El Polaco Salvatierra era el menor de tres hermanos que se criaron en la esquina de la casa del Mono y de Fernando, y a una cuadra escasa de la de los otros dos, bajo los gritos despóticos de su madre, una gallega grande como una montaña que los gobernaba con mano de hierro sin esposo conocido que la auxiliase en esos o en otros menesteres. No era polaco, ni era descendiente de polacos, ni tenía tal vez la menor idea de dónde quedaba Polonia. Pero era absolutamente rubio, de un rubio por poco transparente, y tenía los ojos claros y la piel blanquísima. El que le puso el sobrenombre fue precisamente el Mono, que a los diez años estaba convencido de que Salvatierra era parecidísimo a los jugadores de la selección de fútbol de Polonia que vino a jugar el Mundial 78. Y como Salvatierra no opuso resistencia, le quedó el sobrenombre para siempre.
Creció en el barrio y llegó a jugar sin pena ni gloria en las inferiores de Ferro. En cuarta división lo dejaron libre, pero fue entonces cuando tuvo su golpe de suerte: algunos de sus amigos de inferiores sí consiguieron convertirse en profesionales y el Polaco, que tal vez era bastante más inteligente sin la pelota que con ella, se las ingenió para darles una mano con sus primeros contratos. Con su pelo rubio y su piel de querubín sabía componer un gesto de idiota redomado que confundía a los miembros de la comisión directiva y desorientaba a los tesoreros. Bastó que cerrara tres o cuatro contratos más o menos ventajosos para sus amigos para que diera el paso más trascendente de su carrera: se convirtió en representante de jugadores. Desde entonces su trayectoria fue meteórica. Irrumpió en el firmamento futbolero con algunas intervenciones fulgurantes, y durante seis o siete años se paseó por el barrio a bordo de autos y de motos que hasta entonces los habitantes de Castelar sur habían visto únicamente en fotos. Solían acompañarlo bellas y pulposas señoritas, del tipo que también se veían sólo en fotos, aunque en este caso se tratase de fotos de otro tipo. De tanto en tanto la conducta del Polaco fue materia de análisis en la conversación del grupo del Mono y los demás. A Fernando le llamaba la atención que, juntando la guita que juntaba, dilapidase sus muchas horas de ocio en un barrio de casas bajas y amas de casa asustadizas como el suyo. Mauricio opinaba, y los otros terminaban por darle la razón, que el único lugar del mundo donde el Polaco podía darle dimensión de epopeya a su éxito era en el sitio del que había salido. En cualquier otro sitio el Polaco era un muchacho joven que gastaba mucho en autos lujosos y mujeres caras. Nada más. Pero en las cuatro manzanas que formaban el barrio, y que lo habían visto crecer con los días y los años, todos recordaban la casa chata y anodina de la que había salido, la voz de trueno de su madre la gallega, la bicicleta paupérrima que usó durante años, sin frenos ni guardabarros, que le quedaba chica y lo hacía parecer un grandulón demasiado crecido. Y la comparación lo volvía legendario. Mauricio sostenía que por eso volvía. Porque sólo allí podía demostrar la enorme distancia que lo separaba de su pasado.
De buenas a primeras Salvatierra desapareció del barrio. Se suponía que seguía siendo mánager de futbolistas, y de tanto en tanto su nombre aparecía ligado a alguna transferencia al exterior, o al conflicto de algún jugador con su club. Una mañana los canales de noticias vinieron con la novedad de que el Polaco estaba preso, como integrante de una banda cuyos delitos abarcaban desde el tráfico de drogas hasta el robo de autos, con unas cuantas estaciones intermedias. Con el correr de los meses la historia fue cambiando, girando sobre sí, volviendo a su punto de partida, hasta que terminó por agotarse. Dos años después de aquel escándalo el Polaco quedó por fin en libertad. Eso sí: era la sombra de su propia sombra. Para pagar a los abogados había tenido que vender sus autos y sus motos, todas sus novias lo habían abandonado y casi todos sus antiguos clientes del mundo del fútbol lo habían reemplazado sin mayores escrúpulos.
El Mono se lo cruzó una vez en la carnicería y se saludaron, con la incomodidad propia de quienes han compartido el mismo mundo, pero demasiado tiempo atrás. Hablaron de bueyes perdidos mientras el carnicero le cortaba milanesas de nalga bien delgadas, como las pedía la gallega. Por un atajo o por otro llegaron al asunto de la profesión del Polaco. Con delicadeza, el Mono eludió hablar de cárceles y procesos, y el Polaco se lo agradeció prodigándole detalles de sus éxitos más resonantes, de sus negociaciones más peliagudas, de los chimentos más sabrosos de jugadores conocidos. Caminaron juntos las dos cuadras que separaban la carnicería de la casa de la gallega, se dieron la mano y quedaron en volver a verse.
—Qué dicen —Fernando saluda sin énfasis, echa atrás la silla libre y se sienta.
—¿Pedimos algo para picar? —sugiere el Ruso.
—Pará que son las diez de la mañana, Rusito —lo reconviene Mauricio—. Tengo el desayuno en la garganta.
—Si tenés hambre, pedite algo, Ruso. ¿Por qué no? —salta Fernando con una vehemencia algo excesiva.
Mal pálpito, piensa el Ruso. Han dicho veinte palabras, y sus amigos ya se han cruzado de mal modo.
—Me siento un hijo de padres separados —comenta el Ruso, esperando que le pregunten por qué. Como no lo hacen, continúa—: Mauricio me caga a pedos como si fuera mi mamá, y vos me consentís todos los gustos, como un papá que me ve poco y no se anima a decirme que no.
—¿Y vos qué carajo sabés de padres separados? —lo encara Mauricio, cuyo humor parece empeorar de frase en frase.
—Yo no… yo… yo… —el Ruso es pura perplejidad.
—Fue un chiste, Mauricio —salta Fernando—. No le hinchés las pelotas.
—Ustedes sigan haciendo yunta. Dale que va —Mauricio concluye, lúgubre.
El Ruso lamenta no haberse callado la boca. El humor es siempre la llave maestra, el camino que sabe de memoria y lo lleva a todos los sitios. Pero a veces ocurre esto. Con Mónica le ocurre más a menudo que con nadie. Es raro que aquí, con sus amigos, le haya pasado lo mismo. Cuando sucede lo vive como un fracaso, una derrota. Y él, que vino con la tonta pretensión de hacerse cargo de mantener la armonía del encuentro. Hasta había llegado puntual, a contramano de sus hábitos más profundos, precisamente para eso, para evitar que Mauricio y Fernando estuviesen a solas y empezasen discutiendo, o peleando, y cerrando entre sí todos los caminos.
—Bueno —dice Fernando—. ¿Qué les parece que hagamos?
Es un buen arranque. Ese plural de la pregunta invita al diálogo, y tal vez aleja la posibilidad de una pelea. Pero al Ruso ni se le pasa por la cabeza responder, porque el plural no indica que el interrogante lo incluya. Los otros dos cuentan con su anuencia, con su colaboración, con su auxilio. Pero nunca con su voz ni con su juicio. El diálogo es de los otros, y a él no le molesta porque estar afuera del diálogo es estar, también, afuera de la pelea que se ve venir, en estampida, levantando polvo hacia ellos.
Mauricio mantiene los ojos bajos. Juega con su teléfono celular, abriendo y cerrando la tapa una y otra vez. El mozo trae los cortados y el Ruso ataca los pequeños alfajores de maicena que vienen como acompañamiento. El silencio se prolonga un largo minuto, hasta que Mauricio por fin deja el teléfono quieto.
—No creo que haya mucho por hacer, la verdad.
Fernando lo mira con una expresión que hace pensar al Ruso que, si las miradas fueran capaces de incendiar, habría dejado a Mauricio reducido a un pequeño montón de brasas.
—¿Y por qué no te parece que haya mucho para hacer? —el tono de Fernando se desliza velozmente hacia el sarcasmo.
—Porque Pittilanga es un perro, y no vamos a conseguir en ningún lado un pelotudo dispuesto a poner trescientas lucas verdes para comprarlo. Eso sin mencionar que no tenemos ni la más puta idea de cómo manejarnos en un negocio como este.
Fernando no contesta enseguida, pero el Ruso sabe que se trata de una retirada apenas aparente.
—¿Y entonces? —suelta por fin.
—Entonces nada.
—¿Nada? Vos sabés lo que significa perder esa guita.
—No empecemos con eso.
—¿Cómo no empecemos? Es la guita para Guadalupe. Ni más ni menos. Si la perdemos se jode la nena y nos jodemos todos, porque no la vemos más.
—Tu vieja tendrá un régimen de visitas.
—¿Vos viste lo que es ese régimen? ¿Vos no dijiste que era una atrocidad lo que nos hicieron en el juzgado?
—Pero perdoname, Fernando, porque a veces uno te escucha y parece que vivieras en una nube. ¿De quién fue la idea de tirar toda la guita de la indemnización en comprar un jugador de fútbol?
—No, claro. Fue idea de uno de los idiotas de tus amigos de la infancia.
—No hace falta que te hagás el irónico. ¿O vos te creés que a mí me gusta que las cosas hayan salido así?
—No se te ve demasiado preocupado.
—¿Y vos qué tenés? ¿El termómetro para calcular la preocupación de todo el mundo? ¿Sos vidente, vos?
—No, pero vos la hacés fácil: “No hay nada que hacer. Punto. Jódanse”.
—Si sos tan experto, ya debés tener la respuesta —Mauricio abre un amplio ademán con los brazos, como una invitación—. Dale, Fernando. Iluminanos. Contanos qué carajo hay que hacer.
—Yo no sé lo que hay que hacer.
—Pero sabés que hay que hacer algo y que no nos podemos “quedar de brazos cruzados”.
—¿Después el irónico soy yo?
—¡Pero escuchate un poco! ¡No tenés ni idea de qué hacer, pero sin embargo estás seguro de que algo se puede hacer todavía! ¿No te suena ridículo?
—Más ridículo me suena que nos demos por vencidos.
—¡“Nos demos por vencidos”! ¿Por qué hablás como el padre de la familia Ingalls? ¿Hay una cámara oculta que registra tus hazañas?
—Pará, Mauri —el Ruso teme que la conversación se salga definitivamente de cauce.
—¡Pará un carajo, Ruso! ¡Un carajo! —Mauricio, casi fuera de sus casillas, señala a Fernando—. ¡El optimismo pelotudo, el voluntarismo recontrapelotudo que tiene este chabón me saca de quicio!
—¿Voluntarismo?
—¡Sí, voluntarismo! ¿Querés otra con “ismo”? Altruismo. Vivís haciéndote el altruista, el solidario, el…
—Yo no me hago…
—¡Noooo! —Mauricio se revuelve en su silla—. ¡Tenés razón! ¡Vos no te hacés! ¡Vos estás convencido de que sos! Si no te vas a dormir a la noche sabiendo que hiciste una buena acción no pegás un ojo, ¿no es cierto? Bien, Fernandito, bien. Siempre cruzando a las viejas, dándoles el asiento a los tullidos, dejando pasar a los peatones. Vos y tu complejo de
boy scout
me tienen podrido.
Se gritan con la mesa de por medio y el Ruso se quiere morir. La gente de las otras mesas los mira, y en el bar no hay más sonido que los alaridos de ellos dos.
—¿Sabés qué tipo de persona sos vos, Fernando? ¿Querés que te diga? El otro día lo pensaba.
—Qué bueno que me tengas tan presente en tus pensamientos…
—Sí, lo hablaba con Mariel.
—Ah… ¿tu mujer participó del debate? Buenísimo. Entonces habrá sido casi un simposio científico.
Ahora, piensa el Ruso, es el turno de Mauricio de mirar a su rival como si quisiera pulverizarlo, pero retoma el hilo de lo que venía diciendo.
—Que tu optimismo tiene mucho que ver con lo obsesivo que sos, o al revés, pero es lo mismo.
—No te entiendo.
—Claro. Vos sos un obsesivo de libro. Cómo corregís las pruebas de tus alumnos. Cómo hacés la limpieza de tu casa. Mil cosas, que ahora no me acuerdo. El placard de tu pieza, sin ir más lejos. Todo en tu vida es así. Ordenadito, prolijo, educadito. ¿Sabés por qué sos así?
—Contame.
—Porque en algún lugar de tu cabeza está esta idea de que, si ordenás todo, si prevés todo, si acomodás todo, las cosas van a salir bien. Claro, ¿no entendés? —Mauricio lo mira al Ruso, como para involucrarlo de prepo—. ¡Como si tener las cosas boludas arregladas arreglara las cosas grandes! Es una reverenda pelotudez, pero actuás como si fuera una verdad revelada. Eso es lo insoportable de los obsesivos como vos.
—¿Y vos qué sos?
—No me cambies de tema, que acabo de tener una idea brillante —mira alternativamente a Fernando y al Ruso, con un entusiasmo que a este le parece malsano—. ¿No te das cuenta? Tus obsesiones son un acto de fe. Te parece que el mundo tiene un orden, unas reglas, y que si las encontrás, si las descubrís, si las respetás, la vida se acomoda y se vuelve igual de limpita, igual de feliz.
—Me parece que te estás yendo al carajo…
—El que se fue al carajo, pero hace tiempo, sos vos, Fernando. No yo. Nos tenés bailando la conga con esto de Pittilanga desde que se murió el Mono, y vos sabés mejor que yo que es al pedo. Que el Mono se mandó una cagada grande como una casa. Que tiró la guita. Que siempre fue un pelotudo, incapaz de manejar dos mangos sin hacerlos mierda.
—Pará, Mauricio —el Ruso amaga con intervenir.
—No paro un carajo. Y vos, Ruso, sos el menos indicado para decirme que pare con lo de la guita, porque sos igual o peor. La diferencia es que vos en la puta vida tuviste un mango y el boludo del Mono fue lo suficientemente culón como para ligar una buena época y juntarla, pero como siempre fue un caprichoso y un inmaduro se la tiró toda en ese proyecto pelotudo de convertirse en empresario. ¿Qué mierda podía saber el Mono de comprar y vender jugadores, decime? ¿Qué mierda podía saber? Y vos, Ruso, sos tan culpable como él porque en lugar de frenarlo le diste manija, en lugar de hacerlo poner los pies en la tierra le diste máquina porque te encantaba la idea. Y vos, Fernando, tampoco hiciste un carajo.
—Yo no sabía.
—¿No sabías o no querías saber?
—¿Me tratás de mentiroso?
—Yo no te trato de nada. Pero si querías jugarla de samaritano hubiera sido preferible que lo hicieras recular cuando todavía estaba a tiempo. Pero claro, al Mono no le ibas a decir nada. Mandatos son mandatos.
—¿Mandato de qué?
—No te hagás el pelotudo, Fernando. En tu casa siempre bastó con que tu hermanito tuviera una idea para que tu vieja saliera disparada a consentirlo. Y vos ahí, siempre boyando, siempre sobrando. Queriendo estar adentro, que te consideraran adentro, pero afuera, siempre afuera.
El Ruso entrecierra los ojos, como si estuviese a punto de presenciar un cataclismo.
—¿Qué tenés que meterte vos en lo que pase o deje de pasar con mi vieja? —Fernando vocifera en medio del local. Por el rabillo del ojo, el Ruso se da cuenta de que el mozo, que los conoce, está a punto de intervenir.