—Lo que pasa que venía de jugar en la selección Sub-17, andaba bien, prometía —aduce Fernando, como si necesitase defender a su hermano y sus impulsos de alguna manera, o con algún sentido.
—Claro. Claro —asiente Bermúdez antes de concluir—. Y sí: son cosas que pasan.
—Bueh. Igual gracias por atendernos —Fernando adelanta la diestra en un saludo un poco abrupto porque quiere terminar con eso cuanto antes. Irse de ahí.
—Una cosa más —interviene Mauricio—. ¿Le parece que seguirá jugando de titular?
Bermúdez se rasca una mejilla sin afeitar.
—Psí… supongo que sí.
—Para nosotros es importante. Para valorizarlo —sigue Mauricio.
El Ruso suena entusiasmado, cuando agrega:
—Eso está bárbaro. Que sea el titular, digo. Que se sienta seguro en su puesto. Por la confianza, y todo eso.
Bermúdez lo mira como si dudase en retrucarle.
—Lo que pasa, muchacho, es que usted no sabe lo horrible que es el suplente.
Les hace un vago saludo con la mano y entra al vestuario.
Fernando y Mauricio, porque al Mono lo querían, lamentaron sinceramente el abrupto desenlace de su carrera futbolística. El Ruso, en cambio, hizo lo mismo que su mejor amigo: negó las cosas, y se embarcó con él en las inútiles maniobras a las que recurrió para resucitarla. Porque el Mono no estaba listo para semejante demolición de su porvenir.
Deambuló durante un año por cuanta práctica pudo, y terminó convenciendo a un entrenador de Excursionistas, menos permeable a su talento que a su persistencia de mula, de que lo dejara integrarse al equipo. El Mono y el Ruso celebraron la contratación como un acto de justicia y un prólogo de grandeza. Todo estaba en orden. Simplemente habría que aplazar un par de años los proyectos.
Pero unos meses después, cuando acababa de cumplir los veintiuno, el técnico le dio las gracias y repitió la espeluznante ceremonia de enviarlo a la secretaría del club para que le devolvieran su pase libre. El Mono dio las gracias, volvió a su casa y se agarró una borrachera descomunal que duró tres días y terminó con el
crack
aferrado al inodoro vomitando bilis y recibiendo las palmadas del Ruso, que se había encerrado con él y lo sostenía para que no se cayera.
Cuando el Mono pudo salir del baño, arrastrando sus ojeras y con el semblante verdoso, se sentó a la mesa del comedor y empezó a dar vueltas las hojas del diario del día, que su madre había dejado a medio leer. A su lado, de pie, como un edecán o como un ángel de la guarda, seguía el Ruso.
—¿Qué buscás, Mono? —fue la única pregunta que se permitió formular.
—Estoy viendo qué trabajos se ofrecen. Tengo que ver qué voy a estudiar.
—Ah…
—Ayudame a decidir. Medicina no porque no tengo estómago. Abogacía ni en pedo. Pateás una baldosa y salen dos mil abogados. Contadores lo mismo.
—Es cierto —convino el Ruso, que abandonó su puesto de retaguardia y se sentó con él.
—Podría ser algo de computadoras. Eso está creciendo como la concha de su madre, ¿te fijaste?
—¿Computadoras pero con qué? —el Ruso pisaba un terreno tan resbaladizo que no sabía ni cómo preguntar.
—No sé. Analista de sistemas. Ingeniero en sistemas. Ingeniero electrónico…
—¿Pero eso es todo lo mismo?
—Ni idea, Ruso. Habrá que averiguar. ¿Me acompañás?
De ese modo, el entero proceso de decisión vocacional del Mono abarcó cuatro minutos, los que mediaron entre el instante en el que echó mano a los clasificados y el momento en que salieron hacia la estación de Castelar.
Mauricio mira por el retrovisor y le pide al Ruso, una vez más, que se corra del centro del asiento porque le tapa la ruta. El otro vuelve a hacerle caso, pero de inmediato y sin querer comienza a repantigarse de nuevo. Cuando Mauricio se dispone a repetirle —con menos diplomacia— que salga de ahí, se distrae con Fernando, que estira la mano hacia la guantera, recoge su libreta y lee en voz alta.
—Tocó la pelota catorce veces. Cinco en el primer tiempo y nueve en el segundo. Participó más porque iban perdiendo y fueron un poco más al ataque. Habría que verlos jugar de locales. Capaz que le llega más juego. Pero hasta Santiago del Estero no vamos ni en pedo. ¿O sí?
Mauricio hace un gesto inconfundible de que no. Si a 9 de Julio ha ido a regañadientes, a Santiago del Estero no va ni loco. Que Fernando ni lo sueñe.
—De las catorce veces que la tocó, dos intentó devolver una pared pero erró el pase.
—¿Sabés qué parecés? —interrumpe el Ruso, y suena divertido—. Un relator de básquet, de esos que hacen estadísticas de todas las boludeces del partido. En tenis también, pero más en básquet.
—Seguí —indica Mauricio, ignorando la intervención del Ruso.
—De las otras doce intervenciones, cinco fueron pases bien devueltos, pero lejos del área. Pases sin importancia.
—Me dijeron que hay una empresa acá en Argentina —el Ruso insiste— que se dedica a recopilar esos datos de todos los jugadores. Pero de todos, de todos. Hasta la boludez más mínima. Para venderles la información a los clubes de afuera, cuando vienen a comprar. A los clubes y a los empresarios, lo mismo.
—Quedan siete. Dos de las siete las perdió intentando gambetear a su marcador.
—Vienen los tíos estos de Europa y dicen: “A ver, quiero que me digan cómo anduvo este año y el año pasado tal chabón”, pongamos Mauricio Guzmán. Aprietan un botón y piiiip —el Ruso hace el gesto de un papel saliendo de una impresora. Mauricio lo ve porque ocupa, otra vez, el centro del retrovisor—. “Ahí lo tenés”, le dicen. Pasá por caja. Son tantos dólares por el servicio.
—Dos cabezazos altos. Un remate desviado. Y dos pelotas que le atajó el arquero —Fernando cierra la libreta y lo mira a Mauricio—. Nada más.
—Igual no sé si será buen negocio. Para mí que sí… ¿ustedes cómo lo ven?
Los otros siguen un trecho en silencio, hasta que Mauricio no puede más.
—O sea que anduvo como el demonio, el muy animal.
Fernando deja la vista un rato sobre el pasto amarillento que crece al costado de la ruta.
—Es malo —confirma por fin—. Pésimo de malo.
El Ruso parece a punto de comentar algo, pero termina optando por quedarse callado.
El tren que el Mono y el Ruso tomaron en Castelar con la idea de que el ex futbolista fuese a inscribirse en la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Buenos Aires los dejó varados en Liniers. Corrieron hacia la avenida mientras los parlantes de la estación anunciaban “demoras por accidente fatal en estación Floresta”. El Ruso propuso que se volvieran a Castelar, pero el Mono necesitaba concluir esa jornada con algunas certezas. Por eso se asesoró en un puesto de diarios y terminaron trepando a un 88 repleto, hacia Plaza Miserere, con la idea de seguir luego en subte hacia la Facultad de Ingeniería. Pero cuando el ómnibus dejó atrás Primera Junta y tomó la calle Rosario, el Mono aplicó otro violento golpe de timón a su futuro profesional. Entre empujones y disculpas se abrió paso hasta la puerta y se apeó antes de que el semáforo se pusiera en verde, con el Ruso en los talones.
—¿Qué bicho te picó, pedazo de boludo? —preguntó el Ruso, mientras se acomodaba la ropa.
—Voy a estudiar acá, Ruso. En el anexo Rosario de la Tecnológica.
—¿Pero no íbamos a averiguar en la uba?
—Sí, pero da lo mismo. Seguro que tienen ingeniería en sistemas, Ruso.
—¿Cómo sabés, boludo?
—Porque es la “Universidad Tecnológica Nacional” —el Mono señalaba el cartel sobre el frente del edificio—. ¿Qué se va a cursar? ¿Gastronomía?
El otro no pudo menos que acordar con esa lógica irreprochable. Con el Ruso definitivamente ganado para su causa, el Mono se inscribió en la carrera de Analista de Sistemas. Hasta entonces, y como bien le hizo notar Fernando cuando, esa noche, los otros dos lo pusieron al tanto de las novedades, su contacto con las computadoras no había pasado de jugar numerosísimas fichas en los juegos electrónicos de Sacoa en Mar del Plata. Pero para sorpresa de propios y extraños, el Mono se convirtió en ingeniero a los veintiocho años.
“Es ese”, señala el Ruso desde el asiento de atrás, cuando unos treinta metros adelante un tipo flaco, más bien bajo, rubio y dientudo, tuerce en la esquina hacia el sitio en el que están estacionados. Lleva una bolsa de compras en cada mano. Es difícil conciliar esta imagen del Polaco Salvatierra con la de unos años atrás, esos años resplandecientes en los que aparecía en las revistas de actualidad y en los programas televisivos de chimentos. Más que difícil, imposible, aunque sean los mismos dientes indómitos, los mismos ojos claros. El porte es lo que ha cambiado. Como si se hubiese opacado y empequeñecido. El Ruso advierte su sorpresa cuando ellos, concertadamente, se bajan del Fiat Duna de Fernando y le cierran el paso.
Lo saludan con un escueto “Buen día, Polaco”, porque se han propuesto mostrarle su disgusto desde el primer momento. Después de todo, si el Mono fracasó como fracasó en su fallido negocio de comprar un jugador, se debió a la recomendación de ese fulano. Salvatierra no parece acusar recibo de esa hostilidad. O está falto de reflejos, o el tiempo que pasó en la cárcel lo ha curtido lo suficiente como para desinteresarlo de esas argucias. Hace un gesto con la cabeza señalando la casa de su madre, en la otra cuadra, y les propone que lo acompañen.
—Podemos buscar un café por el lado de la estación —dice Fernando, y el Ruso supone que prefiere dialogar en un sitio neutral.
Salvatierra mira las bolsas que lleva, en particular una repleta de verduras.
—Mi vieja está esperando la acelga.
—Igual es rápido —dice Mauricio, cortante.
Caminan unos pasos en la dirección de su casa. Salvatierra se detiene y deja las bolsas en el suelo.
—Yo no sé, lo que les puedo decir… —empieza de repente, tal vez a sabiendas de que todo lo anterior ha sido un prólogo inútil, como la mayoría de los prólogos— hace… no sé… tres años, más o menos, me vino a ver el Mono con la idea de…
—Sí. Eso ya lo sabemos —de nuevo lo interrumpe Mauricio.
—Bueno. En ese momento yo estaba tratando de volver al mercado, tenía en carpeta algunos juveniles, hablamos al respecto… —el Polaco hace un gesto hacia el Ruso, como citándolo de testigo presencial de aquellos encuentros—… y ahí fue cuando se me ocurrió ofrecerle a este pibe Pittilanga. Supongo que sabrán…
—Sí. Pittilanga y otro más —lo apura Fernando.
—Cierto. Pittilanga y Suárez. Pero mi pollo ahí era Pittilanga. Vos fijate que Suárez ahora dejó el fútbol.
—Claro. En cambio Pittilanga no dejó el fútbol. El fútbol lo dejó a él —lo corta Fernando, amargamente.
—No, bueno. Es verdad que no está pasando por un buen momento…
—¿Un buen momento? —salta Mauricio—. ¿Pero vos nos tomás por boludos? ¡Está jugando a préstamo en Presidente Mitre de Santiago del Estero! ¡Le vendiste al Mono un jugador que…!
—Yo no se lo vendí. Se lo recomendé…
—¡No me hinches las pelotas! ¡El tal Pittilanga está en un club que juega el Torneo Argentino! No sólo no juega en Primera A. Tampoco en el Nacional B. No, señor. El tipo está en un equipo santiagueño…
—Pero dentro de lo que es Santiago del Estero…
Salvatierra suena apaciguador, y el Ruso se siente tentado a convenir con él en eso de buscar el lado bueno a todo aquello, pero Fernando interviene, enardecido:
—¿Cómo mierda vamos a recuperar los trescientos mil dólares, me querés decir? ¡Le hiciste gastar a mi hermano trescientas lucas verdes en un matungo que no vale dos pesos! ¡Y ahora mi hermano se murió y la guita esa se evaporó, y el que lo cagó fuiste vos!
—¡Yo no lo cagué! ¡Nadie lo obligó a comprar a Pittilanga!
—¿Ah, no?
—¡Claro que no! ¡Él lo compró porque se le cantaron las pelotas!
—¡Porque se lo recomendaste vos!
—¡Se lo recomendé porque pensé que iba a ser negocio!
—¿No digas?
—¡Sí digo! El pibe jugó en una selección Sub-17.
—¿Y qué carajo tiene que ver?
—¿Y en qué suponés que uno se fija al momento de comprar, Fernando? Si fuera tan fácil cualquier pelotudo se metería a este negocio y se haría rico.
—Bueno. A las pruebas me remito —interviene Mauricio, señalando al propio Salvatierra, que de todos modos pasa por alto la ofensa.
—No es como parece. Yo de la operación esa no me llevé nada.
—¿Cómo que no, si eras el representante de Pittilanga? —lo acorrala Mauricio.
—¡No! ¡No cobré comisión para que se hiciera! —Salvatierra alza las manos a la altura del pecho, como para reforzar sus protestas de inocencia.
—¿Y vos para qué querías que se hiciera? ¿De puro bueno que sos?
—No, pero estas cosas pasan todos los días. ¿O vos qué te creés? ¿Que meter la guita acá es como un plazo fijo? Por cada pibe que es una mina de oro hay otro montón que son un fracaso.
—¡Qué justo que el que le vendiste a mi hermano fuera un fracaso!
—¡Yo no se lo vendí! ¡Se lo vendió el club! ¡Se lo vendió Platense! Y te repito que yo no me llevé una moneda.
La conversación se apaga, porque todos saben que giran en redondo. En el fondo, lo más importante les ha quedado claro en esos cuarenta metros que Salvatierra recorrió acercándose a ellos por la vereda. Ya no es representante de jugadores: es un tipo vencido y sin trabajo, sin mayor horizonte que hacerle los mandados a su madre y cortar el pasto de vez en cuando. Una cuestión de mala suerte. La suya y la del propio Pittilanga. La del Polaco por idiota, por perder el control, por engrupirse, por elegir mal las compañías. Y la de Pittilanga por crecer cinco centímetros de más. Por meter cuatro goles menos. Por lesionarse la rodilla y estar cuatro meses parado justo cuando cambiaron al director técnico y perder el puesto. Por engordar siete kilos y ponerse lento y pesado. Cuatro o cinco errores claves, en las últimas casillas del juego, las definitivas. Ni más ni menos. De eso el Ruso entiende. Muchas veces se ha sentido así, derrotado por poco, por no entender a tiempo cuál es la casilla peligrosa en la que hay que evitar caer a toda costa.
Los tres le dan la espalda y vuelven hacia el auto sin que medien más palabras, ni mucho menos un saludo, un poco por el humor turbio que llevan y otro poco porque necesitan señalar su disgusto, aunque las dos cosas —disgustarse y señalarlo— sean absolutamente inútiles.