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Authors: Paulo Coelho

Once minutos (14 page)

Lo compró, fue para casa, puso la radio en una emisora que siempre la ayudaba a pensar (porque la música era tranquila), abrió el libro y vio que tenía varias ilustraciones, con posturas que solamente aquel que trabaja en un circo puede practicar. El texto era aburrido.

María había aprendido lo suficiente en su profesión como para saber que no todo en la vida era una cuestión de la postura en la que uno se pone mientras hace el amor, sino que, la mayoría de las veces, cualquier variación sucedía de manera natural, sin pensar, como los pasos de un baile. Aun así, intentó concentrarse en lo que leía.

Dos horas después, se dio cuenta de dos cosas.

La primera, que tenía que cenar pronto, pues debía volver al Copacabana.

La segunda, que la persona que había escrito aquel libro no entendía nada, NADA del asunto. Mucha teoría, cosas orientales, rituales inútiles, sugerencias idiotas. Se veía que el autor había meditado en el Himalaya (tenía que enterarse de dónde quedaba eso), que había frecuentado cursos de yoga (ya había oído hablar de ello), que había leído mucho sobre el asunto, pues citaba a uno y otro autor, pero no había aprendido lo esencial. El sexo no era teoría, incienso, puntos tántricos, veneración, ni tanta ceremonia. ¿Cómo aquella persona (en verdad, una mujer) osaba escribir sobre un tema que ni siquiera María, que trabajaba en el gremio, conocía bien? Tal vez fuese culpa del Himalaya, o de la necesidad de complicar algo cuya belleza está en la simplicidad y en la pasión. Si aquella mujer había sido capaz de publicar y de vender un libro tan estúpido, era mejor volver a pensar seriamente en su texto Once minutos. No sería cínico ni falso, simplemente sería su historia, nada más.Pero no tenía ni tiempo, ni interés; necesitaba concentrar su energía en alegrar a Ralf Hart, y en aprender cómo administrar haciendas.

Extracto del diario de María, justo después de dejar el aburrido libro a un lado:

He encontrado a un hombre y me he enamorado de él. Me he dejado llevar por una simple razón: no espero nada. Sé que dentro de tres meses estaré lejos, él será un recuerdo, pero ya no podía aguantar más vivir sin amor; estaba al límite.

Estoy escribiendo una historia para Ralf Hart, ése es su nombre. No estoy segura de si volverá a la discoteca en la que trabajo, pero por primera vez en mi vida eso no tiene la menor importancia. Me basta con amarlo, estar con él en mi pensamiento, y colorear esta ciudad tan hermosa con sus pasos, sus palabras, su cariño. Cuando deje este país, tendrá un rostro, un nombre, el recuerdo de una chimenea. Todo lo demás que he vivido aquí, todas las cosas duras por las que he pasado, no serán nada al lado de ese recuerdo. Me gustaría poder hacer por él lo que él hizo por mí. He estado pensando mucho, y he descubierto que no entré en aquel café por casualidad; los encuentros más importantes ya han sido planeados por las almas antes incluso de que los cuerpos se hayan visto. Generalmente estos encuentros suceden cuando llegamos a un límite, cuando necesitamos morir y renacer emocionalmente. Los encuentros nos esperan, pero la mayoría de las veces evitamos que sucedan. Sin embargo, si estamos desesperados, si ya no tenemos nada que perder, o si estamos muy entusiasmados con la vida, entonces lo desconocido se manifiesta, y nuestro universo cambia de rumbo.

Todos sabemos amar, pues hemos nacido con ese don. Algunas personas lo practican naturalmente bien, pero la mayoría tiene que reaprender, recordar cómo se ama, y todos, sin excepción, tenemos que quemarnos en la hoguera de nuestras emociones pasadas, revivir algunas alegrías y dolores, malos momentos y recuperación, hasta conseguir ver el hilo conductor que hay detrás de cada nuevo encuentro; sí, hay un hilo.

Y entonces, los cuerpos aprenden a hablar el lenguaje del alma, eso se llama sexo, eso es lo que puedo darle al hombre que me ha devuelto el alma, aunque él desconozca totalmente su importancia en mi vida. Eso fue lo que él me pidió, y eso tendrá; quiero que sea muy feliz.

L
a vida es a veces muy avara: la gente pasa días, semanas, meses y años sin sentir nada nuevo. Sin embargo, una vez que abre una puerta, y ése fue el caso de María con Ralf Hart, una verdadera avalancha entra por el espacio abierto. En un momento no tienes nada, y al momento siguiente tienes más de lo que puedes aceptar.

Dos horas después de haber escrito su diario, cuando llegó al trabajo, Milan, el dueño, habló con ella:

—Entonces saliste con el pintor...

Debía de ser conocido de la casa, ella lo había comprendido cuando él pagó por tres clientes, la cantidad exacta, sin preguntar el precio. María simplemente asintió con la cabeza, procurando crear un cierto misterio, al que Milan no dio la menor importancia, ya que conocía esa vida mejor que ella.

—Tal vez ya estés preparada para dar un siguiente paso. Hay un cliente especial que siempre pregunta por ti. Yo le digo que no tienes experiencia y él me cree; pero tal vez ahora sea el momento de intentarlo.

—¿Un cliente especial? ¿Y qué tiene eso que ver con el pintor?

—También él es un cliente especial.

Entonces todo lo que había hecho con Ralf Hart ya debía de haber sido probado y hecho por otra de sus colegas. Se mordió el labio y no dijo nada, había pasado una hermosa semana, no podía olvidar lo que había escrito.

—¿Debo hacer lo mismo que hice con él?

—No sé lo que hicieron; pero hoy, si alguien te ofrece una copa, no aceptes. Los clientes especiales pagan mejor, y no te arrepentirás.

El trabajo comenzó como de costumbre. Las tailandesas sentadas juntas como siempre, las colombianas con aire de quien lo entiende todo, las tres brasileñas (entre las cuales se incluía) fingiendo estar distraídas, como si nada de aquello fuese nuevo o interesante. Había una austríaca, dos alemanas, y el resto se componía de mujeres del antiguo este de Europa, todas altas, de ojos claros, guapas, y que acababan casándose más rápido que las demás.

Los hombres entraron: rusos, suizos, alemanes, siempre ejecutivos ocupados, dispuestos a pagar por los servicios de las prostitutas más caras de una de las ciudades más caras del mundo. Algunos se dirigieron a su mesa, pero ella siempre miraba a Milan, y él negaba con la cabeza. María estaba contenta: no tendría que abrirse de piernas aquella noche, aguantar olores, ducharse en baños que no siempre estaban calientes; todo lo que tenía que hacer era enseñar a un hombre, ya cansado del sexo, cómo debía hacer el amor. Y ahora, pensándolo bien, ninguna otra mujer tendría la misma creatividad para inventar la historia del presente.

Al mismo tiempo se preguntaba: «¿Por qué será que, después de haberlo probado todo, quieren volver al principio?». En fin, eso no era problema suyo; siempre que pagasen bien, ella estaba allí para servirlos.

Un hombre más joven que Ralf Hart entró en el local; guapo, pelo negro, dientes perfectos, y un traje que le recordaba a los de los chinos, sin corbata, simplemente con un cuello alto, y una impecable camisa blanca por debajo. Se dirigió hasta el bar, donde estaba Milan, ambos miraron a María, y él se acercó:

—¿Aceptas una copa?

Milan asintió con la cabeza, y ella lo invitó a sentarse en su mesa. Pidió su cóctel de frutas, y estaba esperando la invitación para bailar, cuando el hombre se presentó:

—Mi nombre es Terence, y trabajo en una compañía discográfica en Inglaterra. Como sé que estoy en un lugar en el que puedo confiar en la gente, pienso que esto quedará entre nosotros.

María iba a empezar a hablar de Brasil, cuando él la interrumpió:

—Milan dijo que entiendes lo que quiero.

—No sé qué quieres. Pero entiendo de lo que hago.

El ritual no fue cumplido; él pagó la cuenta, la tomó del brazo, entraron en el taxi, y le tendió mil francos. Por un momento, ella se acordó del árabe con el que había ido a cenar a aquel restaurante lleno de pinturas famosas; era la primera vez que volvía a recibir la misma cantidad, y en vez de contentarla, eso la puso nerviosa.

El taxi se detuvo frente a uno de los hoteles más caros de la ciudad. Él dio las buenas noches al portero, demostrando una gran familiaridad con el sitio. Subieron directamente a la habitación, una suite con vista al río. Él abrió una botella de vino, posiblemente muy caro, y le ofreció una copa.

María lo miraba mientras bebía; ¿qué quería un hombre como aquél, rico, guapo, de una prostituta? Como él casi no hablaba, ella también permaneció la mayor parte del tiempo en silencio, intentando descubrir qué era lo que podía dejar a un cliente especial satisfecho. Entendió que no debía tomar la iniciativa, pero una vez que el proceso comenzase, pretendía acompañarlo con la velocidad que fuese necesaria; al fin y al cabo, no todas las noches ganaba mil francos.

—Tenemos tiempo —dijo Terence—. Todo el tiempo que queramos. Puedes dormir aquí, si lo deseas.

La inseguridad volvió. No parecía intimidado, y hablaba con una voz tranquila, diferente de la de los demás. Sabía lo que deseaba; puso una música perfecta, en el momento perfecto, en la habitación perfecta, con la ventana perfecta, que daba al lago de una ciudad perfecta. Su traje era de buen corte, la maleta estaba en una esquina, pequeña, como si no necesitase muchas cosas para viajar, o como si hubiese venido a Géneve sólo por aquella noche.

—Voy a dormir a casa —respondió María.

Él cambió por completo. Sus ojos de caballero ganaron un brillo frío, glacial.

—Siéntate allí —dijo, señalando una silla al lado del escritorio.

¡Era una orden! Una verdadera orden. María obedeció y, curiosamente, aquello la excitó.

—Siéntate bien. Endereza la espalda, como una mujer con clase. Si no lo haces, te voy a castigar.

¡Castigar! ¡Cliente especial! En un minuto ella lo entendió todo, sacó los mil francos del bolso y los puso sobre el escritorio.

—Sé lo que quieres —dijo, mirando al fondo de aquellos helados ojos azules— Y no estoy dispuesta.

Él pareció volver a la normalidad, y vio que ella decía la verdad. —Toma tu vino —dijo—. No voy a forzarte a nada. Puedes quedarte un rato más, o puedes salir si quieres.

Aquello la dejó más tranquila.

—Tengo un empleo. Tengo un jefe que me protege y que cree en mí. Por favor, no le digas nada de esto.

María lo dijo sin ningún tono de piedad, sin implorar nada, era simplemente la realidad de su vida. Terence también había vuelto a ser el mismo hombre, ni dulce, ni duro, simplemente alguien que, al contrario de los otros clientes, daba la impresión de saber lo que deseaba. Ahora parecía salir de un trance, de una obra de teatro que aún no había comenzado.

¿Valía la pena irse así, sin descubrir qué significa aquello de un «cliente especial»?

—¿Qué quieres exactamente?

—Ya sabes. Dolor, sufrimiento. Y mucho placer.

«Dolor y sufrimiento no encajan mucho con placer», pensó María. Aunque quisiese desesperadamente creer que sí, y de esta manera convertir en positivas una gran parte de las experiencias negativas de su vida.

Él la tomó de la mano, y la llevó hasta la ventana: al otro lado del lago podían ver la torre de una catedral, María recordó que había pasado por allí mientras recorría con Ralf Hart el Camino de Santiago.

—¿Ves ese río, ese lago, esas casas, aquella iglesia? Hace quinientos años, era todo más o menos igual.

»Excepto porque la ciudad estaba completamente vacía; una enfermedad desconocida se había extendido por toda Europa, y nadie sabía por qué moría tanta gente. Llamaron a la enfermedad la Peste Negra, un castigo que Dios había enviado al mundo a causa de los pecados del hombre.

»Entonces, un grupo de personas decidió sacrificarse por la humanidad: ofrecieron aquello que más temían: el dolor físico. Empezaron a caminar día y noche por estos puentes, estas calles, azotando su propio cuerpo con látigos o cadenas. Sufrían en nombre de Dios, y alababan a Dios con su dolor. Al cabo de poco tiempo, descubrieron que eran más felices haciendo eso que cociendo pan, trabajando a jornal, alimentando animales. El dolor ya no era sufrimiento, sino el placer de rescatar a la humanidad de sus pecados. El dolor se transformó en alegría, en el sentido de la vida, en el placer.

Sus ojos volvieron a tener la misma frialdad que había visto algunos minutos antes. Recogió el dinero que ella había dejado sobre el escritorio, separó ciento cincuenta francos y los metió en su bolso.

—No te preocupes por tu jefe. Aquí está su comisión, y prometo no decirle nada. Puedes irte.

Ella tomó todo el dinero.

—¡No!

Era el vino, el árabe en el restaurante, la mujer de sonrisa triste, la idea de que nunca volvería a aquel maldito lugar, el miedo al amor que llegaba bajo la forma de un hombre, las cartas a su madre que contaban una bonita vida llena de oportunidades de trabajo, el niño que le había pedido un lápiz en la infancia, las luchas consigo misma, la culpa, la curiosidad, el dinero, la búsqueda de sus propios límites, las ocasiones y las oportunidades que había perdido. Era otra María la que estaba allí: ya no ofrecía regalos, sino que se entregaba en sacrificio.

—Ya no tengo miedo. Sigamos adelante. Si es necesario, castígame por ser rebelde. Mentí, traicioné, actué equivocadamente con quien me protegió y me amó.

María había entrado en el juego. Estaba diciendo las cosas adecuadas.

—¡Arrodíllate! —dijo Terence, con una voz baja y amenazante. María obedeció. Nunca había sido tratada de aquella manera, y no sabía si era bueno o malo, simplemente quería ir más lejos, merecía ser humillada por todo lo que había hecho en toda su vida. Estaba entrando en un personaje, un nuevo personaje, una mujer que desconocía completamente.

—Serás castigada. Porque eres inútil, porque no conoces las reglas, nada sabes sobre el sexo, sobre la vida, sobre el amor. Mientras hablaba, Terence se transformaba en dos hombres distintos: el que explicaba tranquilamente las reglas, y el que la hacía sentirse la persona más miserable del mundo.

—¿Sabes por qué te lo permito? Porque no hay mayor placer que iniciar a alguien en un mundo desconocido. Arrancarle la virginidad, no del cuerpo, sino del alma, ¿entiendes?

Entendía.

—Hoy podrás hacer preguntas. Pero la próxima vez, cuando el telón de nuestro teatro se abra, la obra comenzará y no podrás parar. Si paras, es porque nuestras almas no se han entendido. Recuerda: es una obra de teatro. Tienes que ser el personaje que nunca has tenido el coraje de ser. Poco a poco, descubrirás que ese personaje eres tú misma, pero hasta que seas capaz de verlo con claridad, procura fingir, inventar.

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