Authors: Paulo Coelho
P
asaron tres años, María aprendió geografía y matemáticas, empezó a seguir las telenovelas, leyó en el colegio sus primeras revistas eróticas, comenzó a escribir un diario en el que hablaba de su monótona vida y de las ganas que tenía de conocer aquello que le enseñaban en clase: océano, nieve, hombres con turbante, mujeres elegantes y llenas de joyas... Pero como nadie puede vivir de deseos imposibles, sobre todo cuando la madre es costurera y el padre no para en casa, en seguida entendió que debía prestar más atención a lo que pasaba a su alrededor. Estudiaba para superarse, al mismo tiempo que buscaba a alguien con quien poder compartir sus sueños de aventuras.
A los quince años se enamoró de un chico que había conocido en una procesión de Semana Santa. No repitió el error de la infancia: charlaron, se hicieron amigos y empezaron a ir al cine y a las fiestas juntos. También se dio cuenta de que, tal como había sucedido con el niño, el amor estaba más asociado a la ausencia que a la presencia de la persona: vivía echándolo de menos, pasaba horas imaginando lo que iba a decirle en la próxima cita y recordaba cada segundo que habían estado juntos, intentando descubrir lo que había hecho bien y en qué había errado. Le gustaba verse a sí misma como a una chica experimentada que ya había dejado escapar un gran amor; sabía el dolor que eso causaba. Ahora estaba dispuesta a luchar con todas sus fuerzas por este hombre, por el matrimonio, porque éste era el adecuado para el matrimonio, los hijos, la casa junto al mar. Fue a hablar con su madre, que imploró:
—Aún es muy pronto, hija mía.
—Pero tú te casaste con papá cuando tenías dieciséis años. La madre no quería explicarle que había sido a causa de un embarazo inesperado, de modo que usó el argumento «eran otros tiempos», para zanjar así la cuestión.
Al día siguiente fueron a caminar por los alrededores de la ciudad. Charlaron un poco, María le preguntó si no le apetecía viajar, pero, en vez de responder, él la agarró entre sus brazos y le dio un beso.
¡El primer beso de su vida! ¡Cómo había soñado con aquel momento! Y el paisaje era especial, las garzas volando, la puesta de sol, la región semiárida con su belleza agresiva, el sonido de una música a lo lejos. María fingió reaccionar contra el impulso, pero después lo abrazó y repitió aquello que había visto tantas veces en el cine, en las revistas y en la tele: restregó con violencia sus labios contra los de él, moviendo la cabeza de un lado a otro, en un movimiento medio rítmico, medio descontrolado. Notó que, de vez en cuando, la lengua del chico tocaba sus dientes, y lo encontró delicioso.
Pero él dejó de besarla de repente. —¿No quieres? —preguntó.
¿Qué debía responder?, ¿que quería? ¡Claro que quería! Pero una mujer no debe comportarse de esa manera, sobre todo ante su futuro marido, o se pasará el resto de la vida desconfiado porque ella lo acepta todo con mucha facilidad. Prefirió no decir nada.
Él la abrazó de nuevo, repitiendo el gesto, esta vez con menos entusiasmo. Volvió a parar, sorprendido, y María sabía que algo iba muy mal, pero tenía miedo de preguntar. Lo tomó de la mano y caminaron hasta la ciudad, charlando sobre otros asuntos, como si nada hubiese pasado.
Aquella noche, escogiendo algunas palabras difíciles —porque creía que todo lo que escribiese sería leído algún día— y segura de que algo muy grave había ocurrido, anotó en su diario:
Cuando conocemos a alguien y nos enamoramos, tenemos la impresión de que todo el universo está de acuerdo; hoy sucedió en la puesta de sol. ¡Sin embargo, aunque algo salga mal, no sobra nada! Ni las garzas, ni la música a lo lejos, ni el sabor de sus labios. ¿Cómo puede desaparecer tan de prisa la belleza que allí había hace unos pocos minutos? La vida es muy rápida; hace que la gente pase del cielo al infierno en cuestión de segundos.
Al día siguiente fue a hablar con sus amigas. Todas la habían visto salir a pasear con su futuro «novio»; después de todo, no es suficiente tener un gran amor, también es necesario hacer que todos sepan que eres una persona muy deseada. Sentían muchísima curiosidad por saber qué había pasado, y María, muy orgullosa, dijo que la mejor parte había sido cuando su lengua le tocaba los dientes. Una de las chicas se rió.
—¿No abriste la boca?
De repente, todo estaba claro, la pregunta, la decepción.
—¿Para qué?
—Para dejar que la lengua entrase.
—¿Y cuál es la diferencia?
—No tiene explicación. Se besa así.
Risitas escondidas, aires de supuesta compasión, venganza conmemorada entre las chicas que jamás habían tenido un pretendiente. María fingió que no le daba importancia, también rió, aunque su alma llorase. Secretamente blasfemó contra el cine, donde había aprendido a cerrar los ojos, a agarrar la cabeza del otro con la mano, a mover la cara un poco hacia la izquierda, un poco hacia la derecha, pero que no mostraba lo esencial, lo más importante. Elaboró una explicación perfecta («no me quise entregar ya, porque no estaba convencida, pero ahora he descubierto que tú eres el hombre de mi vida») y aguardó a la próxima oportunidad.
Pero no vio al chico hasta tres días después, en una fiesta en el club de la ciudad, tomado de la mano de una de sus amigas, la misma que le había preguntado sobre el beso. María de nuevo fingió que no tenía importancia, aguantó hasta el final de la noche charlando con sus compañeras sobre artistas y otros chicos de la ciudad, fingiendo ignorar algunas miradas compasivas que de vez en cuando una de ellas le lanzaba. Al llegar a casa, sin embargo, dejó que su universo se derrumbase, lloró toda la noche, sufrió durante ocho meses seguidos, y concluyó que el amor no estaba hecho para ella, ni ella para el amor. A partir de ahí, empezó a considerar la posibilidad de hacerse monja y dedicar el resto de su vida a un tipo de amor que no hiere ni deja marcas dolorosas en el corazón, el amor a Jesús. En el colegio hablaban de misioneros que se iban a África, y ella decidió que allí estaba la solución a su vida vacía de emociones. Hizo planes para entrar en el convento, aprendió primeros auxilios (ya que, según algunos profesores, moría mucha gente en África), se dedicó con más ahínco a las clases de religión, y comenzó a imaginarse como santa de los tiempos modernos, salvando vidas y conociendo la selva donde vivían tigres y leones.
Pero aquel año, el de su decimoquinto aniversario, no sólo le había reservado el descubrimiento de que el beso se da con la boca abierta, o que el amor es sobre todo una fuente de sufrimiento. Descubrió una tercera cosa: la masturbación. Fue casi por casualidad, jugando con su sexo mientras esperaba que su madre volviese a casa. Acostumbraba a hacerlo cuando era niña, y le gustaba mucho lo que sentía, hasta que un día el padre la vio y le dio una paliza, sin explicarle el motivo. Jamás lo olvidó: aprendió que no debía tocarse delante de los demás. Como no podía hacerlo en medio de la calle, y como en su casa no tenía una habitación para ella sola, se olvidó de esa sensación agradable.
Hasta aquella tarde, casi seis meses después de aquel beso. Su madre tardaba, ella no tenía nada que hacer, el padre acababa de salir con un amigo, y a falta de un programa interesante en la tele, comenzó a examinar su cuerpo con la esperanza de encontrar algún pelo no deseado, que en seguida sería arrancado con una pinza. Para su sorpresa, notó una pequeña pepita en la parte superior de su vagina; se puso a juguetear con ella y ya no pudo parar; la sensación era cada vez más placentera, más intensa, y todo su cuerpo, sobre todo la parte que estaba tocando, se estaba poniendo rígido. Poco a poco fue entrando en una especie de paraíso, la sensación fue aumentando de intensidad, notó que ya no veía ni oía bien, todo parecía haberse vuelto amarillo, hasta que gimió de placer y tuvo su primer orgasmo.
¡Orgasmo! ¡Gozo!
Fue como si hubiese subido hasta el cielo, y ahora bajase en paracaídas, lentamente, a la tierra. Su cuerpo estaba bañado en sudor, pero ella se sentía completa, realizada, llena de energía. Entonces, ¡el sexo era aquello! ¡Qué maravilla! Nada de revistas pornográficas, en las que todo el mundo hablaba de placer pero ponía cara de dolor. Nada de necesitar hombres, a los que les gustaba el cuerpo pero despreciaban el corazón de una mujer. ¡Podía hacerlo todo solita! Repitió una segunda vez, ahora imaginando que era un actor famoso el que la tocaba, y de nuevo fue hasta el paraíso y bajó en paracaídas, todavía más llena de energía. Cuando iba a comenzar por tercera vez, su madre llegó.
María fue a hablar con sus amigas sobre su nuevo descubrimiento, esta vez evitando decir que había probado por primera vez hacía pocas horas. Todas, excepto dos, sabían de qué se trataba, pero ninguna de ellas había osado tocar el tema. En ese momento, María se sintió revolucionaria, líder del grupo, e inventando un absurdo «juego de confesiones secretas», le pidió a cada una de ellas que contase su manera preferida de masturbarse. Aprendió varias técnicas, como hacerlo debajo de las mantas en pleno verano (porque, decía una de ellas, el sudor ayudaba), usar una pluma de ganso para tocarse en ese sitio (ella no sabía el nombre de ese sitio), dejar que un chico lo hiciese (a María eso le parecía innecesario), usar la ducha del bidet (en su casa no tenían, pero en cuanto visitase a una de sus amigas ricas, probaría).
En cualquier caso, al descubrir la masturbación, y después de usar algunas de las técnicas sugeridas por sus amigas, desistió para siempre de la vida religiosa. Aquello le daba mucho placer, y por lo que insinuaban en la iglesia, el sexo era el mayor de los pecados. Se enteró de algunas leyendas al respecto por sus propias amigas: la masturbación llenaba la cara de espinillas, y podía conducir a la locura o al embarazo. Aun así, corriendo todos esos riesgos, continuó dándose placer al menos una vez a la semana, generalmente los miércoles, cuando su padre salía a jugar a las cartas con los amigos.
Al mismo tiempo, se sentía cada vez más insegura en su relación con los hombres, y más ansiosa por marcharse del lugar en el que vivía. Se enamoró una tercera vez, y una cuarta, ya sabía besar, tocaba y se dejaba tocar cuando estaba a solas con sus novios, pero siempre sucedía algo, y la relación terminaba justo en el momento en que por fin estaba convencida de haber hallado a la persona adecuada para pasar con ella el resto de su vida. Después de mucho tiempo, terminó concluyendo que los hombres sólo aportaban dolor, frustración, sufrimiento, y con la sensación de que los días se arrastraban. Una tarde, mientras observaba en el parque a una madre jugando con su hijo de dos años, decidió que podía llegar a pensar en marido, hijos y en la casa con vista al mar, pero que jamás volvería a enamorarse de nuevo, porque la pasión lo estropeaba todo.
Y
así pasaron los años de la adolescencia de María. Se fue poniendo cada vez más atractiva, con su aire misterioso y triste, y la pretendieron muchos hombres. Salió con uno, con otro, soñó y sufrió, a pesar de la promesa que había hecho de no volver a enamorarse. En una de esas citas perdió la virginidad en el asiento trasero de un coche; ella y su novio se estaban tocando con más ardor que de costumbre, el chico se entusiasmó, y ella, cansada de ser la última virgen de su grupo de amigas, permitió que él la penetrase. Contrariamente a la masturbación, que la llevaba al cielo, aquello sólo la dejó dolorida, con un hilo de sangre que manchó la falda y que le costó limpiar. No tuvo la sensación mágica del primer beso, las garzas volando, la puesta de sol, la música... no, no quería acordarse más de aquello.
Hizo el amor con el mismo chico algunas veces más, después de amenazarlo, diciendo que su padre sería capaz de matarlo si descubría que habían violentado a su hija. Lo convirtió en un instrumento de aprendizaje, intentando entender a toda costa dónde estaba el placer del sexo con una pareja.
No lo entendió; la masturbación daba mucho menos trabajo, y muchas más recompensas. Pero todas las revistas, programas de televisión, libros, amigas, todo, ABSOLUTAMENTE TODO, decía que un hombre era importante. María empezó a creer que debía de tener algún problema sexual inconfesable, se concentró aún más en los estudios y olvidó por algún tiempo esa cosa maravillosa y asesina llamada Amor.
D
el diario de María, cuando tenía diecisiete años:
Mi objetivo es comprender el amor. Sé que estaba viva cuando amé, y sé que todo lo que tengo ahora, por más interesante que pueda parecer, no me entusiasma.
Pero el amor es terrible: he visto a mis amigas sufrir, y no quiero que eso me suceda a mí.
Ellas, que antes se reían de mí y de mi inocencia, ahora me preguntan cómo consigo dominar a los hombres tan bien. Sonrío y callo, porque sé que el remedio es peor que el propio dolor: simplemente no me enamoro. Cada día que pasa veo con más claridad qué frágiles son los hombres, inconstantes, inseguros, sorprendentes... algunos padres de estas amigas llegaron a hacerme proposiciones, yo las rechacé. Antes me sorprendía; ahora creo que forma parte de la naturaleza masculina.
Aunque mi objetivo sea comprender el amor, y aunque sufra por culpa de los hombres a los que entregué mi corazón, veo que aquellos que tocaron mi alma no consiguieron despertar mi cuerpo, y quienes tocaron mi cuerpo no consiguieron llegar a mi alma.
C
umplió diecinueve años, terminó la escuela secundaria, encontró un empleo en una tienda de tejidos y su jefe se enamoró de ella; pero María a esas alturas ya sabía cómo usar a un hombre sin ser usada por él. Jamás dejó que la tocase, aunque siempre se mostraba insinuante, conocedora del poder de su belleza.
El poder de la belleza: ¿y cómo sería el mundo para las feas? Tenía algunas amigas en las que nadie se fijaba en las fiestas, nadie les decía: «¿Cómo estás?». Por increíble que parezca, esas chicas valoraban mucho más el poco amor que recibían, sufrían en silencio cuando eran rechazadas, e intentaban enfrentarse al futuro buscando otras cosas además de arreglarse para alguien. Eran más independientes, más dedicadas a sí mismas, aunque María imaginaba que el mundo debía de parecerles insoportable.
Ella, sin embargo, era consciente de su propia belleza. Aunque casi siempre olvidaba los consejos de su madre, había por lo menos uno que no se iba de su cabeza: «Hija mía, la belleza no dura». Por eso, continuó manteniendo una relación ni cercana ni distante con su jefe, lo que se tradujo en un considerable aumento de sueldo (no sabía hasta cuándo conseguiría mantenerlo con la simple esperanza de llevársela un día a la cama, pero mientras tanto ganaba bastante), además de la comisión por trabajar horas extras (al fin y al cabo, a él le gustaba tenerla cerca, temiendo tal vez que, si salía por la noche, encontrara un gran amor). Trabajó veinticuatro meses sin parar, pudo darles un mes de sueldo a sus padres, y ¡finalmente lo consiguió! Ahorró dinero suficiente para pasar una semana de vacaciones en la ciudad de sus sueños, el lugar de los artistas, la postal de su país: ¡Río de Janeiro!