—Pará que es la tía de Mónica, no es mi tía.
—Da igual, Ruso. Andá a saber qué le hizo en la piecita esa del fondo…
—¿A vos no te llevó a la piecita?
—¡Otra que la piecita! Me atendió adelante, nomás. Me tuvo diez minutos con la panza al aire y ponía cara de entendido. Me abrazó y me dijo que estaba sanado.
—Bueno, boludo. Yo qué sabía. A la tía…
—Ya te dije, Ruso. A la tía le cayó bien porque le habrá acomodado las macetas del patio.
—Qué grosero, pobre tía…
—En serio, Ruso.
—Ahora, yo pregunto… A vos, Mono…
—¿Qué, Fernando? —¿No te acomodó las macetas?
—Andá a cagar.
—A lo mejor el tratamiento fracasó por eso, Mono.
—Vos, ídem, Ruso.
—Seguro. Esas cosas si no las hacés completas no sirven.
—No, si me gasta hasta Mauricio estoy perdido…
—¿Vos le aclaraste que querías el mismo tratamiento que la tía Beba?
—Pero por qué no se van…
—Así es muy fácil, andar criticando. Oíme, Mauricio, ¿te animás a llevarnos de nuevo?
—Seguro, Rusito. Yo, encantado. Agarramos el auto y nos vamos a Lomas de Zamora.
—Por los doscientos mangos no hay problema. Hacemos una vaquita.
—Eso sí. Le pedimos al pai que le haga el tratamiento completo, con aplicación y todo.
—¿Por qué no se van los tres a cagar?
—Este sábado podemos ir al sanador. ¿O tienen algo?
—Contá conmigo, Mauricio.
—Con ustedes tres no se puede hablar, manga de pelotudos.
—Es verdad.
—Tenés razón.
Fernando se acerca al ventanal y mira hacia abajo. El Ruso se levanta también, pero va hacia el rincón en el que el personal del hotel les ha colocado una mesa con café, gaseosas y masas secas y convida a los otros dos. No le contestan, absortos como están, pero Daniel se sirve una gran taza de café y un plato rebosante de masas: no piensa perderse semejante agasajo gratuito. Mientras vuelve hacia la mesa principal oye sonar el teléfono de Mauricio.
—¿Hola? —el que llama habla a los gritos—. Sí. En una reunión, Humberto. Sí, todo en orden. Ya estoy saliendo para allá.
El tono de Mauricio es jovial, enérgico, simpático. Daniel supone que está hablando con el capo del estudio.
—Seguro. Si quiere ir ganando tiempo pregúntele a Soledad, pero no va a haber problema. Por supuesto. ¿Cómo? ¡Ja, ja! Seguro, doctor. Hasta luego.
Corta la comunicación, pliega el celular y lo deja sobre la mesa.
—Qué suerte que te reponés rápido de las malas noticias —dice Fernando, los ojos fijos en la calle y la vereda de enfrente.
—¿Qué?
Fernando demora un poco la respuesta.
—Que te cuesta poco recuperarte, digo. Hace cinco minutos acabamos de perder casi dos años de laburo y ya estás a las risotadas con tu jefe como si tal cosa. Qué bueno, digo yo.
Daniel, en otras circunstancias, intervendría, pondría paños fríos. Un chiste. Una pregunta boluda. Cualquier cosa que corriera el foco. Pero no tiene ganas. Él también está harto. ¿O acaso no tiene derecho? Mauricio esboza una sonrisa desganada:
—¿Andás necesitando agarrártela con alguien, Fer? Dale tranquilo.
—¿Agarrármela? En absoluto. Mejor para vos. La verdad es que te envidio. Un poder de recuperación de la san puta.
—¿Y qué querés que le haga? ¿Que le cuente a mi jefe mis recónditos dolores?
Ahora es el turno de Fernando de sonreír sin ganas.
—¿Recónditos? Bien, doctor. Buen adjetivo. Para un abogado no está nada mal…
—Andate a la mierda.
—Andate vos. Y no me vengás con el cuento de que la procesión va por dentro, porque esa no te la cree nadie.
—No, si no podía fallar. Ya salió el puro de corazón, el limpio de espíritu.
—No, el boludo y gracias.
Mauricio sacude la cabeza, negando, y le habla a Daniel.
—Che, Ruso: si querés decir algo apurate porque está por empezar el “monólogo de la víctima”, y por un rato no vas a poder meter baza.
El aludido no tiene la menor intención de decir nada aunque, si lo obligasen a intervenir, cree que lo haría a favor de Mauricio. El enojo de Fernando suena excesivo, o por lo menos ambiguo. Rencores viejos que asoman por el sitio equivocado.
—¿En serio pretendés que te crea eso de que te importa aunque no lo manifiestes?
—Yo no pretendo nada, Fernando. Hacé lo que quieras. Creelo. No lo creas. Da lo mismo.
El Ruso deja la taza de café por la mitad, y unas cuantas masas en el plato. De repente se le ha ido el hambre. Pero no va a intervenir. Lo tienen podrido. Los dos.
—¿Agarrártela conmigo te calma los nervios, Fernando?
—¿Agarrármela?
—Sí, agarrártela. Porque la verdad que no entiendo por qué me buscás. Me llamó mi jefe, le contesté. ¿Tanto te jode?
—Uy, querido. Lo del teléfono es lo de menos. Aunque dicen que para muestra basta un botón.
—¿Muestra de qué?
—De que te importa tres carajos. Salís de acá, vas a tu oficina, le tocás el culo a la yegua de tu secretaria y te vas a tomar un café con el hijo de puta ese de Williams, como buen chupaculo que sos. Total, para recoger los muertos de tus cagadas están los boludos de tus amigos.
—¿Qué muertos? ¿De qué cagadas me hablás?
—¿Cómo de qué? ¿Y esto que acaba de pasar, qué?
Mauricio sigue sin perder la calma:
—¿Me estás echando la culpa a mí? ¿Pero vos te escuchás?
—¿Ah, no? ¿Y quién tiene la culpa? ¿El Ruso? ¿Yo, tengo la culpa?
—No, pelotudo, pero yo tampoco. ¿Quién se iba a imaginar que el padre de Pittilanga iba a salir con ese martes trece?
—¿Quién? ¿Quién? ¿Quién se tenía que ocupar de la parte legal?
—¡De la parte legal, Fernando! ¡Los contratos los hice! ¡Los papeles de la transferencia los hice! ¿Qué voy a saber yo que el “negro cabeza” este iba a armar quilombo?
—Así que ahora el problema es que le dije negro cabeza…
—Y, mirá… seguro que decirle negro cabeza no ayudó.
—¡Ah, bueno! ¿Y si no le decía eso seguro que terminábamos haciendo la venta? ¿Pero vos sos boludo o te hacés?
—¡Ay, Fernandito! Alguna vez te vas a tener que enterar de que la vida no es la cocina de tu casa.
—¿Qué tiene que ver la cocina de mi casa?
Mauricio ahora se dirige al Ruso.
—¿Vos le viste los fósforos, Ruso?
El Ruso se limita a pestañear.
—¿Qué carajo pasa con los fósforos de mi cocina, Mauricio?
—¿No te das cuenta? —Mauricio sigue hablándole al Ruso, como si supiera que esa acción aumenta el enojo de Fernando, y disfrutase del efecto—. El tipo guarda los fósforos usados. ¡Los guarda! En uno de los cajoncitos de la caja. En uno los nuevos, en el otro los usados.
—¿Por qué no te callás?
—Guarda los usados para la eventualidad, sí señor, para la eventualidad de que necesite prender una hornalla, teniendo otra ya prendida.
—No entiendo…
—¡Te pinta de cuerpo entero, Fernando! —recién ahora Mauricio se encara otra vez con él—. Previsión, control, todo así. ¡Y al pedo! Porque uno nunca se acuerda de usar uno gastado. Para la puta vez que se da la puta casualidad de que tenés que prender un segundo puto fuego, todo el mundo enciende un fósforo nuevo. ¡Y vos también, Fernando!
Fernando lo mira, furioso, pero no responde.
—Bueno, la vida no es como tu cocina, Fernando. Es un quilombo. Está desordenada. No entendés. No controlás. No manejás.
—¿Y vos sí, pelotudo?
—¿Vos te creés que por insultarme tenés más razón que yo?
Mauricio se pone de pie y empieza a juntar los contratos diseminados sobre la mesa. Fernando se dirige al Ruso.
—¿Encima se va a ofender? —Fernando le habla al Ruso, que está harto de que lo usen de testigo mudo.
—No, pero me echás la culpa a mí como si fuera adivino.
—No. Pero te tuve que arrastrar todo este tiempo para que hicieras algo, y cuando te toca manejar las cosas a vos las hacés como el culo.
—¿Y vos? ¿Todo este tiempo, cómo las manejaste?
—Como el culo, pero por lo menos las manejé. Que yo sepa, vos te pasaste todo este tiempo haciéndote el boludo.
—¿Haciéndome el boludo? ¿Querés que te recuerde de dónde salió la guita para sobornarlo a Prieto?
—Sí, salió de la compañía de seguros del Audi. ¿O la pusiste de tu bolsillo?
—¿Y vos te pensás que alcanzó? Bien que tuve que poner guita encima.
—¿En serio? Qué pena. Qué lástima. No sabés cómo me conmueve. Seguro que te pasaste dos meses comiendo polenta para recuperar la diferencia. Igual sacaste un modelo más nuevo. ¿O me equivoco?
—¡Diez lucas verdes tuve que poner!
—¿Y qué querés? ¿Que te aplauda de pie? Contalo como tu cuota de sacrificio en esto. Por lo menos no te pasaste filmando a un boludo por toda la pampa húmeda, como el Ruso y como yo. Te salió barato, si lo pensás.
—¿Todavía no salieron estampitas con tu imagen, pedazo de forro? En serio. ¡Serían un éxito! San Fernando Mártir. ¿Por qué no probás?
Fernando hace silencio, con la cabeza vuelta hacia el ventanal. Rojo como un tomate, pero con los ojos fijos en la calle. Y Mauricio, que ha terminado de juntar los papeles, acciona el cierre del portafolios. Sus ojos se cruzan con los del Ruso. Daniel no puede evitar una mínima mueca de solidaridad. Esta vez, piensa, el que se ha ido al carajo fue Fernando.
—Chau, Ruso —dice Mauricio, que sale y cierra la puerta.
Fernando espera apenas lo suficiente como para no tener que bajar en el mismo ascensor.
—Chau —dice, y también se va.
El Ruso se deja caer en una de las sillas que rato atrás ocuparon los ucranianos. Pasa un rato hasta que un botones del hotel entreabre la puerta y se asoma. Al verlo sentado ahí se dispone a cerrar para dejarlo tranquilo, pero Daniel lo detiene con un gesto.
—No te vayas, pibe. Quedate —le dice, y su voz suena sombría—. Acá ya terminamos.
—¿Sabés lo que pienso a veces, Mauri? Te vas a cagar de la risa.
—Lo dudo.
—¿De qué dudás, Mauricio? ¿De que yo piense?
—No. Dudo de que me cague de la risa.
—…
—…
—…
—…
—Pienso… ya sé que suena pelotudo, pero pienso… me pregunto, bah… si lo que le pasa a Independiente… no tengo la culpa yo. ¿Ves? Te dije que te ibas a cagar de la risa.
—Che, la quimio te está quemando el bocho en serio, boludo. Yo no pensé que era tanto.
—No lo pienso desde ahora. Ahora te lo estoy diciendo, pero lo pienso desde hace un montón.
—Sos un tipo grande, Mono. ¿Te parece andar perdiendo tiempo con esas pelotudeces?
—Es en serio que te digo. ¿Me vas a dejar que te explique o te vas a seguir burlando?
—Estoy serio.
—No, te estás recagando de la risa, pelotudo.
—Bueno, bueno. Dale. Te escucho.
—¿Te acordás cuando salimos campeones en el ’83?
—Más bien que me acuerdo.
—Bueno, ¿te acordás de ese equipo… de lo que pasó antes…?
—Ya te dije que me acuerdo. Éramos pendejos, Mono. Vivíamos para eso.
—Bueno. Ahí está. Vivíamos para eso. Independiente venía de perder dos campeonatos al hilo.
—Metropolitano ’82 y Nacional ’83.
—Exacto, Mauricio.
—Exacto. ¿Y?
—Los dos campeonatos los pierde con Estudiantes de La Plata.
—Ajá.
—Uno por dos puntos, otro por un gol de diferencia en la final.
—Vos te acordás, yo me acuerdo. Lo que no sé, Mono, es a dónde querés llegar.
El Ruso abre la heladera y se queda absorto. Mira los estantes, la comida, las botellas. ¿Para qué fue hasta la heladera? No consigue dar con la respuesta.
—Dale, pa.
El Ruso se vuelve hacia la mesa. Mónica y las Rusitas miran la tele. Lucrecia tiene el brazo alzado y un vaso vacío en la mano. El jugo. Le pidieron la botella de jugo y por eso fue hasta la heladera. Vuelve con el líquido y llena los vasos de todos.
—¿A ese no lo mataron en un capítulo anterior?
—No, papá. Al hermano gemelo —informa Ana.
—Era igual, igual a él. No sabés —completa Lucrecia.
—Y, si son gemelos…
—Sh —Mónica alza la mano, sin dejar de mirar la pantalla—, dejame escuchar, Dano.
El Ruso obedece. No le molesta la reprimenda. Al contrario, porque Mónica acaba de llamarlo Dano, y eso significa que el universo marcha como debiera. De inmediato se amonesta: no debe entregarse tan mansamente a la alegría. El Ruso es un optimista global, salvo en lo que tiene que ver con la salud de las nenas y el humor conyugal de su mujer. Porque las quiere demasiado. Cuando las nenas se resfrían, el Ruso intuye una pulmonía. Cuando tienen fiebre, el Ruso reza y lamenta no tener en su religión, a medias heredada y a medias personal, un sacramento como la extremaunción de los católicos. Desde que nacieron es así. No puede evitarlo. Y con su mujer es algo parecido. Siempre teme lo peor. No importa cuán bien estén las cosas ahora. El dolor y la distancia siempre pueden volver.
Suena el teléfono. El Ruso desplaza la silla hacia atrás pero la mano de Mónica se posa en su brazo y lo detiene.
—Esperá a ver quién es.
El Ruso mira los dedos de Mónica. Le encanta que lo toque. La campanilla del teléfono deja de sonar cuando empieza a operar el contestador automático. Casi enseguida se escucha una voz de hombre, un hombre joven.
—Hola. Yo quería hablar con Daniel. Habla Pittilanga. Mario. Yo quer…
—¡Hola! —el Ruso ha cruzado los dos metros que lo separan del teléfono como una exhalación—. Habla el Ruso, ¿qué decís, pibe?
—¡Sh, papi! ¡No se oye nada!
Daniel se va con el teléfono al dormitorio de las nenas y cierra la puerta.
—Decime, pibe. ¿Cómo estás, qué decís?
—Ehh… acá andamos. Bastante caliente, la verdad.
El Ruso no sabe qué decir. Él también está caliente. Frustrado, desilusionado. En las dos noches que han pasado después de la fatídica reunión con los ucranianos del Chernomorets, al Ruso le ha costado dormirse. Mucho le ha costado. Y eso, en él, es un síntoma de angustia.
—No te desanimés, Mario. Yo creo que tarde o temprano algo vamos a encontrar.
—Bueno, pero fíjense, la próxima, cómo van a hacer, cómo lo van a manejar. Porque así es un quilombo.
—Bueno, Mario, yo te expliqué que no somos empresarios, que…