Once minutos (25 page)

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Authors: Paulo Coelho

A medida que me penetraba y me tocaba al mismo tiempo, sentí que no sólo me lo estaba haciendo a mí, sino a todo el universo. Teníamos tiempo, ternura y conocimiento el uno del otro. Sí, había sido estupendo llegar con dos maletas, el deseo de partir, ser inmediatamente arrojada al suelo y penetrada con violencia y miedo; pero también era bueno saber que la noche no acabaría nunca, y ahora allí, en la mesa de la cocina, el orgasmo no era el fin en sí mismo, sino el inicio de ese encuentro.

Su sexo se quedó inmóvil dentro de mí, mientras sus dedos se movían rápidamente, y yo tuve el primero, después el segundo, y el tercer orgasmo, seguidos. Tenía ganas de empujarlo, el dolor del placer es tan grande que machaca, pero aguanté firme, acepté que era así, que podía aguantar un orgasmo más, dos más, o...

... y de repente, una especie de luz explotó dentro de mí. Ya no era yo misma, sino un ser infinitamente superior a todo lo que yo conocía. Cuando su mano me llevó al cuarto orgasmo, entré en un lugar en el que todo parecía en paz, y en mi quinto orgasmo conocí a Dios. Entonces sentí que él volvía a mover su sexo dentro del mío, aunque su mano no hubiese parado, y dije: «Dios mío, ¿a qué me he entregado, el Infierno o el Paraíso?».

Pero era el Paraíso. Yo era la tierra, las montañas, los tigres, los ríos que corrían hasta los lagos, los lagos que se transformaban en mar. Él se movía cada vez más de prisa, y el dolor se mezclaba con el placer, yo podía decir «ya no puedo más», pero no sería justo, porque a esas alturas, él y yo éramos la misma persona.

Dejé que me penetrase el tiempo que fuese necesario, sus uñas ahora estaban clavadas en mis nalgas, y yo allí de bruces, en la mesa de la cocina, pensando que no existía un lugar mejor en el mundo para hacer el amor. De nuevo el ruido de la mesa, la respiración cada vez más rápida, las uñas arañándome, y mi sexo golpeando con fuerza su sexo, carne con carne, hueso con hueso, yo iba a tener otro orgasmo, él también, y nada de eso, ¡nada de eso era MENTIRA!

—¡Vamos!

Él sabía de qué hablaba, y yo sabía que era el momento, sentí que todo mi cuerpo se relajaba, que dejaba de ser yo misma, ya no oía, ni veía, ni sabía el gusto de nada, simplemente sentía.

—¡Vamos!

Y
me fui con él. No fueron once minutos, sino una eternidad, era como si los dos hubiésemos salido del cuerpo y caminásemos, en profunda alegría, comprensión y amistad, por los jardines del Paraíso. Yo era mujer y hombre, él era hombre y mujer. No sé cuánto tiempo duró, pero todo parecía estar en silencio, en oración, como si el universo y la vida hubiesen dejado de existir, y se hubiesen transformado en algo sagrado, sin nombre, sin tiempo.

Pero el tiempo volvió, oí sus gritos y grité con él, las patas de la mesa golpeaban con fuerza en el suelo, pero a ninguno de los dos se nos ocurrió preguntar ni pensar qué pensaba el resto del mundo.

Y
él salió de mí sin ningún aviso, y reía, sentí mi sexo contraerse, me volví hacia él y también reí, nos abrazamos como si fuese la primera vez que hacíamos el amor en nuestras vidas.

—Bendíceme —pidió.

Y
lo bendije, sin saber qué hacía. Le pedí que hiciese lo mismo, y él lo hizo, diciendo «bendita sea esta mujer, que mucho amó». Sus palabras eran bonitas, volvimos a abrazarnos y nos quedamos allí, sin entender cómo once minutos pueden llevar a un hombre y a una mujer a todo eso.

Ninguno de los dos estaba cansado. Fuimos hasta la sala, él puso un disco, e hizo exactamente lo que yo esperaba: encendió la chimenea y me sirvió vino. Después abrió un libro y leyó:

Tiempo de nacer, tiempo de morir,

tiempo de plantar, tiempo de arrancar la planta,

tiempo de matar, tiempo de curar,

tiempo de destruir, tiempo de construir,

tiempo de llorar, tiempo de reír,

tiempo de gemir, tiempo de bailar,

tiempo de tirar piedras, tiempo de recoger piedras,

tiempo de abrazar, tiempo de separar,

tiempo de buscar, tiempo de perder,

tiempo de guardar, tiempo de tirar,

tiempo de rasgar, tiempo de coser,

tiempo de callar, tiempo de hablar,

tiempo de amar, tiempo de odiar,

tiempo de guerra, tiempo de paz.

Aquello sonaba como una despedida. Pero era la más bonita de todas las que podía vivir en mi vida. Lo abracé, él me abrazó, nos acostamos en la alfombra al lado de la chimenea. La sensación de plenitud todavía seguía, como si yo siempre hubiese sido una mujer sabia, feliz, realizada en la vida.

—¿Cómo puedes enamorarte de una prostituta? —Al principio, no lo entendía. Pero hoy, pensando un poco, creo que al saber que tu cuerpo jamás sería sólo mío, podía concentrarme en conquistar tu alma.

—¿Y los celos?

—No se le puede decir a la primavera: «Ojalá que llegue pronto, y que dure bastante». Sólo se puede decir: «Ven, bendíceme con tu esperanza, y quédate todo el tiempo que puedas».

Palabras sueltas al viento. Pero yo necesitaba escucharlas, y él necesitaba decirlas. No sé exactamente cuándo me dormí. Soñé, no con una situación ni con una persona, sino con un perfume, que lo inundaba todo.

C
uando María abrió los ojos, algunos rayos de sol empezaban a entrar por las persianas abiertas.

«He hecho el amor dos veces con él —pensó, mirando al hombre dormido a su lado—. Y, sin embargo, parece que siempre hemos estado juntos, y que él siempre ha conocido mi vida, mi alma, mi cuerpo, mi luz, mi dolor.»

Se levantó para ir a la cocina y hacer un café. Fue entonces cuando vio las dos maletas en el pasillo y se acordó de todo: de la promesa, de la oración en la iglesia, de su vida, del sueño que insiste en convertirse en realidad y perder su encanto, del hombre perfecto, del amor en el que cuerpo y alma eran lo mismo, y placer y orgasmo eran cosas diferentes.

Podría quedarse; no tenía nada más que perder en la vida, sólo una ilusión. Se acordó del poema: «Tiempo de llorar, tiempo de reír».

Pero había otra frase: «Tiempo de abrazar, tiempo de separar». Preparó el café, cerró la puerta de la cocina, telefoneó y pidió un taxi. Reunió toda su fuerza de voluntad, que la había llevado tan lejos, la fuente de energía de su «luz», que le había dicho el momento exacto de partir, que la protegía, que la haría guardar para siempre el recuerdo de aquella noche. Se vistió, tomó sus maletas y salió, deseando que él se despertase antes y le pidiese que se quedara.

Pero él no se despertó. Mientras esperaba el taxi en la calle, pasó una gitana, con un ramo de flores.

—¿Quiere una?

María la compró, era la señal de que el otoño había llegado, el verano quedaba atrás. Géneve ya no tendría, durante mucho tiempo, las mesas en las aceras ni los parques llenos de gente paseando y tomando el sol. No hacía mal; se iba porque ésa era su elección, y no había de qué lamentarse.

Llegó al aeropuerto, tomó otro café, esperó durante cuatro horas el vuelo de París, siempre pensando que él entraría en cualquier momento, ya que, en algún momento antes de dormirse, le había dicho la hora de su salida. Así era en las películas: en el momento final, cuando la mujer está casi entrando en el avión, el hombre aparece desesperado, la agarra, le da un beso, y la lleva de vuelta a su mundo, bajo la mirada risueña y complaciente de los funcionarios de la compañía aérea. Aparece la palabra «Fin», y todos los espectadores saben que, a partir de ahí, vivirán felices para siempre.

«Las películas nunca dicen qué sucede después», se decía María, intentando consolarse. Matrimonio, cocina, hijos, sexo cada vez más inconstante, el descubrimiento de la primera nota de la amante, decidir, armar un escándalo, escuchar promesas de que eso no se volverá a repetir, la segunda nota de otra amante, otro escándalo y la amenaza de separarse, esta vez el hombre no reacciona con tanta seguridad, simplemente le dice que la ama. La tercera nota, de la tercera amante, y entonces escoger el silencio, fingiendo que no lo sabe, porque puede ser que él diga que ya no la ama, que es libre para marcharse.

No. Las películas no lo cuentan. Se acaban antes de que el verdadero mundo empiece. Mejor no pensar en eso.

Leyó una, dos, tres revistas. Finalmente anunciaron su vuelo, después de casi una eternidad en aquella sala de aeropuerto, y embarcó. Todavía se imaginó la famosa escena en la que, en cuanto se pone el cinto, siente una mano en su hombro, mira hacia atrás, y allí está él, sonriendo.

Pero nada de eso sucedió.

Durmió durante el escaso tiempo que separaba Géneve de París. No tuvo tiempo de pensar qué diría en casa, qué historia contaría, pero con toda seguridad sus padres se pondrían contentos, sabiendo que tenían a su hija de vuelta, una hacienda y una vejez agradable.

Se despertó con la sacudida del aterrizaje. El avión anduvo por la pista durante mucho tiempo; la azafata fue a decirle que tenía que cambiar de terminal, ya que el vuelo para Brasil salía de la terminal F y ella estaba en la C. Pero que no se preocupase, que no había retrasos, todavía tenía mucho tiempo, y que si tenía alguna duda, el personal de tierra podría ayudarla a encontrar el camino.

Mientras el aparato se acercaba al lugar del desembarque, se preguntó si valía la pena pasar un día en aquella ciudad, sólo para sacar unas fotos y contarles a los demás que había conocido París. Necesitaba tiempo para pensar, estar a solas consigo misma, esconder muy profundamente los recuerdos de la noche anterior, de modo que pudiese usarlos siempre que necesitase sentirse viva. Sí, París era una excelente idea; le preguntó a la azafata cuándo saldría el siguiente vuelo para Brasil, si decidía no embarcar aquel día.

La azafata le pidió su billete, lo lamentó mucho, pero era una tarifa que no permitía esa serie de escalas. María se consoló, pensando que ver una ciudad tan hermosa sola la deprimiría. Estaba consiguiendo mantener su sangre fría, su fuerza de voluntad, no lo iba a estropear todo con un bello paisaje y la nostalgia de alguien.

Desembarcó, pasó por los controles de la policía, su equipaje iría directamente al otro avión, no había de qué preocuparse. Las puertas se abrieron, los pasajeros salían y se abrazaban con alguien que los esperaba, la mujer, la madre, los hijos. María fingió que nada de aquello era para ella, al mismo tiempo que pensaba de nuevo en su soledad; aunque esta vez tenía un secreto, un sueño, no era tan amarga, y la vida sería más fácil.

—Siempre nos quedará París.

No era un guía turístico. No era el chofer de un taxi. Sus piernas temblaron cuando oyó la voz.

—¿Siempre nos quedará París?

—Es la frase de una película que me encanta. ¿Te gustaría ver la torre Eiffel?

—Sí, muchísimo. Ralf llevaba un ramo de rosas, y los ojos llenos de luz, la luz que ella había visto el primer día, cuando la pintaba mientras el viento frío la hacía sentirse incómoda por estar allí.

—¿Cómo has llegado antes que yo? —preguntó para disimular la sorpresa, la respuesta no tenía el menor interés, pero necesitaba algún tiempo para respirar.

—Te vi leyendo una revista. Podría haberme acercado, pero soy romántico, incurablemente romántico, y creí que sería mejor tomar el primer puente aéreo para París, pasear un poco por el aeropuerto, esperar tres horas, consultar un sinfín de veces los horarios de los vuelos, comprar tus flores, decir la frase que Rick le dice a su amada en
Casablanca,
e imaginar tu cara de sorpresa. Y tener la certeza de que eso era lo que tú querías, que me esperabas, que toda la determinación y la voluntad del mundo no bastan para impedir que el amor cambie las reglas de un momento a otro. No cuesta nada ser romántico como en las películas, ¿no crees?

No sabía si costaba o no, pero el precio ahora era lo que menos le importaba, a pesar de saber que acababa de conocer a aquel hombre, que habían hecho el amor por primera vez hacía pocas horas, que había sido presentada a sus amigos la víspera, que él ya había frecuentado la discoteca en la que trabajaba y que se había casado dos veces. No eran credenciales impecables. Por otro lado, ella tenía dinero para comprar una hacienda, la juventud por delante, una gran experiencia de la vida, una gran independencia de alma. Aun así, como siempre era el destino el que escogía por ella, pensó que una vez más podía correr el riesgo.

Le dio un beso, sin ninguna curiosidad por saber qué pasa después de que sale el «Fin» en la pantalla del cine. Simplemente, si algún día alguien decidía contar su historia, le pediría que la empezase como los cuentos de hadas, que dicen:

Érase una vez...

C
omo a todo el mundo, y en este caso no tengo el menor reparo en generalizar, me costó descubrir el sentido sagrado del sexo. Mi juventud coincidió con una época de extrema libertad, con descubrimientos importantes y muchos excesos, seguida de un período conservador, represivo, el precio que había que pagar por los abusos que realmente dejaron secuelas un poco duras.

En la década de los excesos (hablamos de los años setenta), el escritor Irving Wallace escribió un libro sobre la censura norteamericana, utilizando para ello las maniobras jurídicas que pretendían impedir la publicación de un texto sobre sexo:
Los siete minutos.

Del Autor

Paulo Coelho

Nació en Río de Janeiro, Brasil, en 1947.
Se inició en el mundo de las letras como autor teatral. Después de trabajar como letrista para los grandes nombres de la canción popular brasileña, se dedicó al periodismo y a escribir guiones para la televisión. Con la publicación de sus primeros libros,
El Peregrina (Diario de un mago) (1987)
y
El Alquimista (1988),
Paulo Coelho inició un camino lleno de éxitos que lo ha consagrado como uno de los grandes escritores de nuestro tiempo.

Publicadas en más de ciento cincuenta países, las obras de Paulo Coelho han sido traducidas a cincuenta y seis idiomas, con más de cuarenta y tres millones de libros vendidos. Además de recibir destacados premios y menciones internacionales, en
1996
el ministro de Cultura francés lo nombró Caballero de las Artes y las Letras. Es consejero especial de la Unesco para el programa de convergencia espiritual y diálogos interculturales. En
1999
recibió el Premio Crystal Award que concede el Foro Económico Mundial, la prestigiosa distinción Chevalier de l'Ordre National de la Légion d'Honneur del gobierno francés y la Medalla de Oro de Galicia. Su obra literaria es lectura recomendada en varias universidades y desde octubre de
2002
es miembro de la Academia Brasileña de las Letras.

Paulo Coelho, con más de cuarenta y tres millones de libros vendidos, no es sólo uno de los autores más leídos del mundo, sino también uno de los escritores con mayor influencia de hoy en día. Lectores demás de ciento cincuenta países, sin distinción de credos ni culturas, lo han convertido en uno de los autores de referencia de nuestro tiempo.

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