Once minutos (7 page)

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Authors: Paulo Coelho

Al final del día, llamó a la agencia, dijo que la cita había ido muy bien y que estaba agradecida. Si eran serios, preguntarían sobre las fotos. Si eran de otra clase, le conseguirían más citas.

Atravesó el puente, volvió al pequeño cuarto y decidió que no compraría una televisión de ninguna manera, incluso teniendo dinero y muchos planes por delante: necesitaba pensar, usar todo su tiempo para pensar.

Del diario de María aquella noche (con una nota al margen que decía: «No estoy muy convencida»).

He descubierto por qué un hombre paga por una mujer: quiere ser feliz.

No va a pagar mil francos sólo por tener un orgasmo; quiere ser feliz. Yo también quiero, todo el mundo quiere, y nadie lo consigue. ¿Qué puedo perder si decido convertirme por algún tiempo en una... la palabra es difícil de pensar y de escribir... pero, en fin... qué puedo perder si decido ser una prostituta durante algún tiempo? El honor. La dignidad. El respeto por mí misma. Pensándolo bien, nunca he tenido ninguna de las tres cosas. No pedí nacer, no he conseguido a nadie que me amase, siempre he tomado las decisiones equivocadas, ahora dejo que la vida elija por mí.

L
a agencia telefoneó al día siguiente, preguntó sobre las fotos, y para cuándo sería el desfile, ya que ganaban una comisión por cada trabajo. María dijo que el árabe se pondría en contacto con ellos, y dedujo inmediatamente que no sabían nada.

Fue hasta la biblioteca y pidió libros sobre sexo. Estaba considerando seriamente la posibilidad de trabajar —sólo por un año, se había prometido a sí misma— en algo que no conocía; lo primero que tenía que aprender era cómo comportarse, cómo dar placer y cómo recibir dinero a cambio.

Para su decepción, la bibliotecaria le dijo que solamente tenían unos pocos tratados técnicos, ya que aquello era una institución del gobierno. María leyó el índice de uno de los tratados técnicos y se lo devolvió: no entendían nada de la felicidad, sólo hablaban de erección, penetración, impotencia, precauciones, cosas sin el menor sabor. Por un momento, llegó a considerar seriamente la posibilidad de llevarse
Consideraciones psicológicas sobre la frigidez de la mujer,
ya que, en su caso, sólo conseguía tener orgasmos a través de la masturbación, aunque fuese muy agradable ser poseída y penetrada por un hombre.

Pero no estaba allí en busca de placer, sino de trabajo. Dio las gracias a la bibliotecaria, pasó por una tienda e hizo su primera inversión en la posible carrera que se delineaba en el horizonte: ropa que consideraba lo suficientemente sexy para despertar todo tipo de deseo. Después, fue al lugar que había descubierto en el mapa. La rue de Berne comenzaba en una iglesia (¡coincidencia, cerca del restaurante japonés donde había estado el día anterior!) y se transformaba en escaparates de relojes baratos, hasta el final, donde estaban las discotecas de las que había oído hablar, todas cerradas a aquella hora del día. Volvió a pasear alrededor del lago, compró, sin ningún reparo, cinco revistas pornográficas para estudiar lo que eventualmente debería hacer, esperó a la noche, y se dirigió de nuevo al lugar. Allí, escogió al azar un bar con el sugestivo nombre brasileño de Copacabana.

No había decidido nada, se decía a sí misma. Era simplemente una experiencia. Nunca se había sentido tan bien y tan libre en todo el tiempo que había pasado en Suiza.

—Estás buscando empleo —dijo el dueño, que fregaba vasos detrás de una barra, sin poner siquiera un tono de interrogación en la frase. El lugar se componía de una serie de mesas, una esquina con una especie de pista de baile y agunos sofás arrimados a las paredes—. Nada sofisticado. Para trabajar aquí, ya que obedecemos la ley, es preciso tener por lo menos un permiso de trabajo.

María mostró el suyo, y el hombre pareció mejorar su mal humor.

—¿Tienes experiencia?

Ella no sabía qué decir: si decía que sí, él le preguntaría dónde había trabajado antes. Si decía que no, él podía rechazarla.

—Estoy escribiendo un libro.

La idea había salido de la nada, como si una voz invisible la ayudase en aquel momento. Notó que el hombre sabía que era mentira pero fingía que le creía.

—Antes de tomar ninguna decisión, habla con alguna de las chicas. Tenemos por lo menos seis brasileñas todas las noches, y podrás saber todo lo que te espera.

María quiso decir que no necesitaba consejos de nadie, que tampoco había tomado una decisión, pero el hombre ya se había ido al otro lado del bar, dejándola sola, sin ni siquiera un vaso de agua para beber.

Las chicas fueron llegando, el dueño identificó a algunas brasileñas y les pidió que hablasen con la recién llegada. Ninguna de ellas parecía dispuesta a obedecer; María dedujo que tenían miedo de la competencia. Conectaron el sonido de la discoteca, sonaron algunas canciones brasileñas (después de todo, el sitio se llamaba Copacabana), entraron chicas con rasgos asiáticos, otras que parecían haber salido de las montañas nevadas y románticas de los alrededores de Géneve. Finalmente, después de casi dos horas de espera, mucha sed, algunos cigarrillos, una sensación cada vez más profunda de que estaba tomando una decisión equivocada, una repetición mental infinita de la frase «¿qué hago aquí?», e irritada por la total falta de interés tanto del propietario como de las chicas, una de las brasileñas acabó por acercarse.

—¿Por qué has escogido este lugar?

María podía volver a la historia del libro, o hacer lo que había hecho con respecto a los kurdos y a Joan Miró: decir la verdad.

—Por el nombre. No sé por dónde empezar, y tampoco sé si quiero empezar.

La chica pareció sorprenderse con el comentario directo y franco. Bebió un trago de algo que parecía whisky, escuchó la música brasileña que sonaba, hizo comentarios sobre la nostalgia de su tierra y señaló que iba a haber poco movimiento aquella noche, porque habían cancelado un gran congreso internacional que había cerca de Géneve. Al final, al ver que María no se iba, dijo:

—Es muy simple, tienes que obedecer tres reglas. La primera: no te enamores de nadie con quien trabajas o haces el amor. La segunda: no creas en las promesas y cobra siempre por adelantado. La tercera: no tomes drogas.

Hizo una pausa.

—Y empieza ya. Si vuelves hoy para casa sin haber conseguido un hombre, lo pensarás dos veces y no tendrás valor para volver.

María sólo había ido preparada para una consulta, una información sobre sus posibilidades en un trabajo provisional. Pero notó que estaba ante aquel sentimiento que hace que las personas tomen una decisión rápidamente: ¡desesperación!

—Está bien. Empiezo hoy.

No confesó que había empezado el día anterior. La mujer se dirigió al dueño del bar, a quien llamó Milan, y éste fue a hablar con María.

—¿Llevas ropa interior bonita?

Nadie jamás le había hecho esa pregunta. Ni sus novios, ni el árabe, ni sus amigas, y mucho menos un extraño. Pero la vida era así en aquel lugar: directo al grano.

—Llevo una bombachita azul claro. Y sin sostén —añadió, provocativa. Pero todo lo que consiguió fue una reprimenda:

—Mañana, ponte bombacha negra, sostén y medias panty. Forma parte del ritual quitarse el máximo de ropa posible.

Sin perder más tiempo, y con la certeza de que estaba ante una novata, Milan le enseñó el resto del ritual: el Copacabana debía ser un lugar agradable, y no un prostíbulo. Los hombres entraban en aquella discoteca queriendo creer que iban a encontrar a una mujer sin compañía, sola. Si alguien se acercaba a su mesa, y no era interrumpido en el transcurso (porque, además, existía el concepto de «cliente exclusivo de ciertas chicas»), con toda seguridad la invitaría: «¿Quieres tomar algo?».

A lo que María podría responder sí o no. Era libre para decidir su compañía, aunque no era aconsejable decir «no» más de una vez por noche. En caso de responder afirmativamente, pediría un cóctel de frutas, que (casualmente) era la bebida más cara de la lista. Nada de alcohol, nada de dejar que el cliente escogiese por ella.

Después, debía aceptar una eventual invitación para bailar. La mayoría de los que frecuentaban el local eran conocidos y, a excepción de los «clientes exclusivos», sobre los que no entró en detalles, nadie representaba ningún riesgo. La policía y el Ministerio de Sanidad exigían análisis de sangre mensuales, para ver si no eran portadoras de enfermedades de transmisión sexual. El uso del preservativo era obligatorio, aunque no tenían ningún modo de vigilar si esta norma se cumplía o no. No debían armar un escándalo jamás, Milan estaba casado, era padre de familia, preocupado por su reputación y el buen nombre de su discoteca.

Continuó explicando el ritual: después de bailar volvían a la mesa, y el cliente, como quien dice algo inesperado, la invitaba a ir a un hotel con él. El precio habitual era de trescientos cincuenta francos, de los cuales cincuenta se los quedaría Milan, en concepto de alquiler de la mesa (un artificio legal para evitar, en el futuro, complicaciones jurídicas y la acusación de explotar el sexo con fines lucrativos).

María todavía intentó argumentar: —Pero yo gané mil francos por...

El dueño hizo ademán de marcharse, pero la brasileña, que asistía a la conversación, intervino:

—Está de broma.

Y girándose hacia María, dijo en buen y sonoro portugués:

—Éste es el lugar más caro de Géneve. —Allí la ciudad se llamaba Géneve, y no Ginebra.— No vuelvas a repetirlo. Él conoce el precio del mercado, y sabe que nadie paga mil francos por ir a la cama, excepto los «clientes especiales», si tienes suerte y eres competente.

Los ojos de Milan, que más tarde María descubriría que era un yugoslavo que vivía allí hacía veinte años, no dejaban lugar a la menor duda:

—El precio es trescientos cincuenta francos.

—Sí, ése es el precio —repitió una humillada María.

Primero, le pregunta el color de su ropa interior. Acto seguido, decide el precio de su cuerpo.

Pero no tenía tiempo para pensar, él continuaba dando instrucciones: no debía aceptar invitaciones para ir a casas o a hoteles que no fuesen de cinco estrellas. Si el cliente no tenía adónde llevarla, irían a un hotel situado a cinco manzanas de allí, pero siempre en taxi, para evitar que otras mujeres de otras discotecas de la rue de Berne se acostumbrasen a su cara; María no lo creyó, pensó que la verdadera razón era el riesgo de recibir una invitación para trabajar en mejores condiciones, en otra discoteca. Pero se guardó sus pensamientos para sí, ya había tenido bastante con la discusión sobre el precio.

—Repito una vez más: como los policías en las películas, nunca bebas mientras trabajas. Te dejo, el movimiento empieza dentro de un rato.

—Dale las gracias —dijo, en portugués, la brasileña.

María se lo agradeció. Él sonrió, pero todavía no había terminado su lista de recomendaciones:

—He olvidado algo: el tiempo desde que pides la bebida hasta el momento de salir no debe sobrepasar, de ninguna manera, los cuarenta y cinco minutos, y en Suiza, con relojes por todos lados, hasta los yugoslavos y los brasileños aprenden a respetar el horario. Recuerda que yo alimento a mis hijos con tu comisión.

Estaba recordado.

Le sirvió un vaso de agua mineral con gas y limón, que fácilmente podía pasar por un gin—tonic, y le pidió que esperase. Poco a poco, la discoteca empezó a llenarse: los hombres entraban, miraban a su alrededor, se sentaban solos, y en seguida aparecía alguien de la casa, como si fuese una fiesta, donde todos se conocían desde hacía mucho tiempo, y ahora estuviesen aprovechando para divertirse un poco después de un largo día de trabajo. Cada vez que un hombre encontraba compañía, María suspiraba, aliviada, aunque ya empezaba a sentirse mejor. Tal vez porque era Suiza, tal vez porque, tarde o temprano, encontraría aventura, dinero, o un marido como siempre había soñado. Tal vez porque, ahora se daba cuenta, era la primera vez en muchas semanas que salía de noche e iba a un lugar donde ponían música y donde, de vez en cuando, podía oír a alguien hablando en portugués. Se divertía con las chicas a su alrededor, riendo, tomando cócteles de frutas, charlando alegremente.

Ninguna de ellas se había acercado a saludarla ni a desearle éxito en su nueva profesión, pero eso era normal, a fin de cuentas era la competencia, una adversaria que se disputaba el mismo trofeo. En vez de deprimirse, sintió orgullo, estaba luchando, combatiendo, no era una persona desamparada. En cuanto quisiese, podía abrir la puerta y marcharse, pero siempre recordaría que había tenido el coraje de llegar hasta allí, negociar y discutir cosas sobre las que, en ningún momento de su vida, había osado pensar. No era una víctima del destino, se repetía cada minuto: estaba corriendo sus riesgos, yendo más allá de sus límites, viviendo cosas que un día, en el silencio de su corazón, en los momentos llenos de tedio de la vejez, podría recordar con una cierta dosis de nostalgia, por más absurdo que eso pudiese parecer.

Tenía la certeza de que nadie se iba a acercar a ella, y mañana todo sería como una especie de sueño loco, que ella jamás osaría repetir, porque acababa de darse cuenta de que mil francos por una sola noche sólo ocurre una vez; era más seguro comprar el billete de avión para Brasil. Para que el tiempo pasase más de prisa, se puso a calcular cuánto ganaba cada una de aquellas chicas: si salían tres veces al día, conseguían, por cada cuatro horas de trabajo, el equivalente a dos meses de su trabajo en la tienda de tejidos.

En un día, el equivalente a dos meses de su salario en la tienda de tejidos.

¿Tanto? Bueno, ella había ganado mil francos en una noche, pero quizá hubiese sido suerte de principiante. En cualquier caso, lo que ganaba una prostituta normal era más, mucho más de lo que podría conseguir dando clases de francés en su tierra. Todo eso, siendo el único esfuerzo estar en un bar durante un rato, bailar, abrirse de piernas y punto. Ni siquiera era necesario hablar.

El dinero podía ser una razón, continuó pensando. ¿Pero lo era todo? ¿O la gente que estaba allí, clientes y mujeres, se divertían en cierto modo? ¿Acaso el mundo era muy diferente de lo que le habían contado en el colegio? Si usaba preservativo, no había ningún riesgo, ni siquiera el de ser reconocida por alguien de su tierra. Nadie visita Géneve, excepto (como le habían dicho una vez en clase) aquellos a los que les gusta frecuentar los bancos. Pero a los brasileños, en su gran mayoría, lo que les gusta es frecuentar tiendas, preferentemente de Miami o de París. Novecientos francos suizos por día, cinco días por semana.

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