Papeles en el viento (33 page)

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Authors: Eduardo Sacheri

Tags: #Relato

Vuelve a la cocina, abre la heladera y cavila un largo rato sobre qué prepararse para cenar. Decide que todavía es temprano y que no tiene mucha hambre. Se quita las zapatillas haciendo palanca con los talones, va hasta el dormitorio y se tira en la cama. Enciende el televisor y busca enseguida los canales de deportes. En uno dan tenis. En el siguiente, una carrera de autos. Se pregunta por qué jamás aprendió nada sobre carreras de autos. En el tercero transmiten un partido de fútbol americano. Se propone verlo para tratar de entender las reglas y encontrarle algo de emoción, pero a los cuatro minutos está aburridísimo. Entre eso y el béisbol, mama mía… evidentemente un país puede ser una gran superpotencia aunque los deportes nacionales sean un espanto de aburridos. En el cuarto canal encuentra un partido de fútbol. Por fin. Es un partido europeo, pero no llega a interpretar las siglas del cartel sobreimpreso para entender de qué equipos se trata. Las camisetas tampoco las ubica. Un primer plano le llama la atención: es un jugador argentino. ¿Cómo se llama? Lo tiene visto un montón de veces. De Central o de Newells, el pibe. Pero cómo se llama, caray. Ahora usa el pelo más largo, sujeto en una colita. El partido va cero a cero.

Fernando se incorpora, va hasta la heladera, saca una cerveza y vuelve a la cama. Mientras se acuesta otra vez se detiene a mirar la mesa de luz. Además del velador la ocupan tres portarretratos. Los tuvo siempre, desde que abandonó su casa de soltero. Mientras estuvo casado, tuvo los tres así, junto al velador. Y ahora que vive en la casa que fue de su abuela, siguen igual. Los dos más chicos son idénticos, y tienen una foto blanco y negro cada una. Su mamá y su papá, que parecen mirarlo en silencio. Fernando les dedica una mirada igual de silenciosa. El restante es un poco más grande, y la fotografía es en color. Mientras se vuelve a acostar estira la mano para alcanzarla. Se la apoya en el pecho para verla mejor. Cuatro chicos de once o doce años y un jugador de fútbol de poco más de veinte. Uno de los chicos es él. Está en el extremo izquierdo, desde el punto de vista de los que posan en la foto. A su lado está el Ruso. En la otra punta, Mauricio, y junto a él está el Mono. En el medio está Ricardo Enrique Bochini, el ídolo máximo de los cuatro. Bochini vestido de Independiente. Camiseta roja. De algodón, como las de antes. Pantalón rojo. Medias rojas. Botines negros. Sonríe con la mitad de la cara. No es una mala sonrisa, pero no tiene punto de comparación con la sonrisa llena, absoluta, de ellos cuatro. Lo han conseguido. Un fotógrafo de
El Gráfico
les hace la gauchada.

El Ruso fue el de la idea. Como casi siempre. Y el Mono estuvo de acuerdo. Él, en cambio, puso todas las objeciones posibles. El alambrado, los perros de la policía, que Bochini no iba a querer, que igual no tenían cámara. Y entre el Ruso y el Mono demolieron esos y todos los remilgos, a puros golpes de optimismo. ¿Y Mauricio? ¿Qué había hecho Mauricio? Esperar sin intervenir, tal vez. O pensar en una foto a solas con el ídolo. Tal vez no es justo en su recuerdo, piensa Fernando. Tal vez está juzgando al Mauricio de hace treinta años con el cristal del Mauricio de hoy. ¿Cambió o fue toda la vida igual?

Mientras el Ruso todavía intentaba convencerlo a él, el Mono empezó a trepar por el alambre, y cuando se quisieron acordar estaba del otro lado. Como hermano mayor, no tenía otra opción que seguirlo, para cuidarlo o para darle un castañazo por desobediente. Pero tenía que saltar. Cuando aterrizaron en el pasto, Independiente estaba saliendo al campo de juego. El Ruso se encargó de apalabrar al fotógrafo. Y el Mono, de convencerlo a Bochini, que los miró con cierta timidez y dijo que sí con la cabeza.

Fernando se detiene a mirar las expresiones de las caras. El fotógrafo estuvo justo. Claro —se dice—, para ser reportero gráfico hay que tener dedos veloces. Los cuatro sonriendo. Los cinco, contándolo a Bochini. Fernando busca, en esos rostros de chicos, a los adultos que son ahora. Se pregunta qué sigue igual. Qué se ha quedado en el camino. Bueno, si es por eso, se ha quedado ni más ni menos que uno de ellos. El Mono ya no está. Y la vida es una mierda, que permite que un chico pueda ser así de feliz, con la mano sobre el hombro de Ricardo Enrique Bochini, y después esa alegría se extinga y se muera.

Fernando se estira y devuelve el portarretratos a la mesa de luz. El partido en la tele sigue cero a cero.

Ambiciones desmedidas IV

—¿Seguís sin entender? Pedí demasiado, Mauricio. Me pasé de rosca. Me cebé. Me fui al carajo.

—Y…

—Y Dios me castigó. Nunca más volvimos a ser los mismos.

—Pará la moto, Monito. Esa del ’83 no fue la última vez que salimos campeones.

—No, Mauricio, pero casi. Después seguimos un poco más por inercia. Un par de campeonatos más, un par de copas. Y a la mierda. Nunca más, entendés.

—Pero, Mono… todos los hinchas piden cosas parecidas. Ganar los clásicos, salir campeones…

—Sí, pero no todo junto.

—Sí, los hinchas piden todo junto.

—Macanudo. Pero Dios no se lo da.

—¿Otra vez con este asunto de lo que Dios te da o no te da? ¿No estabas el otro día discutiéndoles al Ruso y a tu hermano que Dios no da lo que uno pide?

—…

—…

—…

—Es que, esa vez, a mí me lo dio.

—Bueno, con ese sentido a todos los hinchas de Indep…

—No. Eso lo pedí yo. Y yo sabía que me estaba zarpando. Pero lo pedí igual. Y ahora lo estoy pagando. Bah, Independiente lo está pagando.

—…

—Está mal pedir tanto. No se puede. No se debe. Hay que ser menos egoísta. No, egoísta no es la palabra.

—¿Ambicioso, Mono?

—Eso. Demasiado ambicioso. Eso fui.

46

—Pero… ¿no me dijiste que el que había estado como el culo había sido Fernando? No te entiendo. Ahora me decís que el que estuvo mal fue Mauricio.

El Ruso le sostiene la mirada. Ese es el problema de decir las cosas por la mitad. Que no se entienden. Pero tampoco quiere seguir con el conventillo. Si decidió no decírselo a Mónica, ni a Fernando, tampoco se lo va a decir al Cristo. Y menos en una situación que ni siquiera entiende del todo. Entiende que Mauricio los traicionó, pero no entiende por qué. No tiene sentido.

—Qué sé yo, Cristo. No sé qué decirte. Es toda una situación de mierda.

Se quedan un rato callados. Afuera trajinan los lavadores. Llega un auto y el Cristo va a recibirlo para el servicio. Cuando vuelve comenta que, con ese, acaban de lograr el récord de lavados en un mes.

—Estamos a día veinticinco y ya superamos el total de autos del mes pasado, que fue el mejor. Esto es un éxito, Ruso.

El Ruso sonríe, pero es evidente su falta de entusiasmo.

—¿Y qué pensás hacer? —pregunta el Cristo, retomando el tema anterior.

—¿Hacer? Nada. Qué carajo voy a hacer.

El Cristo vuelve a sentarse. Conoce al Ruso desde hace casi cuatro años, y nunca lo ha visto así. Se lo dice.

—¿Así cómo? —le pregunta el otro.

—Así, bajoneado. Roto.

Daniel se ríe sin ganas.

—¿No se puede estar mal?

—Claro que se puede. ¿Pero vos? Siempre te veo contento. Aunque las cosas te vayan como el culo. Y mirá que al principio te las viste negras con este lavadero de mierda. ¿O no?

—Uh. Vos porque no me conociste antes del lavadero. Desde que estamos acá vivo mi mejor momento, Cristo. Tendrías que haberme conocido cuando puse el parripollo.

—¿Tuviste un parripollo?

—Un montón de negocios tuve… ¿No te conté?

—Cosas sueltas. Pero del parripollo no.

—Hoy dejá. Si me pongo a hablar del parripollo te despido con un beso en la frente y me disparo en la sien con la hidrolavadora.

—Igual es raro, verte así. Sos el único tipo que siempre está contento.

El Ruso se despereza, un poco incómodo por estar hablando tanto de sí mismo.

—En una de esas tengo trastorno bipolar. ¿Viste esos que de repente están como el orto y de repente están a mil, eufóricos?

—Sí, boludo, pero en estos cuatro años que te conozco nunca te vi depresivo.

—Cagaste, Cristo. Ahora me tocan cuatro años de amargura.

El Cristo se incorpora porque el Chamaco le hace señas de que lo necesita, pero se demora un segundo más, como si quisiera encontrar alguna palabra de consuelo. O no la encuentra, o tiene miedo de incomodarlo. En la puerta se cruza con un muchacho alto, morocho, vestido con ropa deportiva. Como el Cristo no sabe que es Mario Juan Bautista Pittilanga, lo saluda con una inclinación de cabeza y se va a lo suyo. Pittilanga murmura un buenos días mientras da dos golpes en el marco de la puerta.

—¿Qué decís, pibe? ¡Qué sorpresa! —el Ruso se adelanta y le da un apretón de manos, duda un poco, termina abrazándolo—. ¿Cómo sabías la dirección?

—Internet. La dirección la saqué de Internet.

—No sabía que figurábamos en Internet.

—Sí. En Internet se encuentra hasta la pelotudez más pelotuda.

—Supongo que no lo dirás por este hermoso lavadero de autos...

El Ruso lo dice en chiste, y el pibe lo entiende, porque sonríe con franqueza.

—¿No te prendés en un torneo de Play Station? Ahora cerramos una hora al mediodía y le damos sin asco. Podés hacer pareja con el Feo.

—¿El Feo?

—Sí, ese lindo que está allá, con la aspiradora. ¿Te prendés?

—Eh…, bueno. O no sé, capaz que mejor yo decía de tomar un café. ¿Hay alguno por acá? Digo, para charlar un poco más tranquilos.

Al Ruso lo sorprende un poco la invitación, pero se apresura a aceptarla. No quiere que el pibe se sienta incómodo. Que su padre sea un hijo de puta no es culpa de él. Si es por tener hijos de puta entre los afectos más cercanos…

—Sí, capaz que sí. Acá a dos cuadras hay una estación de servicio que tiene uno de esos mercaditos con mesas y eso.

Salen al lavadero y el Ruso le indica por señas al Cristo que se haga cargo. Cruzan de vereda y caminan toda la cuadra en silencio. Hasta que dan vuelta a la esquina no dicen nada, como si ninguno de los dos encontrase el modo de entrar en materia. Sea cual fuere la materia. Al final el Ruso se anima a preguntar.

—¿Y cómo andás, Mario?

—Yo bien. Bien. Esta noche tomo el micro de vuelta. Me pude quedar estos días. Me dejó Bermúdez que vuelva recién a la noche. Por la familia, y eso.

—Buen tipo ese Bermúdez, ¿no?

—Sí. Buen tipo. No me quejo. No me hizo el menor problema para venir por lo de Ucrania.

El Ruso piensa que su buena disposición tal vez tuvo que ver con su comisión del diez por ciento. Diez por ciento de cero, por otra parte. En la estación de servicio compran unos cafés que una chica de gorrita roja les sirve en una bandeja de plástico. Se sientan contra la vidriera, viendo la actividad de la playa. La mesa se mueve un poco, y tienen que tener cuidado para no volcar los jarritos.

—Eso sí. El café de acá es tipo petróleo sin refinar —dice el Ruso, después de probar el suyo.

Pittilanga toma un sorbo del suyo.

—Cierto. Espero que no tengan el baño clausurado.

—No te preocupes. Yo te llevo a los mejores lugares. No teolvides que sos una inversión. El Pibe de Oro —el Ruso toma otro trago—. ¿De qué te reís?

—De eso del Pibe de Oro.

—Me acordé de repente. Así le decían a un mediocampista de Boca de los años treinta, cuarenta. Me gustó el apodo. ¿No es lindo? Inocente, yo qué sé. Lo leí en un cuento de Soriano.

—¿Cómo se llamaba?

—¿Soriano? Osvaldo. ¿No leíste nada de él?

—No, el jugador. El Pibe de Oro.

—Uy. Me agarraste. No me acuerdo. Pero ya me va a salir. Un apellido tano. ¿El tuyo también, no?

—¿Qué cosa?

—Pittilanga, digo. Es italiano.

—Supongo, no sé.

—Tendrías que preguntarle a tu viejo.

El pibe pone cara de contrariedad.

—Ni me lo nombres —dice, pero Daniel se da cuenta de que de eso, precisamente de eso, es de lo que ha venido a hablar.

—Sos parecido —el Ruso alza las manos, para dar a entender que ambos son altos y anchos como puertas. También se parecen en el morocho subido de la piel y en el cabello que parece un cepillo de cerdas, pero no se las ingenia para traducir en mímica esos rasgos.

—Sí. Todo el mundo me lo dice —concede, aunque su tono no indica que la semejanza le suene a cumplido.

Terminan los cafés en silencio.

—Yo… mi viejo… —se interrumpe, vuelve a la carga—. No sabía que mi viejo iba a salir con ese martes 13. No pensé de entrada… aunque cada vez que hablábamos del tema se ponía como loco.

—¿Loco con qué?

—Con todo. Con ustedes, con Bermúdez, con el cambio de posición en la cancha, con el pase…

—Bueno. La verdad que la cosa nunca vino demasiado bien parida.

—No. Pero… vos a mi viejo no lo conocés.

“Por suerte”, piensa Daniel, pero se mantiene en silencio.

—El tipo se cree… no sé. Se cree que es el padre de Maradona, de Messi. No sé qué mierda se cree.

Pittilanga habla con los ojos bajos. Por timidez, piensa primero el Ruso. No —se corrige—. Por vergüenza.

—Bueno —el Ruso intenta ayudarlo—. Viste que todos los padres son un poco así. Se creen que los hijos son perfectos, son distintos…

—No, no lo digo así. No lo digo por eso. O capaz que también, pero no es eso nada más.

De nuevo se quedan callados. Al Ruso le da pena, pero se da cuenta de que el pibe necesita salir de ahí solo, sin ayuda. O no salir.

—Mi viejo es medio bruto. Como yo, capaz. O peor, porque hizo hasta cuarto grado. Yo terminé séptimo, aunque sea. Él no. Somos seis hermanos, y las primeras tres son mujeres. Después de yo, otro varón, y la última también mujer. Soy el varón más grande.

—¿El otro también juega al fútbol?

—¿El Jonatan? No, qué va a jugar… Mi vieja lo tiene de… no sé de qué lo tiene. Pero está siempre prendido a su pollera. En la escuela le va bárbaro. Es un bocho, el pibe. Habla de estudiar enfermería o algo cuando termine el secundario. Pero mis viejos siempre discuten porque mi papá dice que con eso que tiene ella de tenerlo siempre al lado lo está sacando marica.

—¿Y para vos? ¿Es?

El pibe pone cara de no estar seguro.

—La cosa es que mi viejo siempre me tuvo, no sé, como… como…

—Como modelo.

—¿Modelo? No, modelo no. Como… ¿cómo se dice cuando alguien te tiene en la mira para que hagás lo que esa persona quiere? Te persigue, te persigue, para lograr algo de vos, sea como sea.

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