Once minutos (5 page)

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Authors: Paulo Coelho

María finalmente escogió ser una aventurera en busca del tesoro; dejó de lado sus sentimientos, dejó de llorar todas las noches, se olvidó de quién era; descubrió que tenía fuerza de voluntad suficiente para fingir que acababa de nacer y que, por tanto, no necesitaba sentir nostalgia por nadie. Los sentimientos podían esperar; ahora había que ganar dinero, conocer el país y volver victoriosa a su tierra.

Por lo demás, todo a su alrededor parecía Brasil en general, y su ciudad en particular: las mujeres hablaban portugués, se quejaban de los hombres, hablaban alto, protestaban por los horarios, llegaban con retraso a la discoteca, desafiaban al jefe, se creían las más bellas del mundo y contaban historias de sus príncipes encantados, que generalmente estaban muy lejos, o estaban casados, o no tenían dinero y vivían del trabajo de ellas. El ambiente, al contrario de lo que había imaginado al ver los folletos de propaganda que Roger llevaba consigo, era exactamente como Vivian lo había descrito: familiar. Las chicas no podían aceptar invitaciones ni salir con los clientes, porque estaban registradas como «bailarinas de samba» en sus respectivos permisos de trabajo. Si se las pillaba recibiendo un papel con un teléfono, se quedaban quince días sin trabajar. María, que esperaba algo más movido y emocionante, fue dejándose dominar poco a poco por la tristeza y por el tedio.

Los primeros quince días, salió poco de la pensión en la que vivía, principalmente cuando descubrió que nadie hablaba su lengua, aunque ella pronunciase DES-PA-CIO cada frase. También la sorprendió saber que, al contrario de lo que sucedía en su país, la ciudad en la que estaba ahora tenía dos nombres diferentes: Genéve para los que vivían allí, y Ginebra para las brasileñas.

Finalmente, durante las largas horas de tedio en su pequeño cuarto sin televisión, María concluyó:

a) Nunca llegaría a encontrar lo que estaba buscando, si no sabía decir lo que pensaba. Para eso necesitaba aprender la lengua local.

b)
Como todas sus compañeras también estaban buscando lo mismo, ella necesitaba ser diferente. Para eso aún no tenía una solución ni un método.

Del diario de María, cuatro semanas después de desembarcar en Genéve/Ginebra:

Hace una eternidad que estoy aquí, no hablo la lengua, me paso el día escuchando música en la radio, mirando el cuarto, pensando en Brasil, deseando que llegue la hora de trabajar, y cuando estoy trabajando, deseando que llegue la hora de volver a la pensión. O sea, vivo el futuro en vez del presente.

Un día, en un futuro lejano, tendré mi pasaje, podré volver a Brasil, casarme con el dueño de la tienda de tejidos y escuchar los comentarios maliciosos de mis amigas que nunca se han arriesgado y por eso lo único que ven es la derrota de los demás. No, no puedo volver así, prefiero tirarme del avión cuando esté cruzando el océano.

Como las ventanas del avión no se abren (por cierto, nunca lo habría imaginado; ¡qué pena no poder sentir el aire puro!), me muero aquí mismo. Pero antes de morir, quiero luchar por la vida. Si consigo andar sola, llegaré hasta donde quiera.

A
l día siguiente se matriculó inmediatamente en un curso matutino de francés, donde conoció a gente de todos los credos, creencias y edades, hombres con ropas de colores y muchas pulseras de oro en los brazos, mujeres con la cabeza siempre cubierta por un pañuelo, niños que aprendían más de prisa que los adultos, cuando justamente debía ser al contrario, ya que los adultos tienen más experiencia. Se sentía orgullosa al saber que todos conocían su país, el carnaval, la samba, el fútbol, y a la persona más famosa del mundo, llamada Pele. Al principio quiso ser simpática y corregir la pronunciación (¡es Pelé! ¡Pelééé!), pero después de algún tiempo desistió, ya que también la llamaban Mariá, esa manía que tienen los extranjeros de cambiar todos los nombres y encima creen que siempre tienen razón.

Durante la tarde, para practicar el idioma, ensayó sus primeros pasos por aquella ciudad de dos nombres, descubrió un chocolate delicioso, un queso que jamás había comido, una gigantesca fuente en medio del lago, la nieve que los pies de ninguno de los habitantes de su ciudad habían tocado, las cigüeñas, los restaurantes con chimenea (jamás había entrado en ninguno, pero veía el fuego en su interior, y aquello le daba una agradable sensación de bienestar). También se sorprendió al descubrir que no en todos los letreros había publicidad de relojes, también la había de bancos, aunque no conseguía entender por qué había tantos bancos para tan pocos habitantes cuando raramente había alguien dentro de las sucursales, pero resolvió no preguntar nada.

Después de tres meses de autocontrol en su trabajo, su sangre brasileña, sensual y sexual como todo el mundo pensaba, habló más alto; se enamoró de un árabe que estudiaba francés en su mismo curso.

La historia duró tres semanas hasta que, una noche, María decidió dejarlo todo de lado e irse a visitar una montaña cerca de Genéve. Cuando llegó al trabajo la tarde siguiente, Roger le pidió que fuese a su despacho.

En cuanto abrió la puerta, fue sumariamente despedida, por dar mal ejemplo a las otras chicas que allí trabajaban. Roger, histérico, dijo que una vez más estaba decepcionado, que las mujeres brasileñas no eran de confianza (ah, Dios mío, esa manía de generalizarlo todo). De nada sirvió afirmar que todo se había debido a una fiebre muy alta por culpa de la diferencia del clima, él no se convenció, y encima se quejó porque tenía que volver de nuevo a Brasil para conseguir una sustituta, y que mejor habría sido hacer un espectáculo con música y bailarinas yugoslavas, que eran mucho más bonitas y más responsables.

María, aunque todavía joven, no tenía nada de boba, principalmente después de que su amante árabe le dijo que en Suiza el estatuto de los trabajadores es muy severo, y que podía alegar que estaba realizando un trabajo esclavo, ya que la discoteca se quedaba con gran parte de su salario.

Volvió al despacho de Roger, esta vez hablando un francés razonable, que incluía en su vocabulario la palabra «abogado». Salió de allí con algunos insultos, y cinco mil dólares de indemnización, un dinero con el que jamás había soñado, y todo gracias a aquella palabra mágica, «abogado». Ahora podía salir libremente con el árabe, comprar algunos regalos, sacar unas fotos en la nieve, y volver a casa con la victoria tan soñada.

Lo primero que hizo fue telefonear a una vecina de su madre y decir que era feliz, que tenía una prometedora carrera por delante, que nadie en casa debía preocuparse. Después, como tenía un plazo para dejar el cuarto de la pensión que Roger le había alquilado, no le quedaba otra alternativa que ir a ver al árabe, jurarle amor eterno, convertirse a su religión, casarse con él, incluso aunque la obligasen a usar uno de aquellos pañuelos extraños en la cabeza; al fin y al cabo, todos allí sabían que los árabes eran muy ricos y eso era suficiente.

Pero el árabe, a esas alturas, ya estaba lejos, posiblemente en Arabia, un país que María no conocía; en el fondo, ella dio gracias a la Virgen María por no verse obligada a traicionar su religión. Ahora que ya hablaba suficiente francés, que tenía dinero para el pasaje de vuelta, permiso de trabajo que la clasificaba como «bailarina de samba», un visado que aún tenía validez, y sabiendo que en último caso podía casarse con un comerciante de tejidos, María resolvió hacer lo que sabía que era capaz: ganar dinero con su belleza.

Cuando estaba todavía en Brasil, había leído un libro sobre un pastor que, en busca de su tesoro, encuentra varias dificultades, y esas dificultades lo ayudan a conseguir lo que desea; ése era exactamente su caso. Ahora era plenamente consciente de que había sido despedida para encontrarse con su verdadero destino: modelo y maniquí.

Alquiló un pequeño cuarto (que no tenía televisión, ya que era preciso ahorrar al máximo, hasta que realmente consiguiese ganar mucho dinero), y al día siguiente comenzó a visitar agencias. En todas había que dejar fotos profesionales, pero al fin y al cabo era una inversión en su carrera, todo sueño cuesta caro. Gastó una considerable parte del dinero en un excelente fotógrafo, que hablaba poco y exigía mucho: tenía un gigantesco guardarropa en su estudio, y ella posó con varios vestidos sobrios, extravagantes, e incluso con un biquini del que su único conocido en Río de Janeiro, el agente de seguridad/intérprete y ex representante Maílson, se moriría de envidia. Pidió una serie de copias extra, escribió una carta contando que era feliz en Suiza y la envió a su familia. Creerían que era rica, que tenía un guardarropa envidiable, y que se había convertido en la hija más ilustre de su pequeña ciudad. Si todo salía bien como pensaba (y ya había leído muchos libros de «pensamiento positivo» que no dejaban la menor duda de su victoria), sería recibida con una banda de música a su vuelta, y hallaría el modo de convencer al alcalde para que inaugurase una plaza con su nombre.

Compró un teléfono móvil, de los de tarjeta (ya que no tenía domicilio fijo), y los días siguientes esperó las ofertas de trabajo. Comía en restaurantes chinos (los más baratos) y, para pasar el tiempo, estudiaba como una loca.

Pero el tiempo tardaba en pasar, y el teléfono no sonaba. Para su sorpresa, nadie se metía con ella cuando paseaba por la orilla del lago, salvo algunos traficantes de droga que se ponían siempre en el mismo lugar, debajo de uno de los puentes que unían el bello jardín con la parte más nueva de la ciudad. Empezó a dudar de su belleza, hasta que una de las ex compañeras de trabajo, con quien se encontró por casualidad en un café, le dijo que no era culpa suya, sino de los suizos, a los que no les gusta molestar a nadie, y de los extranjeros, que tienen miedo de ser encarcelados por «acoso sexual», algo que habían inventado para hacer que las mujeres de todo el mundo se sientan mal.

Del diario de María, una noche en la que no tenía valor ni para salir, ni para vivir, ni para seguir esperando esa llamada que no llegaba:

Hoy pasé por delante de un parque de atracciones. Como no puedo gastar dinero a lo loco, pensé que era mejor observar a la gente. Estuve mucho rato ante la montaña rusa: veía que la mayoría de las personas entraban allí en busca de emoción, pero cuando ésta se ponía en marcha, se morían de miedo y pedían que parasen los vagones.

¿Qué es lo que quieren? Si escogieron la aventura, ¿izo deberían estar preparadas para ir hasta el final? ¿O creen que sería más inteligente no pasar por estos sube y baja, y montarse todo el tiempo en un tiovivo, girando en el mismo sitio? Por el momento estoy demasiado sola como para pensar en el amor, pero necesito convencerme de que va a pasar, conseguiré un empleo, y estoy aquí porque he escogido este destino. La montaña rusa es mi vida, la vida es un juego fuerte y alucinante, la vida es lanzarse en paracaídas, es arriesgarse, caer y volver a levantarse, es alpinismo, es querer subir a lo alto de uno mismo, y sentirse insatisfecho y angustiado cuando no se consigue.

No es fácil estar lejos de mi familia, de la lengua en la que puedo expresar todas mis emociones y sentimientos, pero a partir de hoy, cuando me deprima, recordaré aquel parque de atracciones. Si me hubiese dormido y hubiese despertado de repente en una montaña rusa, ¿qué sentiría?

Bien, la primera sensación es la de estar prisionera, sentir pavor en las curvas, querer vomitar y salir de allí. Sin embargo, si confío en que los raíles son mi destino, en que Dios guía la máquina, esta pesadilla se transforma en excitación. Pasa a ser exactamente lo que es, una montaña rusa, un juego seguro y fiable, que va a llegar hasta el final, pero mientras dura el viaje, tengo que ver el paisaje alrededor, gritar de excitación.

A
un siendo capaz de escribir cosas que juzgaba muy sabias, no lograba seguir sus propios consejos; los momentos de depresión fueron cada vez más frecuentes, y el teléfono seguía sin sonar. María, para distraerse y ejercitar la lengua en las horas vagas, empezó a comprar revistas de famosos, pero en seguida descubrió que gastaba mucho dinero en eso, y buscó la biblioteca más próxima. La encargada dijo que allí no se prestaban revistas, pero que podía sugerirle algunos títulos que la ayudarían a dominar el francés cada vez más.

—No tengo tiempo para leer libros.

—¿Cómo que no tienes tiempo? ¿Qué haces?

—Muchas cosas: estudio francés, escribo un diario y...

—¿Y qué?

Iba a decir «espero a que suene el teléfono», pero pensó que era mejor callarse.

—Hija mía, eres joven, tienes toda la vida por delante. Lee. Olvida lo que te hayan dicho sobre los libros, y lee.

—Ya he leído mucho.

De repente, María se acordó de aquello que el agente de seguridad Maílson había descrito una vez como «energía». La bibliotecaria le parecía alguien sensible, dulce, alguien que podría ayudarla si todo lo demás fallaba. Tenía que conquistarla, su intuición le decía que allí podía estar una posible amiga. Rápidamente cambió de opinión:

—Pero quiero leer más. Por favor, ayúdeme a escoger los libros.

La mujer trajo
El Principito.
Aquella noche, María empezó a hojearlo, vio los dibujos del principio, donde aparecía un sombrero, pero el autor decía que, en realidad, para los niños, aquello era una culebra con un elefante dentro. «Creo que nunca he sido niña —pensó—. Para mí, eso se parece más a un sombrero.» A falta de televisión, María empezó a acompañar al Principito en sus viajes, aunque se ponía triste siempre que el tema «amor» aparecía; se había prohibido a sí misma pensar en el asunto, o se arriesgaba a cometer suicidio. Aparte de las dolorosas escenas románticas entre un príncipe, un zorro y una rosa, el libro era muy interesante, y no estaba cada cinco minutos comprobando si la batería del móvil estaba cargada (se moría de miedo al pensar en dejar pasar su mejor oportunidad por culpa de un descuido).

María empezó a frecuentar la biblioteca, a hablar con la mujer que parecía tan sola como ella, a pedirle sugerencias, a comentar la vida de los autores, hasta que el dinero llegó casi a su fin; dos semanas más y ya no tendría ni para comprar el pasaje de vuelta.

Y como la vida siempre espera situaciones críticas para mostrar su lado brillante, finalmente el teléfono sonó.

Tres meses después de haber descubierto la palabra «abogado», y dos meses después de estar viviendo de la indemnización recibida, una agencia de modelos preguntó si la señora María todavía se encontraba en aquel número. La respuesta fue un «sí» frío, ensayado durante mucho tiempo para no mostrar ansiedad. Supo entonces que a un árabe, profesional de la moda en su país, le habían gustado mucho sus fotos, y quería invitarla a participar en un desfile. María recordó la reciente decepción, pero también pensó en el dinero que necesitaba desesperadamente.

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