Once minutos (9 page)

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Authors: Paulo Coelho

Al final de ese medio año, María había ingresado sesenta mil francos suizos en el banco, comía en restaurantes más caros, tenía una televisión en color (que nunca encendía, pero que le gustaba tener cerca) y ahora consideraba seriamente la posibilidad de mudarse a un departamento mejor. Ya podía comprar libros, pero seguía frecuentando la biblioteca, que era su puente con el mundo real, más sólido y más duradero. Le gustaba charlar unos minutos con la bibliotecaria, que estaba feliz porque María por fin había encontrado un amor, y tal vez un empleo, aunque no preguntaba nada, ya que los suizos son tímidos y discretos (gran mentira, porque en el Copacabana y en la cama eran desinhibidos, alegres o acomplejados como cualquier otro pueblo del mundo).

Del diario de María, una cálida tarde de domingo:

Todos los hombres, bajos o altos, arrogantes o tímidos, simpáticos o distantes, tienen una característica en común: llegan a la discoteca con miedo. Los de más experiencia esconden su pavor hablando alto, los reprimidos no son capaces de disimular y se ponen a beber para ver si la sensación desaparece. Pero no me cabe la menor duda de que, salvo rarísimas excepciones (es decir, los «clientes especiales», que Milan aún no me ha dejado conocer) están asustados. ¿Miedo de qué? En verdad, soy yo la que debería estar temblando. Soy yo la que salgo, voy a un lugar extraño, no tengo fuerza física, no llevo armas. Los hombres son muy raros, y no sólo me refiero a los que vienen al Copacabana, sino a todos los que he conocido hasta hoy. Pueden pegar, pueden gritar, pueden amenazar, pero se mueren de miedo ante una mujer. Tal vez no ante aquella con la que se casaron, pero siempre hay una que los asusta y los somete a todos sus caprichos. Ni que fuese la propia madre.

L
os hombres que había conocido desde su llegada a Géneve hacían de todo para parecer seguros de sí mismos, como si gobernasen el mundo y sus propias vidas; María, sin embargo, veía en los ojos de cada uno de ellos el terror a la esposa, el pánico a no conseguir una erección, a no ser lo suficientemente machos ni ante una simple prostituta a quien estaban pagando. Si fueran a una tienda y no les gustase el calzado, serían capaces de volver con el ticket en la mano y exigir el reembolso. Sin embargo, aunque también estuviesen pagando por una compañía, si no tenían una erección jamás volverían a la misma discoteca, porque creían que la historia ya se habría extendido entre todas las demás mujeres de allí, y eso era una vergüenza.

«Soy yo la que debería tener vergüenza por no ser capaz de excitar a un hombre. Pero, en realidad, son ellos los que la tienen.» Para evitar estos dilemas, María procuraba dejarlos siempre a su criterio, y cuando alguno de ellos parecía más borracho o más frágil de lo normal, evitaba el sexo, y se concentraba sólo en las caricias y la masturbación, lo que los dejaba muy contentos, por más absurda que fuese la situación, ya que podían masturbarse ellos solos.

Siempre era preciso evitar que se sintiesen avergonzados. Aquellos hombres, tan poderosos y arrogantes en sus trabajos, luchando sin parar con empleados, clientes, proveedores, prejuicios, secretos, falsas actitudes, hipocresía, miedo, opresión, terminaban el día en una discoteca, y no les importaba pagar trescientos cincuenta francos suizos para dejar de ser ellos mismos durante la noche.

«¿Durante la noche? María, estás exagerando. En realidad, son cuarenta y cinco minutos y, aun así, si descontamos el tiempo de quitarse la ropa, ensayar alguna falsa caricia, hablar de algo trivial, vestirse, reduciremos este tiempo a once minutos de sexo propiamente dicho.»

Once minutos. El mundo giraba en torno de algo que duraba solamente once minutos.

Y por esos once minutos en un día de veinticuatro horas (considerando que todos hiciesen el amor con sus esposas todos los días, lo que era un verdadero absurdo y una gran mentira), ellos se casaban, sustentaban a la familia, aguantaban el llanto de los niños, se deshacían en explicaciones cuando llegaban tarde a casa, veían a decenas, centenas de mujeres con las que les gustaría pasear por el lago de Géneve, compraban ropa cara para ellos, ropa aún más cara para ellas, pagaban a prostitutas para compensar lo que echaban en falta, sustentaban una gigantesca industria de cosméticos, dietas, gimnasia, pornografía, poder, y cuando quedaban con otros hombres, al contrario de lo que decía la leyenda, jamás hablaban de mujeres. Charlaban sobre trabajo, dinero y deporte.

Algo iba muy mal en la civilización; y ese algo no era la deforestación amazónica, ni la capa de ozono, ni la muerte de los pandas, ni el tabaco, ni los alimentos cancerígenos, ni la situación de las cárceles, como gritaban los periódicos.

Era exactamente aquello en lo que ella trabajaba: el sexo.

Pero María no estaba allí para salvar a la humanidad, sino para aumentar su cuenta corriente, sobrevivir seis meses más a la soledad y a la elección que había hecho, enviar regularmente un dinero a su madre (que se puso muy contenta al saber que la falta de dinero se debía simplemente al correo suizo, que no funcionaba tan bien como el correo brasileño), comprar todo lo que siempre había querido y jamás tuvo. Se mudó a un departamento mucho mejor, con calefacción central (aunque el verano ya había llegado), y desde su ventana podía ver una iglesia, un restaurante japonés, un supermercado y un simpático café, que acostumbraba a frecuentar para leer un poco los periódicos.

Por lo demás, conforme se había prometido a sí misma, sólo tenía que aguantar medio año más en la rutina de siempre: Copacabana, aceptar una copa, bailar, qué piensa de Brasil, hotel, cobrar por adelantado, conversación y saber tocar los puntos exactos, tanto en el cuerpo como en el alma, ayudar en los problemas íntimos, ser amiga durante media hora, de la cual once minutos se gastarán en abre las piernas, cierra las piernas, gemidos fingiendo placer. Gracias, espero verte la próxima semana, eres realmente un hombre, escucharé el resto de la historia la próxima vez que nos veamos, excelente propina, aunque no hacía falta porque ha sido un placer estar contigo.

Y, sobre todo, no enamorarse jamás. Éste era el más importante, el más sensato de todos los consejos que la brasileña le había dado, antes de huir, tal vez porque se había enamorado. En dos meses de trabajo ya había tenido varias proposiciones de matrimonio, de las que, por lo menos tres de ellas, eran muy serias: el director de una firma de contabilidad, el piloto con el que había salido la primera noche y el dueño de una tienda especializada en navajas y armas blancas. Los tres le habían prometido «sacarla de aquella vida» y darle una casa decente, un futuro, tal vez hijos y nietos.

¿Todo por sólo once minutos al día? No era posible. Ahora, después de su experiencia en el Copacabana, sabía que no era la única persona que se sentía sola. Y el ser humano puede soportar una semana de sed, dos semanas de hambre, muchos años sin techo, pero no puede soportar la soledad. Es la peor de todas las torturas, de todos los sufrimientos. Aquellos hombres, y los otros muchos que querían su compañía, sufrían como ella este sentimiento destructor, la sensación de que nadie en esta tierra se preocupaba por ellos.

Para evitar tentaciones del amor, su corazón sólo estaba en su diario. Entraba en el Copacabana sólo con su cuerpo y su cerebro, cada vez más receptivo, más afilado. Había conseguido convencerse de que había llegado a Géneve y había acabado en la rue de Berne por alguna razón mayor, y cada vez que alquilaba un libro en la biblioteca confirmaba: nadie ha escrito como es debido sobre estos once minutos más importantes del día. Tal vez fuese ése su destino, por más duro que pudiese parecer en ese momento: escribir un libro, contar su historia, su aventura.

Eso, Aventura. Aunque fuese una palabra prohibida que nadie osaba pronunciar, que la mayoría prefería ver en la televisión, en películas que pasaban y repetían a distintas horas del día, era eso lo que ella buscaba. Combinaba con desiertos, con viajes a lugares desconocidos, con hombres misteriosos buscando conversación en un barco en medio del río, con aviones, estudios de cine, tribus de indios, icebergs, Africa.

Le gustó la idea del libro, y llegó a pensar en el título:
Once minutos.

Clasificó a los clientes en tres tipos: los Terminator (nombre puesto en honor de una película que le había gustado mucho), que entraban oliendo a bebida, fingían que no miraban a nadie pero creían que todo el mundo los miraba, bailaban un poco e iban directos al asunto del hotel. Los Pretty Woman (también por una película), que pretendían ser elegantes, amables, cariñosos, como si el mundo dependiese de ese tipo de bondad para volver a su sitio, como si estuviesen caminando por la calle y entrasen por casualidad en la discoteca; eran dulces al principio, e inseguros cuando llegaban al hotel, y por culpa de eso, siempre eran más exigentes que los Terminator. Y finalmente, los Padrinos (también por otra película), que trataban el cuerpo de una mujer como si fuese una mercancía. Eran los más auténticos, bailaban, charlaban, no dejaban propina, sabían lo que estaban comprando y cuánto valía, jamás se dejarían llevar por la conversación de ninguna mujer que escogiesen. Ésos eran los únicos que, de una manera muy sutil, conocían el significado de la palabra Aventura.

Del diario de María, un día que tenía el período y no podía trabajar:

Si tuviese que contarle hoy mi vida a alguien, podría hacerlo de tal manera que me verían como a una mujer independiente, valiente y feliz. Nada de eso: me está prohibido mencionar la única palabra que es mucho más importante que los once minutos: amor. Durante toda mi vida he entendido el amor como una especie de esclavitud consentida. Es mentira: la libertad sólo existe cuando él está presente. Aquel que se entrega totalmente, que se siente libre, ama al máximo. Y el que ama al máximo se siente libre. Por eso, a pesar de todo lo que pueda vivir, hacer, descubrir, nada tiene sentido. Espero que este tiempo pase de prisa, para poder volver a la búsqueda de mí misma, bajo laforma de un hombre que me entienda, que no me haga sufrir.

¿Pero qué tonterías estoy diciendo? En el amor, nadie puede machacar a nadie; cada uno de nosotros es responsable de lo que siente, y no podemos culpar al otro por eso. Me sentí herida cuando perdía los hombres de los que me enamoré. Hoy, estoy convencida de que nadie pierde a nadie, porque nadie posee a nadie.

Ésa es la verdadera experiencia de la libertad: tener lo más importante del mundo sin poseerlo.

P
asaron otros tres meses, el otoño llegó, y llegó también finalmente la fecha marcada en el calendario: noventa días para el viaje de vuelta. Todo había pasado tan de prisa y tan lentamente, pensó ella, descubriendo que el tiempo corría en dos dimensiones diferentes según su estado de espíritu; pero, en cualquier caso, su aventura estaba llegando al final. Podría continuar, está claro, pero no olvidaba la sonrisa triste de la mujer invisible que la había acompañado por el paseo alrededor del lago diciéndole que las cosas no eran así de simples. Por más que estuviese tentada de continuar, por más preparada que estuviese para los desafíos que habían surgido en su camino, todos esos meses conviviendo sólo consigo misma le habían enseñado que hay un momento para dejarlo todo. Dentro de noventa días volvería al interior de Brasil, compraría una pequeña hacienda (después de todo, había ganado más de lo que esperaba), algunas vacas (brasileñas, no suizas), invitaría a su padre y a su madre a vivir con ella, contrataría a dos empleados y la pondría a funcionar.

Aunque creyese que el amor es la verdadera experiencia de la libertad, y que nadie puede poseer a otra persona, todavía alimentaba sus secretos deseos de venganza, y parte de ellos era su retorno triunfal a Brasil. Después de montar su hacienda, iría hasta la ciudad, pasaría por el banco donde trabajaba el chico que había salido con su mejor amiga y haría un gran ingreso en efectivo.

«Hola, ¿cómo estás? ¿No me reconoces?», preguntaría él. Ella fingiría un gran esfuerzo de memoria, y acabaría diciendo que no, que llevaba un año entero en EU—RO—PA (pronunciar bien despacio, para que todos sus compañeros escuchen); mejor dicho, en SUI—ZA (sonaría más exótico y más aventurero que Europa), donde están los mejores bancos del mundo.

¿Quién era? Él mencionaría los tiempos del colegio. Ella diría: «Ah... creo que ya me acuerdo», pero poniendo cara de quien no se acuerda. Ya está, la venganza estaba consumada, después había que seguir trabajando, y cuando el negocio fuese como preveía, podría dedicarse a aquello que más le importaba en la vida: descubrir a su verdadero amor, el hombre que la había esperado todos esos años, pero que todavía no había tenido la oportunidad de conocer.

María resolvió olvidar para siempre la idea de escribir un libro con el título de
Once minutos.
Ahora tenía que concentrarse en la hacienda, en los planes para el futuro, o acabaría retrasando su viaje, un riesgo fatal.

Aquella tarde salió a visitar a su mejor y única amiga, la bibliotecaria. Le pidió un libro sobre economía y administración de haciendas. La bibliotecaria le confesó:

—¿Sabes? Hace algunos meses, cuando viniste en busca de títulos sobre sexo, llegué a temer por tu destino. Son muchas las chicas bonitas que se dejan llevar por la ilusión del dinero fácil, y se olvidan de que un día serán viejas y ya no tendrán la oportunidad de encontrar al hombre de sus vidas.

—¿Se refiere a la prostitución?

—Una palabra muy fuerte.

—Como ya le he dicho, trabajo en una empresa de importación y exportación de carne. Sin embargo, si tuviese la oportunidad de prostituirme, ¿serían las consecuencias tan graves si parase en el momento justo? Después de todo, ser joven también significa hacer cosas equivocadas.

—Todos los drogadictos dicen lo mismo; basta con saber cuándo parar. Pero nadie para.

—Debe de haber sido usted muy bonita, nacida en un país que respeta a sus habitantes. ¿Ha sido eso suficiente para sentirse feliz?

—Estoy orgullosa de cómo superé mis obstáculos.

¿Debía continuar la historia? Bueno, aquella chica necesitaba aprender algo sobre la vida.

—Tuve una infancia feliz, estudié en uno de los mejores colegios de Berna, vine a trabajar a Genéve y me casé con un hombre que amaba. Lo hice todo por él, él también lo hizo todo por mí, el tiempo pasó, y llegó la jubilación. Cuando se vio libre para emplear su tiempo en todo lo que le apetecía, sus ojos se volvieron tristes, porque tal vez, en toda su vida, jamás pensó en sí mismo. Nunca discutimos seriamente, no tuvimos grandes emociones, él jamás me traicionó ni me faltó al respeto en público. Vivimos una vida normal pero tan normal que sin trabajo él se sintió inútil, sin importancia, y murió un año después, de cáncer.

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