Once minutos (12 page)

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Authors: Paulo Coelho

C
uando entró en el Copacabana aquella noche, él estaba allí, esperando. Era el único cliente. Milan, que acompañaba la vida de aquella brasileña con cierta curiosidad, vio que la joven había perdido la batalla.

—¿Aceptas una copa?

—Tengo que trabajar. No puedo perder mi empleo.

—Soy un cliente. Y te estoy haciendo una proposición profesional.

Aquel hombre, que en el café durante la tarde parecía tan seguro de sí mismo, que manejaba bien el pincel, que conocía a grandes personajes, que tenía un agente en Barcelona, y que debía de ganar mucho dinero, ahora mostraba su fragilidad, había entrado en el ambiente equivocado, ya no estaba en un romántico café en el Camino de Santiago. El encanto de la tarde desapareció.

—¿Entonces aceptas la copa?

—En otro momento. Hoy ya tengo clientes que me esperan. Milan alcanzó a oír el final de la frase; estaba equivocado, la chica no se había dejado llevar por la trampa de las promesas de amor. Aun así, al final de una noche sin mucho movimiento, se preguntó por qué había preferido la compañía de un viejo, de un contable mediocre y de un agente de seguros...

Bien, ése era su problema. Siempre y cuando pagase su precio, no le correspondía a él decidir con quién debía o no irse a la cama.

Del diario de María, después de la noche con el viejo, el contable y el agente de seguros:

¿Qué es lo que quiere ese pintor de mí? ¿Acaso no sabe que somos de países, culturas, sexos diferentes? ¿Piensa que sé más sobre el placer que él, y quiere aprender algo?

¿Por qué no me dijo nada más que «soy un cliente»? Era tan fácil decir:
«Te he echado de menos», o «Me encantó la tarde que pasamos juntos».
Yo respondería del mismo modo (
«Soy una profesional»
), pero él tiene la obligación de entender mis inseguridades, porque soy mujer, soy frágil, y en ese lugar soy otra persona. Él es un hombre, y un artista: tiene la obligación de saber que el gran objetivo del ser humano es comprender el amor total. El amor no está en el otro, está dentro de nosotros mismos; nosotros lo despertamos. Pero para que despierte necesitarnos del otro. El universo sólo tiene sentido cuando tenemos con quién compartir nuestras emociones.

¿Está cansado del sexo? Yo también, y sin embargo, ni él, ni yo sabemos lo que es. Estamos dejando morir una de las cosas más importantes de la vida, necesitaba ser salvada por él, necesitaba salvarlo, pero él no me dejó otra elección.

E
staba atemorizada. Empezaba a notar que, después de tanto autocontrol, la presión, el terremoto, el volcán de su alma daba señales de explotar, y a partir del momento en que eso sucediese, ya no podría controlar sus sentimientos. ¿Quién era aquel aprendiz de artista, que podía estar mintiendo respecto de su vida, con quien no había pasado más que unas horas, que no la había tocado, que no había intentado seducirla (podía haber algo peor que eso)?

¿Por qué su corazón daba señales de alarma? Porque creía que él. sentía lo mismo, pero, claro, estaba muy equivocada. Ralf Hart quería encontrar a la mujer capaz de despertar el fuego que estaba casi apagado; quería convertirla en. su gran diosa del sexo, con una «luz especial» (y en eso había sdo sincero), dispuesta a tomarlo de la mano y mostrarle el camino de vuelta a la vida. No podía imaginar que María sentía el mismo desinterés, que tenía sus propios problemas (incluso después de tantos hombres, no había conseguido alcanzar un orgasmo durante la penetración), que había hecho planes aquella mañana y que había organizado una vuelta triunfal a su tierra.

¿Por qué pensaba en él? ¿Por qué pensaba en alguien que en ese preciso momento podía estar pintando a otra mujer, diciéndole que tenía una «luz especial», que podía ser su diosa del sexo? «Pienso en él porque pude hablar.»

¡Qué ridículo! ¿Pensaba también en la bibliotecaria? No. ¿Pensaba en Nyah, la filipina, la única de todas las mujeres del Copacabana con quien podía compartir un poco sus sentimientos? No, no pensaba en ellas. Y eran personas con las que había estado muchas veces, y con las que se sentía cómoda.

Intentó desviar su atención hacia el calor que hacía, o hacia el supermercado que no consiguió visitar el día anterior. Le escribió una larga carta a su padre, llena de detalles con respecto al terreno que le gustaría comprar, eso pondría a su familia contenta. No precisó la fecha de vuelta, pero dio a entender que sería pronto. Durmió, despertó, durmió de nuevo, volvió a despertar. Descubrió que el libro sobre haciendas era muy bueno para los suizos, pero no servía para los brasileños, los mundos eran completamente distintos.

Durante la tarde vio que el terremoto, el volcán, la presión disminuía. Estaba más relajada; ya había experimentado en otras ocasiones este tipo de pasión súbita, y desaparecía siempre al día siguiente (qué bien, su universo seguía siendo el mismo). Tenía una familia que la amaba, un hombre que la esperaba, y que ahora le escribía con mucha frecuencia, contándole que la tienda de tejidos estaba creciendo. Aunque decidiese tomar el avión aquella misma noche, tenía el dinero suficiente para, por lo menos, comprar un solar. Había sobrevivido a la peor parte, la barrera de la lengua, la soledad, el primer día en el restaurante con el árabe, la manera de convencer a su alma para que no se quejase de lo que hacía con su cuerpo. Sabía muy bien cuál era su sueño, y estaba dispuesta a todo por él. Y este sueño no incluía a un hombre; por lo menos, no incluía a hombres que no hablasen su lengua materna y que no viviesen en su ciudad.

Cuando el terremoto se calmó, María entendió que parte de la culpa era suya, porque no había dicho en aquel momento: «Yo estoy sola, soy tan miserable como tú, ayer viste mi "luz"' y fue la primera cosa bonita y sincera que un hombre me ha dicho desde que llegué aquí».

En la radio sonaba una vieja canción: «Mis amores mueren incluso antes de nacer». Sí, ése era su caso, su destino.

D
el diario de María, dos días después de que todo volvió a la normalidad:

La pasión hace que uno deje de comer, de dormir, de trabajar, de estar en paz. Mucha gente se asusta porque, cuando aparece, derrumba todas las cosas viejas que encuentra.

Nadie quiere desorganizar su mundo. Por eso, mucha gente consigue controlar esta amenaza, y es capaz de mantener en pie una casa o una estructura que ya está podrida. Son los ingenieros de las cosas superadas. Otra gente piensa exactamente lo contrario: se entrega sin pensar, esperando encontrar en la pasión las soluciones para todos sus problemas. Descarga sobre la otra persona toda la responsabilidad por su felicidad, y toda la culpa por su posible infelicidad. Está siempre eufórica porque algo maravilloso sucedió, o deprimida porque algo inesperado acabó destruyéndolo todo. Apartarse de la pasión, o entregarse ciegamente a ella, ¿cuál de las dos actitudes es la menos destructiva? No sé.

Al tercer día, como resucitando de entre los muertos, Ralf Hart volvió, y casi llegó un poco tarde, porque María ya estaba hablando con otro cliente. Cuando lo vio, sin embargo, le dijo educadamente al otro que no quería bailar, que estaba esperando a alguien. Entonces se dio cuenta de que lo había esperado todos esos días. Y en ese momento aceptó todo lo que el destino había puesto en su camino.

No se quejó; se puso contenta, podía permitirse ese lujo, porque un día se iría de aquella ciudad, sabía que ese amor era imposible, y por tanto, ya que no esperaba nada, tendría todo lo que aún esperaba de aquella etapa de su vida.

Ralf le preguntó si quería una copa y María pidió un cóctel de frutas. El dueño del bar, fingiendo que fregaba los vasos, miró a la brasileña sin entender nada: ¿qué la habría hecho cambiar de idea? Esperaba que aquel hombre no fuese allí simplemente a tomar algo, y se sintió aliviado cuando él la sacó a bailar. Estaban cumpliendo el ritual, no había por qué preocuparse.

María sentía la mano que rodeaba su cintura, su cara pegada, la música muy alta que, gracias a Dios, impedía cualquier conversación. Un cóctel de frutas no bastaba para tener coraje, y las pocas palabras que habían intercambiado habían sido muy formales. Ahora era una cuestión de tiempo: ¿irían a un hotel? ¿Harían el amor? No debía de ser difícil, ya que él había dicho que no estaba interesado en el sexo, sería simplemente cuestión de cumplir su compromiso profesional. Eso ayudaría a acabar de matar cualquier vestigio de una posible pasión, no sabía por qué se había torturado tanto después del primer encuentro.

Esa noche sería la Madre Comprensiva. Ralf Hart era simplemente un hombre desesperado, como tantos millones de hombres. Si hacía bien su papel, si conseguía seguir las normas que se había marcado desde que había comenzado a trabajar en el Copacabana, no tenía por qué preocuparse. Era muy arriesgado tener a aquel hombre cerca, ahora que sentía su olor, y le gustaba, que experimentaba su roce, y le gustaba, se descubría esperándolo, y no le gustaba.

Al cabo de cuarenta y cinco minutos ya habían seguido todos los pasos, y él se dirigió al dueño de la discoteca:

—Me la llevo para el resto de la noche. Pagaré por tres clientes. El dueño se encogió de hombros y pensó de nuevo que la chica brasileña acabaría cayendo en la trampa del amor. María, a su vez, se sorprendió: no sabía que Ralf Hart conocía tan bien las reglas.

—Vayamos a mi casa.

Tal vez ésa fuese realmente la mejor decisión, pensó ella. Aunque fuese en contra de todas las recomendaciones de Milan, en este caso decidió hacer una excepción. Además de descubrir de una vez por todas si estaba o no casado, conocería la forma de vida de los pintores famosos, y un día podría escribir algo para el periódico de su pequeña ciudad, de modo que todos supiesen que, durante su período en Europa, ella había frecuentado círculos intelectuales y artísticos.

«Qué absurda disculpa», rió consigo misma.

Media hora después llegaron a un pequeño pueblo al lado de Géneve, llamado Cologny; una iglesia, la panadería, el ayuntamiento, todo en su lugar. ¡Y era realmente una casa de dos plantas, no un departamento! Primera observación: debía de tener dinero de verdad. Segunda observación: si estuviese casado, no osaría hacer aquello, porque siempre había gente mirando. Entonces, era rico y soltero.

Entraron por un hall con una escalera que conducía al segundo piso, pero siguieron recto, hasta las dos salas de la parte de atrás, que daban a un jardín. Una de ellas tenía una mesa, y las paredes estaban cubiertas de cuadros. La otra sala tenía algunos sofás, sillas, estanterías llenas de libros, ceniceros sucios, vasos que habían sido usados hace mucho tiempo y que todavía estaban allí.

—Puedo preparar un café...

María negó con la cabeza. No, no puedes preparar un café. Aún no puedes tratarme de forma diferente. Estoy desafiando mis propios demonios, haciendo exactamente todo lo contrario de lo que me prometí a mí misma. Pero vayamos con calma; hoy haré el papel de prostituta, o de amiga, o de Madre Comprensiva, aunque en mi alma yo sea una Hija que precisa cariño. Finalmente, cuando todo esté terminado, podrás prepararme un café.

—Al fondo del jardín está mi estudio, mi alma. Aquí, entre todos estos cuadros y libros, está mi cerebro, lo que pienso.

María pensó en su propia casa. No tenía un jardín al fondo. Ni libros, Simplemente los que retiraba prestados de la biblioteca, ya que no había necesidad de gastar dinero con lo que podía conseguir gratis. Tampoco había cuadros, sólo un póster del Circo Acrobático de Shangai, al que ella soñaba con ir.

Ralf trajo una botella de whisky y le ofreció.

—No, gracias.

Él se sirvió un trago, y se lo tomó todo, sin hielo, sin tiempo.

Empezó a hablar de cosas inteligentes, y por más que la conversación le interesase, ella sabía que aquel hombre tenía miedo de lo que iba a suceder, ahora que estaban a solas. María recuperaba el control de la situación.

Ralf se sirvió otro trago, y como si dijese algo sin importancia, comentó:

—Te necesito.

Una pausa. Un silencio largo. «No lo ayudes a romper este silencio, veamos cómo sigue.»

—Te necesito, María. Tienes luz, aunque pienses que todavía no crees en mí, que simplemente estoy intentando seducirte con esta conversación. No me preguntes: «¿Por qué yo? ¿Qué tengo yo de especial?». No tienes nada de especial, nada que pueda explicarme a mí mismo. Sin embargo, he ahí el misterio de la vida, no consigo pensar en otra cosa.

—No te preguntaría eso —mintió.

—Si yo buscase una explicación, diría: esta mujer ha conseguido superar el sufrimiento y lo ha transformado en algo positivo, creativo. Pero eso no basta para explicarlo todo.

Se hacía difícil escapar. Él continuó:

—¿Y yo? Con toda mi creatividad, con mis cuadros que son disputados y deseados por galerías de todo el mundo, con mi sueño realizado, con un pueblo que sabe que soy un hijo querido, con mis mujeres que jamás me cobran pensión ni cosas así, con salud, buena apariencia, todo lo que un hombre puede desear, ¿y yo? Aquí estoy, diciéndole a una mujer que conocí en un café, y con la que he pasado una sola tarde: «Te necesito». ¿Sabes lo que es la soledad?

—Sé lo que es.

—Pero no sabes qué es la soledad cuando se tiene la posibilidad de estar con todo el mundo, cuando se recibe todas las noches una invitación para una fiesta, un cóctel, un estreno de teatro. Cuando el teléfono no deja de sonar, y son mujeres a las que les encanta tu trabajo, que dicen que les gustaría mucho cenar contigo, son hermosas, inteligentes, educadas. Y algo te empuja lejos y te dice: no vayas. No te vas a divertir. Una vez más pasarás la noche entera intentando impresionarlas, gastarás tu energía demostrándote a ti mismo que eres capaz de seducir al mundo.

»Entonces me quedo en casa, entro en mi estudio, busco la luz que vi en ti, y sólo consigo verla mientras trabajo.

—¿Qué puedo darte que ya no tengas? —respondió ella, sintiéndose un poco humillada por aquel comentario sobre otras mujeres, pero recordando que, al fin y al cabo, él había pagado para tenerla a su lado.

Él bebió el tercer trago. María lo acompañó en su imaginación, el alcohol que quemaba su garganta, su estómago, que entraba en su corriente sanguínea llenándolo de valor; ella se sentía también embriagada, aunque no había bebido ni una sola gota. La voz de Ralf Hart sonó más firme.

—Está bien. No puedo comprar tu amor, pero dijiste que lo sabías todo sobre el sexo. Entonces, enséñame. O enséñame algo sobre Brasil. Cualquier cosa, siempre que pueda estar a tu lado. ¿Y ahora?

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