Authors: Paulo Coelho
Quedaron en un restaurante muy chic. Se encontró con un señor elegante, más atractivo y maduro que su experiencia anterior, que preguntaba:
—¿Sabes de quién es ese cuadro de allí? De Joan Miró. ¿Sabes quién es Joan Miró?
María permanecía callada, como si estuviese concentrada en la comida, bastante diferente de los restaurantes chinos. Por otro lado, hacía anotaciones mentales: debía pedir un libro sobre Miró, en su próxima visita a la biblioteca.
Pero el árabe insistía:
—Esa mesa de ahí era la preferida de Federico Fellini. ¿Qué te parecen las películas de Fellini?
Ella respondió que le encantaban. El árabe quiso entrar en detalles, y María, percatándose de que su cultura no pasaría el test, resolvió ir directamente al grano:
—No he venido aquí a actuar para usted. Todo lo que sé es la diferencia entre una Coca—Cola y una Pepsi. ¿No quería usted hablar sobre un desfile de moda?
La franqueza de la chica pareció impresionarlo bastante.
—Hablaremos cuando vayamos a tomar una copa, después de cenar.
Hubo una pausa, mientras ambos se miraban e imaginaban lo que el otro estaba pensando.
—Eres muy guapa —insistió el árabe—. Si te decides a tomar una copa conmigo en mi hotel, te doy mil francos.
María entendió inmediatamente. ¿Era culpa de la agencia de modelos? ¿Era culpa suya, que debería haber preguntado mejor respecto de la cena? No era culpa de la agencia, ni suya, ni del árabe: era así como funcionaban las cosas. De repente sintió que tenía necesidad de la selva, de Brasil, del regazo de su madre. Se acordó de Maílson, en la playa, hablándole de trescientos dólares; en aquella época le había parecido divertido, aparte de lo que esperaba recibir por una noche con un hombre. Sin embargo, en ese momento, se dio cuenta de que ya no tenía a nadie, absolutamente nadie en el mundo con quien poder hablar; estaba sola, en una ciudad extraña, con veintidós años relativamente bien vividos, pero inútiles para ayudarla a decidir cuál sería la mejor respuesta.
—Sírvame más vino, por favor.
El árabe echó más vino en su vaso, mientras su pensamiento viajaba más de prisa que el Principito en su paseo por diversos planetas. Había ido allí en busca de aventura, dinero, y tal vez un marido, sabía que acabaría recibiendo proposiciones como ésa, porque no era inocente y ya se había acostumbrado al comportamiento de los hombres. Aún creía en agencias de modelos, estrellato, un marido rico, familia, hijos, nietos, ropa, retorno victorioso a la ciudad donde nació. Soñaba con superar todas las dificultades sólo con su inteligencia, su encanto y su fuerza de voluntad.
Pero la realidad acababa de desmoronarse en su cabeza. Para sorpresa del árabe, María se puso a llorar. El hombre, dividido entre el miedo al escándalo y el instinto masculino de proteger a la chica, no sabía qué hacer. Hizo una seña al camarero para pedir la cuenta, pero ella lo interrumpió:
—No haga eso. Sírvame más vino y déjeme llorar un poco.
Y María pensó en el niño que le había pedido un lápiz, en el chico al que había besado con la boca cerrada, en la alegría de conocer Río de Janeiro, en los hombres que la habían usado sin dar nada a cambio, en las pasiones y en los amores perdidos a lo largo de todo su camino. Su vida, a pesar de la aparente libertad, era un sinfín de horas esperando el milagro, un amor verdadero, una aventura con el mismo final romántico que siempre había visto en las películas y había leído en los libros. Un autor había escrito que el tiempo no transforma al hombre, que la sabiduría no transforma al hombre; lo único que puede hacer que alguien cambie de idea es el amor. ¡Qué locura! El que lo escribió sólo conocía una cara de la moneda.
Realmente, el amor era la primera de las cosas capaces de cambiar totalmente la vida de una persona, de un momento a otro. Pero existía la otra cara de la moneda, la segunda cosa que hacía al ser humano tomar una dirección totalmente distinta de la que había planeado: se llamaba desesperación. Sí, tal vez el amor fuese capaz de transformar a alguien, pero la desesperación transforma más de prisa. ¿Y ahora, María? ¿Debía salir corriendo, volver a Brasil, convertirse en profesora de francés, casarse con el dueño de la tienda de tejidos? ¿Debía llegar un poco más lejos, una única noche, en una ciudad donde no conocía a nadie ni nadie la conocía a ella? ¿Acaso una única noche y el dinero fácil la harían seguir adelante, hasta un punto del camino de donde ya no podría volver? ¿Qué estaba sucediendo en aquel minuto: una gran oportunidad o una prueba de la Virgen María?
Los ojos del árabe se paseaban por el cuadro de Joan Miró, por el lugar en el que comía Fellini, por la chica que guardaba los abrigos, por los clientes que entraban y salían.
—¿No lo sabías?
—Más vino, por favor —fue la respuesta de María, aún entre lágrimas.
Rezaba para que el camarero no se acercase y descubriese lo que estaba pasando, y el camarero, que asistía a todo a distancia con el rabillo del ojo, rezaba para que el hombre con la chica pagase ya la cuenta, porque el restaurante estaba lleno y había gente esperando.
Finalmente, después de lo que pareció ser una eternidad, ella habló:
—¿Ha dicho usted una copa por mil francos? La propia María se extrañó del tono de su voz.
—Sí —respondió el árabe, ya arrepentido de haber hecho la proposición—. Pero no quiero de ninguna manera...
—Pague la cuenta y vayamos a tomar esa copa a su hotel.
De nuevo, se extrañó de sí misma. Hasta entonces era una joven amable, educada, alegre, y jamás habría usado ese tono de voz con un extraño. Pero parecía que aquella joven había muerto para siempre: ante ella estaba otra existencia, en la que las copas costaban mil francos o, en una moneda más universal, en torno a los seiscientos dólares.
Y todo ocurrió exactamente según lo esperado: se fue al hotel con el árabe, bebió champán, se embriagó casi completamente, abrió las piernas, esperó a que él tuviese un orgasmo (no se le ocurrió fingir que ella también tenía uno), se lavó en el bidet de mármol, tomó el dinero y se dio el lujo de pagar un taxi hasta casa. Se tumbó en la cama y durmió una noche sin sueños.
Del diario de María, al día siguiente:
Me acuerdo de todo, menos del momento en el que tomé la decisión. Curiosamente, no tengo ningún sentimiento de culpa. Antes acostumbraba a ver a las chicas que aceptaban irse a la cama con alguien por dinero como gente a la que la vida no le había dejado otra elección, y ahora veo que no es así. Yo podía decir «sí» o «no», nadie me estaba forzando a aceptar nada.
Ando por las calles, veo a las personas, ¿habrán escogido sus propias vidas? c0 habrán sido, como yo, «escogidas» por el destino? El ama de casa que soñaba con ser modelo, el ejecutivo de banca que pensó en ser músico, el dentista que tenía un libro escondido, y al que le gustaría dedicarse a la literatura, la chica a la que le encantaría trabajar en televisión, pero todo lo que encontró fue un empleo de cajera en un supermercado.
No siento la menor pena por mí misma. Sigo sin ser una víctima, porque podría haber salido del restaurante con mi dignidad intacta y con mi cartera vacía. Podría haberle dado lecciones de moral a aquel hombre, o haber intentado hacerle ver que ante sus ojos estaba una princesa, que era mejor conquistarla que comprarla. Podría haber adoptado un sinfín de actitudes, y sin embargo, como la mayoría de los seres humanos, dejé que el destino escogiese qué rumbo tomar.
No soy la única, aunque parezca que mi destino es más ilegal y marginal que el de los demás. Pero, en la búsqueda de la felicidad, estamos todos suspensos: el ejecutivo/músico, el dentista/escritor, la cajera/actriz, el ama de casa/modelo, ninguno de nosotros es feliz.
E
ntonces era eso? ¿Era así de fácil? Estaba en una ciudad extraña, no conocía a nadie, lo que ayer era un suplicio hoy le daba una inmensa sensación de libertad, no tenía que darle explicaciones a nadie.
Decidió que, por primera vez en muchos años, iba a dedicar el día entero a pensar en sí misma. Hasta entonces vivía siempre preocupada por los demás: su madre, los compañeros del colegio, su padre, los funcionarios de la agencia de modelos, el profesor de francés, el camarero, la bibliotecaria, por lo que las personas de la calle, que nunca había visto, pensaban. En verdad, nadie pensaba nada, y mucho menos en ella, una pobre extranjera, que si desapareciese mañana no se iba a enterar ni la policía.
Ya era suficiente. Salió temprano, desayunó en el lugar de siempre, caminó un poco por el lago, vio una manifestación de exiliados. Una mujer, con un pequeño cachorro, comentó que eran kurdos, y una vez más, en vez de fingir que sabía la respuesta para demostrar que era más culta e inteligente de lo que pensaban, María preguntó:
—¿De dónde vienen los kurdos?
La mujer, para su sorpresa, no supo responder. Todo el mundo es así: hablan como si lo supiesen todo, y si osas preguntar, no saben nada. Entró en un cibercafé, y descubrió que los kurdos venían del Kurdistán, un país que ya no existe, hoy dividido entre Turquía e Irak. Volvió al lugar en el que estaba, intentando encontrar a la mujer con el cachorro, pero ya se había ido, tal vez porque el animal no había aguantado allí media hora observando un desfile de seres humanos con fajas, pañuelos, música y gritos extraños.
«Eso soy yo, o mejor dicho, eso era yo: una persona que fingía saberlo todo, escondida en mi silencio, hasta que aquel árabe me irritó tanto que tuve el coraje de decir que sólo sabía la diferencia entre dos gaseosas. ¿Se quedó extrañado? ¿Cambió de idea con respecto a mí? ¡Nada! Debió de pensar que mi espontaneidad era fantástica. Siempre he salido perdiendo cuando he querido parecer más ista de lo que soy: ¡ya basta!»
Se acordó de la agencia de modelos. ¿Sabrían lo que quería el árabe, en cuyo caso María, una vez más, había pecado de ingenua, o realmente pensaban que él podía conseguirle un trabajo en su país?
Fuese lo que fuese, María se sentía menos sola en aquella mañana cenicienta de Genéve, con la temperatura casi a cero, mientras los kurdos manifestaban, los tranvías llegaban a tiempo a cada parada, las tiendas exhibían joyas en las vidrieras, los bancos abrían, los mendigos dormían, los suizos iban al trabajo. Estaba menos sola porque a su lado había otra mujer, tal vez invisible para los que pasaban. Jamás había notado su presencia, pero ella estaba allí.
Sonrió a la mujer invisible que estaba a su lado, que se parecía a la Virgen María, la madre de Jesús. La mujer le devolvió la sonrisa y le dijo que tuviese cuidado, ya que las cosas no eran tan simples como ella pensaba. María no le dio importancia al consejo, respondió que era una persona adulta, responsable de sus decisiones, y que no podía creer que había una conspiración cósmica contra ella.. Había aprendido que existe gente dispuesta a pagar mil francos suizos por una noche, por media hora entre sus piernas, y todo lo que tenía que decidir, en los próximos días, era si tomaba los mil francos suizos que ahora tenía en casa, compraba un pasaje de avión y volvía a la ciudad en la que había nacido, o si se quedaba un poco más, lo suficiente para comprar una casa para sus padres, bonitos vestidos y pasajes a lugares que había soñado visitar algún día.
La mujer invisible que estaba a su lado volvió a insistir en que las cosas no eran así de simples, pero María, aunque contenta con la compañía inesperada, le pidió que no interrumpiese sus pensamientos, que tenía que tomar decisiones importantes.
Volvió a analizar, esta vez con más cuidado, la posibilidad de volver a Brasil. Sus amigas del colegio, que nunca habían salido del pueblo, comentarían que había sido despedida muy pronto de su empleo, que jamás había tenido talento para ser una estrella internacional. Su madre se pondría triste porque nunca había recibido el dinero prometido, aunque María, en sus cartas, afirmase que lo robaban los de correos. Su padre la miraría el resto de su vida con aquella expresión de «yo ya lo sabía», ella volvería a trabajar en la tienda de tejidos, se casaría con el dueño, después de haber viajado en avión, de comer queso suizo en Suiza, de aprender francés y de pisar la nieve.
Por otro lado, estaban las copas a mil francos. Tal vez no durase mucho tiempo, la belleza cambia rápido como el viento, pero podía trabajar duro, y en poco tiempo tener dinero para recuperarlo todo y volver al mundo, esta vez dictando ella las reglas. Su único problema concreto era que no sabía qué hacer, cómo empezar. Recordó que en su época en la discoteca familiar una chica había mencionado un lugar llamado rue de Berne, de hecho había sido uno de sus primeros comentarios, incluso antes de enseñarle dónde debía dejar las maletas.
Se dirigió hasta uno de los grandes paneles que había en varios sitios de Géneve, aquella ciudad tan amable con los turistas, que no toleraba verlos perdidos. Para evitarlo, estos paneles tenían anuncios por un lado y mapas por el otro.
Había un hombre allí, y María le preguntó si sabía dónde estaba la rue de Berne. Él la miró intrigado, le preguntó si era eso exactamente lo que buscaba, o si quería saber dónde se encontraba la carretera que iba hasta Berna, la capital de Suiza. «No —respondió María—, quiero esa calle que queda aquí mismo. El hombre la miró de arriba abajo y se apartó sin decir una palabra, seguro de que tal vez lo estaban filmando para uno de esos programas de la tele, en los que la gran alegría del público es hacer que todos parezcan ridículos. María estuvo allí quince minutos, después de todo, la ciudad era pequeña y acabó encontrando el sitio.
Su amiga invisible, que había permanecido callada mientras ella se concentraba en el mapa, ahora intentaba argumentar; no era una cuestión de moral, sino de entrar en un camino sin retorno.
María respondió que, si era capaz de tener dinero para irse de Suiza, era capaz de salir de cualquier situación. Además, ninguna de aquellas personas con las qué se cruzaba en su paseo había escogido lo que deseaba hacer. Ésa era la realidad de la vida.
«Estamos en un valle de lágrimas —le dijo a la amiga invisible—. Podemos tener muchos sueños, pero la vida es dura, implacable, triste. ¿Qué intentas decirme, que me condenarán? Nadie lo sabrá, sólo es un período de mi vida.»
Con una sonrisa dulce pero triste, la amiga invisible desapareció.
Fue hasta el parque de atracciones, compró una entrada para la montaña rusa, gritó como todos los demás, pero entendiendo que no había peligro, que era simplemente un juego. Comió en un restaurante japonés, aunque sin saber muy bien qué comía, sólo que era muy caro, y ahora estaba dispuesta a darse todos los lujos. Estaba contenta, no tenía que esperar una llamada de teléfono, ni contar los centavos que gastaba.