Por eso se mantuvo en silencio, viéndolos reír. Porque de todos modos, pensó, aunque le costara reconocerlo, verlos reírse a esos dos era un espectáculo que siempre merecía la pena.
Fernando entra en su casa y tira la mochila sobre la mesa. El ruido sordo que suelta al golpear le recuerda que contiene doscientas pruebas escritas que debe corregir antes del lunes. Resignado, va hasta la cocina y pone la pava al fuego. Al volver advierte que titila la luz del contestador automático. “Hola, Fernando. Te habla Nicolás, de Palmera Producciones. Cuando puedas llamame.” Lo único que le faltaba para arruinarse el fin de semana es ese llamado.
Saca de la mochila el primer pilón de evaluaciones y la birome roja. Siguen las malas noticias, porque son de 4° B turno tarde, una manada de brutos de tal envergadura que corregir ese curso le llevará la vida entera. Para completar el cuadro desolador, la primera de todas es la de Jonathan Vallejo. En realidad no está seguro de si es Vallejo o Vallejos, porque el susodicho lo escribe a veces con “s” y a veces sin ella, según cómo lo encuentren el día o los vaivenes de su temperamento. Respuesta n° 1: “Ellos pienzan que fueron ellos los de la viya pero no eran. Aller se encontraron con ellos y se dieron cuenta que ellos no heran”. Primero circula las cuatro faltas de ortografía y agrega las comas que Vallejo —o Vallejos— ha omitido. Después subraya los cuatro “ellos” y les agrega signos de interrogación, con la intención de llamar la atención del educando sobre el hecho de que es imposible determinar quiénes son los primeros “ellos”, y los segundos, los terceros y los cuartos.
Nicolás de Palmera Producciones. La prueba palpable de que él, Fernando Raguzzi, es un imbécil. Después de filmar diez partidos de Presidente Mitre sin que Pittilanga metiese un solo gol, se le había ocurrido la genial idea de trucar los videos. Por lo general Pittilanga pateaba dos o tres veces al arco en cada partido. Bueno: si existía un modo de convertir esos disparos intrascendentes —que solían perderse por arriba del travesaño o terminar mansos en las manos del arquero— en tiros a los ángulos o en cabezazos inatajables, en una de esas algún inversor incauto estaría dispuesto a comprar el pase del delantero. Fernando le contó la idea al Ruso, que se entusiasmó hasta el paroxismo y a su vez se lo contó al Cristo, que contagiado del mismo fervor lo puso en contacto con Palmera Producciones. Ahora, mientras avanza dificultosamente en la maraña de idioteces y equivocaciones que Vallejo —o Vallejos— escribió en su prueba, Fernando se reprocha haber seguido semejante cadena de recomendaciones. Pero ya es tarde. Está metido hasta el cuello.
La primera vez que habló con el tal Nicolás —dueño, gerente, secretario y trabajador único de la compañía— este le aseguró que el trabajo podía hacerse por mil doscientos pesos. Fernando había aceptado. Tres semanas después, cuando vio la labor terminada, se quiso matar, no sin antes ultimar al genio de la animación computada. Era un trabajo tan burdo, tan ostensible, que se veía a la legua que se trataba de una farsa. La pelota describía parábolas sospechosas, los rostros de los jugadores se desentendían del supuesto recorrido del balón y —lo peor de lo peor— cuando la bola ingresaba en el arco la red no se movía en lo más mínimo. Cuando Fernando se lo hizo notar, Nicolás revisó la grabación con cierta perplejidad y no pudo menos que asentir con un “claro, claro”. Fernando había pensado “oscuro, oscuro, la puta que te parió”, pero no había dicho palabra.
Viéndolo retrospectivamente, esa habría sido la ocasión propicia para mandar todo al demonio, pegarle unas cuantas trompadas al dueño-gerente-operario de Palmera Producciones para aflojarse la frustración e irse con la música a otra parte. Pero no lo hizo. Primero, porque desde los quince años no se fajaba con nadie, y segundo, porque, siguiendo su costumbre proverbial, la indecisión le impidió cortar por lo sano antes de que fuese demasiado tarde.
Termina de revisar la prueba de Vallejo —o Vallejos— y la califica con un dos. Pedazo de bruto. La pone a un costado y se enfrasca en la siguiente. Chasquea la lengua. Esta es de Murúa, pero Murúa todavía no ha aprendido a escribir su nombre con
inicial mayúscula y con tilde, y por lo tanto se presenta ante el
mundo como “murua”. De ahí en adelante, es fácil imaginar
el resto.
Abre la agenda, se estira hasta el teléfono y teclea el número de Palmera Producciones. Naturalmente atiende el tal Nicolás.
—Hola, te habla Fernando Raguzzi.
—¡Ah, hola, Fernando! Hoy te dejé un mensaje.
Fernando se pregunta si el otro es idiota o se hace. ¿Qué otra cosa puede estar haciendo él sino devolviendo la llamada?
—Contame.
—Estuve pensando, viste… en este asunto de que los goles no quedaron bien trucados.
“No quedaron bien” —repite Fernando para sus adentros—. Todo un optimista, ese boludo.
—Sí. ¿Y?
—Que estuve hablando con unos muchachos que tienen una productora, también. Y les conté. Y a ellos se les ocurrió algo que en una de esas nos puede salvar.
—¿Qué cosa?
—En lugar de inventarle goles a este Pittilanga, usar los goles del equipo y trucarles el goleador. Quiero decir, ponerlo a Pittilanga en el lugar del que hace el gol. ¿Me seguís?
Algo le indica a Fernando que sería mejor no seguirlo. Pero igual lo sigue.
—Y vos decís que va a quedar bien…
—Bárbaro va a quedar. Te juro.
—¿Y eso cuánto va a costar?
Termina de preguntarlo y se arrepiente. Porque si el trabajo anterior fue un desastre, pero de todos modos él lo pagó puntual, ahora el tal Nicolás debería reparar el desastre sin volver a cobrarle. Pero en su atolondramiento le ha dejado abierta la puerta al otro para que pueda escabullirse.
—El trabajo lo haría con estos muchachos que te cuento. Los de la otra productora… Y yo creo que con una luca, luca y media, estamos hechos.
—¿Cuánto?
—Yo no te cobro nada, eh… Esa guita es la que me piden ellos. Yo mi parte la pongo de onda…
Fernando traga saliva. Resopla. Piensa. ¿Y si esto no funciona? La desesperación lo lleva a aceptar la propuesta. Se despiden y cuelgan. Fernando atrae hacia sí la evaluación de Murúa —o murua, según el susodicho—. Con leer las dos primeras respuestas le alcanza para advertir que, al lado de Murúa —o murua—, Vallejo —o Vallejos— es una especie de gigante del conocimiento.
—¿Sabés lo que yo podría hacer con una indemnización de doscientos mil dólares, Monito? —preguntó el Ruso, con los ojos brillantes y jadeando de tanto reírse.
—Sí, Ruso. Cagadas, podrías hacer —contestó Fernando, por su hermano.
Los dos lo miraron. En la expresión del Ruso no existía ni atisbo de ofensa. Giró para enfocar de nuevo al Mono, que hizo lo mismo. Y de nuevo se lanzaron a reír como locos, interrumpiéndose de vez en cuando para decir que sí, que Fer tenía razón, que el Ruso podía hacer doscientas mil cagadas con esa cantidad de dinero.
A las cansadas, y cuando se quedaron sin aliento, Fernando consideró oportuno continuar.
—Es una cantidad de guita interesante, pero…
—¿Pero?
—Pero no entiendo qué ventaja puede haber en que te echen, Monito. No sé. Me parece mucho mejor agarrar el ascenso que te ofrecen.
El Mono apretó los labios, se restregó las manos y se mantuvo con los ojos bajos, como si las palabras de su hermano mayor fueran atinadas pero incompletas. Fernando lo miró al Ruso, que agregó, en idéntica sintonía:
—Es cierto, Mono. Por más guita que sea, laburando con los mexicanos me parece que la vas a seguir juntando en pala. ¿O no?
—Sí. Es verdad —el asentimiento del Mono era a regañadientes—. Pero tengan en cuenta que voy a tener que andar viajando. Yendo y viniendo de acá para allá cada dos por tres. Y se me va a complicar todo, aparte de Guadalupe.
—¿Qué se te va a complicar? Además de la nena, digo…
—Todo, Ruso, se me va a complicar. Visitarla a mi vieja, verlos a ustedes, ir a la cancha, todo. Yo ahora estoy bien. Pero no me quiero enroscar en un quilombo. ¿Entendés?
—No, claro —el Ruso nunca quería contradecir a nadie, pero mucho menos a su mejor amigo.
Por un minuto se quedaron en silencio, cada uno metido en sus propios pensamientos.
—¿Vos qué pensás?
El Mono soltó la pregunta mirando directamente a su hermano, como si fuera un latigazo, o como si incluyese la certeza de que a Fernando había algo que lo molestaba y que era preferible que lo soltase cuanto antes.
—Por mamá y los viajes no te preocupés. Yo estoy siempre a mano.
—Ya sé, nene. Pero tenés cara de estar pensando. ¿Hay algo que no te cierra?
—Sí, Mono. Te conozco como si te hubiera parido. Y sé que te estás haciendo el boludo. Que hay algo que no decís, porque si no, no se entiende.
—¿No se entiende qué?
—Nada, Monito. Entraste a la reunión pensando que te echaban. Salís de la reunión ascendido y con un aumento. Pero estamos los tres acá en tu casa y no en plan de “festejemos”. Estamos acá en plan de “voy a contarles algo que pensé”. Bueno, boludo. Contalo y listo. Pero dejate de dar vueltas.
Volvió el silencio, hasta que de nuevo habló el Ruso.
—Este tendría que haber sido psicólogo, ¿no?
—Ajá. Se hubiera llenado de guita. O cura. ¿Nunca pensaste en ser cura, Fernandito?
Fernando sonrió.
—No es mi perspicacia. Es que ustedes son transparentes de puro brutos que son.
El Ruso lanzó una exclamación de falsa indignación y miró al Mono, esperando que el otro le siguiese la corriente, pero no fue el caso. Su amigo seguía reconcentrado, tenso, como decidiéndose de una vez por todas a empezar a hablar.
—Mirá, Fernando. Vos me conocés desde que nací —empezó.
—Exacto.
—Bueno. Si vos tuvieras que decir qué soy yo. ¿Qué dirías?
Fernando se volvió hacia el Ruso.
—No lo mirés al Ruso y contestame. Me refiero a… por ejemplo, no sé: Mauricio es abogado. Vos preguntás: ¿Mauricio qué es? Y respondés: “Abogado”. Con vos, lo mismo. Fernando “es profesor”. Y no de ahora. No porque trabajes. Siempre. No sé si me entendés.
—No.
—Sí que me entendés, no te hagas el tonto. Éramos chicos y vos siempre sabías todo. Y te jodíamos preguntándote cosas y vos siempre contestabas. O lo intentabas. Como si ser profesor fuera algo de nacimiento. Algo tuyo de siempre. ¿Ahora me entendés?
—Digamos que sí.
—Mauricio lo mismo. Siempre cayendo parado. Siempre con un argumento el tipo.
—Siempre garca —acotó el Ruso.
—Sí, también —concedió el Mono—. Lo mismo.
—¿Y yo? —el Ruso lo preguntó con tanto entusiasmo, con tanta ingenuidad, que Fernando pensó, como tantas veces, que lo único que podía hacerse con el Ruso era darle un beso en la frente—. ¿Yo qué soy?
—Vos sos… dejalo ahí, Ruso —el Mono no quería distraerse, o de lo contrario no hubiera desaprovechado semejante oportunidad de burlarse. Siguió hablándole a Fernando—. Eso es lo que te pregunto. Yo… ¿qué soy?
Fernando se tomó un segundo. ¿Qué quería que le contestase? Dijo lo primero que se le ocurrió como para salir del paso.
—Ingeniero en sistemas…
—¡Nooooo! ¡Ni en pedo! —el Mono se puso de pie, como si no pudiera seguir avanzando en sus argumentos sin ayudarse con el movimiento—. Lo decís porque no se te ocurre qué contestar. Vos sabés cómo elegí yo lo de sistemas. Te lo contamos mil veces.
—¿Lo cuento de nuevo? —se esperanzó el Ruso.
—No sé a dónde querés llegar, Monito, yo…
—A lo que te pregunté. Y no me digás ingeniero. Yo tengo tanta pinta de ingeniero como de geisha japonesa.
—¿Te traigo el kimono?
—Callate, Ruso. ¿Es así o no es así? —el Mono tomó el silencio de Fernando como un asentimiento—. Bueno. Ingeniero no soy. ¿Qué soy?
Fernando buscó un auxilio, aunque fuera fugaz, en el Ruso. Pero el otro lo miró con cara de quitarse de encima todo compromiso.
—¡No sabés! —concluyó el Mono—. ¿Te das cuenta? No me podés contestar. No por vos, quedate tranquilo. No es tu culpa. Soy yo. Ese es el asunto.
Mauricio, antes de golpear la puerta, se detiene frente al espejo para controlar el nudo de la corbata y el doblez del pañuelo en el bolsillo superior del saco. Mariel ha tenido razón al sugerirle comprar esa corbata marrón con el pañuelo haciendo juego. Para cosas como esa su mujer tiene un instinto infalible. Se felicita por haberle hecho caso. Bueno, en realidad siempre le hace caso en cuestiones como esa. Si Mariel le dice que el verde menta combina bien con el azul marino, adelante. Una fe ciega. Después de todo ella hace lo mismo con él, y en terrenos que Mauricio gusta de considerar menos triviales que la indumentaria. En esa complementariedad está el secreto de un matrimonio feliz. Ámbitos, esferas, incumbencias separadas: la clave para evitar peleas inútiles.
Golpea la puerta y escucha, pero la respuesta tarda en llegar. Mauricio duda. ¿Insistir y quedar como un ansioso? ¿Esperar en silencio como un pusilánime? También puede ocurrir que Williams no lo haya escuchado. Difícil. No importa que Williams ande siempre por el estudio con su aire ausente y sus ademanes desvaídos. Mauricio está convencido de que es una pose, y que nada escapa a su consideración y a su poder.
—Pase —dice la voz de Williams, finalmente, y Mauricio se felicita por haber esperado.
—Buen día, Humberto. Me avisó Soledad que necesitaba hablar conmigo.
—Sí… adelante, Mauricio —Williams hace el gesto de invitarlo a tomar asiento, pero siempre sus gestos tienen un vestigio de indolencia, como si fuesen hechos con el menor esfuerzo posible, con la mínima energía suficiente como para evitar que esos gestos queden sin hacer—. Tampoco era tan urgente…
Mauricio se acomoda, levanta un poco las botamangas de su pantalón para que no se arruguen y cruza las piernas, pero se cuida muy bien de apoltronarse demasiado. En esa oficina el único que tiene derecho a ponerse cómodo es Williams.
—El otro día… ¿Tomás un café? —se interrumpe y apoya la mano en el intercomunicador—. Sí, Elena, dos cafés, el mío como siempre, y para Mauricio…
—Cortado, con edulcorante.
—Cortado con edulcorante, Elena.
Williams cuelga, mientras Mauricio se juramenta ser capaz, alguna vez, de ejercer esa solvencia displicente sobre los seres y las cosas. Williams sonríe.