—¿A mí? Nada, nada.
—¿Y por qué me mirás con esa cara?
—¿Con qué cara?
—¿Qué? ¿Para vos Mauricio estuvo bien con lo que hizo? Al rápido parpadeo ahora se suma el golpeteo de los dedos sobre el mostrador, el resoplido hacia la frente, como para despejarse los rulos. Fernando empieza a irritarse.
—Te hice una pregunta.
—¿Eh? No, bien no estuvo, Fernando. Pero no sé… ¿qué es “bien”?
—Y, supongo que estar dispuesto a ayudar a los amigos hubiera sido “bien”. Y dejarlos en banda es lo mismo que “mal”. ¿Te confundo?
—No, no. Pero por otro lado lo que dice Mauricio también tiene… no sé, también…
—¿También qué, Ruso?
—Lo complicado que quedó todo, Fernando. Todo. Vos decís que hay que seguir, que hay que seguir. ¿Pero seguir cómo?
—No sé. Mirá qué piola. Si supiera.
—Y bueno. Capaz que Mauricio te dijo eso. Que mientras no se nos ocurra cómo seguir a lo mejor hay que esperar.
—¿Esperar qué?
—Esperar. No sé, Fernando, esperar. Esperar para ver qué conviene…
—¿Pero no te das cuenta de que si no lo vendemos a este tipo lo van a dejar libre, se va a quedar sin club, y la guita del Mono se evapora para siempre?
—Ya sé, Fer. No me grites. Ya sé.
—No te grito, pero al final estás con la misma cantinela pelotuda que tu amigo Mauricio.
—¿Mi amigo? Pero si es amigo de los dos… De los tres.
—La verdad que no te puedo creer. No te puedo creer. Al final resulta que el equivocado soy yo.
—Equivocado no, Fernando. Yo entiendo la urgencia.
—Y si entendés la urgencia, ¿cómo me decís que ahora hay que esperar?
—Porque no tenemos ni idea de cómo se hace esto.
—¿Y entonces qué? ¿Nos quedamos acá cruzados de brazos? ¿A que nos coman los caranchos? ¿Como vos con…?
—¿Como yo con qué?
Fernando se detiene en seco. Respira varias veces por la nariz, con las fosas dilatadas por el enojo y el esfuerzo de permanecer callado.
—Dejá. Dejalo ahí.
—Decime —el tono de la invitación del Ruso habla a las claras de que la ofensa está hecha, por más tácita que sea.
Fernando se gira hacia la barra y toma el último trago del café. Está agrio y helado. Siente que se ha engañado. Ha supuesto en el Ruso una solidaridad que no existe. Está solo.
—Hablemos de otra cosa. No discutamos al pedo. ¿Mónica cómo anda?
—Bien —por la cara que pone el Ruso, este tema de conversación no parece mucho más prometedor que el anterior.
—¿Algún quilombo?
—Quilombo no. Bah.
En ese momento se detiene un auto en la vereda. Solícito, el Cristo sale del local para conversar con el conductor.
—Lo que pasa es que me tiene loco con esto del lavadero. Dice que nos vamos a fundir, lo de siempre.
Fernando piensa en los torneos de fútbol en la Play Station y le cuesta no compartir el pesimismo de Mónica.
—Bueno. Supongo que la competencia debe ser complicada… —aventura Fernando.
—No creas —salta el Ruso, y se rasca la nariz aguileña como hace siempre que se dispone a hacer una confidencia. De hecho, se aproxima al oído de Fernando. Sin necesidad, porque están solos en la oficina—. Acá con el Cristo tenemos una teoría.
Fernando no se atreve a preguntar. Abre mucho los ojos, dispuesto a escuchar lo que sea.
—Cuantos más lavaderos abran, mejor.
Fernando asiente, en silencio. ¿Para qué preguntar nada, si total el cerebro del Ruso está blindado a todo?
—¿No me preguntás por qué?
—¿Por qué?
—Porque va a llegar un momento en que va a haber tantos que ninguno va a laburar un carajo.
El Ruso hace una mueca de satisfacción, como si su argumentación estuviese ahora sí completa y fuese irrebatible. Se vuelve hacia Fernando y tal vez detecta cierta inquietud en su interlocutor, porque agrega:
—Claro, boludo. Va a llegar un momento en que van a ser tantos lavaderos que ninguno va a ganar un mango.
—¿Y?
—Y que cuando pase eso, los demás se van a querer matar. Porque van a perder guita como beduinos. ¿Me seguís?
Oscuramente sí, Fernando empieza a comprender.
—Y ahí van a entrar a cerrar, los tipos. No saben lo que es la mala. No saben aguantar las pérdidas. ¿Ahora me entendés?
El Cristo se despide con un gesto del automovilista, que da marcha atrás y se pierde por la avenida. Se queda un segundo con los brazos en jarras y después vuelve a la oficina. El Ruso termina la idea.
—En cambio nosotros estamos acostumbrados a la mala. Nos movemos bien ahí, cuando la cosa se pone jodida. Los demás van a capotar uno detrás del otro, no sé si me entendés.
Fernando asiente, mientras vuelve a pensar en el asunto que lo llevó hasta ahí esa mañana. Al fin y al cabo, tal vez no sea demasiado importante contar con la ayuda del Ruso. Tal vez el Ruso sea, en términos empresariales, un inútil perpetuo.
—¿Y ese qué quería, Cristo? —pregunta el Ruso, por el automovilista que acababa de irse.
—Nada, Ruso. Un amigo del laburo anterior que le conté lo de los torneos de la Play y quería prenderse.
—¿Y vos qué le dijiste?
—Que no, que estamos completos —de repente duda—. Bah, no sé, Ruso. Le dije porque me pareció…
—Hiciste bien, Cristo. Hiciste bien. Más de cuatro es un quilombo.
Se da vuelta hacia Fernando.
—¿Querés otro café?
En marzo de 2004 el Mono fue convocado a una reunión con los máximos directivos de la empresa suiza de la que, para ese entonces, ya era gerente de sistemas. Le ofrecieron un café y lo sentaron en un sillón bastante cómodo. Esa noche, cuando les relató el encuentro a su hermano y a su mejor amigo, el Mono dijo que entró a la reunión sintiéndose al borde del abismo.
Los suizos empezaron felicitándolo por su desempeño, congratulándose de haberlo contratado, admirándose por la veloz cadena de ascensos que lo había conducido a la gerencia.
El Mono, para sus adentros, tradujo esa halagüeña introducción a términos más abruptos y concisos. “Me van a echar a la mierda”, dijo esa noche que pensó. Y que le pareció una ironía del destino haber sobrevivido a la catarata de despidos de 2001, en plena crisis, y que el voleo en el orto se lo diesen tres años después. “¿Entonces te echaron?”, preguntó el Ruso, al que solía encantarle la manera en que el Mono contaba las cosas, pero en este caso se sentía devorado por la ansiedad. “Pará un cachito, Ruso”, lo frenó el Mono, que por su parte era un convencido de que las cosas se cuentan de a poco y en colores. Reanudó el relato, diciendo que los suizos veían que la marcha del país era muy cambiante, muy volátil. En realidad el jefe había dicho algo así como “volovolátil” (porque al suizo el castellano no se le daba bien, pero el Mono lo había entendido de todos modos), y se había explayado sobre la necesidad de adaptarse a un mundo muy cambiante. “Peligro de gol, acá me embocan”, había razonado el Mono. En ese momento el suizo que comandaba el encuentro había bajado la voz —actitud que, en Argentina, Suiza o Filipinas, denota que quien nos habla está a punto de formularnos una confidencia— para anunciarle que la empresa iba a fusionarse con otra, más grande, de capitales mexicanos.
El Mono —según les contó a la noche a su hermano y a su mejor amigo— dedujo que estaba frito para toda la cosecha. Tanta introducción conducía, seguro, al tan mentado voleo en el culo para el gerente de sistemas. Pero ahí fue cuando el tercer suizo, que hasta entonces se había mantenido callado como una puerta, levantó el dedo, señaló al Mono, y le dijo que él —el Mono, no el suizo— era la persona más apta para hacerse cargo de la gerencia regional del nuevo conglomerado.
“Mierda”, dijo el Ruso cuando escuchó esa parte del relato. “Esperá, Ruso. Esperá que no terminé”, lo frenó el Mono. Porque cuando el suizo se llamó a silencio, tal vez esperando escuchar las exclamaciones de alegría del gerente local devenido gerente regional, el candidato se había limitado a rascarse el mentón, acomodarse en su asiento y preguntar qué otras opciones se le presentaban. El jefe había creído que no se había hecho entender correctamente y había comenzado a reiterarle el extenso prólogo sobre el mercado volovolátil, pero el Mono lo había detenido asegurándole que sí había entendido la oferta que le hacían, pero que quería saber qué opciones se le abrían si declinaba aceptarla. Los suizos habían intercambiado rápidas y perplejas miradas de sus ojitos azules. Pues en ese caso, y tomando en cuenta el indefectible —curiosamente, eso de “indefectible” lo había pronunciado perfecto— achicamiento de la planta funcional, se verían obligados a prescindir de sus servicios. Con todas las indemnizaciones del caso, había agregado el suizo número dos, como anticipándose a un reclamo que el Mono no estaba formulando. Lejos de eso, y según les explicó esa noche al Ruso y a Fernando, el renuente candidato a la gerencia regional estaba barruntando numerosas cuestiones de manera simultánea. Pidió un día para contestar y los suizos, que habían supuesto una recepción mucho más calurosa para su propuesta, se sobrepusieron a su sorpresa, le estrecharon la mano y lo saludaron hasta el día siguiente.
En la terminal de ómnibus le indican cómo llegar a la cancha. No son más de diez cuadras, y Fernando decide hacerlas a pie. Un taxi es un derroche que no puede permitirse, y además el mediodía está fresco y soleado y dan ganas de caminar.
Se detiene frente a un teléfono público y hurga en el bolsillo más chico del vaquero. Deja caer las monedas sobre el aparato y las cuenta. Tres pesos con setenta y cinco tienen que alcanzar.
—Hola, mamá —dice cuando consigue comunicarse—. Habla Fernando.
—Hola.
—¿Cómo estás?
—Igual.
Fernando suspira. Odia esa respuesta de su madre. La sabe de memoria y puede anticiparla, porque siempre responde del mismo modo. Pero la odia. Como si lo hiciera responsable a él del dolor y del tedio.
—Oíme una cosa, mamá. Necesito que te fijes en la cómoda del living, en el primer cajón, si está el manual de instrucciones de la filmadora del Mono.
—¿Por qué?
—Necesito saber si dice cuánto dura la batería. Me vine a Santiago del Estero a filmar al jugador este Pittilanga, que te conté. A ver si así lo vendemos y recuperamos la guita para la nena.
Del otro lado, su madre hace silencio. Fernando continúa.
—Pero lo quiero filmar para poder mostrarlo a posibles compradores. Por eso me vine. Y necesito saber cuánto tiempo de batería tengo.
Fernando hace una pausa. En el fondo espera que su madre lo compadezca. Que diga qué bien, pobre Fernando, mirá que sacrificio estás haciendo por tu hermano y tu sobrina. Pero del otro lado de la línea sólo le llega silencio.
—¿Hola, mamá? ¿Estás ahí?
—Sí, Fernando. Pero me quedé pensando por qué le decís Mono si sabés que a mí no me gusta. Nunca me gustó. Siempre te lo dije.
Fernando vuelve a suspirar. No importa que acabe de comerse mil doscientos kilómetros arriba de un micro para tratar de salvar la guita del Mono y usarla para que Guadalupe —que dicho sea de paso es su única nieta— pueda tener un futuro más sólido, más seguro, más cerca de ellos. No. Por el tono de su madre, ese viaje no es más que su obligación o su capricho. Lo importante es que no se atreva a decirle Mono al Mono. “Para algo tu padre y yo le pusimos Alejandro. Para que lo llames Ale, o Alejandro.”
—Está bien, mamá. Perdoname. Pero fijate lo del manual, y apurate que se me va a cortar.
Mientras espera, escucha como las monedas van cayendo a través de los mecanismos del teléfono. Si no se apura se me corta, piensa.
—Hola.
—Sí, mamá. ¿Lo encontraste?
—Sí, pero no sé qué necesitás que te diga.
—La duración de la batería, mamá. Fijate en el índice.
—Ah, no. No voy a poder. Tiene la letra muy chica.
Fernando lanza un tercer suspiro y se rasca la frente con el tubo del teléfono.
—¿Los lentes los tenés a mano, mamá?
—No, Fernando. Están en la cocina. ¿Sí o sí me necesitás a mí para que te diga?
Se escucha un sonido de aviso en la línea y se corta la comunicación. Fernando cuelga. Escucha un tintineo de monedas dentro del teléfono. Mete la mano en el compartimiento del cambio y saca una de veinticinco centavos. De un tiempo a esta parte los teléfonos públicos andan mejor. Casi nunca tienen los cables cortados, ni trampas preparadas para tragar las monedas. Mientras se pone de nuevo en marcha cae en la cuenta del porqué: todo el mundo usa celulares, y los teléfonos públicos son una excentricidad a la que sólo idiotas sin teléfono móvil, como él, acuden con regularidad. Por eso ahora funcionan. Una lástima de país, concluye con amargura: sólo están íntegras las cosas que nadie quiere.
Divisa la cancha recién al dar vuelta la última esquina, porque la única tribuna es muy petisa, y puede confundirse con el paredón de una fábrica o de una escuela. El único signo distintivo son las cuatro torres de iluminación que, escuálidas, se levantan en los ángulos.
Saca la entrada y pasa por un superfluo cacheo policial. Sube los diez escalones escasos y se sienta en la parte más alta. En los meses siguientes tendrá tiempo de hartarse de canchas cimarronas, pero como esa es la primera, la estudia con interés. El alambrado bajo, las áreas y el mediocampo sin rastros de pasto, las publicidades a medio descascarar de la pared que cierra el lateral opuesto.
Cuando enciende la filmadora recuerda la conversación con su madre. “Alejandro”. No hay caso. No puede pensarlo Alejandro. Es el Mono. Siempre, desde chicos. Se pregunta si su madre mostraría la misma fiereza para defender su nombre de apodos chúcaros. Sospecha que no. Y sospecha, castigándose con gratuita severidad, que si nunca aceptó que le pusieran sobrenombres fue, precisamente, por cumplir con el mandato materno. “Fernando” le dijo y le dice su madre. Jamás de los jamases un “Fer”, así de suave, así de próximo. Pero “Ales” sí. Los Ales los dijo a montones.
—Pst. Pst…
Fernando gira hacia el que lo chista. Es un cincuentón que usa una boina demasiado chica.
—¿No sabe cómo salió San Martín de Pico Truncado?
No, no tiene la menor idea. Confuso, niega con la cabeza. El otro le da las gracias con un gesto, de todos modos.
—Pensé que sería periodista, por eso —el de la boina señala la cámara.
—Ah… —Fernando entiende—. No, no. Periodista no soy.