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Authors: Paulo Coelho

Once minutos (18 page)

Otra palmada en las nalgas.

—¡Anda de un lado para otro!

María empezó a andar, obedeciendo las órdenes «para», «gira a la derecha», «siéntate», «abre las piernas». Alguna vez que otra, incluso sin motivo, se llevaba una palmada, y sentía el dolor, sentía la humillación, que era más poderosa y fuerte que el dolor, y se sentía en otro mundo, donde no había nada más, y eso era una sensación casi religiosa, anularse por completo, servir, perder la idea del ego, de los deseos, de la propia voluntad. Estaba completamente mojada, excitada, sin comprender lo que sucedía.

—¡Ponte otra vez de rodillas!

Como mantenía siempre la cabeza baja, en señal de obediencia y humillación, María no podía ver exactamente lo que estaba pasando; pero notaba que, en otro universo, otro planeta, aquel hombre estaba agotado, cansado de hacer estallar el látigo y azotarle las nalgas con la palma de la mano abierta, mientras ella se sentía cada vez más llena de fuerza y energía. Ahora había perdido la vergüenza, y no se incomodaba por mostrar que le estaba gustando, empezó a gemir, le pidió que le tocase el sexo, pero él, en vez de eso, la agarró y la arrojó sobre la cama.

Con violencia, pero con una violencia que ella sabía que no le iba a causar ningún daño, abrió las piernas y ató cada una de ellas a un lado de la cama. Las manos esposadas a la espalda, las piernas abiertas, la mordaza en la boca, ¿cuándo iba a penetrarla? ¿No veía que ella ya estaba lista, que quería servirle, que era su esclava, su animal, su objeto, que haría cualquier cosa que él le mandase?

—¿Te gustaría que te reventase toda?

Ella vio que él apoyaba el mango del látigo en su sexo. Lo frotó de arriba abajo y, en el momento en el que tocó su clítoris, ella perdió el control. No sabía cuánto tiempo hacía que estaban allí, no imaginaba cuántas veces había sido azotada, pero de repente vino el orgasmo, el orgasmo que decenas, centenas de hombres, en todos aquellos meses, jamás habían conseguido despertar. Una luz explotó, ella sentía que entraba en una especie de agujero negro en su propia alma, donde el dolor intenso y el miedo se mezclaban con el placer total, aquello la empujaba más allá de todos los límites que había conocido; María gimió, gritó con la voz sofocada por la mordaza, se sacudió en la cama, sintiendo que las esposas le cortaban las muñecas y las tiras de cuero le destrozaban los tobillos, se movió como nunca justamente porque no podía moverse, gritó como jamás había gritado, porque tenía una mordaza en la boca y nadie podría oírla. Aquello era el dolor y el placer, el mango del látigo presionando el clítoris cada vez más fuerte, y el orgasmo saliendo por la boca, por el sexo, por los poros, por los ojos, por toda su piel.

Entró en una especie de trance, y poco a poco fue bajando, bajando, el látigo ya no estaba entre sus piernas, sólo el vello mojado por el sudor abundante, y manos cariñosas que le retiraban las esposas y desataban las tiras de cuero de sus pies.

Ella permaneció allí acostada, confusa, incapaz de mirar al hombre porque estaba avergonzada de sí misma, de sus gritos, de su orgasmo. Él le acariciaba el pelo, y también jadeaba, pero el placer había sido exclusivamente suyo; él no había tenido ningún momento de éxtasis.

Su cuerpo desnudo abrazó a aquel hombre completamente vestido, exhausto de tantas órdenes, tantos gritos, tanto control de la situación. Ahora no sabía qué decir, cómo continuar, pero estaba segura, protegida, porque él la había invitado a ir hasta una parte suya que no conocía, era su protector y su maestro. Empezó a llorar, y él pacientemente esperó a que terminase.

—¿Qué has hecho conmigo? —decía entre lágrimas.

—Lo que querías que hiciese.

Ella lo miró y sintió que lo necesitaba desesperadamente.

—Yo no te forcé, no te obligué, y no te oí decir: «amarillo»; mi único poder era el que tú me dabas. No había ningún tipo de obligación, de chantaje, era simplemente tu voluntad; aunque tú fueses la esclava y yo el señor, mi único poder era empujarte hacia tu propia libertad.

Esposas. Tiras de cuero en los pies. Mordaza. Humillación, que era más fuerte y más intensa que el dolor. Aun así, él tenía razón, la sensación era de total libertad. María estaba repleta de energía, de vigor, y sorprendida al ver que el hombre que estaba a su lado estaba exhausto.

—¿Llegaste al orgasmo?

—No —dijo él—. El señor está para forzar al esclavo. El placer del esclavo es la alegría del señor.

Nada de aquello tenía sentido, porque no es lo que cuentan las historias, no es así en la vida real. Pero aquél era un mundo de fantasía, ella estaba llena de luz, y él parecía opaco, agotado.

—Puedes irte cuando quieras —dijo Terence.

—No quiero irme, quiero entender.

—No hay nada que entender.

Ella se levantó, con la belleza y la intensidad de su desnudez, y sirvió dos copas de vino. Encendió dos cigarrillos y le dio uno, los papeles se habían invertido, era la señora la que servía al esclavo, recompensándolo por el placer que le había dado.

—Ahora me vestiré y me marcharé. Pero me gustaría hablar un rato antes.

—No hay nada de que hablar. Eso era lo que yo quería, y has estado maravillosa. Estoy cansado, mañana tengo que volver a Londres.

Él se acostó y cerró los ojos. María no sabía si fingía dormir, pero eso no le importaba; fumó el cigarrillo con placer, bebió lentamente su copa de vino con la cara pegada al cristal, mirando el lago y deseando que alguien, en la otra orilla, la viese así, desnuda, plena, satisfecha, segura.

Se vistió, salió sin decir adiós, y sin importarle si él le abría o no la puerta, porque no tenía la certeza de querer volver.

Terence oyó que la puerta se cerraba, esperó para ver si ella no volvía diciendo que había olvidado algo, y después de algunos minutos se levantó y encendió otro cigarrillo.

La chica tenía estilo, pensó. Había sabido aguantar el látigo, aunque eso fuese lo más común, lo más antiguo, y el menor de todos los suplicios. Por un momento, recordó la primera vez que había experimentado esta misteriosa relación entre dos seres que desean acercarse, pero sólo lo consiguen infligiendo sufrimiento a los demás. Allí fuera, millones de parejas practicaban sin darse cuenta, todos los días, el arte del sadomasoquismo. Iban al trabajo, volvían, se quejaban de todo, agredían o eran agredidos por la mujer, se sentían miserables, pero profundamente ligados a la propia infelicidad, sin saber que bastaba un gesto, un «hasta nunca más», para liberarse de la opresión. Terence lo había experimentado con su primera esposa, una famosa cantante inglesa; vivía torturado por los celos, haciendo escenas, pasando días bajo los efectos de calmantes, y noches embriagado de alcohol. Ella lo amaba, no entendía por qué se comportaba así; él la amaba, y tampoco entendía su propio comportamiento. Pero era como si la agonía que uno infligía al otro fuese necesaria, fundamental para la vida.

Una vez, un músico, que él consideraba muy extraño porque parecía demasiado normal en aquel medio de gente exótica, olvidó un libro en el estudio.
La Venus de las pieles,
de Leopold von Sacher—Masoch. Terence se puso a hojearlo y, a medida que leía, se comprendía mejor a sí mismo:

La hermosa mujer se desnudó y tomó un largo látigo, con un pequeño mango, que ató a la muñeca. «Me lo has pedido —dijo ella—. Entonces voy a azotarte.» «Hazlo —susurró su amante—. Te lo imploro.
»

Su mujer estaba del otro lado del cristal del estudio, ensayando. Había pedido que desconectasen el micrófono que permitía a los técnicos escucharlo todo, y había sido obedecida. Terence pensaba que tal vez estuviese concertando una cita con el pianista, y se dio cuenta: ella lo llevaba a la locura, pero parecía que ya se había acostumbrado a sufrir, y no podía vivir sin aquello.

«Voy a azotarte», decía la mujer desnuda, en la novela que tenía en las manos. «Hazlo, te lo imploro.»

Él era atractivo, tenía poder en la compañía, ¿por qué tenía que llevar esa vida que llevaba?

Porque le gustaba. Merecía sufrir mucho, ya que la vida había sido muy buena con él, y no era digno de todas aquellas bendiciones: dinero, respeto, fama. Creía que su carrera lo estaba llevando a un punto en el que empezaría a depender del éxito, y aquello lo asustaba, porque ya había visto a mucha gente despeñarse desde las alturas.

Leyó el libro. Leyó todo lo que caía en sus manos sobre la misteriosa unión entre dolor y placer. Su mujer descubrió los videos que alquilaba, los libros que escondía, le preguntó qué era aquello, si estaba enfermo. Terence respondió que no, que era una investigación para el look de un nuevo trabajo que ella debía hacer. Y sugirió, como quien no quiere la cosa: «Tal vez deberíamos probar».

Probaron. Al principio con mucha timidez, guiándose sólo por los manuales que encontraban en tiendas pornográficas. Poco a poco fueron desarrollando nuevas técnicas, yendo hasta el límite, corriendo riesgos, pero sintiendo que su matrimonio era cada vez más sólido. Eran cómplices de algo escondido, prohibido, condenado.

La experiencia de ambos se convirtió en arte: diseñaron trajes nuevos, cuero y tachuelas de metal. Ella entraba en escena con un látigo, ligas, botas y llevaba al público al delirio. El nuevo disco llegó al primer lugar de las listas de éxito de Inglaterra, y desde allí siguió una carrera victoriosa en toda Europa. Terence se sorprendía de cómo la juventud aceptaba sus delirios personales con tanta naturalidad, y su única explicación era que de esa manera la violencia contenida podía manifestarse de forma intensa, pero inofensiva.

El látigo pasó a ser el símbolo del grupo, lo reprodujeron en camisetas, tatuajes, pegatinas, postales. La formación intelectual de Terence lo hizo buscar el origen de todo aquello, de modo que pudiese entenderse mejor a sí mismo.

No eran, como le había dicho a la prostituta en su cita, los penitentes que intentaban apartar a la Peste Negra. Desde la noche de los tiempos, el hombre había entendido que el sufrimiento, una vez encarado sin temor, era su pasaporte hacia la libertad.

Egipto, Roma y Persia ya tenían la noción de que, si un hombre se sacrifica, salva al país y su mundo. En China, cuando había una catástrofe natural, el emperador era castigado, por ser él el representante de la divinidad en la Tierra. Los mejores guerreros de Esparta, en la Antigua Grecia, eran azotados una vez al año, desde la mañana hasta la noche, en homenaje a la diosa Diana, mientras la multitud gritaba palabras incentivándolos, pidiéndoles que aguantasen el dolor con dignidad, pues los prepararía para el mundo de las guerras. Al final del día, los sacerdotes examinaban las heridas dejadas en la espalda de los guerreros, y a través de ellas predecían el futuro de la ciudad.

Los padres del desierto, en una antigua comunidad cristiana del siglo IV que se reunía en un monasterio de Alejandría, usaban la flagelación como medio de apartar a los demonios, o de demostrar la inutilidad del cuerpo durante la búsqueda espiritual. La historia de los santos estaba llena de ejemplos: Santa Rosa corría por el jardín, mientras las espinas herían su carne, Santo Domingo Loricatus se azotaba regularmente todas las noches antes de dormir, los mártires se entregaban voluntariamente a la lenta muerte en la cruz o en los dientes de animales salvajes. Todos decían que el dolor, una vez superado, era capaz de llevar al éxtasis religioso.

Estudios recientes, no confirmados, indicaban que un cierto tipo de hongo con propiedades alucinógenas se desarrollaba en las heridas, lo que causaba las visiones. El placer parecía ser tanto que la práctica en seguida salió de los conventos y empezó a difundirse por el mundo.

En 1718, fue publicado el
Tratado de autoflagelación,
que enseñaba cómo descubrir el placer a través del dolor, pero sin causar daño al cuerpo. Al final de ese siglo, había decenas de lugares en toda Europa donde las personas sufrían para llegar a la alegría. Hay documentos de reyes y princesas que se hacían flagelar por sus esclavos, hasta descubrir que el placer no sólo estaba en recibir, sino también en infligir dolor, aunque fuese más exhaustivo, y menos gratificante.

Mientras fumaba su cigarrillo, Terence experimentaba un cierto placer al saber que la mayor parte de la humanidad jamás podría comprender lo que él pensaba.

Mejor así: pertenecer a un círculo cerrado, al que sólo los elegidos tenían acceso. Volvió a recordar cómo el tormento de estar casado se transformó en la maravilla de estar casado. Su mujer sabía que visitaba Géneve con ese propósito, y no se enfadaba, al contrario, en este mundo enfermo, ella era feliz porque su marido conseguía la recompensa que deseaba, después de una semana de arduo trabajo.

La chica que acababa de salir de la habitación lo había entendido todo. Sentía que su alma estaba cerca de la de ella, aunque todavía no estuviese preparado para enamorarse, porque amaba a su mujer. Pero le gustó pensar que era libre y que podía soñar con una nueva relación.

Sólo faltaba hacerle experimentar lo más difícil: transformarla en la Venus de las pieles, en Dominatrix, en la Señora, capaz de humillar y de castigar sin piedad. Si pasaba la prueba, estaría preparado para abrir su corazón y dejarla entrar.

Del diario de María, aún embriagada por el vodka y el placer:

Cuando no tuve nada que perder, lo recibí todo. Cuando dejé de ser quien era, me encontré a mí misma. Cuando conocí la humillación y la sumisión total, fui libre. No sé si estoy enferma, si todo aquello fue un sueño, o si sucede sólo una vez. Sé que puedo vivir sin eso, pero me gustaría hacerlo de nuevo, repetir la experiencia, ir más lejos de lo que he ido. Estaba algo asustada por el dolor, pero no era tan fuerte como la humillación; era sólo un pretexto. En el momento en el que tuve el primer orgasmo en muchos meses, a pesar de los muchos hombres y de las muchas y diferentes cosas que han hecho con mi cuerpo, me sentí —¿será eso posible?— más cerca de Dios. Recordé lo que él dijo respecto de la Peste Negra, sobre el momento en el que los flagelantes, al ofrecer su dolor por la salvación de la humanidad, encontraban en ella el placer. Yo no quería salvar a la humanidad, ni a él, ni a mí misma; simplemente estaba allí.

El arte del sexo es el arte de controlar el descontrol.

N
o era una obra de teatro, estaban en la estación de tren de verdad, a petición de María, a la que le gustaba una pizza que sólo preparaban allí. No estaba mal ser un poco caprichosa. Ralf debería haber aparecido un día antes, cuando todavía era una mujer en busca de amor, chimenea, vino, deseo. Pero la vida había escogido de manera diferente, y hoy había pasado todo el día sin tener que hacer su ejercicio de concentrarse en los sonidos y en el presente, simplemente porque no había pensado en él, había descubierto cosas que le interesaban más.

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