Yo quiero decir algo, anunció el Ruso, que era el que menos había tomado porque el alcohol no le sentaba y lo ponía mucho más triste que entonado. Carraspeó, esperando. Hablá, dijo el Mono. Dale, convalidó Mauricio.
Yo tengo algo que decir, insistió, pero no porque lo confundiera el alcohol, sino porque le daba pudor entrarle al tema. Volvió a carraspear. Yo pienso mucho en eso de los hijos. Los hijos carnales, los hijos adoptados, todo eso. Por mi hermano, lo pensé mucho. Por eso de que su mujer no podía, y tuvieron que adoptar. ¿Los hijos de tu hermano son adoptados?, preguntó Mauricio, turbio. Más bien, boludo, ¿no sabías o tenés un pedo tan grande que no te acordás? Mauricio pestañeó, como si no supiera la respuesta a la disyuntiva, o como si no llegase a interpretar que lo era. El Ruso continuó. ¿Y saben lo que pensé? No, ¿qué pensaste?, preguntó el Mono. En las Rusitas, pensé. En mis nenas. ¿Qué? ¿Las Rusitas son adoptadas?, preguntó Mauricio. No, pelotudo, ¿cómo van a ser adoptadas? ¿No te acordás de Mónica embarazada? Sí que me acuerdo. ¿Y entonces?, preguntó el Ruso, y Mauricio asintió, como dándole razón. Me refiero a que el
ADN
a mí me chupa un huevo, me entendés. Ponele que a mí me vienen a decir que la Luli es adoptada. O Ana, que Anita es adoptada. ¿Pero son adoptadas?, insistió Mauricio. ¡Pero te digo que no, pedazo de boludo! ¡Es un decir! Ponele que viene un día la policía a mi casa y me dice que hubo un error, que en la clínica se confundieron, en la nursery, y me dieron otra nena. ¿Cómo otra nena? Claro, boludo. Que se equivocaron con la etiqueta esa que les ponen en la pata a los bebés. Y que a mí me dieron otra, no la mía.
El Ruso abrió las manos, como si su argumento fuera definitivo, pero los otros tres se quedaron esperando aclaraciones. ¿Entienden el caso? Los tres afirmaron con la cabeza. Mauricio volvió a llenar los vasos.
Quiero decir, siguió el Ruso, que si a mí me vienen a decir ahora, cuando las Rusitas tienen tres años, que no son mis hijas, que son hijas de otro, a mí me importa tres carajos, ¿entienden? Porque a las que les cambié los pañales es a ellas dos, a las que les doy la mamadera es a ellas dos, a las que les canto para que se duerman es a ellas dos. ¿Qué me importa de qué espermatozoide salieron? No son mis hijas por eso. Son mis hijas por lo otro.
Se hizo un silencio. El Mono se incorporó, empujó uno de los vasos, que se volcó sobre las baldosas, cruzó el patio de rodillas hasta la pared de enfrente y se abrazó a su mejor amigo.
El viaje se le hace corto porque duerme toda la noche como un bendito. Menos mal que la tarjeta de crédito pasó bien al momento de pagar el pasaje, porque pudo viajar en el “Sleep Suite Class”, que tiene unos asientos espectaculares, incluye cena a bordo y hace el viaje directo. Una vez en Santiago del Estero, el Ruso pregunta aquí y allá y le indican fácilmente cómo llegar al Club Presidente Mitre. Nadie le pide cuentas en el portón de ingreso, y se suma a otra docena de familiares y curiosos que se instala en la única tribuna para ver el entrenamiento.
El director técnico sigue siendo Bermúdez, el que conocieron el año anterior. Les ordena a sus dirigidos que troten tres vueltas a la cancha, reparte pecheras y se hace a un lado. A Pittilanga le toca una de las amarillas. Desde esa distancia, parece que ha engordado. No mucho, un par de kilos. Sigue siendo alto como una puerta, pero se lo nota más desgarbado, más cargado de hombros, más panzón, menos enérgico. Con la pelota sigue igual que como lo vieron la primera vez. Afronta la cosa con coraje. Sabe mover los brazos, mantener la vertical, defender el balón de espaldas a la valla contraria. Pero cuando se trata de levantar la cabeza, de buscar el arco, de descargar en un compañero, Pittilanga carece de argumentos. En el conjunto, no desentona. Casi todos son horribles, peores que él. Hay dos o tres que son ligeros y pueden intentar una gambeta o un desborde, sin mayores lujos ni sutilezas. De todos modos nadie parece angustiarse por eso. Para esos pibes, jugar el Torneo Argentino A es el techo de sus carreras. Y lo saben. El problema es Pittilanga. Porque vale trescientas lucas verdes y ningún otro jugador de Presidente Mitre vale eso. En realidad —se corrige el Ruso— Pittilanga tampoco los vale. El Mono ha pagado eso por él. Pero eso no significa que verdaderamente los valga.
Daniel se pasa media hora entre el tedio del entrenamiento —de vez en cuando Bermúdez detiene la práctica, da unas órdenes, señala defectos— y los vistazos subrepticios hacia un viejo que está sentado un par de metros a la derecha y se ceba unos mates que al Ruso se le antojan sublimes.
—Oiga, don —lo encara, cuando no puede más—: qué le parece si nos asociamos: yo compro bizcochos y usted me convida mate.
El viejo acepta y el Ruso se hace una escapada hasta el buffet.
—¿Abro los dulces o los salados? —pregunta cuando vuelve.
—Eeeeh… arranquemos por los dulces, si le parece.
El Ruso asiente, se sienta junto al viejo y abre el paquete de bizcochos. A la cuarta o quinta ronda de mate ya tiene un bosquejo de la biografía del viejo. Es de La Banda, jubilado municipal, cuatro hijos, siete nietos. El sexto es el que juega en Mitre, marcador de punta por izquierda.
—¿Y a usted qué lo trae por acá? —pregunta el viejo a su vez.
El Ruso le explica que es uno de los dueños del pase de Pittilanga. El viejo asiente, comenta que Pittilanga es “un poco menos malo que la mayoría”, y después pregunta:
—¿Es cierto que jugó en una selección juvenil Sub-20?
—En una Sub-17. La de Indonesia —aclara el Ruso.
—¿Y después qué pasó? —pregunta el viejo.
El Ruso sonríe, pero sin ganas, mientras sopesa la cortesía del viejo. No ha hecho la pregunta completa, cruda, directa. No ha preguntado cómo es posible que un pibe seleccionado entre los veinte mejores jugadores de diecisiete años de toda la Argentina termine, cuatro años después, jugando en este equipo de zaparrastrosos, sin desentonar con el resto.
—Y… vio cómo es el fútbol…
—Es cierto —concuerda el viejo, mientras golpea el mate contra el borde del escalón de la tribuna para despegar los restos de yerba y poder cambiarla.
Cuando se acaban los bizcochos dulces siguen con los salados. El viejo ceba buenos mates. El Ruso se lo dice y el viejo sonríe.
Bermúdez pita el final del partido y da por terminado el entrenamiento. El Ruso baja de la grada para saludar a Pittilanga. El pibe se sorprende de verlo y suelta una de sus sonrisas escasas. El Ruso comprende que Pittilanga se ha ilusionado con que traiga novedades importantes, y aunque le da un poco de pena le aclara que no, que vino a verlo por acompañarlo nomás, para ver cómo anda y si necesita algo. Conversan un rato de bueyes perdidos, se dan la mano y el Ruso promete volver pronto.
El Ruso regresa al centro y se pasa la tarde dando vueltas por la plaza, la peatonal, visita un par de iglesias, come algo. A las diez de la noche camina hasta la terminal y a las once sube al micro que lo lleva de vuelta a Buenos Aires.
Cuando Fernando llegó al café, advirtió que el Mono lo esperaba sentado a una de las mesas del fondo.
—¿Llegué tarde? —preguntó con cierta extrañeza, mientras lo saludaba con un beso en la mejilla.
—No, Fer, para nada. ¿Por?
—Esto de llegar y que me estés esperando… no sé, no estoy acostumbrado a un espectáculo semejante.
El Mono descartó el sarcasmo con una sonrisa torcida y buscó con la mirada al mozo. Aunque ninguno de los dos reparó en esa circunstancia, era la segunda o tercera vez que el Mono llegaba a una cita antes que su hermano. Todas las otras veces, las miles de veces, la puntillosa puntualidad de Fernando se había hecho trizas en el jocoso descalabro de horarios incumplidos en el que el Mono vivía a sus anchas.
—¿Cómo andás? —preguntó Fernando casi de espaldas, vuelto hacia la barra, también en el intento de ubicar al mozo.
—Bien —respondió el Mono. Pero era una convención. Un acto reflejo que Fernando, en el afán de pedir su café, no advirtió.
—¿A qué debo el honor, Monito? La última vez que me invitaste expresamente a tomar un café, si la memoria no me falla, fue cuando te echaron del laburo los mexicanos. ¿Te acordás?
—No. Ah, sí. No, pero esa vez estábamos con el Ruso.
—Hablando del Ruso, estará al caer, ¿no?
—No. El Ruso no viene. No le avisé que me juntaba con vos.
Para Fernando fue una sorpresa. La segunda, después del ataque repentino de puntualidad que acababa de experimentar su hermano menor.
—¿Cómo es eso? ¿No le avisaste a tu alma gemela, boludo?
—No, no le avisé. Si te aviso a vos es porque quiero hablar con vos, no con los demás.
Fernando no insistió, pese a la sorpresa. El Ruso y el Mono tenían una amistad casi simbiótica desde los ocho años. Iban a todos lados juntos, se reían de los mismos chistes, pedían los mismos gustos de helado. Pero no sólo a los ocho, sino a los casi cuarenta. Por eso la aparente naturalidad de Alejandro para explicar la ausencia del otro era lo más antinatural del mundo.
—Está bien —aceptó Fernando—. Así que lo que vas a decirme no se lo dijiste ni al Ruso ni a Mauricio, ni a mamá, ni a…
—A nadie, Fernando. Primero lo quiero hablar con vos.
El Mono clausuró las especulaciones de Fernando en un tono tan severo, y tan inhabitual en él, que se sintió perdido. ¿A qué venía tanto misterio? Fernando hizo lo que hacía siempre para prepararse frente al dolor: imaginó algo terrible. Algo angustiante. Algo que lo dejara tieso de espanto. Así, cualquier noticia que trajera su hermano iba a ser menos terrible. Se murió el jugador, decidió Fernando. A este boludo se le murió el jugador que compró y se quedó sin un mango. Y ahora no tiene dónde caerse muerto. O peor. Lourdes se juntó con un pelotudo que vive en Asia y se la lleva a Guadalupe para allá. Miró fijo a su hermano. La cara que traía era de que podía ser cualquier cosa. Fernando se asustó en serio.
—¿Qué te pasa, boludo? Te pusiste pálido —le preguntó Alejandro.
—¿Yo? No. ¿Yo? ¿Por?
—¿Te pasa algo?
—¡Nada, boludo! —y la negativa sonó un poco más abrupta de lo que hubiera querido. Suavizó el tono—: Dejate de misterios y contame.
—No es tan fácil, Fer. No… no sé cómo empezar.
—Empezá por el prin…
—Tengo cáncer.
Las dos palabras del Mono barrieron con todas las demás y se instalaron, atroces y simples, ocupando todo el espacio alrededor. El mozo, ahora que habían dejado de convocarlo, se aproximó dócil y dispuesto a levantar el pedido. El Mono pidió dos cafés, pero Fernando ni siquiera lo notó. Le habían quitado el mundo de debajo de los pies, los objetos, los sonidos.
—¿Qué?
Soltó la pregunta porque sí, o para que las cosas recuperasen la palpitación y el movimiento, o para darle la oportunidad al mundo de acomodarse otra vez sobre sus bases.
—Ya me oíste, boludo —dijo el Mono en un susurro, y sonrió, y Fernando se preguntó qué carajo le causaba gracia, pero el idiota sonreía.
—¿De qué? —después, cuando recordase esa conversación, Fernando mismo se sorprendería de su dominio, de su conato de sangre fría para soltar esa pregunta, como si la interrogación tuviese que ver con el sabor de una empanada o de una torta.
—Páncreas.
Otra vez se quedaron callados, porque Fernando se había gastado toda su serenidad en la pregunta anterior y porque el Mono no parecía capacitado para guiarlo hacia ningún lado.
—Bueno —arrancó Fernando, por fin. Para donde pudo pero arrancó—. El páncreas es una glándula, ¿no? ¿Para qué mierda sirve? Que te la saquen y se acabó.
El Mono se rascó la cabeza, y de nuevo sonrió.
—Es lo que digo yo.
—Claro —convalidó Fernando.
—Claro —lo imitó Alejandro, sin dejar de sonreír—. Pero parece que no pueden. No sé por qué mierda, pero no pueden.
El mozo trajo los cafés.
—¿Y qué vas a hacer?
Fernando iba a recordar mil veces esa conversación. Evocaría las palabras de los dos. Lo que fue pensando. Lo que fue temiendo. Pero no se acordaría del esfuerzo sobrehumano que hizo por no llorar. Una estupidez. Un ahínco inútil. Pero buena parte de su atención y su energía estaba puesta en que no se le escapara una lágrima.
—Yo qué sé, boludo. No sé. Haré lo que pueda. ¿Qué querés que haga?
Aunque nunca hablaron sobre esa conversación, el Mono estaba empeñado en la misma pulseada pueril de no soltar una lágrima. Un típico desafío tácito de vereda y de varones.
—Ya… ¿ya averiguaste del tratamiento?
—Estoy en eso. Mañana tengo que ir al médico. Te queríapreguntar si me acompañabas.
—Seguro, boludo. Falto a la escuela y vamos.
—No, pero si tenés que faltar, no. Dejá.
—¿Qué problema hay? No pasa nada. Tengo licencia por familiar enfermo.
—No sabía que tenías eso.
—Y, vos porque desde que sos empresario futbolístico te rascás las pelotas. Pero los simples mortales tenemos licencias así.
Sonrieron sin ganas. Fernando fue el primero en hablar.
—¿Desde cuándo lo sabés?
—Dos semanas.
—Bueno, pero entonces algo se podrá intentar. Dicen que cuando uno al cáncer lo agarra con tiempo…
—Ajá. Dicen que sí.
—Dicen.
Fernando levantó la cabeza para ubicar al mozo y pedir más café.
—Necesito que me des una mano, Fer.
—Decime. ¿Con qué?
—Necesito que me ayudes.
—Con qué.
—Con un montón de cosas. Para empezar, porque al Ruso no le dije nada. Y yo no me animo. Lo mismo con Mauricio.
Fernando, con gestos mecánicos, vació un sobre de azúcar en su café. Miró largamente la lluvia de piedritas brillantes hundirse en el líquido. Agarró otro sobre y repitió la operación. Hizo lo mismo con un tercero. De todas maneras no iba a tomárselo. No era ni siquiera un modo de ganar tiempo. No era nada.
—¿A mamá ya le dijiste?
—Todavía no —el Mono se tomó el segundo café—. Pero a mamá le digo yo.
Fernando sopesó la posibilidad de vaciar un cuarto sobre de azúcar en el pocillo, pero la descartó.
—La reputísima madre que lo remil parió —dijo por fin.
—Por fin decís algo coherente, pelotudo —contestó el Mono.
Dos semanas después de la conversación de alto el fuego, Mauricio y su mujer asisten a la primera sesión de la terapia de pareja. En el ínterin las cosas han evolucionado poco y nada. Mauricio ha conseguido volver al dormitorio conyugal, y esa es su única gran victoria. Todo lo demás son frases lacónicas, lágrimas sueltas y silencios en el auto, ni se te ocurra tocarme y cosas así.