Once minutos (13 page)

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Authors: Paulo Coelho

—Solamente conozco dos ciudades de mi país: aquella en la que nací y Río de Janeiro. En cuanto al sexo, no creo que pueda enseñarte nada. Tengo casi veintitrés años, tú eres sólo seis años mayor, pero sé que has vivido mucho más intensamente. Yo conozco a hombres que pagan por hacer lo que ellos quieren, no lo que yo quiero.

—Ya he hecho todo lo que un hombre puede soñar hacer con una, dos, tres mujeres al mismo tiempo. Y no sé si he aprendido mucho.

De nuevo el silencio, pero era el turno de María. Y él no la ayudó, como ella no lo había ayudado antes.

—¿Me quieres como profesional?

—Te quiero como tú quieras.

No, él no podía haber respondido eso, porque era todo lo que ella deseaba oír. De nuevo el terremoto, el volcán, la tempestad. Iba a ser imposible escapar de su propia trampa, iba a perder a ese hombre, sin haberlo tenido nunca realmente.

—Tú sabes, María. Enséñame. Tal vez eso me salve, nos salve a los dos, nos traiga de vuelta a la vida. Tienes razón, sólo tengo seis años más que tú, y, aun así, ya he vivido el equivalente a muchas vidas. Hemos pasado por experiencias completamente distintas, pero ambos estamos desesperados.

»Lo único que nos da paz es estar juntos.

¿Por qué decía esas cosas? No era posible, y, aun así, era verdad. Se habían visto sólo una vez, y ya se necesitaban el uno al otro. Imagina que siguiesen viéndose, ¡qué desastre! María era una mujer inteligente, con muchos meses de lectura y observación del género humano; tenía un propósito en la vida, pero también tenía un alma que necesitaba conocer y descubrir su «luz».

Ya se estaba cansando de ser quien era, y aunque el inminente viaje a Brasil fuese un desafío interesante, todavía no había aprendido todo lo que podía. Ralf Hart era un hombre que había aceptado desafíos, lo había aprendido todo, pero ahora le pedía a aquella chica, a aquella prostituta, a aquella Madre Comprensiva, que lo salvase. ¡Qué absurdo!

Anteriormente otros hombres se habían comportado de la misma manera ante ella. Muchos no habían conseguido tener una erección, otros querían ser tratados como niños, otros decían que les gustaría tenerla por esposa porque se excitaban al saber que su mujer había tenido muchos amantes. Aunque todavía no hubiese conocido a ninguno de los «clientes especiales», ya había descubierto el enorme universo de fantasías que habitaba el alma humana. Pero todos estaban acostumbrados a sus mundos, y nunca le habían pedido «sácame de aquí». Al contrario, querían llevarse a María consigo.

Y aunque todos esos hombres siempre la hubiesen dejado con algún dinero y sin ninguna energía, no era posible que ella no hubiese aprendido nada. Sin embargo, si alguno de ellos realmente estuviese buscando el amor, y si el sexo fuese sólo una parte de esa búsqueda, ¿cómo le gustaría que la tratasen? ¿Qué sería importante que sucediese en el primer encuentro?

¿Qué le gustaría realmente que sucediese?

—Recibir un regalo —dijo María.

Ralf Hart no entendió. ¿Regalo? Él ya le había pagado por adelantado aquella noche, en el taxi, porque conocía el ritual. ¿Qué quería decir con aquello?

María acababa de darse cuenta de que entendía, en ese minuto, lo que una mujer y un hombre tenían que sentir. Lo tomó de la mano y lo condujo hasta una de las salas.

—No vamos a subir a la habitación —dijo.

Apagó casi todas las luces, se sentó en la alfombra y le pidió que se sentase delante de ella. Se fijó en que había una chimenea.

—Enciende la chimenea.

—Pero si estamos en verano.

—Enciende la chimenea. Me has pedido que dirija nuestros pasos esta noche, y lo estoy haciendo.

Ella lo miró fijamente, esperando que él viese de nuevo su «luz». Él la vio, porque fue hasta el jardín, recogió unos troncos de madera mojados por la lluvia y puso algunos periódicos viejos para hacer que el fuego secase los troncos y los encendiese. Fue hasta la cocina para servirse más whisky, pero María lo interrumpió.

—¿Me has preguntado qué quería?

—No.

—Pues que sepas que la persona que está contigo existe. Piensa en ella. Piensa si ella desea whisky, o ginebra, o café. Pregúntale qué quiere.

—¿Qué quieres beber?

—Vino. Y me gustaría que me acompañes.

Él dejó la botella de whisky, y volvió con una de vino. A esas alturas, el fuego ya quemaba los troncos; María apagó las pocas luces que todavía estaban encendidas, dejando que sólo las llamas iluminasen el ambiente. Se comportaba como si siempre hubiese sabido que aquél era el primer paso: reconocer al otro, saber que está ahí.

Abrió el bolso y encontró un bolígrafo que había comprado en un supermercado. Cualquier cosa servía.

—Esto es para ti. Cuando lo compré, pensaba en tener algo para anotar las ideas sobre administración de haciendas. Lo he usado durante dos días, he trabajado hasta cansarme. Tiene un poco de mi sudor, de mi concentración, de mi voluntad, y ahora te lo entrego.

Depositó el bolígrafo suavemente en su mano.

—En vez de comprarte algo que te gustaría tener, te estoy dando algo que es mío, realmente mío. Un regalo. Una señal de respeto por la persona que está ante mí, pidiéndole que comprenda lo importante que es estar a su lado. Ahora tiene una pequeña parte de mí misma, que le he dado por libre y espontáneo deseo. Ralf se levantó, fue hasta una estantería y volvió con un objeto. Se lo tendió a María:

—Éste es el vagón de un tren eléctrico que yo tenía cuando era niño. No tenía permiso para jugar con él yo solo, porque mi padre decía que era caro, importado de Estados Unidos. Así pues, no tenía más remedio que esperar a que él tuviese ganas de armar el tren en medio de la sala, aunque generalmente se pasaba los domingos escuchando ópera. Por eso el tren sobrevivió a mi infancia, pero no me dio ninguna alegría. Allí tengo guardados todos los raíles, la locomotora, las casas, incluso el manual; porque yo tenía un tren que no era mío, con el cual no jugaba.

»Ojalá lo hubiese destruido como todos los demás juguetes que recibí y de los que ya ni me acuerdo, porque esta pasión por destruir forma parte del modo en que el niño descubre el mundo. Pero este tren intacto siempre me recuerda una parte de mi infancia que no viví, porque era demasiado preciosa, o demasiado trabajosa para mi padre. O tal vez porque, cada vez que armaba el tren, tenía miedo de demostrar su amor por mí.

María empezó a mirar fijamente el fuego en la chimenea. Algo estaba sucediendo, y no era el vino, ni el ambiente acogedor. Era la entrega de regalos.

Ralf también se volvió hacia el fuego. Permanecieron callados escuchando el crepitar de las llamas. Bebieron vino, como si no fuese importante decir nada, hablar de nada, hacer nada. Simplemente estar allí, el uno con el otro, mirando en la misma dirección.

—Tengo muchos trenes intactos en mi vida —dijo María, después de un rato—. Uno de ellos es mi corazón. Al igual que tú, sólo jugaba con él cuando el mundo ponía los raíles, y no siempre era el momento adecuado.

—Pero tú amaste.

—Sí, amé. Amé mucho. Amé tanto que, cuando mi amado me pidió un regalo, tuve miedo y huí.

—No entiendo.

—No hace falta. Te estoy enseñando, porque he descubierto algo que no sabía. El regalo, la entrega de algo que es tuyo. Dar antes de pedir algo que sea importante. Tú tienes mi tesoro: el bolígrafo con el que he escrito algunos de mis sueños. Yo tengo tu tesoro: el vagón de tren, parte de la infancia que no viviste.

»Yo ahora llevo conmigo parte de tu pasado, y tú guardas un poco de mi presente. Qué bien.

Dijo todo eso sin pestañear, sin extrañarse, como si supiese hace mucho tiempo que ésa era la mejor y la única manera de comportarse. Se levantó con suavidad, tomó su chaqueta del perchero y le dio un beso en la mejilla. Ralf Hart, en ningún momento, hizo ademán de levantarse de donde estaba, hipnotizado por el fuego, posiblemente pensando en su padre.

—Nunca he entendido muy bien por qué guardaba ese vagón. Hoy ha quedado claro: para dártelo una noche con la chimenea encendida. Ahora esta casa es más ligera.

Él dijo que, al día siguiente, donaría el resto de los raíles, la locomotora, las pastillas que imitaban el humo, a algún orfanato.

—Tal vez hoy este tren sea una rareza que ya no se fabrica y valga mucho dinero —advirtió María, para luego arrepentirse. No se trataba de eso, sino de librarse de algo todavía más caro para nuestro corazón.

Antes de volver a decir algo que no encajaba en aquel momento, volvió a darle un beso en la mejilla y se dirigió a la puerta. Él todavía seguía observando el fuego, ella le pidió, delicadamente, que fuese a abrirla.

Ralf se levantó y ella le explicó que, aunque la alegrase verlo observando el fuego, los brasileños tienen una extraña superstición: cuando visitan a alguien por primera vez, no pueden abrir la puerta al salir, porque si lo hacen, jamás volverán a aquella casa.

—Y yo quiero volver.

—Aunque no nos hayamos quitado la ropa y yo no haya entrado dentro de ti, ni siquiera te haya tocado, hemos hecho el amor.

Ella rió. Él se ofreció a llevarla a casa, pero María lo rechazó.

—Iré a verte mañana al Copacabana.

—No lo hagas. Espera una semana. He aprendido que esperar es la parte más difícil, y también quiero acostumbrarme a eso; saber que tú estás conmigo, aunque no estés a mi lado.

Anduvo de nuevo por el frío y por la oscuridad de la noche, como había hecho tantas otras veces en Géneve; normalmente esas caminatas estaban asociadas con tristeza, soledad, ganas de volver a Brasil, nostalgia de la lengua que no hablaba hacía tanto tiempo, cálculos financieros, horarios.

Hoy, sin embargo, caminaba para encontrarse a sí misma, encontrar a aquella mujer que, durante cuarenta minutos estuvo ante el fuego con un hombre, y estaba llena de luz, de sabiduría, de experiencia, de encanto. Había visto el rostro de esa mujer algún tiempo atrás, cuando paseaba por el lago pensando si debía o no dedicarse a una vida que no era la suya; aquella tarde había sonreído de un modo muy triste. Había visto su rostro por segunda vez en un lienzo doblado, y ahora sentía de nuevo su presencia. Tomó un taxi después de mucho tiempo al ver que aquella presencia mágica se había ido y la había dejado sola como siempre.

Entonces era mejor no pensar en el asunto para no estropearlo, para no dejar que la ansiedad sustituyese todo aquello de bueno que acababa de vivir. Si aquella otra María existía de verdad, volvería en el momento adecuado.

Fragmento del diario de María escrito la noche en que recibió el vagón de tren:

El deseo profundo, el deseo más real es aquel de acercarse a alguien. A partir de ahí, comienzan las reacciones, el hombre y la mujer entran en juego, pero lo que sucede antes, la atracción que los unió, es imposible de explicar. Es el deseo intacto, en estado puro. Cuando el deseo todavía está en ese estado puro, hombre y mujer se apasionan por la vida, viven cada momento con veneración y, conscientemente, esperan siempre el momento adecuado para celebrar la siguiente bendición.

Así, las personas no tienen prisa, no precipitan los acontecimientos con acciones inconscientes. Saben que lo inevitable se manifestará, que lo verdadero siempre encuentra una manera de mostrarse. Cuando llega el momento, no dudan, no pierden una oportunidad, no dejan pasar ningún momento mágico porque respetan la importancia de cada segundo.

E
n los días siguientes, María se descubrió de nuevo presa de la trampa que tanto había evitado, pero no estaba triste ni preocupada por eso. Al contrario: ya que no tenía nada más que perder, era libre.

Sabía que, por más romántica que fuese la situación, un día Ralf comprendería que ella no era más que una prostituta, mientras que él era un respetado artista; que ella vivía en un país distante, siempre en crisis, mientras él vivía en el paraíso, con la vida organizada y protegida desde su nacimiento. Él había sido educado en los mejores colegios y museos del mundo, mientras que ella apenas había terminado la enseñanza secundaria. En fin, los sueños como ése no duran mucho, y María ya había vivido lo bastante para entender que la realidad no coincidía con sus sueños. Ésa era ahora su gran alegría: decirle a la realidad que no necesitaba de ella, que no dependía de lo que sucedía para ser feliz. «Qué romántica soy, Dios mío.»

Durante esa semana intentó descubrir algo que hiciese feliz a Ralf Hart; él le había devuelto una dignidad y una «luz» que ella creía perdidas para siempre. Pero la única manera de recompensarlo era a través de lo que él juzgaba que era la especialidad de María: el sexo. Como las cosas no variaban mucho en la rutina del Copacabana, decidió procurar otras fuentes.

Fue a ver algunas películas pornográficas, y de nuevo no encontró nada interesante, a no ser algunas variaciones en el número de parejas. Como las películas no ayudaban mucho, por primera vez desde su llegada a Géneve decidió comprar libros, aunque todavía creía que era mucho más práctico no tener que ocupar el espacio de su casa con algo que, una vez leído, ya no servía para nada. Fue hasta una librería que había visto mientras andaba con Ralf por el Camino de Santiago y preguntó si tenían algo sobre el tema.

—Muchas, muchas cosas —respondió la chica encargada de las ventas—. En realidad, parece que la gente sólo se interesa por eso. Además de una sección especial, en todas las novelas que ve a su alrededor también hay por lo menos una escena de sexo. Aunque esté escondido en bonitas historias de amor, o en tratados serios sobre el comportamiento del ser humano, el hecho es que la gente sólo piensa en eso.

María, con toda su experiencia, sabía que la chica estaba equivocada: la gente quería pensar eso, porque creía que todo el mundo se preocupaba sólo de ese tema. Hacían regímenes, usaban pelucas, se pasaban horas en la peluquería o en el gimnasio, se ponían ropa insinuante, intentaban provocar la chispa deseada, ¿y después? Cuando llegaba el momento de ir a la cama, once minutos y listo. Ninguna creatividad, nada que llevase al paraíso; en poco tiempo, la chispa ya no tenía fuerza para mantener el fuego encendido.

Pero era inútil discutir con la chica rubia, que creía que el mundo podía explicarse en los libros. Preguntó de nuevo dónde estaba la sección especial, y allí descubrió varios títulos sobre gays, lesbianas, monjas que revelaban cosas escabrosas de la Iglesia, y libros ilustrados con técnicas orientales que mostraban posturas muy incómodas. Sólo le interesó uno de los volúmenes: El sexo sagrado. Por lo menos debía de ser diferente.

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