—Ya te digo. Seiscientas cuarenta y cuatro, capitán.
—Gracias.
—Les están tomando el pelo.
—En absoluto. Son muchachos que confían en la seriedad de Ruscris Comunications y tienen fe en hacerse acreedores al premio. No les vamos a impedir ese sueño.
—¿Y cuál es el premio?
—Formar parte del staff de “marcapegajosa.com.ar”. Ni más ni menos.
—Ustedes están locos.
—Bueno —el Ruso gira en su silla para enfrentar a Fernando—. Decinos qué te parece.
Fernando vuelve a mirar la página. No cree que vaya a servir de nada. Pero verlo a Pittilanga rodeado de esos números infalibles no deja de ser una reparación, un consuelo.
—La verdad es que es impresionante. No sé si alguien de afuera irá a meterse…
—¡Pará! ¡Pará! —el Ruso lo corta como si de repente se hubiera acordado de algo fundamental—. ¡Mostrale las estrellas de la página! ¡Que vea los
cracks
!
—¡Ah! —el Cristo se apresura a obedecer.
Vuelve al buscador principal de la página, teclea tres palabras y las ingresa. En pantalla se despliega una foto un poco más grande que las demás, de un jugador con la camiseta de Deportivo Morón y el número cinco en el pantalón. Lo extraño no es la foto en sí, una foto típica de un jugador en pleno partido, el cuerpo ligeramente girado sobre su eje después de patear la pelota, los músculos de las piernas tensos, los brazos abiertos, sino la cara. Porque coronando esa figura de futbolista en la plenitud de su carrera estaba el rostro del Ruso. Y el encabezado de la página reza “Daniel Hugo Gutnisky”.
—¡Ja! —el Ruso le mete una brutal palmada en el hombro—. ¿Me viste? ¡Ja! ¡Qué jugador!
—Sos un delirante, Ruso.
—Fijate qué currículum. Leé.
Fernando obedece. Supuestamente tiene treinta y dos años, juega de cinco en Deportivo Morón y ha ascendido, con el Gallo, dos categorías. No necesita entrar a las estadísticas detalladas para saber que su foja debe lucir más despampanante que la del propio Pittilanga.
—No tenés perdón, Ruso. ¿Y si alguien entra y ve esta pelotudez? Toda la credibilidad de la página se va al cuerno.
—Pobre de vos. No me la iba a perder. Mostrale la tuya, Cristo.
El Cristo no se hace repetir la indicación. Se despliega otra imagen, igual de atlética, también con el uniforme de Morón, aunque se trata del número siete.
—Yo soy puntero. Lo dejé a este de mediocampista.
—El Cristo es goleador en dos temporadas sucesivas. Mostrale.
—¿No les da vergüenza?
—Con el laburo que nos estamos tomando, lo menos que podemos hacer. ¡Che, Cristo! De ayer a hoy te agregaste como quince goles.
—No, mentira.
—Que sí, yo me metí ayer desde casa y tenías ciento veinte. Ahora te veo con ciento treinta y cinco.
—¡Nada que ver, Ruso! —¿Cómo va a tener ciento treinta y cinco goles? —Fernando predica en el desierto.
—Sos un conchudo, Cristo. Si te vas a poner ciento treinta y cinco poneme por lo menos ochenta.
—No te puedo poner ochenta, Ruso. Sos mediocampista.
—Dale, no seas guacho.
—Dame un aumento.
—No jodas, Cristo. Dale, poneme ochenta goles.
—Son un desastre, los dos —Fernando sacude la cabeza. Entra el Chamaco a buscar un par de trapos rejilla.
—No, Ruso. Bueno, si no me aumentás el sueldo, invitame un asado.
—¿El domingo te va?
—Con achuras.
—Las clásicas.
—Mollejas.
—Ni en pedo, Cristo.
—Con mollejas o te quedás en sesenta goles, Ruso.
—¿Sabés lo que hace que no veo mollejas? Vos le querés sacar el pan de la boca a mis hijas.
—¿Querés más goles o no?
Fernando los mira. De repente, le viene a la memoria la imagen del Ruso, derrumbado sobre un cantero del cementerio, con los ojos violeta a fuerza de lágrimas. Es lindo verlo así ahora.
El Ruso gira hacia su lado para decirle algo y le pesca algo raro en la expresión.
—¿Y a vos qué te pasa?
—Nada, ¿por?
—No te hagás el boludo. Algo te pasa.
—No me pasa nada, pelotudo. Estoy evaluando la posibilidad de que me incorporen a la página también a mí, pero como defensor central.
—¿Y vos, Fernando?
—¿Yo qué?
—¿Pero están todos en Babia o qué? Lo que estamos discutiendo de Dios, boludo.
—…
—…
—¡Fernando!
—Estoy pensando. No me apures, si querés que te conteste dejame pensar.
—Bueno.
—…
—…
—…
—…
—Hasta cierto punto estoy de acuerdo con mi hermano.
—¿En qué?
—En que me suena ridículo que uno pueda pedir. El ejemplo de la cancha estuvo bien. Vos pedís, el otro pide. Dios no puede conformar a los dos.
—Soy un genio.
—Pará, Mono, que dijo que estaba de acuerdo con vos “hasta cierto punto”. ¿Y de lo que digo yo qué pensás?
—No sé, Ruso… me gusta pensar que Dios está de nuestro lado. En eso pienso como vos. Pero es difícil.
—¿Difícil en qué?
—En que somos personas, Ruso. Y las cosas de Dios las entendemos hasta ahí.
—Uy, loco. No lo puedo creer.
—¿Qué no podés creer, Mauri?
—Que estoy metido en una habitación de hospital llena de crédulos.
—¿Crédulos? ¿Quién vota que Mauricio tiene razón y Dios no existe?
—Cortala, Mono.
—Callate. Votemos.
—…
—…
—Un voto a favor de Mauricio. ¿Quién vota que es un pelotudo que está equivocado?
—…
—…
—…
—Tres a uno perdiste, Mauricio.
—Encima se va a ir al infierno.
—Ajá. Por ateo, el muy boludo.
—Vos no te agrandés, Mono, que después de tus dudas teológicas me parece que te venís conmigo.
—Pobre de vos, Mauri.
—Sí, Mauricio, pobre de vos. Los tres te vamos a mirar desde el Paraíso.
—Y vos cagado de calor en el infierno.
Mientras se imprimen las tres páginas del escrito Mauricio recoge los borradores y los hace un bollo. Antes de estrujarlos del todo tiene una idea: separa tres o cuatro hojas y las abolla cada una por separado, para que tomen forma más o menos esférica. Las ordena en una hilera sobre el escritorio y se dispone a hacer puntería sobre el cesto que tiene en el rincón de la oficina. El primero le sale un poco desviado a la derecha. Antes de lanzar el segundo se asegura de apretar bien el papel, para dejarlo homogéneo y más pesado. Este pega contra la pared y cae después en el cesto. Se deja ganar por un minúsculo alborozo y prepara el tercer disparo. En eso anda cuando Natalia golpea la puerta.
—Adelante —dice.
Ella asoma medio cuerpo y Mauricio no puede evitar compararla con Soledad. ¿Cómo puede estar más fuerte todavía?
—Tenés una visita… o algo así —dice la chica, como si le costase catalogar la circunstancia.
—¿Qué?
—Un tipo que vino a verte y pregunta por vos. Salvatierra se llama. Le pregunté si tenía una cita, porque conmigo no la había pactado pero en una de esas lo había arreglado directamente con vos, pero me dijo que no. Que era un asunto personal, no del estudio.
Mauricio asiente. Tarde o temprano iba a ocurrir. Mejor temprano que tarde. Sacarse de encima el problema y punto. ¿Para qué posponerlo?
—Decile que pase, Nati. Esperá. Tomá el escrito para el expediente de Tolosa.
—Ah, bárbaro. Lo agrego y lo mando.
Casi enseguida entra Salvatierra, y Mauricio entiende la extrañeza de su asistente a la hora de anunciarlo. Viste pantalón blanco y saco a cuadros, y una camisa verde agua. Una mezcla de cafishio suburbano con el cuñado de Rocky Balboa, piensa Mauricio mientras le estrecha la mano y lo invita a sentarse.
—¿Qué decís, Mauri?
“Mauri.” Súbitamente son íntimos. Nadie le dice así, salvo sus amigos. Y mejor no ponerse a pensar en sus dichosos amigos. De Fernando no tiene noticias desde su pelea en el hotel de los ucranianos. Y de su último encuentro con el Ruso todavía tiene un lejano dolor en el hombro y la secreta indignación de no haber sido capaz de devolver los golpes. O peor: el Ruso ni siquiera le pegó una piña. Lo empujó, lo tiró por el aire, como si fuera una bolsa, una cosa. Las cuotas por el dinero que Mauricio le prestó para abrir el lavadero se las ha hecho llegar puntualmente. Tres meses. Tres cuotas. Pero manda a un empleado de su boliche. Y se hace firmar un recibo. Idiota.
—Yo bien, Polaco. ¿Tus cosas?
—Bien, bien. Te estuve tratando de ubicar en el celular pero no pude.
—¿No digas? Bueno, puede ser porque me robaron el teléfono y cambié el número —miente—. Ahora le pedimos a mi asistente que te dé una tarjeta. Pero contame qué te trae por acá.
Salvatierra se arremanga el saco antes de hablar.
—Tengo novedades. Importantísimas.
Mauricio tiene un instante de zozobra. ¿Puede ser cierto que el esperpento ese tenga novedades de algo? Lo duda, como no sea que su madre le haya prometido tallarines caseros o que él piensa internarse para un nuevo intento de desintoxicación.
—Me contactaron el otro día por Pittilanga —suelta, y se queda esperando, radiante, el efecto que producen sus palabras—. De Arabia Saudita. Del Al-Shabab. Un club de los más importantes de allá, te lo aseguro. Jugaron varios argentinos.
Mauricio traga saliva.
—Pará, pará, Polaco. ¿De dónde?
—De Arabia Saudita, loco. Yo no lo podía creer, de entrada. Pensé que era una joda. Pero es cierto. Me mandaron un fax y todo. Bueno, varios.
Al decir eso extiende algunos papeles doblados. Algunos faxes, unas fotocopias de correos electrónicos escritos en inglés y fechados en Ryhad. Los faxes tienen, arriba y a la izquierda, un logo, una especie de escudo. La cosa es seria.
—Contame… —murmura mientras los lee.
—Los tipos lo tenían en carpeta desde octubre. Aparentemente se interesaron por el programa de Armando Prieto. ¿Te acordás que le estuvo dando una manija bárbara?
Mauricio deja por un momento de leer y lo mira. La ingenuidad de ese pelotudo es conmovedora o angustiante. ¿No tenía ni noción de que los elogios de Prieto eran comprados? Se acuerda de su Audi negro y vuelve a lamentarse.
—¿Y entonces?
—Bueno. Resulta que en ese momento el técnico que tenían les dijo que de defensores estaban completos y que no hacía falta. Pero a los tipos les quedó. Además no sé cómo se enteraron de que lo habían venido a buscar de Ucrania. La cosa es que ahora se les fue un defensor central, un negro que andaba muy bien pero que lo compraron de Francia, parece. Y bueno —se interrumpe para reírse de contento—: que me mandaron esos faxes que tenés ahí. El primero, claro. Después los otros. Yo se los fui contestando porque eran aproximaciones. Parece que además estuvieron consultando estadísticas de Pittilanga. Que las sacaron de una página de Internet. ¿Vos estás al tanto?
La pregunta queda suspendida porque Mauricio ha vuelto a la lectura de los faxes. Su inglés es lento y trabajoso, pero lo que alcanza a entender coincide con lo que viene diciendo ese imbécil. Uno de los correos habla de una página de Internet: www. marcapegajosa.com.ar, y Mauricio se pregunta de dónde habrá salido todo aquello. “Amazing numbers.” ¿Qué significaba aquello de amazing? Es algo bueno, un elogio. No alcanza a recordar cuál, pero para el caso da lo mismo.
—Te la hago corta: en el último fax piden condiciones, y me referencian a un empresario argentino que les maneja la previa de las contrataciones.
Mauricio carraspea, se corrige el nudo de la corbata, ritos involuntarios en los que cae cuando intenta ganar tiempo. Llama a Natalia y cuando ella se asoma le alarga el manojo de papeles.
—¿Me harías copias de estos documentos? —y encarándose con el Polaco—. ¿No te molesta, no?
—Para nada, para nada —dice el otro, solícito—. Los traje para eso.
Cuando Natalia se va, Mauricio se restriega la cara. Intenta pensar. La reputísima madre. Justo ahora.
—¿Hay algo que te… algo que no te cierra?
—¿Eh? No, no. Vos decís que esto viene del club, directamente…
—Sí, seguro. Los mails me vienen de la página oficial, los faxes vienen con membrete. Todo legal. No les respondí el último porque quise verlo con ustedes primero.
—¿A Fernando ya lo contactaste?
—No, todavía no. Preferí arrancar con vos. No sé. Por esto de que sos abogado me pareció…
—Hiciste bien. Yo por el momento lo dejaría así. Viste que muchas manos en un plato…
—Sí, hacen mucho garabato —termina Salvatierra, y parece feliz de su intervención. Es inverosímil que ese tipo se las haya dado, alguna vez, de representante de jugadores. Bueno. Tan inverosímil como que el Mono, Fernando y el Ruso se las hayan dado de empresarios, o Pittilanga de futbolista.
—La situación del pibe, en cuanto al club… ¿en qué anda, Polaco?
—¡Uh, justo! —Salvatierra renueva su arrebato—. Está por vencer el préstamo de Platense a Presidente Mitre. Ahora. Ya vence. Termina con la temporada. El técnico de Mitre lo quiere, pero ya es el segundo año y no lo pueden renovar. Debería volver a Platense. Pero Platense no lo tiene en cuenta. Lo van a dejar libre. Pero si conseguimos otro club para colocarlo a préstamo, que le demos para adelante. Ellos no lo quieren.
—¿Con la gente de Platense hablaste de esta oferta?
Es la pregunta del millón. Si en Platense saben, Vidal sabe. Si Vidal sabe, Williams sabe. Y si Williams sabe, tendrá que jurarle por Dios y María Santísima que él no ha tenido nada que ver. Nada de nada.
—¡No! El único que sabe soy yo. Bueno, ahora vos y yo.
Mauricio intenta no transparentar el alivio. La cosa no es tan grave, entonces. Manos a la obra.
—Con relación a eso —adopta un tono íntimo, más cordial que el que ha utilizado hasta ese momento—, vos, Polaco… ¿con Pittilanga en qué situación estás? Digo: ya no lo representás, ¿no?
—Bueno… en realidad… si nos atenemos a lo que dicen los papeles… propiamente los papeles… ya no. Porque el contrato de representación tenía un plazo. Ya pasó.
—Y no lo renovaron, digo…
—Renovarlo lo que se dice renovarlo, no lo renovamos. Pero… vos me entendés, Mauri. Esto demuestra que sigo siendo su representante, con contrato o sin contrato. Por algo estos tipos me contactan a mí, entendés.
—Claro, claro —asiente Mauricio, pero poniendo cara de que las cosas no son, ni de cerca, tan claras. Agrega un suspiro, una expresión rara.