podía abrir la puerta, ya que la superstición brasileña decía que el dueño de la casa sólo tenía que hacerlo la primera vez que se marchase.

Del diario de María, a la mañana siguiente:

Ayer por la noche, cuando Ralf Hart me miró, abrió una puerta, como si fuese un ladrón; pero, al marcharse, no se llevó nada de mí, al contrario, dejó olor a rosas, no era un ladrón, sino un novio que me visitaba. Cada ser humano vive su propio deseo; forma parte de su tesoro, y, aunque sea una emoción que pueda apartar a alguien, generalmente trae a quien es importante. Es una emoción que mi alma escogió, y tan intensa que puede contagiarlo todo y a todos a mi alrededor. Cada día escojo la verdad con la que pretendo vivir. Procuro ser práctica, eficiente, profesional. Pero me gustaría poder escoger, siempre, el deseo como mi compañero. No por obligación, ni para atenuar la soledad de mi vida, sino porque es bueno. Sí, es muy bueno.

E
l Copacabana tenía, en promedio, treinta y ocho mujeres que frecuentaban la casa con regularidad, aunque sólo una, la filipina Nyah, pudiese ser considerada por María como alguien parecido a una amiga. La media de permanencia allí era como mínimo seis meses, y como máximo tres años, porque después recibían una proposición de matrimonio, ser amante fija o, si ya no conseguían atraer la atención de los clientes, Milan les pedía, delicadamente, que se buscasen otro lugar de trabajo.

Por eso, era importante respetar la clientela de cada una, y jamás intentar seducir a los hombres que entraban allí y se dirigían directamente a una determinada chica. Además de ser deshonesto, podía ser muy peligroso; la semana anterior, una colombiana había sacado delicadamente una hoja de afeitar del bolso, y poniéndola sobre el vaso de una yugoslava, le había dicho con la voz más tranquila del mundo que la desfiguraría si volvía a aceptar la invitación de cierto director de banco que acostumbraba a ir por allí con regularidad. La yugoslava había alegado que el hombre era libre, y si la había escogido a ella, no podía decir que no.

Aquella noche, el hombre entró, saludó a la colombiana y se fue a la mesa en la que estaba la otra. Tomaron la copa, bailaron, y —María creyó que era demasiada provocación— la yugoslava le guiñó un ojo a la otra, como diciendo: «¿Ves? ¡Me ha escogido él!».

Pero aquel guiño contenía muchas cosas no dichas: me ha escogido porque soy más atractiva, porque estuve con él la semana pasada y le gustó, porque soy joven. La colombiana no dijo nada. Cuando la serbia volvió, dos horas después, ella se sentó a su lado, sacó la hoja de afeitar del bolso y le cortó el rostro cerca de la oreja: nada profundo, nada peligroso, sólo lo suficiente para dejarle una pequeña cicatriz que le recordase para siempre aquella noche. Se pegaron, la sangre salpicó por todos lados, los clientes salieron asustados.

Cuando la policía llegó y quiso saber qué pasaba, la yugoslava dijo que se había cortado la cara con un vaso que había caído de una estantería (no había estanterías en el Copacabana). Ésa era la ley del silencio, o la
omertá,
como lo llamaban las italianas: todo lo que hubiese que resolver en la rue de Berne, desde el amor a la muerte, sería resuelto, pero sin interferencia de la ley. Allí, ellos hacían la ley.

La policía sabía lo de la
omertá,
vio que la mujer mentía, pero no insistió en el asunto; le costaría mucho dinero al contribuyente suizo si decidía apresarla, procesarla, y alimentarla durante el tiempo que estuviese en prisión. Milan agradeció a los policías la rápida intervención, pero todo era un malentendido, o alguna artimaña de un competidor.

En cuanto salieron, les pidió a ambas que jamás volviesen a su bar. Al fin y al cabo, el Copacabana era un local familiar (una afirmación que a María le costaba entender) y tenía una reputación que mantener (lo que la intrigaba más todavía). Allí no había peleas, porque la primera ley era respetar al cliente ajeno.

La segunda ley era la total discreción, «semejante a la de un banco suizo», decía él. Sobre todo porque allí se podía confiar en los clientes, que eran seleccionados como un banco selecciona a los suyos, basándose en la cuenta corriente, pero también en los informes policiales, o sea, en los buenos antecedentes. A veces había algún equívoco, algunos casos raros de impago, de agresión o de amenazas a las chicas, pero en los muchos años en los que había creado y desarrollado con esfuerzo la fama de su discoteca, Milan ya sabía identificar a los que debían o no frecuentar la casa. Ninguna de las mujeres sabía cuál era exactamente su criterio. Sin embargo, ya habían visto a alguien bien vestido ser informado de que la discoteca estaba llena aquella noche (aunque estuviese vacía) y en las noches siguientes (o sea: por favor, no vuelva). También habían visto a personas con ropa de sport y sin afeitar ser eufóricamente invitados por Milan a una copa de champán. El dueño del Copacabana no juzgaba por las apariencias, pero al final siempre tenía razón.

En una buena relación comercial, todas las partes tienen que estar satisfechas. La gran mayoría de los clientes estaban casados, o tenían una posición importante en alguna empresa. Por otro lado, algunas de las mujeres que trabajaban allí estaban casadas, tenían hijos, y frecuentaban las reuniones de padres en los colegios, sabiendo que no corrían ningún riesgo: si alguno de los padres aparecía en el Copacabana, también estaría comprometido, y no podría decir nada: así funcionaba la omertá.

Había camaradería, pero no había amistad; nadie hablaba mucho de su vida. En las pocas conversaciones que había mantenido, María no había descubierto amargura, ni culpa, ni tristeza entre sus compañeras: simplemente una especie de resignación. Y también una extraña mirada de desafío, como si estuviesen orgullosas de sí mismas, enfrentándose al mundo, independientes y confiadas. Después de una semana, cualquier chica recién llegada ya era considerada una «profesional», y recibía instrucciones: ayudar a conservar los matrimonios —una prostituta no puede ser una amenaza para la estabilidad de un hogar—, jamás aceptar invitaciones fuera del horario de trabajo, escuchar confesiones sin dar demasiadas opiniones al respecto, gemir a la hora del orgasmo —María descubrió que todas lo hacían, y que al principio no se lo habían dicho porque era uno de los trucos de la profesión—, saludar a la policía en la calle, mantener actualizado el permiso de trabajo y las revisiones sanitarias, y finalmente, no cuestionarse demasiado sobre los aspectos morales o legales de lo que hacían; eran lo que eran, y punto.

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