Once minutos (17 page)

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Authors: Paulo Coelho

Antes de que empezase el movimiento, a María siempre se la veía con un libro, y en seguida pasó a ser conocida como la «intelectual» del grupo. Al principio querían saber si eran historias de amor, pero al ver que se trataba de asuntos áridos y poco interesantes como economía, psicología y, recientemente, administración de haciendas, en seguida la dejaban sola para que continuase con su investigación y sus anotaciones.

Por tener muchos clientes fijos, y por ir al Copacabana todos los días, incluso cuando el movimiento era escaso, María se ganó la confianza de Milan y la envidia de sus compañeras; comentaban que la brasileña era ambiciosa, arrogante, y que sólo pensaba en ganar dinero. Esta última parte no dejaba de ser verdad, aunque ella tuviese ganas de preguntarlés si todas ellas no estaban allí por el mismo motivo.

En cualquier caso, los comentarios no matan, forman parte de la vida de cualquier persona de éxito. Era mejor ignorarlos y concentrar la atención en sus dos únicos objetivos: volver a Brasil en la fecha señalada y comprar una hacienda.

Ralf Hart estaba ahora en su pensamiento de la mañana a la noche, y por primera vez era capaz de ser feliz con un amado ausente, aunque estaba algo arrepentida de haberlo confesado, arriesgándose así a perderlo todo. ¿Pero qué tenía que perder si no pedía nada a cambio? Recordó cómo su corazón había latido más de prisa cuando Milan había dicho que era, o que ya había sido, un cliente especial. ¿Qué significaba aquello? Se sintió traicionada, se puso celosa.

Claro que los celos eran normales, aunque la vida ya le hubiese enseñado que era inútil pensar que alguien puede poseer a otra persona (el que cree que eso es posible se engaña a sí mismo). A pesar de ello, no se puede reprimir la idea de los celos, ni tener grandes ideas intelectuales al respecto, y menos, creer que es un signo de fragilidad.

«El amor más fuerte es aquel que puede mostrar su fragilidad. En cualquier caso, si mi amor es verdadero —y no sólo una manera de distraerme, de engañarme, de pasar el tiempo que no corre nunca en esta ciudad—, la libertad vencerá los celos, y el dolor que provocan, ya que también el dolor es parte de un proceso natural. El que hace deporte lo sabe: cuando queremos conseguir nuestros objetivos, tenemos que estar dispuestos a soportar una dosis diaria de dolor o malestar. Al principio, es incómodo y no motiva, pero con el paso del tiempo entendemos que forma parte del proceso de sentirse bien, y llega un momento en que, sin el dolor, tenemos la sensación de que el ejercicio no está teniendo el efecto deseado.»

Lo peligroso es focalizar ese dolor, darle un nombre de persona, mantenerlo siempre presente en el pensamiento; y de eso, gracias a Dios, María ya había conseguido librarse.

Aun así, a veces se descubría pensando en dónde estaría él, por qué no la buscaba, si había pensado que era estúpida con aquella historia de la estación de tren y deseo reprimido, si había huido para siempre porque ella le había confesado su amor... Para evitar que pensamientos tan hermosos se transformasen en sufrimiento, María desarrolló un método: cuando algo positivo relacionado con Ralf Hart viniese a su cabeza, y eso podía ser la chimenea y el vino, una idea que le gustaría discutir con él, o simplemente la agradable ansiedad de saber cuándo volvería, María dejaba lo que estaba haciendo, sonreía hacia el cielo, y agradecía estar viva y no esperar nada del hombre que amaba.

Sin embargo, si su corazón empezaba a quejarse de su ausencia, o de las equivocaciones que había cometido cuando estaban juntos, ella se decía a sí misma: «¿Quieres pensar en eso? De acuerdo, sigue haciendo lo que deseas, mientras yo me dedico a cosas más importantes».

Seguía leyendo, o, si estaba en la calle, empezaba a prestar atención a todo lo que había a su alrededor: colores, personas, sonidos, sobre todo sonidos, de sus pasos, de las páginas que pasaba, de los coches, de los fragmentos de conversación, y el pensamiento incómodo acababa desapareciendo. Si volvía cinco minutos después, ella repetía el proceso, hasta que esos recuerdos, al ser aceptados pero amablemente rechazados, se apartaban por un tiempo considerable.

Uno de esos «pensamientos negativos» era la posibilidad de no volver a verlo. Con un poco de práctica y mucha paciencia, consiguió convertirlo en un «pensamiento positivo»: cuando se fuese, Géneve sería el rostro de un hombre con pelo muy largo y pasado de moda, sonrisa infantil, voz grave. Si alguien le preguntara, muchos años después, cómo era el lugar que había conocido en su juventud, María podría responder: «Bonito, capaz de amar y de ser amado».

Del diario de María, en un día de poco movimiento en el Copacabana:

De tanto convivir con las personas que vienen aquí, llego a la conclusión de que el sexo ha sido utilizado como cualquier otra droga: para huir de la realidad, para olvidar los problemas, para relajarse. Y, como todas las drogas, es una práctica nociva y destructiva. Si una persona quiere drogarse, ya sea con sexo o con cualquier otra cosa, es problema suyo; las consecuencias de sus actos serán mejores o peores de acuerdo con aquello que ella ha escogido para sí misma. Pero si hablamos de avanzar en la vida, tenemos que entender que lo que es «bueno» es muy diferente de lo que es «mejor».

Al contrario de lo que mis clientes piensan, el sexo no puede ser practicado a cualquier hora. Hay un reloj escondido en cada uno de nosotros, y para hacer el amor las manecillas de ambas personas tienen que marcar la misma hora al mismo tiempo. Eso no sucede todos los días. Aquel que ama no depende del acto sexual para sentirse bien. Dos personas que están juntas, y que se quieren, tienen que sincronizar sus manecillas, con paciencia y perseverancia, con juegos y representaciones «teatrales», hasta entender que hacer el amor es mucho más que un encuentro: es un «abrazo» de las partes genitales. Todo tiene importancia. Una persona que vive intensamente su vida goza todo el tiempo y no echa de menos el sexo. Cuando practica el sexo, es por abundancia, porque el vaso de vino está tan lleno que desborda naturalmente, porque es absolutamente inevitable, porque acepta la llamada de la vida, porque en ese momento, sólo en ese momento, consigue perder el control.

P. D. Acabo de releer lo que he escrito: ¡Dios mío, me estoy volviendo demasiado intelectual!

P
oco después de haber escrito eso, y cuando se preparaba para una noche más de Madre Cariñosa o Niña Ingenua, la puerta del Copacabana se abrió y entró Terence, el ejecutivo de la compañía discográfica, uno de los clientes especiales.

Milan pareció satisfecho detrás de la barra: ella no lo había decepcionado. María recordó en ese mismo momento palabras que decían tantas cosas y al mismo tiempo no decían nada: «Dolor, sufrimiento, y mucho placer».

—He venido de Londres especialmente para verte. He pensado mucho en ti.

Ella sonrió, intentando que su sonrisa no fuese una invitación. Pero una vez más él no siguió el ritual, no la invitó a nada, sólo se sentó a la mesa.

—Cuando se hace que una persona descubra algo, el profesor también acaba descubriendo algo nuevo.

—Sé a qué te refieres —respondió María, acordándose de Ralf Hart, e irritándose con su propio recuerdo. Estaba con otro cliente, tenía que respetarlo y hacer lo posible para dejarlo contento. —¿Quieres seguir adelante?

Mil francos. Un universo escondido. Un jefe que la miraba. La certeza de que podría parar cuando quisiese. La fecha marcada para el regreso a Brasil. Otro hombre, que no aparecía nunca.

—¿Tienes prisa? —preguntó María.

Él dijo que no. ¿Qué quería ella?

—Quiero mi copa, mi baile, el respeto por mi profesión.

Él dudó durante algunos minutos, pero era parte del teatro, de dominar y de ser dominado. Pagó la copa, bailó, pidió un taxi, le entregó el dinero mientras cruzaban la ciudad, y fueron al mismo hotel. Entraron, él saludó al portero italiano de la misma manera en que lo había hecho la noche que se conocieron, subieron a la misma habitación con vista al río.

Terence prendió un fósforo; fue entonces cuando María se dio cuenta de que había decenas de velas esparcidas por la habitación. Él empezó a encenderlas.

—¿Qué quieres saber? ¿Por qué soy así? ¿Por qué, si no me equivoco, te encantó la noche que pasamos juntos? ¿Quieres saber por qué tú también eres así?

—Pienso que en Brasil tenemos la superstición de no encender más de tres cosas con el mismo fósforo. Y no la estás respetando.

Él ignoró el comentario.

—Tú eres como yo. No estás aquí por los mil francos, sino por el sentimiento de culpa, de dependencia, por tus complejos y tu inseguridad. Y eso no es bueno ni malo, es la naturaleza humana.

Tomó el control remoto de la tele y cambió varias veces de canal, hasta detenerse en un informativo, en el que unos refugiados intentaban escapar de una guerra.

—¿Lo ves? ¿Conoces esos programas en los que la gente va a discutir sus problemas personales delante de todo el mundo? ¿Has visto los titulares en el quiosco? El mundo se alegra con el sufrimiento y con el dolor. Sadismo al ver, masoquismo al concluir que no tenemos que saber todo eso para ser felices y, aun así, asistimos a la tragedia ajena, y a veces sufrimos con ella.

Él sirvió otras dos copas de champán, apagó la tele y siguió encendiendo las velas.

—Repito: es la condición humana. Desde que fuimos expulsados del paraíso, sufrimos, o hacemos sufrir a alguien, u observamos el sufrimiento de los demás. Es incontrolable.

Oyeron el ruido de los truenos afuera, una enorme tempestad se estaba aproximando.

—Pero yo no soy capaz —dijo María—. Me parece ridículo creer que tú eres mi maestro y yo tu esclava.

Terence había acabado de encender todas las velas. Tomó una de ellas, la colocó en el centro de la mesa, volvió a servir champán y caviar. María bebía de prisa, pensando en los mil francos que ya estaban en su bolso, en lo desconocido que la fascinaba y la amedrentaba, en la manera de controlar su pavor. Sabía que, con aquel hombre, una noche jamás era como la otra, no podía amenazarlo.

—Siéntate.

La voz se alternaba entre dulce y autoritaria. María obedeció, y una ola de calor recorrió su cuerpo; aquella orden era familiar, ella se sentía más segura.

«Teatro. Tengo que entrar en la obra de teatro.»

Estaba bien recibir órdenes. No tenía que pensar, simplemente obedecer. Pidió más champán, él le trajo vodka; subía más de prisa, liberaba con más facilidad, acompañaba mejor el caviar.

Abrió la botella, María prácticamente bebió sola, mientras oía los truenos. Todo colaboraba para el momento perfecto, como si la energía de los cielos y de la tierra mostrase también su lado violento.

En un momento dado, Terence sacó una pequeña maleta del armario y la puso sobre la cama.

—No te muevas.

María se quedó inmóvil. Él abrió la maleta y sacó dos pares de esposas de metal cromado.

—Siéntate con las piernas abiertas.

Ella obedeció, impotente por voluntad propia, sumisa porque así lo deseaba. Notó que él miraba entre sus piernas, podía ver la bombacha negra, las medias, los muslos, podía imaginar el vello, el sexo.

—¡Ponte de pie!

Ella se levantó de la silla. A su cuerpo le costó mantener el equilibrio, y vio que estaba más embriagada de lo que imaginaba.

—¡No me mires! ¡Baja la cabeza, respeta a tu dueño!

Antes de bajar la cabeza, un látigo fino fue retirado de la maleta y estalló en el aire, como si tuviese vida propia.

—Bebe. Mantén la cabeza baja, pero bebe. Bebió uno más, dos, tres vasos de vodka.

Ahora no era simplemente una obra de teatro, sino la realidad de la vida: no tenía control. Se sentía un objeto, un simple instrumento, y por increíble que parezca, aquella sumisión le daba la sensación de completa libertad. Ya no era la maestra, la que enseña, la que consuela, la que escucha las confesiones, la que excita; era sólo la niña del interior de Brasil, ante el poder gigantesco del hombre.

—Quítate la ropa.

La orden fue seca, sin deseo, y, sin embargo, de lo más erótico. Manteniendo la cabeza baja en señal de reverencia, María desabotonó el vestido y dejó que resbalase hasta el suelo.

—No te estás portando bien, ¿lo sabías? De nuevo el látigo estalló en el aire.

—Hay que castigarte. Una niña de tu edad, ¿cómo te atreves a contrariarme? ¡Deberías estar de rodillas delante de mí!

María hizo ademán de arrodillarse, pero el látigo la interrumpió; por primera vez tocaba su carne, en las nalgas. Escocía, pero parecía no dejar marcas.

—No te dije que te arrodillases. ¿O sí?

—No.

El látigo tocó sus nalgas otra vez.

—Di «No, mi señor».

Y un latigazo más. Más escozor. Por una fracción de segundo, ella pensó que podía parar todo aquello inmediatamente; o también podía escoger ir hasta el final, no por el dinero, sino por lo que él había dicho la primera vez, un ser humano sólo se conoce cuando va hasta sus límites.

Y aquello era nuevo; era la Aventura, podía decidir más tarde si le gustaría continuar, pero en aquel instante ella dejó de ser la chica que tiene tres objetivos en la vida, que ganaba dinero con su cuerpo, que había conocido a un hombre con una chimenea e historias interesantes que contar. Allí ella no era nadie, y al no ser nadie, era todo lo que soñaba.

—Quítate toda la ropa. Y anda de un lado para otro, para que yo pueda verte.

Una vez más obedeció, manteniendo la cabeza baja, sin decir una sola palabra. El hombre que la miraba estaba vestido, impasible, no era la misma persona con la que había venido hablando desde la discoteca, era un Ulises que venía de Londres, un Teseo que llegaba del cielo, un secuestrador que invadía la ciudad más segura del mundo y el corazón más cerrado de la tierra. Se quitó la bombacha, el sostén, se sintió indefensa y protegida al mismo tiempo. El látigo estalló de nuevo en el aire, esta vez sin tocar su cuerpo.

—¡Mantén la cabeza baja! Estás aquí para ser humillada, para ser sometida a todo lo que yo desee, ¿entiendes?

—Sí, señor.

Él agarró sus brazos y colocó el primer par de esposas en sus muñecas.

—Y vas a sufrir mucho. Hasta que aprendas a comportarte. Con la mano abierta, le dio una palmada en las nalgas. María gritó, esta vez le había dolido.

—Así que te quejas, ¿verdad? Pues vas a ver lo que es bueno. Antes de que ella pudiese reaccionar, una mordaza de cuero le estaba tapando la boca. No le impedía hablar, podía decir «amarillo» o «rojo», pero sentía que era su destino dejar que aquel hombre pudiese hacer con ella lo que quisiese, y no tenía forma de escapar de allí. Estaba desnuda, amordazada, esposada, con vodka corriendo por sus venas en lugar de sangre.

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