En lugar de retrucar con la misma violencia, Mauricio suspira. Está rojo de la furia, pero la voz le sale pausada.
—Tenés razón, Fernando. Justamente. No tengo por qué meterme. Y la verdad es que te tuve la vela demasiado tiempo, con todo este quilombo.
Fernando se vuelve hacia el Ruso.
—Se ve que abusamos de la paciencia del señor. Yo que vos me disculpo, Ruso.
—Al Ruso no lo metás en el medio, porque la cosa no es con él.
—Ah, es únicamente conmigo.
—Seguro que es con vos. El Ruso te va a seguir en todas las pelotudeces que le propongas. Es demasiado bueno. Y vos te abusás.
—¿Me abuso? No puedo creer lo que tengo que escuchar.
—No lo creas. Pero conmigo no cuentes más.
—Eso lo sabemos desde siempre. Que con el doctor no se puede contar.
Mauricio vuelve a resoplar.
—Ya me saturé, Fernando. Si querés seguir jugando a que la realidad es como vos querés en lugar de que sea como es, hacelo. Pero no me rompas la paciencia a mí. Porque el de las ideas sos vos, el optimista a toda prueba sos vos, el que siempre tiene algo para romper las pelotas y seguir intentando sos vos, el que no acepta que le digan que no y que no joda más sos vos, el que es demasiado inmaduro como para entender que hay cosas que no tienen arreglo sos vos, Fernando. No es el Ruso ni soy yo. Sos vos. Si el Ruso te sigue, allá él. Pero a mí no me jodas más, te lo pido por favor. Yo ya me llené las bolas, Fernando. Porque yo sí sé cuándo decir basta.
—A veces pienso que es lo único que sabés decir.
Se miran un largo instante y el Ruso, que los ve a los dos, piensa que el daño que se están causando es, tal vez, irreparable. Por fin Mauricio se levanta, deja un billete de diez pesos sobre la mesa y se va sin saludar.
El pronóstico que el Mono formuló inmediatamente después de enterarse de que nunca sería jugador profesional de fútbol, con la resaca a cuestas y bajo la atenta protección del Ruso, sentado a la mesa del comedor de su casa y con los clasificados del diario —aquello de que “eso de las computadoras tenía futuro”— resultó un acierto absoluto. En esos años, las computadoras bajaban de precio y se volvían versátiles y rápidas, y el Mono —aun antes de recibirse— se lanzó a diseñar sistemas a medida para pequeños clientes. Cuando fueron muchos los ingenieros y los estudiantes que ofrecieron lo mismo, el Mono diseñó un “enlatado” enormemente ingenioso, que con ligeras modificaciones podía servir para un videoclub, una estación de servicio o una farmacia. Y, en palabras del Ruso, “se cansó de venderlo”. Pero sus buenos reflejos no se agotaron ahí, porque cuando a fines de los noventa ese mercado también empezó a dar señales de agotamiento, el Mono se topó, en el diario, con un aviso de una empresa de capitales suizos que pretendía los servicios de un analista senior.
Reunidos con Fernando —que en tanto hermano mayor hacía las veces de consejero y guía, salvo que sus opiniones fueran en contra de los deseos del Mono, que en esas ocasiones se las ingeniaba para ignorarlo—, ninguno de los tres pudo echar luz sobre el alcance del término “senior”, porque el único significado que le conocían a la palabra senior servía para designar un campeonato mundial que se había jugado una pila de años atrás, entre futbolistas veteranos.
De todos modos el Mono solicitó y obtuvo una entrevista. Resultó que los suizos estaban por ampliarse en el ramo de la administración de centros de salud, clínicas, sanatorios, etcétera, y el Mono les describió con pelos y señales el enlatado que le había vendido a Dios y a María Santísima. Lo contrataron, después de fijarle un sueldo bastante superior a lo que el Mono hubiera podido imaginar en los más optimistas de sus sueños. Esa noche, mientras festejaban en una cantina, Fernando se sobrepuso momentáneamente a la curda que meticulosamente estaba cultivando para preguntar:
—Che, Monito, ¿y al final te enteraste de lo que significa eso de “analista senior”?
El Mono alzó la vista hacia él y pestañeó con perplejidad.
—No... no pregunté.
—Es lo del mundial de aquella vez —terció el Ruso, que había excedido largamente su cuota de fernet.
Mauricio frunció el ceño. Él no había estado en la conversación previa a la entrevista y, en cambio, sabía perfectamente lo que era un analista senior.
—¿No saben lo que significa “analista senior”? —preguntó.
En su voz había cierto matiz de superioridad. Pero los otros estaban tan borrachos que no sólo pasaron por alto los matices de su voz, sino que se pusieron a intentar recordar los equipos que habían participado de ese viejo mundial de jugadores veteranos, y los resultados de los partidos.
Después de la discusión en el café, Fernando se pasa varios días cavilando sobre cómo seguir con todo aquello. Lo de Mauricio no lo sorprende. Lo lamenta, pero no lo sorprende. Esas cosas que uno sabe que, tarde o temprano, van a suceder. Podría haber sido más elegante, por cierto. Que se excusara aduciendo mucho trabajo, o problemas de pareja con la idiota de su mujer, o compromisos múltiples y difusos. Pero no. Ni siquiera se tomó la molestia. Muy propio de Mauricio, además. Y el modo. Eso de ver un supuesto purismo de Fernando donde lo único que hay es egoísmo de él, su sólido y brutal egoísmo de toda la vida.
Menos mal que el Ruso es distinto. Y no sólo porque era el mejor amigo de su hermano muerto. Por eso también, pero más allá de eso. El Ruso puede ser un despelote caminando, pero es un tipo derecho y servicial. De esos que nunca te dejan en la estacada. Así es el Ruso.
Fernando llega al lavadero de autos del Ruso pasadas las diez de la mañana. El día está espléndido, después de tres jornadas de garúa infinita de esas con que Buenos Aires castiga a sus habitantes de vez en cuando, todos los inviernos. Le sorprende un poco ver que el lugar está casi vacío. Un Volkswagen gris reluciente descansa en el sector de los trabajos terminados. Y eso es todo. Las máquinas están detenidas y no hay ningún auto esperando su turno. Los dos operarios que el Ruso tiene para los lavados están sentados en un rincón, tomando mate. Fernando los saluda desde lejos y les pregunta por señas dónde está el jefe. Ponen cara de no saber pero le indican, también por señas, que en la oficina está el Cristo. Fernando va hacia ahí.
—¿Qué decís, Fernando? —lo saluda el Cristo, que oficia de encargado.
—Todo en orden, Cristo. ¿Y vos?
—Todo tranqui. ¿Un café?
Fernando asiente y el Cristo saca una taza de la repisa y se pone a trajinar con la máquina de expreso. Fernando ocupa uno de los bancos altos al otro lado del mostrador. Cuando el Ruso le contó su plan de incluir la cafetería en su negocio de lavaautos, a Fernando le había parecido bien. Pero ahora que el tiempo ha pasado, sospecha que, como tantas otras veces, el Ruso ha equivocado el diagnóstico o los métodos, y que para lo único que sirve toda esa parafernalia de metal, perillas y chorros de vapor es para que el Cristo y él tengan café caliente y rico cuando les dé la gana.
—¿El jefe?
El Cristo lo mira por sobre la máquina, alzando una ceja. Después señala con el mentón el reloj de la pared, que marca diez y media.
—¿A esta hora? Olvidate. El Ruso no cae antes de las once ni que te cagues.
—Ah. Yo pensé que, con este día, capaz que le rendía venir temprano.
El Cristo se rasca la tupida barba negra que, junto con el pelo largo y enmarañado, es el principal sostén de su apodo. Mira a través del vidrio. Afuera todo sigue igual: el Volkswagen, los empleados y el mate.
—Igual no pasa nada… —se limita a comentar mientras le alarga la taza de café.
Fernando da las gracias y piensa, como siempre, que el Ruso es un caso serio. Desde que terminaron la secundaria ha emprendido una serie infinita de negocios. Fernando es incapaz de inventariarlos. Todos comercios chicos, todos por su cuenta, todos precedidos por fantásticos pronósticos de “esto es un negocio redondo” y “me voy a cansar de ganar guita”. Y todos sepultados, tarde o temprano, en las deudas y el fracaso. Fernando y el Mono, más de una vez, hablaron al respecto. Porque la puntería del Ruso para equivocar la inversión parecía forzada, como si esquivase el éxito a conciencia. El Mono sostenía que el problema del Ruso era una cuestión de tiempos: todos los negocios que se le ocurrían eran un buen negocio, pero dos años antes de que el Ruso se involucrase en ellos. Para cuando el Ruso les echaba el ojo, y les ponía encima todas sus esperanzas y sus menguados pesos, eran negocios moribundos. Fernando, por su parte, no sabía si lamentar o no que el Ruso hubiese dispuesto, al salir de la escuela secundaria, de una módica fortuna amasada con el trabajo de su abuelo y de su padre en la marroquinería de Morón. Por un lado, ese dinero había servido para montar fracaso tras fracaso. Por el otro, todavía permitía que el Ruso, su mujer y sus hijas tuviesen, todos los días, algo que comer.
Ahora Fernando y el Cristo están en el epicentro físico de la última aventura. El lavadero de autos. No hay que ser adivino para calcular cómo terminará esta nueva peripecia. Si después de tres días de lluvia han tenido un único cliente en toda la mañana…
Pero no es sólo mala suerte. De hecho, son casi las once y el tipo no viene a trabajar. ¿Qué clase de comerciante se desentiende así de su negocio?
—Che, Cristo… si hoy con este día espectacular el Ruso viene a las once… ¿los días de lluvia a qué hora viene?
—¿Eh? No. Cuando llueve viene temprano. Se trae la Play Station y jugamos los cuatro.
—Juegan a la Play Station… —repite Fernando, tratando de determinar si el Cristo lo está jodiendo o habla en serio.
—Ajá. Si arrancamos bien temprano nos da el día para hacer un torneo largo, todos contra todos.
No. No se está burlando. El Cristo dice la verdad. Fernando supone que si el abuelo Moisés pudiera ver a ese nieto descastado jugar a la Play Station sobre las ruinas de su marroquinería, emergería de la tumba para molerlo a golpes.
—¿Y los campeonatos quién los gana? —pregunta Fernando, aunque sospecha la respuesta.
—El Ruso. No sabés lo que juega ese muchacho.
Fernando no puede menos que notar la profunda admiración con la que el Cristo habla de su jefe. Parece no importarle el futuro incierto del lavadero de autos, ni el hecho de que, más temprano que tarde, deberá buscarse otro trabajo. Ese es un punto a favor del Ruso. Los empleados de sus sucesivos fracasos le prodigan un cariño que no conoce desmayos. Al Cristo se lo trajo de la agencia de remises —su penúltima aventura—. Según el Ruso, es la honradez personificada. Debe ser cierto. Pero su aspecto de Nazareno en las diez de últimas, las mejillas hundidas, el cigarrillo eterno en la comisura, la flacura de faquir, no parecen la imagen más adecuada para ponerlo al frente de ese negocio. Sobre todo con esa remera blanca, con manchas de antigüedad e índole diversa, y la leyenda “Agarrame esta” en enormes letras rojas, y la flecha también roja que señala más abajo del ombligo. Difícil que las señoras de Castelar se sientan particularmente inclinadas a confiar sus autos a semejante administrador.
En esos pensamientos anda Fernando cuando el Ruso hace su aparición. Sobrios vaqueros gastados, remera a rayas, lentes de sol de montura metálica y cristales verdes —Fernando calcula que pasaron de moda cuando todavía estaban en el secundario— y la cara de siempre: los ojitos chicos, la nariz enorme, los rulos indómitos. Una especie de “Pibe Valderrama” pero criado en un kibutz, como solía cargarlo el Mono. Y la sonrisa blindada, claro. Se abraza con Fernando y con el Cristo, y se deja caer en uno de los taburetes vacíos.
—¿De dónde venís a esta hora, Ruso?
—Hacete un café, Cristo. De dejar a las nenas en la escuela, Ferchu.
Fernando no puede evitar mirar el reloj.
—Lo que pasa es que los días así de lindos me quedo en la plaza leyendo el diario —aclara el Ruso, que entiende la indirecta—. Está mortal el día. ¿Viste?
La pregunta va dirigida al Cristo.
—Impresionante —convalida su encargado.
—¿Alguna novedad?
—Ps… no, Ruso. Hicimos ese servicio —señala el Volkswagen gris—. Ah. ¿Viste ese local que estaban reformando en Bartolomé Mitre, al fondo, cerca de la plaza?
—Sí. ¿Qué pasó?
—Tenías razón, Ruso. Van a poner un lavadero de autos.
—¡Ja! ¿Qué te dije, Cristo? ¿Qué te dije? —se vuelve hacia Fernando—. No, si yo tendría que ser adivino, mirá. Hace cosa de dos semanas le pusieron el cartel de alquilado al local. Y yo vine y le dije a este: “Seguro que ponen un lavadero”. Dicho y hecho. Está bárbaro ese lugar para un lavadero.
Fernando intenta entender el motivo de la liviana alegría de su amigo.
—¿Pero a vos no te complica que te abran un lavadero acá a siete cuadras?
El Ruso hace un gesto de desdén.
—Uh… si es por eso… Tendría que estar enloquecido. ¿Sabés cuántos lavaderos de autos hay en Castelar,
baby
? —le hace un gesto al Cristo, para que concluya el concepto.
—Siete.
—Siete —confirma el Ruso—. Contando únicamente el radio céntrico.
Fernando se muere por preguntar, o por vociferar, más bien, lo que para él resulta el corolario del planteo: “¡¿Y no te das cuenta, pedazo de imbécil, que si seguís rascándote la panza, leyendo el diario y jugando a la Play Station te van a comer los bichos, acá?!”. Pero no lo dice.
—¿Y qué andás haciendo por acá? ¿Hoy no laburás?
—Tengo una escuela a la tarde, Ruso. La mañana la tengo libre.
—Qué felices estos docentes, ¿no, Cristo? Y después piden aumento.
—No hinchés, que vine porque tenemos que hablar de algo. —¿Qué pasó?
—Pasar no pasó nada, Ruso. Pero el otro día vos viste lo que fue la última conversación con Mauricio.
El rostro del Ruso se ensombrece. De repente, es como si el banco alto le resultase incómodo. Fernando vuelve a pensar lo mucho que lo afectan esas cosas. El Ruso odia discutir, enfrentarse a los demás, crisparse.
—Yo estaba seguro de que iba a pasar, Ruso. Que tarde o temprano Mauricio nos iba a dejar de garpe.
El Ruso frunce el ceño.
—¿Cómo “de garpe”?
—Claro, Ruso. Que nos iba a dejar en banda con este asunto de Pittilanga.
Fernando hace una pausa, para cerciorarse de que el otro lo entiende. Pero el Ruso lo mira pestañeando rápido, como con cierta perplejidad.
—¿A vos qué te pasa, Ruso?