Authors: Paulo Coelho
¡Una fortuna! ¿Qué seguían haciendo allí aquellas chicas, si en un mes tenían el dinero suficiente para volver y comprarles una casa a sus madres? ¿Acaso llevaban poco tiempo trabajando?
O —y María tuvo miedo de la propia pregunta—, ¿o acaso les gustaba?
De nuevo sintió ganas de beber, el champán le había ayudado mucho la noche anterior.
—¿Aceptas una copa?
Ante ella, un hombre de aproximadamente treinta años, con el uniforme de una compañía aérea.
El mundo entró en cámara lenta y María experimentó la sensación de salir de su cuerpo y observarse desde el lado de fuera. Muriéndose de vergüenza, pero luchando para controlar el rubor de su cara, asintió con la cabeza, sonrió, y entendió que a partir de aquel minuto su vida cambiaría para siempre.
Cóctel de frutas, conversación, ¿qué haces aquí, hace frío, verdad? Me gusta esta música, pues yo prefiero a Abba, los suizos son fríos, ¿eres de Brasil? Háblame de tu tierra. Tienen carnaval. Las brasileñas son atractivas, ¿lo sabías?
Sonreír y aceptar el elogio, mostrar tal vez un aire de timidez. Bailar otra vez, pero prestando atención a la mirada de Milan, que a veces se rasca la cabeza y señala el reloj de su muñeca. Olor a perfume de él, entiende rápido que tiene que acostumbrarse a los olores. Por lo menos éste es de perfume. Bailan agarrados. Otro cóctel de frutas más, el tiempo pasa, ¿no había dicho que eran cuarenta y cinco minutos? Mira el reloj, él pregunta si está esperando a alguien, ella dice que dentro de una hora vendrán algunos amigos, él la invita a salir. Hotel, trescientos cincuenta francos, ducha después del sexo (el hombre comenta, intrigado, que nadie había hecho eso antes). No es María, es otra persona que está en su cuerpo, que no siente nada, simplemente cumple mecánicamente una especie de ritual. Es una actriz. Milan se lo había enseñado todo, menos cómo despedirse del cliente, ella le da las gracias, él tampoco sabe qué hacer, y tiene sueño.
Resiste, quiere volver a casa, pero debe ir a la discoteca a entregar los cincuenta francos, y entonces otro hombre, otro cóctel de frutas, preguntas sobre Brasil, hotel, otra ducha (esta vez sin comentarios), vuelve al bar, el dueño recoge su comisión, le dice que ya puede irse, que no hay mucho movimiento ese día. No toma un taxi, cruza toda la rue de Berne a pie, mirando las otras discotecas, los escaparates con relojes, la iglesia de la esquina (cerrada, siempre cerrada...). Nadie le devuelve la mirada, como siempre.
Camina por el frío. No siente la temperatura, no llora, no piensa en el dinero que ha ganado, está en una especie de trance. Alguna gente nace para encarar la vida sola; eso no es bueno ni malo, simplemente es la vida. María es una de esas personas.
Comienza a esforzarse para reflexionar sobre lo sucedido, ha empezado hoy y, sin embargo, ya se considera una profesional, parece que fue hace mucho tiempo, que lo ha hecho toda su vida. Siente un extraño amor por sí misma, está contenta por no haber huido. Ahora tiene que decidir si va seguir adelante. Si sigue, será la mejor, cosa que nunca ha sido, en ningún momento.
Pero la vida le está enseñando, muy de prisa, que sólo los fuertes sobreviven. Para ser fuerte, tiene que ser de verdad la mejor, no hay alternativa.
Del diario de María, una semana después:
Yo no soy un cuerpo que tiene un alma, soy un alma que tiene una parte visible, llamada cuerpo. Durante todos estos días, al contrario de lo que podía imaginar, esta alma estuvo mucho más presente. No me decía nada, no me criticaba, no sentía pena de mí: sólo me observaba.
Hoy me he dado cuenta de por qué sucedía eso: hace mucho tiempo que no pienso en algo llamado amor. Parece que huye de mí, como si ya no fuese importante, y no se sintiese bienvenido. Pero, si no pienso en el amor, no seré nada. Cuando volví al Copacabana, el segundo día, ya me miraban con mucho más respeto; por lo que entendí, muchas chicas aparecen una noche y no son capaces de seguir. La que sigue adelante pasa a ser una especie de aliada, de compañera, porque puede entender las dificultades y las razones o, mejor dicho, la ausencia de razones para haber escogido este tipo de vida.
Todas sueñan con alguien que llegue y las descubra como verdadera mujer, compañera, sensual, amiga. Pero todas saben, desde el primer minuto de una nueva cita, que nada de eso sucederá.
Necesito escribir sobre el amor. Necesito pensar, pensar, escribir y escribir sobre el amor, o mi alma no resistirá.
A
pesar de que creía que el amor era algo tan importante, María no olvidó el consejo que había recibido la primera noche, y procuró vivirlo sólo en las páginas de su diario. Por lo demás, buscaba desesperadamente un modo de ser la mejor, de conseguir mucho dinero en poco tiempo, no pensar mucho, y encontrar una buena razón para aquello que hacía.
Ésa era la parte más difícil: ¿cuál era la verdadera razón? Hacía aquello porque lo necesitaba. No era exactamente así; todo el mundo necesita ganar dinero, y no todos escogen vivir completamente al margen de la sociedad. Lo hacía porque quería tener una experiencia nueva. ¿De verdad? La ciudad estaba llena de experiencias nuevas, como esquiar o pasear en barco por el lago, por ejemplo, pero ella jamás había sentido curiosidad al respecto. Lo hacía porque ya no tenía nada más que perder, su vida era una frustración diaria y constante.
No, ninguna de las respuestas era verdadera, mejor olvidar el asunto y simplemente seguir viviendo lo que estaba en su camino. Tenía muchas cosas en común con las demás prostitutas, y con el resto de las mujeres que había conocido en su vida: casarse y tener una vida segura era el más común de todos los sueños. Las que no pensaban en eso, tenían marido (casi un tercio de sus compañeras estaban casadas) o venían de una experiencia reciente de divorcio. Por eso, para entenderse a sí misma, intentó, con mucho cuidado, entender por qué sus compañeras habían escogido aquella profesión.
No oyó ninguna novedad, e hizo una lista con las respuestas:
a) Decían que tenían que ayudar a su marido en casa (¿Y los celos? ¿Y si aparecía un amigo del marido? Pero no tuvo el coraje de ir tan lejos);
b) Comprar una casa para su madre (misma disculpa que la suya, que parecía noble, pero era la más común);
c) Conseguir dinero para el pasaje de vuelta (a las colombianas, las tailandesas y las brasileñas les encantaba este motivo, aunque ya hubiesen ganado muchas veces el dinero, y después se hubiesen deshecho de él, por miedo a realizar su sueño);
d) Placer (no encajaba mucho con el ambiente, sonaba a falso);
e) No habían conseguido hacer nada más (tampoco era una buena razón, Suiza estaba llena de empleos como mujer de la limpieza, chofer, cocinera).
En fin, no descubrió ningún buen motivo, y dejó de intentar explicar el universo a su alrededor.
Vio que el propietario, Milan, tenía razón: nadie le había ofrecido nunca más mil francos suizos por pasar algunas horas con ella. Por otro lado, nadie protestaba cuando pedía trescientos cincuenta francos, como si ya lo supiesen, y simplemente preguntasen para humillar, o para no tener sorpresas desagradables.
Una de las chicas comentó:
—La prostitución es un negocio diferente de los demás: la que empieza gana más, la que tiene experiencia gana menos. Finge siempre que eres una novata.
Aún no sabía qué eran los «clientes especiales», tema que había sido mencionado sólo en la primera noche; nadie tocaba el terna. Poco a poco, fue aprendiendo algunos de los trucos más importantes de la profesión, como no preguntar nunca por la vida personal, sonreír y hablar lo mínimo posible, y no concertar citas fuera de la discoteca. El consejo más importante fue el de una filipina llamada Nyah:
—Debes gemir en el momento del orgasmo. Eso hace que el cliente te siga siendo fiel.
—Pero ¿por qué? Ellos pagan por satisfacerse.
—Te equivocas. Un hombre no demuestra que es un macho cuando tiene una erección. Es un macho si es capaz de dar placer a una mujer. Si es capaz de dar placer a una prostituta, entonces se creerá el mejor de todos.
Y
así pasaron seis meses: María aprendió todas las lecciones que necesitaba, como, por ejemplo, el funcionamiento del Copacabana. Como era uno de los lugares más caros de la rue de Berne, la clientela se componía mayoritariamente de ejecutivos, que tenían permiso para llegar tarde a casa, ya que estaban «cenando con unos clientes», pero el límite para esas «cenas» no debía sobrepasar las once de la noche. La mayoría de las prostitutas tenía entre dieciocho y veintidós años, permanecían una media de dos años en la casa y después eran sustituidas por otras recién llegadas. Entonces se iban al Neón, luego al Xenium, y a medida que la edad aumentaba, el precio bajaba y las horas de trabajo se evaporaban. Casi todas acababan en el Tropical Extasy, en donde aceptaban a mujeres de más de treinta años. Una vez allí, sin embargo, la única salida para sustentarse era conseguir lo suficiente para la comida y el alquiler con uno o dos estudiantes por día (media de precio por servicio: lo suficiente para comprar una botella de vino barato).
María se acostó con muchos hombres. Jamás le importaba la edad, ni la ropa que usaban, el «sí» o «no» dependía del olor que despedían. No tenía nada en contra del tabaco, pero detestaba los perfumes baratos, a los que no se lavaban, y a los que tenían la ropa impregnada de bebida. El Copacabana era un lugar tranquilo, y Suiza tal vez fuese el mejor país del mundo para trabajar como prostituta, siempre que se tuviese permiso de residencia y de trabajo, los papeles al día, y se pagase la seguridad social religiosamente: Milan vivía repitiendo que no deseaba que sus hijos lo viesen en las páginas de los periódicos sensacionalistas, y llegaba a ser más rígido que un policía cuando se trataba de verificar la situación de sus contratadas.
En fin, una vez superada la barrera de la primera o de la segunda noche, era una profesión como cualquier otra, en la que había que trabajar duro, luchar contra la competencia, esforzarse por mantener un patrón de calidad, cumplir los horarios, un poco de estrés, quejas del movimiento y descanso los domingos. La mayor parte de las prostitutas tenían algún tipo de fe, y frecuentaban sus cultos, sus misas, sus oraciones, sus encuentros con Dios.
María, sin embargo, luchaba con las páginas de su diario para no perder su alma. Descubrió, para su sorpresa, que uno de cada cinco clientes no estaba allí para hacer el amor, sino para charlar un poco. Pagaban el precio de la tarifa, el hotel, pero a la hora de quitarse la ropa decían que no era necesario. Querían hablar de las presiones del trabajo, de la esposa que los engañaba con alguien, del hecho de sentirse solos, sin tener con quien hablar (ella conocía bien esa situación).
Al principio, le pareció extraño. Hasta que un día, cuando se dirigía al hotel con un importante francés, encargado de buscar talentos para altos cargos ejecutivos —él lo explicaba como si fuese la cosa más interesante del mundo—, oyó de su cliente el siguiente comentario:
—¿Sabes quién es la persona más solitaria del mundo? Es el ejecutivo que tiene una carrera de éxito, gana un enorme sueldo, recibe la confianza de quien está por encima y por debajo de él, tiene una familia con la que pasa las vacaciones, hijos a los que ayuda con los deberes del cole y, un buen día, se le aparece un tipo como yo con la siguiente proposición: «¿Quieres cambiar de trabajo, y ganar el doble?».
»Ese hombre, que lo tiene todo para sentirse deseado y feliz, se vuelve la persona más miserable del planeta. ¿Por qué? Porque no tiene con quién hablar. Está tentado de aceptar mi proposición, pero no puede comentarlo con los colegas del trabajo, pues harían de todo para convencerlo de que se quedase donde está. No puede hablar con su mujer, que durante años ha acompañado su carrera victoriosa, entiende mucho de seguridad, pero no entiende de riesgos. No puede hablar con nadie, y se encuentra ante la gran decisión de su vida. ¿Puedes imaginar lo que siente ese hombre?
No, no era ésa la persona más solitaria del mundo, porque María conocía a la persona más sola de la faz de la Tierra: ella misma. Aun así, estuvo de acuerdo con su cliente, con la esperanza de recibir una buena propina, lo que terminó sucediendo. Y a partir de aquel comentario, entendió que tenía que descubrir algo para liberar a sus clientes de la enorme presión que parecían soportar; eso significaría una mejora en la calidad de sus servicios y una posibilidad de obtener algún dinero extra.
Cuando entendió que liberar la tensión del alma era tanto o más lucrativo que liberar la tensión del cuerpo, volvió a frecuentar la biblioteca. Empezó a pedir libros sobre problemas conyugales, psicología, política; la bibliotecaria estaba encantada, porque la joven por la que sentía tanto cariño había desistido del sexo y ahora se concentraba en cosas más importantes. Empezó a leer regularmente los periódicos, incluyendo, siempre que le era posible, las páginas de economía, ya que la mayor parte de sus clientes eran ejecutivos. Pidió libros de autoayuda, pues casi todos le pedían consejos. Estudió tratados sobre la emoción humana, ya que todos sufrían por una razón o por otra. María era una prostituta respetable, diferente, y al final de seis meses de trabajo tenía una clientela selecta, grande y fiel, y despertaba por ello la envidia, los celos, pero también la admiración de sus compañeras.
En cuanto al sexo, hasta aquel momento en nada había mejorado su vida: era abrirse de piernas, exigir al cliente que se pusiese un preservativo, gemir un poco para aumentar la posibilidad de una propina —gracias a la filipina Nyah, ella había descubierto que los gemidos podían rendir cincuenta francos más—, y darse una ducha después de la relación, para que el agua lavase un poco su alma. Nada de variaciones. Nada de besos. El beso, para una prostituta, era más sagrado que cualquier otra cosa. Nyah le había enseñado que debía guardar el beso para el amor de su vida, igual que el cuento de
La
bella
durmiente;
un beso que la haría despertar del sueño y volver al mundo de cuento de hadas, en el cual Suiza se transformaba de nuevo en el país del chocolate, de las vacas y de los relojes.
Tampoco nada de orgasmos, placer o cosas excitantes. En su búsqueda para ser la mejor de todas, María asistió a algunas sesiones de cine porno, esperando aprender algo que pudiese usar en su trabajo. Había visto muchas cosas interesantes, pero no se animaba a ponerlas en práctica con sus clientes; se tardaba mucho, y Milan siempre se ponía contento cuando ellas atendían a tres hombres por noche.