Once minutos (19 page)

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Authors: Paulo Coelho

¿Qué hacer con ese hombre, que comía una pizza que tal vez no le gustaba, sólo para pasar el tiempo, y esperar el momento de ir hasta su casa? Cuando él entró en la discoteca y le ofreció una copa, María pensó en decirle que ya no estaba interesada, que buscase a otra persona; pero por otro lado, tenía una inmensa necesidad de hablar con alguien sobre la noche anterior.

Lo había intentado con alguna otra prostituta que también servía a los «clientes especiales», pero ninguna le había prestado la menor atención, porque María era lista, aprendía de prisa, se había convertido en la gran amenaza del Copacabana. Ralf Hart, de todos los hombres que conocía, era tal vez el único que podía entenderla, pues Milan lo consideraba un «cliente especial». Pero él la miraba con ojos iluminados de amor, y eso hacía las cosas más difíciles, mejor no decir nada.

—¿Qué sabes de dolor, sufrimiento y mucho placer? Una vez más, María no había conseguido controlarse. Ralf dejó de comer la pizza.

—Lo sé todo. Y no me interesa.

La respuesta había sido rápida, y María se quedó sorprendida. Entonces, ¿todo el mundo lo sabía, menos ella? Santo Dios, ¿qué mundo era aquél?

—He conocido mis demonios y mis tinieblas —continuó Ralf—. Fui hasta el fondo, lo he probado todo, no sólo en esta área, sino en muchas otras. Sin embargo, la última noche que nos vimos fui hasta mis ímites a través del deseo, y no del dolor. Me sumergí en el fondo de mi alma, y sé que aún quiero cosas buenas, muchas cosas buenas de esta vida.

Tuvo ganas de decir: «Una de ellas eres tú, por favor, no sigas por ese camino». Pero no tuvo valor; en vez de eso, llamó un taxi y le pidió que los llevase hasta la orilla del lago, donde, una eternidad antes, habían caminado juntos el día en que se habían conocido. A María le extrañó la petición, permaneció callada, su instinto le decía que tenía mucho que perder, aunque su mente estuviese aún embriagada con lo que había sucedido la noche anterior.

Despertó de su pasividad cuando llegaron al jardín a orillas del lago; aunque todavía era verano, ya empezaba a hacer mucho frío por la noche.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó cuando salieron del taxi—. Hace viento, voy a resfriarme.

—He pensado mucho en tu comentario de la estación de tren. Sufrimiento y placer. Quítate los zapatos.

Ella recordó que, una vez, uno de sus clientes le había pedido lo mismo, y se había excitado simplemente al ver sus pies. ¿Es que la Aventura no la dejaba en paz?

—Voy a resfriarme.

—Haz lo que te digo —insistió él—. No vas a resfriarte, si no tardamos mucho. Cree en mí, como yo creo en ti.

Sin ninguna razón aparente, María entendió que él quería ayudarla; tal vez porque ya había bebido de un agua muy amarga, y creía que ella corría el mismo riesgo. No quería que la ayudasen; estaba contenta con su nuevo mundo, en el que descubría que el sufrimiento ya no era un problema. Sin embargo, pensó en Brasil, en la imposibilidad de encontrar una pareja para compartir ese universo diferente, y como Brasil era lo más importante en su vida, se quitó los zapatos. El suelo estaba lleno de pequeñas piedras, que en seguida rasgaron sus medias, pero eso no tenía importancia, compraría otras.

—Quítate el abrigo.

Ella podría haber dicho que no pero, desde la noche anterior, se había acostumbrado a la alegría de poder decir «sí» a todo lo que estaba en su camino. Se quitó el abrigo, el cuerpo aún caliente no reaccionó en seguida, pero poco a poco el frío la fue incomodando.

—Vamos a andar. Y vamos a hablar.

—Aquí es imposible: el suelo está lleno de piedras.

—Justamente por eso; quiero que sientas estas piedras, quiero que te provoquen dolor, que te hagan daño, porque debes de haber probado, como yo probé, el sufrimiento aliado al placer, y tengo que arrancar eso de tu alma.

María sintió el deseo de decir: «No es necesario, me gusta». Pero caminó sin prisa, la planta de los pies empezó a escocerle, debido al frío y a las piedras.

—Una de mis exposiciones me llevó a Japón, justamente cuando estaba totalmente metido en eso que tú llamaste «sufrimiento, humillación y mucho placer». En aquella época, yo creía que no había camino de vuelta, que caería cada vez más bajo, y que ya nada quedaba en mi vida, excepto el deseo de castigar y ser castigado.

»Somos seres humanos, nacemos llenos de culpa, nos da miedo cuando la felicidad se transforma en algo posible, y morimos queriendo castigar a los demás porque siempre sentimos impotencia, injusticia, infelicidad. Pagar por tus pecados, y poder castigar a los pecadores, ah, ¿no es una delicia? Sí, es genial.

María andaba, el dolor y el frío hacían difícil prestar atención a sus palabras, pero ella se esforzaba.

—He visto las marcas en tus muñecas.

Las esposas. Se había puesto varias pulseras para disimular, sin embargo, los ojos acostumbrados saben siempre lo que están buscando.

—En fin, si todo aquello que has probado recientemente te está conduciendo a dar ese paso, no seré yo quien te lo impida; pero nada de eso tiene relación con la verdadera vida.

—¿Qué paso?

—Dolor y placer. Sadismo y sadomasoquismo. Llámalo como quieras, pero si estás segura de que ése es tu camino, sufriré, recordaré el deseo, las veces que nos vimos, el paseo por el Camino de Santiago, tu luz. Guardaré en un lugar especial tu bolígrafo, y cada vez que encienda aquella chimenea me acordaré de ti. Sin embargo, no te buscaré más.

María sintió miedo, pensó que era el momento de dar marcha atrás, de decir la verdad, de dejar de fingir que sabía más que él.

—Lo que he probado recientemente, mejor dicho, ayer, jamás lo había probado antes. Y me asusta que, en el límite de la degradación, pudiese encontrarme a mí misma.

Se estaba haciendo difícil seguir hablando, sus dientes castañeteaban de frío, y los pies le dolían mucho.

—En mi exposición, en una región llamada Kumano, apareció un leñador —continuó Ralf, como si no hubiese oído lo que ella decía—. No le gustaron mis cuadros, pero fue capaz de descifrar, a través de la pintura, lo que yo estaba viviendo y sintiendo. Al día siguiente, me buscó en el hotel y me preguntó si estaba contento; si lo estaba, debía seguir haciendo lo que me gustaba. Si no lo estaba, debía acompañarlo y pasar unos días con él.

»Me hizo andar por las piedras, como yo hago ahora contigo. Me hizo sentir frío. Me obligó a entender la belleza del dolor, pero un dolor aplicado por la naturaleza, no por el hombre. A eso lo llamó
Shugen—do,
una práctica milenaria.

»Me dijo que era un hombre que no tenía miedo al dolor, y eso era bueno, porque para dominar el alma hay que aprender a dominar el cuerpo. Me dijo también que estaba usando el dolor de manera equivocada, y que eso era muy ruin.

»Aquel leñador, ignorante, creía que me conocía mejor que yo mismo, y eso me irritaba, al mismo tiempo que me enorgullecía al saber que mis cuadros eran capaces de expresar exactamente lo que yo estaba sintiendo.

María sintió que una piedra más puntiaguda le cortaba el pie, pero el frío era más fuerte, su cuerpo estaba quedándose dormido, y no era capaz de seguir las palabras de Ralf. ¿Por qué los hombres, en este mundo de Dios, sólo tenían interés en mostrarle el dolor? El dolor sagrado, el dolor con placer, el dolor con explicaciones o sin explicaciones, pero siempre era dolor, dolor...

El pie herido tocó otra piedra, ella reprimió el grito y continuó andando. Al principio había intentado mantener su integridad, su autodominio, aquello que él llamaba «luz». Pero ahora andaba despacio, mientras su estómago y su pensamiento daban vueltas: pensó en vomitar. Pensó en parar, nada de aquello tenía sentido, pero no paró.

No paró por respeto a sí misma; podía aguantar aquella caminata descalza el tiempo que fuese necesario, porque no iba a durar toda la vida. Y de repente otro pensamiento cruzó el espacio: ¿y si no podía ir al Copacabana al día siguiente, por un serio problema en los pies, o por una fiebre causada por la gripe que, seguramente, se iba a instalar en su cuerpo poco afortunado? Pensó en los clientes que la esperaban, en Milan, que tanto confiaba en ella, en el dinero que dejaría de ganar, en la hacienda, en sus padres orgullosos. Pero el sufrimiento pronto apartó cualquier tipo de reflexión, y ella daba un paso tras otro, loca porque Ralf Hart reconociese su esfuerzo y le dijese que era suficiente, que podía ponerse los zapatos.

Sin embargo, él parecía indiferente, lejos, como si aquélla fuese la única manera de librarla de algo que no conocía bien, que la seducía, pero que acabaría dejando marcas más profundas que las de las esposas. Aun sabiendo que intentaba ayudarla, y por más que se esforzase para seguir adelante y mostrar la luz de su fuerza de voluntad, el dolor no la dejaba tener pensamientos profanos o nobles, era simplemente dolor, que ocupaba todo el espacio, asustaba, y la obligaba a pensar que tenía un límite y que no lo conseguiría.

Pero dio un paso. Y otro.

El dolor ahora parecía invadir el alma y debilitarla espiritualmente, porque una cosa es hacer un poco de teatro en un hotel de cinco estrellas, desnuda, con vodka, caviar, y un látigo entre las piernas, y otra, estar a la intemperie, descalza, con piedras cortándole los pies. Estaba desorientada, no conseguía intercambiar ni una palabra con Ralf Hart, todo lo que existía en su universo eran las piedras pequeñas y cortantes que marcaban el camino por entre los árboles.

Entonces, cuando pensaba que iba a desistir, un extraño sentimiento la invadió: había llegado a su límite, y más allá había un espacio vacío, donde parecía flotar e ignorar lo que sentía. ¿Sería ésa la sensación que experimentaban los penitentes? En la otra extremidad del dolor descubría una puerta a un nivel diferente de conciencia, y ya no había espacio para nada más, sólo para la naturaleza implacable, y para ella misma, invencible.

Todo a su alrededor se transformó en un sueño: el jardín mal iluminado, el lago oscuro, Ralf en silencio, alguna pareja que otra que paseaba, sin darse cuenta de que ella iba descalza y andaba con dificultad. No sabía si era el frío o el sufrimiento, pero de repente dejó de sentir su cuerpo, entró en un estado en el que no hay ningún deseo ni miedo, sólo una misteriosa, ¿cómo definirlo?, una misteriosa «paz». El límite del dolor no era su límite; podía ir más allá.

Pensó en todos los seres humanos que sufrían sin pedirlo, y allí estaba ella, provocando su propio sufrimiento, pero aquello ya no le importaba, había cruzado las fronteras del cuerpo, y ahora simplemente le quedaba el alma, la «luz», una especie de vacío, que alguien, algún día, llamó Paraíso. Hay ciertos sufrimientos que sólo pueden ser olvidados cuando podemos flotar sobre nuestro propio dolor.

Por último, recordó a Ralf mientras la tomaba en brazos, se quitaba la chaqueta, y la ponía sobre sus hombros. Debía de tener demasiado frío, pero poco importaba; estaba contenta, no tenía miedo, había vencido. No se había humillado ante él.

Los minutos se convirtieron en horas, ella debía de haber dormido en sus brazos, porque cuando despertó, aunque todavía era de noche, estaba en una habitación con un aparato de televisión en una de las esquinas y nada más. Blanco, vacío.

Ralf apareció con un chocolate caliente.

—Todo va bien—dijo él—. Has llegado a donde debías llegar. —No quiero chocolate, quiero vino. Y quiero bajar a nuestro sitio, la chimenea, los libros tirados por todas partes.

Había dicho «nuestro sitio»; eso no era lo que había planeado. Se miró los pies; aparte de un pequeño corte, sólo había marcas rojas, que desaparecerían al cabo de algunas horas. Con cierta dificultad, bajó la escalera sin prestar mucha atención a nada; se puso en su esquina, en la alfombra, al lado de la chimenea; había descubierto que allí siempre se sentía bien, como si fuese su «sitio», su lugar en aquella casa.

—El leñador me cijo que, cuando se hace algún tipo de ejercicio físico, cuando se le exige todo al cuerpo, la mente gana una fuerza espiritual extraña que tiene que ver con la «luz» que vi en ti. ¿Qué sentiste?

—Que el dolor es amigo de la mujer.

—Ése es el peligro.

—Que el dolor tiene un límite.

—Ésa es la salvación. No lo olvides.

La mente de María aún estaba confusa; había experimentado esa «paz», al ir más allá de su límite. Él le había mostrado otro tipo de sufrimiento, y también ése le había dado un extraño placer. Ralf tomó una gran carpeta y la abrió. Eran dibujos.

—La historia de la prostitución. Es lo que me pediste, cuando nos vimos.

Sí, se lo había pedido, pero era simplemente una manera de pasar el tiempo, de intentar resultar interesante. Eso no tenía la menor importancia ahora.

—Durante todos estos días he estado navegando por un mar desconocido. No creí que hubiese una historia, pensaba simplemente que era la profesión más antigua del mundo, como dice la gente. Pero hay una historia; mejor dicho, dos historias.

—¿Y estos dibujos?

Ralf Hart pareció un poco decepcionado porque ella no lo comprendía, pero en seguida se controló y siguió adelante.

—Son las cosas que pinté mientas leía, investigaba, aprendía.

—Hablaremos de eso otro día; hoy no quiero cambiar de tema, necesito entender el dolor.

—Lo sentiste ayer y descubriste que conducía al placer. Lo has sentido hoy y has encontrado la paz. Por eso te digo: no te acostumbres, porque es muy fácil acostumbrarse a vivir con él, es una droga poderosa. Está en nuestra vida cotidiana, en el sufrimiento escondido, en la renuncia que hacemos y culpamos al amor por la derrota de nuestros sueños. El dolor asusta cuando muestra su verdadera cara, pero es seductor cuando se viste de sacrificio, renuncia. O cobardía. El ser humano, por más que lo rechace, siempre encuentra alguna manera de estar con él, de enamorarlo, de hacer que sea parte de su vida.

—No lo creo. Nadie desea sufrir.

—Si consigues entender que puedes vivir sin sufrimiento, ya es un gran paso, pero no creas que otras personas van a comprenderte. Sí, nadie desea sufrir y, aun así, casi todos buscan el dolor, el sacrificio, y se sienten justificados, puros, merecedores del respeto de sus hijos, de sus maridos, de los vecinos, de Dios. No pensemos en eso ahora, sólo tienes que saber que lo que mueve el mundo no es la búsqueda del placer, sino la renuncia a todo lo que es importante.

»¿El soldado va a la guerra a matar al enemigo? No: va a morir por su país. ¿Le gusta a la mujer mostrarle a su marido lo contenta que está? No: quiere que él vea cuánto se dedica, cuánto sufre para verlo feliz. ¿Va el marido al trabajo pensando que llegará a su realización personal? No: está dando su sudor y sus lágrimas por el bien de la familia. Y así sucesivamente: hijos que renuncian a los sueños para alegrar a sus padres, padres que renuncian a la vida para alegrar a los hijos, dolor y sufrimiento que justifican aquello que debía proporcionar simplemente alegría: amor.

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