Pensó en consultarle a su mujer. Se suponía que las mujeres manejan mejor los sentimientos. Pero fue una idea ridícula. Mariel recibió la noticia de la enfermedad del Mono con sorpresa, tal vez con una sorpresa entristecida, pero eso fue todo. Mantuvo la expresión apesadumbrada por un rato, hizo algunas preguntas. Pero después pasó. Como un nubarrón, o un viento repentino. Mariel siguió con otra cosa. Algo del médico al que tenían que asistir juntos por lo del tratamiento de fertilidad. Buena jugada. Mauricio no podía decirle “sigamos hablando del Mono, no me salgas con eso”. Porque eso era un tema importante. Sobre todo para Mariel. Tal vez —quiso pensar Mauricio— fue una reacción inconsciente de su mujer: frente a esa noticia tan lindante con la muerte, oponer otra vinculada con la vida. Cursi, pero a Mauricio le sirvió para justificar el silencio posterior de Mariel acerca de la enfermedad del Mono. Silencio que no fue tan distinto, después de todo, del suyo propio.
Al quinto día llamó al Ruso por teléfono. Sin un plan prefijado lo hizo. Como para ver si la charla le daba algún resquicio por el cual entrarle al encargo. Pero el Ruso lo sepultó en un discurso infatigable sobre su nuevo emprendimiento comercial inminente: un lavadero de autos. Que había estado pensando, que tenía el sitio exacto, que esta vez estaba convencido, que tenía una guita como para arrancar, que lo del juicio por el local de Morón él creía que lo tenía cocinado. Mauricio lo escuchó, lo corrió para donde disparaba y colgó sin decir esta boca es mía.
Al octavo día volvió a intentarlo. Pero otra vez fue en vano, porque el Ruso entendió que su llamado tenía que ver con el juicio de la tarjeta de crédito, y se puso a hablar de eso y de algunas ideas que se le habían ocurrido para la mediación prejudicial, y en eso se les fueron los quince minutos que conversaron. Se les fueron era —Mauricio lo sabía— un eufemismo. Mauricio los dejó transcurrir, porque de nuevo no sabía cómo empezar, y en el fondo esperaba —ansiosa, cobardemente— que en el lapso transcurrido el Ruso ya se hubiese enterado por otra fuente de lo que pasaba con el Mono.
Y ese era otro problema. Otro asunto pendiente. Mauricio sabía que tarde o temprano tendría que llamarlo al Mono. Ir a verlo. Y no quería. Ojos que no ven… Pero tendría que ver. Mierda.
Al final, entrevió una solución desesperada. No era una solución ni era nada, pero en la confusión de querer sacarse de encima todo aquello le pareció que podía ser una salida. Llamaría al Mono, hablarían de lo que le pasaba, Mauricio le comentaría sus remilgos para encararlo al Ruso… y en una de esas el Mono podía llegar a ofrecerle encargarse él de la conversación con su mejor amigo. ¿O no? Mauricio era consciente de que Fernando le había pedido que fuera él. Pero al fin y al cabo, el pedido era de Fernando, no de su hermano. Y si el Mono era el directamente involucrado, ¿no era mejor que él se lo dijera en persona al Ruso?
Cargado de dudas y todo, Mauricio terminó por llamar. El Mono lo atendió con alegría. Fue una suerte, porque estaba locuaz y confiado. Habían ido al médico con Fernando y tenían varias cosas para hacer, tratamientos para intentar. Mauricio se alegró sinceramente y escuchó todo lo que el otro tuvo para contarle.
A las cansadas, salió el tema del Ruso. Salió por el dichoso asunto del lavadero de autos. El Mono estaba al tanto, y le preocupaba que fuera otro fiasco. Le preocupaba, además, que se metiera en otro quilombo sin subsanar los anteriores. Mauricio lo tranquilizó un poco: los juicios estaban más o menos encaminados. Lo de la tarjeta de crédito, también. Y él tenía un dinero como para ayudarlo.
—Menos mal —respiró el Mono—. Porque yo no tengo un mango. Con este asunto de Pittilanga metí hasta el último peso, y no veo cómo voy a recuperarlo, la verdad...
Tal para cual, pensó Mauricio. El boludo del Ruso era una máquina de hacer pésimos negocios. Y el Mono no había tenido mejor idea que copiarlo al fracasado aquel, metiéndose a empresario futbolístico. Se sintió mal por pensar en eso. No era momento.
—Che —la voz del Mono lo sacó de sus cavilaciones—. Me contó mi hermano que te ofreciste a contarle al Ruso…
Mierda. Recontramierda. Por lo que decía, por cómo lo decía, no sólo no había hablado con el Ruso, sino que estaba esperando —igual que Fernando— que Mauricio se ocupara.
—Sí, Mono —Mauricio empezó a accionar frenéticamente el botón de su lapicera—. Lo que pasa es que no sé cómo entrarle, te digo la verdad… Vos viste cómo es el Ruso… Y es un tema jodido…
Se hizo un silencio en la línea. Cuando el Mono habló, su voz sonó afectuosa, cálida, como si quisiera protegerlo.
—No te hagas tanto rollo, Mauri. El Ruso será medio boludazo pero no es un chico. Por lo menos para esto. No es lo que te pasó a vos. Nada que ver.
Mauricio enmudeció.
—Hola. ¿Estás ahí? —preguntó el Mono.
—Sí. Eh… sí.
—¿Me escuchaste lo que te dije?
Por supuesto que lo había escuchado. Mono hijo de puta. Ahora la jugaba de analista. Era sorprendente que se acordara de eso. Sobre todo, partiendo de la base de que él, Mauricio, lo tenía absolutamente olvidado. O no, pero casi.
Su hermana lo había ido a buscar a la escuela. Una alegría. Una sorpresa. Rarísima, porque ella también iba a la escuela al turno mañana. Al Dorrego y a quinto año del secundario, pero a la mañana igual que él. ¿Qué hacía yéndolo a buscar? ¿Y si era para llevarlo al cine? ¿Y si se iban a comer pizza? Lo desubicó un poco que dijera de ir a la parroquia. Pero fueron porque con su hermana mayor Mauricio iba al fin de la galaxia, si hacía falta. La mejor hermana del mundo tenía. Se sentaron en uno de los bancos de adelante. Había poca gente. Lo normal, si era casi la hora de almorzar. Bárbaro eso de ir juntos a la iglesia, pero mejor una porción de pizza. Y cuando Mauricio iba a decírselo su hermana le apoyó la mano en la pierna y le dijo te tengo que contar algo de papá. Tenés que saber. Y Mauricio se había puesto a mirar las baldosas negras y blancas de la iglesia para que no se le salieran las lágrimas. Y mientras la hermana le empezaba a decir algo de tenés que prepararte Mauricio se había agarrado fuerte de los faldones del guardapolvo porque las manos se le cerraban sin querer, se le cerraban en puños sin querer, se le iban hacia su hermana para que se callara y dejara de decir eso de aprovechalo porque queda poco tiempo. Callate. Callate de una vez. Y él que había pensado que era para comer pizza o para ir al cine a Morón. Pedazo de boludo.
—Sí, te escuché, Mono —dijo al fin.
—No te enojés, Mauri…
El Mono empezaba a disculparse, y era peor. Porque tenía razón. De alguna manera retorcida, tenía razón, carajo. Había vuelto a entrar en esa iglesia cuatrocientas cincuenta veces. Triste o feliz. Cientos de veces había vuelto. Pero siempre se acordaba de ese día. Las baldosas. La fuerza para mantener los ojos secos. Los puños cerrados. La rabia. La parroquia siempre iba a ser eso.
—No me enojo, pelotudo —era verdad—. Solamente me sorprendo. ¿Desde cuándo te volviste tan perspicaz? El Mono resopló una sonrisa. —Debe ser la medicación que me están dando, boludo. Me
parece que le saca lustre a los neurotransmisores.
Mauricio, a pesar suyo, se rió. Y le dio las gracias. Tácitamente, pero se las dio.
—Qué forro que sos, ¿eh?
Enseguida se despidieron y cortaron.
Al día siguiente, Mauricio llamó otra vez al Ruso y lo citó en su casa, aprovechando que Mariel salía con sus amigas. Abrió una cerveza, puso unos maníes en un cenicero limpio y le contó todo. En diez palabras, a lo bruto, pero se lo contó.
Cuando el ómnibus entra en el centésimo pueblo de su itinerario, el Ruso no puede más y se acerca a preguntarles a los choferes a qué hora calculan llegar a Santiago. “Mediodía”, le responden, y el Ruso vuelve a su asiento.
Si la puta tarjeta de crédito hubiera pasado aprobada, habría podido viajar otra vez en el Sleep Bussines Bus, o Class, o Flash o como carajo se llame, que hacía el trayecto en doce horas, y no en esa catramina espasmódica que lleva dieciséis horas entrando en todos los pueblos habidos y por haber en las provincias de Santa Fe, Córdoba y Santiago del Estero.
Pero no. A la tarjeta se la rechazaron. La vendedora de la terminalita de Morón se la devolvió, después de intentar procesar la venta un par de veces, mirándolo con desdén y aprensión, como si tanto la tarjeta como su titular tuviesen lepra. El Ruso tuvo que raspar el fondo de los bolsillos y a duras penas le alcanzó para el Executive Service. “Executive” las pelotas, piensa ahora que son las once y el micro entra en el pueblo número ciento uno. El Ruso habría querido llegar temprano, ver el entrenamiento completo, desayunar como Dios manda, preparar a Pittilanga de algún modo para decirle lo que ha venido a decir.
No logra hacer nada de todo eso, porque el micro entra a la terminal a las doce treinta y cinco. El Ruso se trepa a un taxi rogándole que lo acerque lo más posible a la cancha de Mitre, hasta la suma de diez pesos porque es todo lo que tiene. Esa, por lo menos, le sale derecha: le toca un taxista compasivo que, cuando el viaje marca diez pesos, apaga el reloj y lo lleva gratis el resto del trayecto.
El Ruso corre desde la entrada del club hasta la cancha. Por suerte el entrenamiento no ha terminado y, exhausto, se deja caer en un escalón de la tribuna. De lejos lo saluda el abuelo del marcador de punta. El Ruso replica el gesto, pero está tan fatigado que no puede articular palabra. Para colmo ha venido corriendo sin quitarse la campera, y ahora que se queda quieto al sol el sudor empieza a ensoparlo. En su fastidio lo ganan los malos pensamientos: todo su capital asciende a tres o cuatro pesos en monedas que guarda en el bolsillo más chico del pantalón. ¿Qué almuerzo podrá comprar con semejante miseria? ¿En qué va a ocupar el tiempo hasta las diez de la noche, cuando salga el maldito Executive Class que lo lleve de vuelta a Morón? ¿Cuánto crédito le queda en el celular como para llamarla a Mónica?
Pero en ese momento Bermúdez pita el final del partido de entrenamiento y el Ruso sabe que su verdadero problema está a punto de comenzar, cuando le salga al encuentro a Pittilanga, le sonría con cara de inocente y le proponga sentarse a conversar.
Una sola vez fueron los cuatro juntos a ver al médico, un oncólogo del que al Mono le habían hablado maravillas. No se lo pidió expresamente, pero los otros tres entendieron que quería, que necesitaba, su compañía. Después de tenerlo un mes haciéndose placas, ecografías, tomografías y resonancias magnéticas, el médico clínico le dijo que lo fuera a ver a Daniel Liwe, que al parecer era una eminencia en la materia. El Ruso consideró un buen augurio que se llamara igual que él. Todos mis tocayos son genios, argumentó.
Esperaron un buen rato en una sala de espera vacía. Callados, aunque el Ruso intentó algunos temas. Pero estaban tensos, alertas, deseando que por fin alguien les pusiera nombre a los hechos y las posibilidades.
Cuando el médico salió de su consultorio para llamar al Mono, se sorprendió cuando los cuatro se pusieron de pie. El Mono fue el primero en estrecharle la mano. Después Fernando y el Ruso. Pero cuando Mauricio trató de repetir el gesto, Liwe alzó la mano y dijo “No más de tres personas”. Ellos vacilaron. “A la consulta —aclaró el médico— pueden pasar un máximo de tres personas. El enfermo y dos acompañantes”. Mauricio retrocedió y volvió a sentarse.
Cuando ocuparon las tres sillas que estaban dispuestas de un lado del escritorio, Fernando pensó que esa exclusión de Mauricio no era la mejor manera de empezar la consulta. ¿En qué podía perjudicar que fueran cuatro en lugar de tres? Trató de calmarse: si era, nomás, “una eminencia”, sus motivos tendría.
—Vengo de parte del doctor Casillas —empezó el Mono—, que me dijo…
—Permítame los estudios —lo cortó Liwe.
A las espaldas de su hermano, Fernando cruzó con el Ruso una mirada de disgusto. Mientras tanto, el médico extraía los estudios de sus sobres y los iba estudiando, uno por uno.
—¿Llenó la ficha con sus datos personales? —preguntó, sin levantar la vista.
—Este… sí… se la dejé a la secretaria. ¿Por?
—¿Le dejó fotocopias de los estudios?
—No, no, no sabía —el Mono se revolvía en su silla.
—No nos dijeron —terció el Ruso.
El médico levantó el auricular del teléfono.
—Sí, Victoria. Acá no me trajeron fotocopias. Sáquelas usted. Gracias.
Liwe giró su silla para quedar frente a su computadora. Mientras empezaba a teclear, entró la secretaria. El oncólogo le alcanzó casi todos los papeles, sin dejar de mirar la pantalla. El Mono carraspeó. Tenía el cuerpo adelantado hacia el escritorio, pero se había quedado quieto. Fernando y el Ruso volvieron a mirarse. Fernando estaba cada vez más incómodo.
—¿Quiere que le vayamos contando? —preguntó Fernando, y se arrepintió enseguida. Ese plural, tal vez, lo dejaba al Mono en una posición de inferioridad, de dependencia. Como si no pudiera explicar y valerse por sí solo. Pero no toleraba más el silencio, la postura estática de su hermano, el reflejo de la pantalla en los anteojos de Liwe.
—Así está bien —respondió el médico, haciendo un gesto vago hacia los papeles que su secretaria no se había llevado.
Giró de nuevo la silla y volvió a quedar enfrentado a ellos. Alargó la mano hasta un recetario, sacó una lapicera del bolsillo superior del guardapolvo y empezó a escribir.
—¿Y… entonces? —preguntó el Mono, al que sin querer se le iba la voz.
—Acá le hago las órdenes de lo que tiene que hacer.
—¿Cómo, las órdenes? —preguntó el Mono.
—¿Órdenes de qué? —soltó el Ruso.
—La semana que viene… —empezó el médico, pero se interrumpió, como si hablar lo distrajese de lo que tenía que escribir.
Llenó varias órdenes. Fernando contó cuatro. Después las puso en fila sobre el escritorio y les aplicó su sello, que era de esos automáticos con la almohadilla incorporada.
—¿La quimio dónde se la va a hacer? —preguntó Liwe.
—No… no sé… Yo no sabía que tenía que empezar con quimioterapia.
—Y sí, tiene que empezar —respondió el médico, y Fernando no supo si su cara era de suficiencia, de tedio o de fastidio—. Por eso le pregunto.
—Lo que pasa es que yo quería saber cómo va a ser el tratamiento. Qué… modo, qué… alternativas —el Mono buscaba las palabras, y Fernando supo que la que no se animaba a usar era “posibilidades”.