Papeles en el viento (28 page)

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Authors: Eduardo Sacheri

Tags: #Relato

—Profe, venga.

Fernando levanta la vista. La que lo llama es Yanacón.

—Por favor, ¿puede venir, profe? —se corrige la niña, sin que él tenga que recordárselo. Bien. La educación argentina está vivita y coleando.

Se acerca a su banco.

—¿Qué significa “vislumbrar”?

—Decime, Yanina. ¿Vos no escuchaste cuando lo preguntó Cáceres, o cuando lo preguntó Mendoza y yo lo expliqué para todos?

Yanina Yésica Yanacón (qué ocurrentes los papás, al combinar así los nombres) lo mira desde el pináculo de la inocencia. Fernando suspira y explica, otra vez, el significado del verbo vislumbrar.

Prometido

—El viejo… ¿Qué nos dejó, Fer?

—No te entiendo, Mono.

—A vos y a mí. Papá nos dejó a Independiente. Las copas, la mística, el éxito…

—…

—¿Es así o no es así?

—Ponele que sí, Mono.

—Bueno: ¿y yo?

—¿Vos qué?

—A Guadalupe… ¿yo qué le dejo?

—No empecemos, Mono.

—Dejate de joder y contestame, Fernando.

—Un montón de cosas, le dejás.

—De futuro, digo.

—¿Cómo “de futuro”?

—Claro. De pasado te entiendo. Le dejaré recuerdos, fotos, lo que hicimos juntos. ¿Y de futuro?

—…

—¿Ves? A eso voy. No tengo nada para dejarle. De acá para adelante, digo.

—…

—…

—¿Y qué le querrías dejar?

—Yo le quiero dejar a Independiente, Fer. Pero un Independiente que sea un regalo en serio, entendés. Como decir “Tomá, te dejo el amor por este cuadro, este equipo que es buenísimo. Tenelo para siempre”.

—…

—…

—Quedate tranquilo, Mono.

—¿Con qué?

—La nena te va a salir de Independiente. Lo demás no sé. Digo, lo de las copas y la mística, no te puedo asegurar nada. Capaz que vuelve, capaz que no. Pero te la vamos a sacar del Rojo.

—…

—…

—¿Me lo prometés?

—…

—¡Che! ¿Me lo prometés?

—…

—…

—Prometido, Mono. Prometido.

39

Mauricio explica la situación ayudándose con algunos apuntes que saca de su maletín. Usa un tono claro y un vocabulario preciso y sintetiza los posibles escenarios que se abren en el futuro inmediato. Al Ruso le resulta un poco extraña su frialdad, su cautela, aunque sin duda las prefiere antes que los estallidos de cólera y de recriminaciones que temía en sus pronósticos más tenebrosos. Después de todo, es la primera vez que Mauricio y Fernando se ven después del episodio del Audi, dos meses atrás. ¿Dos meses? ¿Ya han pasado dos meses? Qué cosa rara resulta el tiempo. A veces se hace de chicle y otras se evapora así, como ahora.

Tal vez se le ha pasado rapidísimo porque lo han tenido de che pibe, como bola sin manija, trayendo y llevando los recados, las ironías y los desplantes que Fernando y Mauricio se han propinado durante todo ese tiempo. Los ha dejado hacer, porque no tenía otro remedio o porque guardaba la esperanza de que se reconciliasen. Para protegerlos uno del otro se ha callado los reproches más hirientes y las injurias más irritantes. A Mauricio, por ejemplo, le ha ocultado que Fernando no perdió oportunidad de burlarse de su preocupación por el cobro del seguro, ni de recriminarle todas sus traiciones y cada uno de sus abandonos. A Fernando, a su vez, le ha evitado la protesta indignada de Mauricio, que tuvo que tolerar que la compañía de seguros investigara con lupa y ceño fruncido los pormenores de su denuncia de robo, porque no entendían que hubiera fallado el localizador satelital que ellos mismos habían provisto.

Daniel a cada cual le ha dicho a todo que sí, y ahora está satisfecho. Si sus maniobras sinuosas y sus pasos de bailarín y sus numerosos ocultamientos sirvieron para calmar los ánimos y restañar heridas del pasado reciente y del lejano, bien ha valido la pena. Por lo menos ahí están los tres. A la misma mesa, como gente civilizada, escuchando la información que Mauricio ha recabado.

—Por lo que pude averiguar, los tipos estos del Chernomorets son serios. Ya compraron a varios jugadores, y operan siempre de la misma manera.

—¿Cómo? —pregunta Fernando.

—Contactan primero al club y después al representante. En este caso, que no hay representante claro, aunque esté Salvatierra dando vueltas, a los dueños del pase.

—Algo que no hablamos y que quiero proponer —interviene el Ruso—: Yo quiero ser el que viaje a Ucrania acompañándolo al pibe para firmar los papeles.

Los otros dos lo miran sin sonreír. Es evidente que no están para chistes. Mauricio sigue adelante.

—Las negociaciones se hacen acá, en Buenos Aires. Tienen una especie de agente, un intermediario, que les maneja las cosas, para todo lo que tiene que ver con conversaciones previas. Si el asunto les cierra, mandan a dos o tres de la comisión directiva, a finiquitar todo, a poner el gancho y cerrar el trato.

—Hay que contactar a ese —acota Fernando.

—Ya lo hice —contesta Mauricio, con una cortesía tan helada que al Ruso lo incomoda casi como un insulto—. Karmasov, de apellido. Ya me llamó el otro día.

El Ruso se sobresalta, porque no ha supuesto que las cosas estuviesen ya tan encaminadas. Fernando sigue impasible, pero Daniel está seguro de que lo hace para no darle el gusto a Mauricio.

—Ofreció doscientos veinte mil —informa Mauricio.

—¿Y vos qué dijiste? —se precipita el Ruso.

—Que por menos de cuatrocientos mil no lo vendíamos ni en pedo.

—¡Cómo le pediste eso, si vale trescientos como mucho! —Daniel se desespera.

—Cortala, Ruso —lo frena Fernando—. Dejalo terminar.

—Lo que vale no lo sabemos —dice Mauricio.

—Pero ni en pedo vale cuatrocientos.

—Es una negociación —Mauricio lo dice así, rotundo, en un tono que de tan paciente resulta provocativo—. Él ofrece, yo digo que es poco, él hace una contraoferta, nos hacemos los duros, terminamos arreglando. Pero si el primer número fue doscientos veinte, a trescientos tienen que estirarse sí o sí.

—Y ahora cómo sigue —pregunta Fernando, y al Ruso le parece que su amigo intenta apurar el trámite y de paso, quitarle la iniciativa a Mauricio, borrarle ese gestito de piola consumado.

—Cuando nos veamos con los ucranianos ofrecerán un poco más. Doscientos cincuenta, supongo. Diremos de vuelta que no, que por menos de trescientos cincuenta no lo largamos. Ahí seguro que terminamos arreglando.

—Pero… ¿si se echan atrás? —pregunta el Ruso, a quien le interesa mucho más su propia angustia que esos juegos de poner a prueba la virilidad en los que los otros dos parecen empeñados.

—¿Por qué se van a echar atrás?

—Digo, capaz que en el ínterin ven a otro pibe, les gusta…

—Seguro que van a ver a otros, y que se los van a llevar también. ¿O vos te creés que se van a venir de Ucrania para firmar este contrato nada más? Los tipos vienen acá con una torta de guita y se llevan pibes a carradas. No es que vienen a comprarlo a Pittilanga y se van. Lo manejan así —Mauricio hace el gesto de bajar y subir la mano como una cortadora—, en serie. Pittilanga es uno más de los que se van a llevar. Para que juegue en el Chernomorets, para ponerlo a préstamo en otro lado, lo que sea. Es parte de un paquete. Y menos mal, porque por él solo no vendría nadie, ni en pedo. ¿Entendés, Ruso?

Por la entonación de la pregunta, Daniel comprende que tiene que contestar que sí, pero en el fondo experimenta una absurda desilusión. Es lógico lo que dice Mauricio. No es más que un pibe común y corriente del que los ucranianos han escuchado hablar a un periodista famoso. Ya que están, lo compran. Nada más que eso. Aprovechan el viaje y lo incluyen en el próximo paquete. Pero toda la situación se desluce. No sabe bien por qué, pero pierde color.

—Otro asunto importante es el del quince por ciento que supuestamente le corresponde al pibe.

—¿Qué quince? —pregunta el Ruso.

—¿Por qué “supuestamente”? —pregunta Fernando.

Mauricio hace un gesto de contrariedad. Mínimo. Pero lo hace.

—Del total del pase, habría que darle el quince por ciento al jugador. Es así —eso lo dice dirigiéndose al Ruso. De inmediato se vuelve hacia Fernando—. Y digo “supuestamente” porque si tenemos que restarle un quince por ciento, lo que se achica es la guita que queda para Guadalupe. Si se hace en trescientos mil, un quince son cuarenta y cinco mil. Y para la nena quedan, en lugar de trescientos, doscientos cincuenta y cinco. Y todavía hay que ver el tema de los impuestos, que seguro también resta.

Se hace un silencio, y el Ruso percibe la incomodidad de Fernando. No quiere fallarle a Guadalupe. Pero tampoco quiere perjudicarlo a Pittilanga.

—No me parece —murmura, al final, Fernando.

—No te parece ¿qué?

—No me parece dejarlo al pibe sin su quince por ciento.

Nuevo silencio. Mauricio lo mira al Ruso, esperando tal vez cierta solidaridad, pero Daniel sigue callado.

—Esas cosas se hacen todo el tiempo —arguye Mauricio—. Si el pibe quiere ir a jugar a Europa, bien puede poner algo de su parte. ¿No les parece? Después de todo va a cobrar en euros.

—¿En Ucrania se manejan con euros? —pregunta Daniel.

—Para el caso da igual, Ruso —Mauricio no quiere que el tema se siga ramificando.

—Bueno —más allá de su tono dubitativo, el Ruso desea darle la razón a Mauricio. Han llegado tan lejos. Están tan cerca de conseguir lo que se propusieron…— Siendo así…

Pero en ese momento habla Fernando.

—El pibe siempre se portó bien con nosotros.

—¿Y qué? —Mauricio parece estar haciendo esfuerzos por controlarse—. ¿Acaso el Mono se portó mal con él? ¿O nosotros? ¿No puede hacer un esfuerzo?

—¿Te parece poco esfuerzo aceptar la locura de cambiar su puesto de toda la vida? ¿Hacerle caso al Ruso y ponerse a jugar de defensor? ¿Tragarse su orgullo? ¿Empezar de cero?

Lo que dice Fernando es verdad, y el Ruso se avergüenza de no haber pensado lo mismo. Ocurre que a veces Fernando puede resultar insufrible: esa honestidad, esa rectitud, a uno lo dejan en infracción al primer renuncio. Sin proponérselo, puede hacerte sentir un miserable. En eso, a veces Daniel se siente tentado de compartir el tedio de Mauricio frente a ese virtuosismo de barrio, como él suele denominarlo. Pero sólo a veces.

Mauricio hace otra mueca de disgusto.

—Como quieran —concluye, y lo mira al Ruso, como dándole a entender que ese es el momento de apoyarlo en su propuesta—. Pero darle el quince al pibe significa achicar el margen o encarecer la operación y ponerla en riesgo.

Antes de que Daniel pueda hablar Fernando agrega:

—También está lo de Bermúdez.

—¿Qué con Bermúdez? —pregunta Mauricio, casi perdiendo la paciencia.

—Le ofrecimos el diez por ciento para que aceptara cambiarlo de puesto.

—¿Qué? ¿Me están jodiendo?

El Ruso decide intervenir. Mejor que la cosa sea con él, y no con el otro.

—Algo le tenía que ofrecer, Mauri. Si no… ¿cómo lo convenzo?

—¿Pero vos qué te creés? ¿Que es joda esto? ¿Que la guita la regalan?

—No, pe… pero…

—Tiene razón Daniel —de nuevo Fernando suena inexorable, pero ahora el Ruso le agradece la inexorabilidad—. Si no fuera por la idea del Ruso nos hubiésemos metido el pase en el culo. Hace rato.

Mauricio masculla algo, lo suficientemente bajo como para que los otros no distingan si está pensando o, sencillamente, insultándolos. Hace unos garabatos en una de sus hojas de apuntes.

—Decídanse, loco. O el quince de Pittilanga, o el diez de Bermúdez. Para las dos cosas no alcanza ni en pedo. O son setenta y cinco lucas menos.

Tiene razón. Daniel sabe que tiene razón. Lo mira a Fernando, que le devuelve la mirada. Que algo, que alguien lo convenza. Que se deje de joder con su ética de Manual del Alumno Bonaerense.

—Y bueno, Fer, en una de esas —el Ruso avanza a tientas.

—Como sea —dice Fernando por fin, y en su voz hay una nota de claudicación. Mínima, pero la hay—. Supongo que tendremos que sentarnos con los tipos y ver qué resulta.

—Claro —el Ruso se entusiasma, porque siempre necesita creer en algo—. Eso es lo que digo yo. Una vez ahí, en la reunión, vemos cómo la piloteamos.

Mauricio los mira. Parece que algo va a decir, pero termina callándose.

El mismo I

—¿Está bien o el agua está muy caliente, Fer?

—Está perfecto, Ruso.

—¿A vos te doy, Mono?

—No. No puedo. La pichicata que me están dando me da vuelta el estómago que no sabés. Vivo cagando fuego.

—…

—…

—Vos te lo perdés. ¿Mauricio?

—Yo sí. Gracias.

—Che, Mono. Me dijo mamá que el otro día el médico te habló de probar con una medicación nueva…

—Este control remoto anda para la mierda…

—¿Querés exprimirlo, boludo?

—No, tarado, pero no agarra. Deben ser las pilas. Tomá, Mauricio. Probá vos que estás más cerca.

—¿Qué querés ver?

—¿Hoy no hay un partido del Nacional B?

—Creo que sí.

—Ponelo.

—¿Es en el 17 o en el 18?

—El 18, creo.

—No. Es en el 17. ¿Me escuchaste lo que te pregunté, Mono?

—Sí, Fer. Te escuché.

—Bueno, y qué pensás. ¿Vas a probar o no?

—¿Podemos hablarlo en otro momento, Fer? Ahí está el partido. Juega Rafaela, pero no me acuerdo con quién.

—¿Aldosivi?

—No. Aldosivi jugó el adelantado del jueves.

—¿Unión?

—No.

—Mono...

—Qué…

—Te pregunté algo.

—No sé, Fer. Después lo pienso. No sé. Ahora no quiero saber nada.

—No nos podés contestar eso, Mono.

—Le estoy contestando a mi hermano mayor, Ruso. No a vos.

—Es lo mismo.

—Aparte: ¿por qué no puedo? ¿Por qué?

—¿Por qué va a ser? Porque estás enfermo y tenés que…

—Sí, Ruso. Estoy enfermo. Es verdad. Hace seis meses que estoy enfermo. Pero sabés qué pasa. No sé si me lo van a entender. No es lo único que estoy.

—…

—…

—…

—Ustedes no lo entienden porque me quieren, y se preocupan, y saben que estoy jodido, y les gustaría poder ayudarme y, y, y al final nos hemos pasado seis meses hablando de esta mierda. ¿Entienden?

—…

—…

—…

—Ya sé que estoy enfermo. Pero no es lo único que estoy. Uno no está todo el tiempo con eso en la cabeza. O yo no estoy. No sé los demás. Pero yo no. No puedo estar dándome máquina veinticuatro horas al día. ¿O ustedes están todo el día pensando en lo mismo? Yo no, ni en pedo. No puedo estar todo el día meta y meta dándome manija con el cáncer, boludo. De si me dijeron esto, o me dijeron lo otro, de si me hace mal este tratamiento, de si mejor hago el otro, de si los análisis me dieron mejor o me dieron para el orto, de si le doy bola al oncólogo o le doy bola al clínico, o le doy pelota al que me hizo la última tomografía y me recomendó lo que mierda sea. ¿No se dan cuenta? No puedo estar todo el día pensando en eso. Hace seis meses me dijeron que tenía cáncer y que estaba al horno con papas. Bueno. Pero yo sigo vivo.

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