Papeles en el viento (39 page)

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Authors: Eduardo Sacheri

Tags: #Relato

—…

—¿Una joda por qué?

—…

—¿Se aprende a perder alguna vez?

—…

—…

—Qué joda. Es lo que más te pasa.

—Qué.

—Perder, boludo. Uno pierde más de lo que gana. ¿O no? Y no se aprende nunca.

—…

—…

—Me parece que a ustedes dos los voy a echar a la mierda. Se supone que vienen a levantarme el ánimo, putos. ¡No, no se rían! Este boludo de Fernando que arranca con Independiente y su pasado de gloria que no volverá. Vos, Ruso, con tu autobiografía de que fuiste un narigón triste. Déjenme de joder. ¡Ahora se van y me tengo que suicidar colgándome del fierro del suero, boludo!

—Ah, estás sensible…

—Dejalo, Ruso. No le des pelota. Se ve que nos pusimos muy filosóficos y se perdió, el muy boludo.

—Cierto, Fer. Oíme, Mono: ¿querés que te lo traduzca al idioma de un ingeniero en sistemas, para que lo entiendas?

—¿Por qué no se mandan a mudar los dos?

—Qué carácter de mierda, Mono.

—La verdad.

53

Ernesto Salvatierra avanza por el supermercado empujando el carro con los codos. Va leyendo la lista que le hizo la madre, y tildando mentalmente lo que ya ha conseguido y lo que le falta buscar. Se lamenta cuando nota que pasó de largo por la góndola de los condimentos. ¿Qué tan urgente será la mostaza? Regresa hasta el pasillo central. Revisa los carteles. Tendrá que retroceder cuatro pasillos.

Entonces lo ve: el Ruso Daniel acaba de girar hacia él, saliendo desde atrás de la góndola de panificados. Ve su expresión primero indiferente, después sorprendida, por último sonriente. Se acerca con la mano extendida.

—¿Qué decís, Polaco?

—Bien, Ruso. Comprando. ¿Vos?

—Lo mismo —dice el Ruso, exhibiendo los dos panes y el paquete de fideos que lleva en las manos.

—¿No te agarrás un changuito?

—No. Es esto sólo. La compra la hizo mi mujer el otro día, pero siempre faltan cosas.

El Polaco asiente, con resignación. Su madre lo manda a comprar todos los días, y siempre se queja de que hay algo que le falta. El Ruso le pregunta:

—¿Alguna novedad, Polaco?

—¿Te contó algo Mauricio?

El Ruso lo mira con gesto de interrogación.

—¿Si me contó qué?

En los pensamientos del Polaco se abre una súbita disyunción. Por un lado, hilvana el relato de las novedades: los árabes, sus correos y faxes, su charla con Mauricio. Por el otro, las recomendaciones de este último: el sigilo, la espera, el silencio. El Polaco siente, oscuramente, que acaba de embarrarla. ¿Pero cómo salir?

—¿Si me contó qué? —insiste el Ruso.

¿Qué hacer? El Polaco sabe que no está muy rápido de reflejos, pero no es tan idiota como para suponer que después del título “¿Te contó algo Mauricio?” tiene que venir un anuncio importante. En otras palabras, que no puede inventar una mentirita inocente. Además sus nervios no están como para andar baqueteándolos. Mejor la verdad. Pero ahí recuerda la insistencia de Mauricio. ¿Para qué se metió en semejante quilombo? Y todo por la puta mostaza que le encargó su vieja.

Efectos secundarios

—La verdad que me duele. Bah: no sé si es dolor. Pero me siento incómodo.

—No sé qué decirte, Mono.

—¿Y vos estás seguro de que es por la pichicata que te están aplicando?

—No sé. Lo que pasa es que me dan cincuenta millones de cosas. Pero así no me sentí hasta el otro día.

—Como que es mucha casualidad…

—Claro, Mauri.

—¿A mamá le dijiste?

—No, Fer. No la quiero preocupar. Preocupar más, digamos.

—Sí, mejor.

—A ver… capaz que el Ruso…

—¡Hola, Mauricio! No te vi llegar. Estaba en el boliche de las enfermeras.

—Sí, acá me dijeron los muchachos.

—¿Lo conseguiste, Ruso?

—¿Con quién te creés que estás hablando, Mono?

—Con un Ruso boludo está hablando. Por eso te pregunta.

—Ay, Dios. Cuánta ingratitud en la viña del Señor. ¿Por qué no fuiste vos, Fernandito?

—Porque soy un muchacho tímido, por eso.

—Yo no fui porque me mareo. Me levanto al baño y me caigo de culo. Por eso te mandé. ¿Qué averiguaste?

—Esperá, Mono. Esperá que acá tengo el prospecto del medicamento. Veamos.

—…

—…

—…

54

Tocan el timbre y la gallega les abre la puerta. La mujer está igual. Igual a treinta años atrás, las pocas veces que la madre del Polaco se dejaba ver por el barrio, para la época en que sus hijos eran chicos. O no los reconoce como antiguos vecinitos o prefiere no mezclar falsas nostalgias en lo que su hijo seguramente le ha presentado como una reunión de negocios. Los hace pasar al “estudio” del Polaco, donde los esperan también Pittilanga y Mauricio.

El Polaco los saluda como si fuesen viejos amigos pero, como no lo son, sus gestos y sus frases son aparatosos. Mauricio se limita a una inclinación de cabeza, sin levantarse de su asiento. Una lástima, piensa Fernando, que cuando murió el Mono pensó que entre los tres podrían hacer un lindo grupo de tíos para la nena. Pues no será un trío. Será un dúo. Una lástima. Una más.

Los únicos saludos francos y afectuosos son los que intercambian con Pittilanga. Luce su eterno equipo deportivo con los colores y el escudo del club, y se lo ve feliz y entusiasmado.

El Polaco los invita a sentarse en los sillones blancos de cuero italiano que compró cuando estaban de moda unos cuantos años atrás, cuando un dólar valía lo mismo que un peso y tipos como Salvatierra podían darse el lujo de esas y otras excentricidades. Fernando advierte que, a diferencia del vestíbulo y el living, esta habitación conserva un montón de muebles y de adornos. No sólo los sillones sino el aparador laqueado, las fotografías, las camisetas autografiadas. Los otros ambientes, en cambio, están mucho más despojados. Salvatierra debe estar liquidando el mobiliario de a poco, e intenta preservar su santuario hasta lo último. Ahora tal vez pueda detener esa sangría, aunque Fernando no sabe en calidad de qué se suma a la negociación. Ni a cuánto ascenderá su mordida.

Antes de sentarse Pittilanga se acerca a un conjunto de fotos de selecciones nacionales que decora una pared, y se busca en la del Mundial de Indonesia. Fernando también se aproxima a hacer lo mismo.

—¿Vos cuál sos? —pregunta Mauricio.

Por toda respuesta Pittilanga señala una de las siluetas acuclilladas en la parte de abajo. Se mira un largo instante y vuelve a su sillón. Fernando se queda mirando todavía un rato más la foto. Varios de esos pibes juegan desde hace rato en Europa. Dos o tres, en clubes de la Argentina. A otros no los conoce en absoluto. Se los tragó la tierra. Piensa que Pittilanga, desde que le tomaron esa fotografía, ha nadado en las aguas turbulentas que separan a unos de otros: los ignotos de los triunfadores, los ahogados de los salvados. Y todavía flota en ese sitio.

La gallega entra sin golpear sosteniendo una bandeja con una cafetera, pocillos y galletitas. La deja sobre la mesa ratona y se retira con ese cansado vaivén que a veces adoptan los viejos para caminar.

—Yo los sirvo y ustedes se los van pasando —dice Salvatierra—. Ya tengo confirmado que los árabes viajan pasado mañana, vía Madrid. Llegan el jueves a la tarde. Me pareció mejor combinar directamente para la mañana del viernes, para no estar cortando clavos con los horarios de los vuelos y todo eso.

—Bien, buena idea —acuerda el Ruso—. Antes de empezar quería preguntarles algo que nada que ver —se dirige a Fernando y a Mauricio—. ¿Vieron la película
El golpe
?

—¡¿Qué?! —se sorprende Fernando.

—Ah, viene al caso para una cosa que me acordé que me contaste el otro día.

—¿Te parece que es momento, Ruso?

—Paul Newman y Robert Redford —interviene Mauricio.

—Ah, ¿vos la viste? —se interesa el Ruso.

—Ajá. Es buena. La vi en el cine, cuando éramos pibes. En el Ocean de Morón, me parece.

—Disculpen la molestia, pero si pueden dejar el cine para otro momento… —Fernando no piensa darle pie al lucimiento del idiota de Mauricio.

—Bueno, perdón —se disculpa el Ruso.

A la disculpa del Ruso sigue un largo silencio, que Salvatierra termina por aprovechar para entrar en tema.

—Los convoqué a esta reunión un poco para que nos pongamos de acuerdo en los detalles.

—¿Nos convocaste un poco o nos convocaste del todo? —pregunta Fernando, que no soporta que el monigote ese lleve la voz cantante. Cuatro pares de ojos se vuelven a mirarlo. Hace un gesto vago—. No importa. Dale nomás.

—No… no te entendí, Fernando —Salvatierra exhibe la tenaz atención de un cervatillo que olisquea el aire del bosque matinal en busca del peligro.

Fernando lo mira sin cariño. Siente la mirada reprobatoria del Ruso clavada en la sien. Sabe lo que está pensando. Evitar problemas. Esquivar las peleas. Llegar a buen puerto con todo aquello. Tiene razón. Pero Fernando no tolera a ese advenedizo. Además, verlo a Mauricio con su uniforme de buitre y su portafolios tan prolijo no contribuye a mejorarle el humor. Gira la cabeza y se topa con la cara del Ruso, que tácitamente le reprocha y le implora. Fernando frunce la boca, despectivo, y mira para otro lado.

—No importa, Polaco. Hacé como que no dije nada.

—Como… como quieras. En la reunión van a estar los responsables del Club Al-Shabab, que son tres: presidente, tesorero y otro cuyo cargo no entendí. Ustedes tres como apoderados de tu mamá, Fernando. Y nosotros dos. Me refiero a Mario y a mí. ¿Digo bien?

—También va a estar el Cristo —tercia, tímido, el Ruso.

—¿El Cristo? —se extraña Salvatierra.

—Es un amigo que trabaja conmigo. Quiero que esté porque hizo lo suyo para que esto se diera.

—No lo podemos meter en la reunión en calidad de amigo tuyo, Ruso —se involucra Mauricio.

—Metelo en calidad de secretario, de auxiliar, de lo que quieras, Mauricio —de repente Fernando es el ángel guardián del Cristo—. Si es por merecimientos, alguno de los que están acá no tiene el derecho ni a asomarse a esa reunión del viernes.

Mauricio se pone colorado, pero mantiene los labios sellados.

—Eh… si es problema no lo llevo —el Ruso no quiere generar el mínimo conflicto.

—El Cristo va y punto —concluye Fernando, que lamenta que Mauricio no haya reaccionado, porque le habría gustado seguir discutiendo.

Un silencio largo cae sobre ellos.

—Esteeee… no hay ningún problema con que vaya ese amigo de ustedes. Hay lugar de sobra.

Fernando se acomoda en el asiento. A medida que transcurre la conversación, crece su enojo. No sabe por qué le sucede. Pero no le interesa indagar en el asunto, ni detenerse.

—Algo para dejar claro de entrada —agrega—. Ahora que Mario cumplió veintiuno tendríamos que ser reverendamente pelotudos como para echar a perder esta transferencia. Supongo que tenemos todo bajo control —se vuelve hacia el Polaco—. ¿No hace falta que venga el padre de Mario esta vez, no?

Mientras habla, tiene la sensación de que el Ruso y Mauricio cruzan una mirada cuyo sentido se le escapa. Va a preguntar al respecto, pero Mauricio se le adelanta:

—¿Sabés? Tengo la impresión de que me tenés las pelotas secas.

—¿No digas? Es recíproco.

—Muchachos, por favor no se pon…

—Recíproco significa que a mí me ocurre lo mismo —le aclara Fernando con gesto cansado—. Te lo aclaro porque yo qué sé, pobrecito, abogado, a lo mejor en la Facultad esa palabra no la estudiaron.

—Yo por lo menos me comí seis años en la Universidad.

—Cierto. La Facultad más difícil de la uba. Estudiar para ser abogado es una de las carreras más complicadas del mundo. Por eso hay tan pocos.

—No, hay muchos. En cambio, profesoruchos de Lengua, esos sí que son una especie rara.

—Córtenla, muchachos, qué van a decir Mario y el Polaco.

Fernando emerge un segundo del volcán que pisa y mira a los otros. Salvatierra los mira con espanto, cosa que a él lo tiene absolutamente sin cuidado. Pero Pittilanga también se ve nervioso. Intenta ponerse en su lugar. En tres días se definirá su futuro profesional y los tipos que tienen la potestad de habilitarlo para ello discuten como pendejos caprichosos. Fernando alza una mano, en ademán de disculpa.

—Okey. Hagan como que no dije nada. Asignaturas pendientes, que le dicen. Pero ustedes no tienen nada que ver. Sigamos, por favor.

—Bueno. Sí, mejor. Mejor —Salvatierra consulta sus papeles y levanta un fax—. Los tipos van a hacernos una oferta de doscientos cincuenta mil dólares limpios.

—No alcanza. Necesitamos trescientos cincuenta mil —lo interrumpe Fernando.

—Síííí… lo sé —Salvatierra intenta aplacarlo—. Por eso creo que tendríamos que arrancar en cuatrocientos. Bajamos nosotros y ellos suben. Me parece posible.

—A mí me parece bien —convalida el Ruso.

—Por mí no hay problema —dice Fernando, más tranquilo—. Mientras el piso sea ese, yo estoy de acuerdo.

—Una cosa —dice Salvatierra—. Tendríamos que ver la cuestión del quince por ciento de Mario y mi comisión.

Fernando gira ostensiblemente en su asiento para ponerse frente a Pittilanga.

—Mirá, Mario —su voz tiene una afabilidad que, hasta el momento, no ha utilizado—. Yo entiendo que vos te merecés tu porcentaje sin la menor duda. Pero entonces vamos a tener que apretar un poco más a los compradores, porque las trescientas lucas las necesitamos limpias para la nena.

—Eso siempre y cuando sean todas para la nena —lo de Mauricio es un murmullo, dicho hacia la pared, y en voz baja, pero Fernando lo escucha. Lo escucha y lo odia.

—Bueno, muchachos. Pero puede ser —insiste el Polaco— que al llegar a ese punto de la letra chica tengamos que…

—La letra chica o la letra grande me importa un reverendo carajo —ahora que le habla al Polaco, el tono de Fernando ha perdido todo el afecto—. Las trescientas lucas tienen que quedar limpias. El quince de Mario lo pondrán los árabes aparte. Y tu comisión, la verdad, me chupa uno y la mitad del otro.

Se produce otro silencio incómodo. El cuarto o el quinto en lo que llevan reunidos. Fernando lo mira a Daniel.

—¿Vos te quedaste mudo o estás de acuerdo con lo que digo?

—¿Yo? No, sí, sí. Ya con Mario lo hablamos. Esa guita la necesitamos completa. Él entiende.

—¿Algo más? —la pregunta de Fernando es para Salvatierra.

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