—Hace diecisiete años que no vivo con ella, Mauricio. No tengo la menor idea de los papeles.
—Sí, pero tu vieja está grande. Viste cómo es…
—Sí, pero el que se ocupaba de esas cosas era el Mono.
Fernando se topa con la mirada de Mauricio y se acomoda en la silla. No hay que ser un genio para advertir el reproche que carga esa mirada. El otro está pensando que hizo mal en no tomar las riendas del asunto un par de meses antes, cuando era evidente que el Mono se moría. Fernando no se ocupó precisamente por eso. Porque el Mono se moría y tomar esas decisiones, acomodar los papeles, dirimir las imprecisiones, aclarar las dudas, le había parecido precipitar el desenlace. El Ruso se levanta y va hasta la barra, para no tener que esperar al mozo para el pedido. Pero además, piensa Fernando, para no estar presente cuando Mauricio comience con las malas noticias.
—Te escucho —dice Fernando.
—La cosa es peor de lo que nos imaginamos. En el banco no hay prácticamente nada. Chirolas. Me aseguré con tu vieja de que no tuvieran una caja de seguridad, o bonos…
—¿Bonos? ¿El Mono, bonos? —Fernando no se propone ser hiriente, pero a veces Mauricio y sus esquemas mentales lo sacan de quicio. Está en el rol del abogado. Block, lapicera plateada, flamante portafolios. Amigo de la familia, amigo preocupado, pero abogado al fin. Así que ni bonos ni caja de seguridad.
—Se lo pregunté a tu mamá y me lo confirmó —responde el otro, sin advertir el sarcasmo.
—Ay, Mauricio. El único bono que conoció el Mono en su vida fue el que vendían los Bomberos Voluntarios de Morón, viejo.
—De acuerdo. Pero yo tenía que chequearlo.
—Bueno. ¿Y entonces?
—Entonces nada. No hay un mango. De la guita que cobró cuando lo echaron no queda un peso. Y mirá que era una ponchada de pesos. Doscientos seis mil cuatrocientos setenta y cinco dólares, para ser exactos —aclara Mauricio, consultando otra página de su block—. No te olvides que fui yo el que le manejó el despido con la empresa.
“Sí. Y fuiste vos el que le cobró honorarios aunque era tu amigo desde que tenían diez años.” Fernando lo piensa, pero no dice nada.
—¿Y entonces?
—Ahí está, Fernando. Que no sé. Toda la guita que le pagaron por la indemnización, el Mono la puso en comprar al jugador. A este…
—Pittilanga. Mario Juan Bautista Pittilanga —precisa Fernando, en un tono que bien podría significar “deberías saberlo”. Ya que están de admoniciones, que sean recíprocas.
En ese momento vuelve el Ruso, haciendo malabares con los tres pocillos para no quemarse.
—¿No era más fácil que los trajera el mozo? —pregunta Mauricio.
Seguro que era más fácil, piensa Fernando. Pero al Ruso nunca lo han seducido los procedimientos sencillos. Reparte las tacitas antes de sentarse.
—¿Y? ¿Cómo va la cosa?
—Como el culo —dice Fernando, del peor modo, como si ese enojo tangente y trasnochado sirviese para algo.
Cuando el Mono terminó la escuela secundaria tenía absolutamente claro su porvenir. Al año siguiente le ofrecerían su primer contrato como jugador profesional de Vélez. En tres o cuatro temporadas se convertiría en el mejor número cuatro de la Argentina. A los veintitrés años —veinticuatro, a lo sumo— sería transferido en una cifra millonaria al fútbol italiano. A partir de entonces jugaría unas doce temporadas en Europa. Por último, volvería a la patria para terminar su carrera en Independiente y retirarse con toda la gloria. Pero los verbos que el Mono conjugaba en un convencido modo potencial no terminaban ahí.
Una vez retirado, y para seguir vinculado al mundo del fútbol, se convertiría en director técnico. Empezaría dirigiendo en algún club del ascenso y después de algunas temporadas en las que ganaría experiencia daría el salto a primera división. En algún momento, antes o después, como jugador o como técnico —o mejor antes y después, como jugador y como técnico— llevaría a la Argentina a un nuevo título mundial, luego de derrotar a Inglaterra o a Alemania en semifinales y a Brasil en la final.
Lo había soñado tantas veces, y lo había contado tantas veces —porque el Mono estaba convencido de que uno no tenía que callarse las grandes alegrías, ni las pretéritas ni las inminentes— que sus amigos podían repetir su futura biografía con lujo de detalles. Ni Fernando ni Mauricio se prestaban a esa pérdida de tiempo, pero el Ruso se entusiasmaba hasta el paroxismo y adoptaba los roles de representante, masajista, ayudante de campo o asesor de imagen, según el humor con el que se hubiese levantado.
Lamentablemente para ambos, cuando el Mono cumplió veinte años lo citaron de la secretaría de Vélez Sarsfield y lo notificaron del único verbo en modo potencial para el que nunca había tomado el menor recaudo: quedaría libre, porque en el club habían decidido prescindir de sus servicios.
Le entregaron el pase libre para que pudiera continuar su venturosa carrera en cualquier equipo, le desearon suerte y le pidieron que llamara al siguiente porque había otros siete pibes esperando para recibir idénticas noticias.
Atraviesan el control de entradas y el indolente cacheo que les hace un policía somnoliento. Suben hasta la fila más alta, sacuden un poco el polvo posado sobre el cemento y se sientan. Fernando estima que en esa única tribuna, que corre junto al lateral, de un extremo al otro del campo de juego, deben caber como mucho mil quinientas o dos mil personas. Pero ese sábado ha llovido toda la mañana, el cielo amenaza con más agua y los presentes no pasan de doscientos, regados aquí y allá, en grupos pequeños, como el que forman ellos mismos.
Aparece el equipo local, vistiendo camiseta verde y pantalones blancos.
—Je —dice el Ruso, socarrón, apenas los ve—. Tal como les tengo dicho, el color más común de camiseta en Argentina es el verde.
—Y dale que dale con eso —sale al cruce Mauricio—. ¿Cuándo vas a aceptar que estás equivocado, Ruso?
El otro, haciendo caso omiso, alza la mano dispuesto a enumerar:
—Ferro, camiseta verde. San Miguel, camiseta verde. Ituzaingó, Deportivo Merlo, Sarmiento de Junín, y hoy —el Ruso detiene la enumeración, dándole suspenso—, San Martín de 9 de Julio.
—¿No les parece que después de hacer trescientos kilómetros para ver este partido podrían dejar la competencia para otro día? —intenta Fernando.
Pero Mauricio ya se prepara para atacar.
—No, señor. Hay muchas más rojas y blancas que verdes. —ahora es su turno de alzar el brazo y mostrar la cuenta con los dedos—. Independiente, River, Argentinos Juniors, Estudiantes de La Plata, Huracán, Los Andes, San Martín de Tucumán, Huracán de Tres Arroyos…
—Me estás metiendo clubes del Interior —aduce el Ruso.
—Y vos me estás metiendo un montón de clubes del ascenso. Sigo, si querés: Unión, Deportivo Morón, Instituto de Córdoba. ¿Querés que siga?
Fernando escucha la andanada de nombres que tira Mauricio; su seguridad, su fría determinación, su suficiencia. Cuando sus amigos se cruzan en esas polémicas Mauricio parece disponer de todas las armas y el Ruso de demasiadas inocencias.
—¿Vos de qué te reís? —lo interpela Mauricio.
—No me río. Sonrío —Fernando disfruta haciéndose el enigmático.
—¿Y de qué te sonreís? —se acalora el bombardero. Parece mentira lo fácil que es hacerlo perder la paciencia.
—¡Esperá! ¡Mandiyú de Corrientes! —el Ruso está de nuevo radiante, como si acabase de empatar de un plumazo la estadística.
—Ahí salen los santiagueños —Fernando se alegra de poder distraerlos, como si suspendiendo la competencia en ese punto le evitase al Ruso una derrota.
—¿Pittilanga cuál es?
—Aquel que está contra el lateral, haciendo calentamiento.
—¿Cuál? ¿El flaco que parece ligero?
—No. El grandote que parece un ropero.
—Ah…
Cuando arranca el partido, el Ruso comenta que se siente uno de esos personajes misteriosos que son enviados por los entrenadores a espiar a los equipos rivales una o dos fechas antes de tener que enfrentarlos. Pero los otros no le hacen caso. Fernando porque se dedica a anotar todo lo que le parece importante en una libreta Centinela, y Mauricio porque adopta la actitud reconcentrada que tiene siempre cuando mira los partidos: serio, callado, con los brazos cruzados.
Al final del primer tiempo —un empate sin goles, trabado y aburrido— el Ruso baja al baño y vuelve al rato con hamburguesas y vasos de gaseosa.
—¿Podés creer que me gasté treinta mangos en estas seis porquerías?
Los otros hurgan en los bolsillos y le alcanzan un billete de diez pesos cada uno. Cuando los equipos retornan a la cancha, advierten con alivio que Pittilanga sigue entre los once que inician el segundo tiempo. El equipo local juega mejor y convierte dos goles sucesivos. Presidente Mitre, en cambio, luce perdido en la cancha. Pittilanga sale reemplazado a quince minutos del final. Cuando pasa junto a su entrenador, recibe una palmada distraída en el hombro.
—Así que por este hijo de puta el Mono pagó trescientos mil dólares —la voz de Mauricio suena lúgubre, y no es una pregunta sino una constatación, la comprobación definitiva de una evidencia.
—Trescientos diez mil —precisa el Ruso.
—¿Pero no estuvo en una selección juvenil Sub-17?
—Ajá. Estuvo.
—¿Y qué carajo le pasó?
La conversación queda trunca y ven el resto del partido en silencio. Cuando el árbitro pita el final los hinchas locales se ponen de pie para aplaudir a los suyos, que saludan desde el mediocampo con los brazos en alto.
Ellos tres se incorporan y, siguiendo a los demás, bajan los sucios escalones de cemento pintados de blanco. Pidiendo permiso de vez en cuando llegan al vestuario visitante. El Ruso golpea la puerta y les abre un hombre bajito, vestido con equipo deportivo y una gorra de visera que dice “Bodega El Tanito-Mendoza”.
—Necesitamos hablar con el señor Bermúdez. Venimos de Buenos Aires. Somos los dueños de Pittilanga.
Fernando escucha la presentación del Ruso y se pregunta si está bien anunciarse así. ¿Son los dueños del jugador o de su pase? En realidad, no son ni una cosa ni la otra. Cuando el Mono supo que se moría, fraguaron unos contratos en los que cedía el pase a su madre. Eso lo convierte a Fernando en el hijo de la testaferra. Todo es tan complicado…
—A ver… un segundo.
Por la puerta entreabierta se ve el trajín del vestuario. Jugadores a medio vestir, el vapor de las duchas, ropa tirada, semblantes sombríos. Lo normal después de perder dos a cero. Se asoma un tipo alto, vestido con el mismo equipo deportivo que el anterior e idéntica gorrita. Fernando se pregunta si en Santiago del Estero no hay un solo auspiciante para las gorras, que tienen que ir a buscárselo a Mendoza.
—Sí —dice, y los mira alternativamente, como si no supiera bien a cuál debe dirigirse.
—Somos los dueños del pase de Pittilanga. Venimos de Buenos Aires —titubea el Ruso—. No sé si tiene un minuto.
Bermúdez frunce el rostro en un gesto de extrañeza.
—Pensé que el pase era de ese pibe… Raguzzi, que me vino a ver hace un tiempo.
El Ruso parpadea, pero no sabe qué contestar.
—Es cierto —interviene Fernando.
Vuelve a sentir que hacen el ridículo, que representan un papel, y que lo representan mal. Que cuando están a solas ellos tres, aun peleando, las cosas pueden, mal que mal, funcionar. Pero que apenas sacan su pantomima al exterior, a la luz del día, al contacto con los otros, se nota demasiado que improvisan, que no saben, que son el colmo de patéticos.
—¿Y entonces? ¿Es de ustedes o es de él? —Bermúdez suena menos impaciente que aburrido.
—Raguzzi murió hace unas semanas —dice Mauricio—. Estaba muy enfermo. Nos transfirió los derechos. Ahora somos los dueños.
El entrenador da un ligero respingo, apenas perceptible. Fernando lo nota porque lo estaba esperando. Todo el mundo, cuando se entera de la muerte del Mono, da ese respingo. El error, muy humano al parecer, de considerar que la juventud y la muerte nunca andan juntas.
—Lo… lo lamento —balbucea y les tiende la mano en un pésame improvisado y tardío.
—¿Tiene un minuto? No lo queremos joder, pero venimos desde Buenos Aires… —arranca el Ruso— y necesitamos hacernos una idea de dónde estamos parados.
Bermúdez se recuesta contra la pared, con los brazos a la espalda y las piernas cruzadas. Carraspea, y frunce los ojos como si le molestase un sol que, a esa altura de la tarde, ya se ha ido.
—¿Con Pittilanga?
“Más bien”, piensa Fernando, pero no se muestra impaciente, porque es claro que su interlocutor está buscando tiempo para decidir cómo empezar, para trazarse un itinerario.
—Esteeeeee…. Está difícil, la cosa —empieza por fin, mirando el piso—. Ta’ bien que el equipo no ayuda. La verdad, somos un asco —hace un ademán hacia la puerta de chapa, hacia el vestuario en el que se duchan sus dirigidos—. Y el pibe le pone ganas, le pone.
Fernando aprecia el empeño con el que Bermúdez hurga en la realidad para darles una buena noticia.
—Acá lo tienen a préstamo por un año… —interviene Mauricio.
—Sí. Hace poco, llegó. El mes pasado.
—Un año a préstamo con opción de compra, ¿no? —pregunta Fernando.
—Psí. Igual yo en eso casi ni me meto. Quiero decir: me manejo con los jugadores que tengo, para la temporada, ¿vieron? Si después lo compran o no, no es asunto mío. Es cosa de los dirigentes.
—Claro. Igual es muy pronto para saber si lo van a comprar, ¿no? —interviene el Ruso.
—La verdad que no lo sé. Supongo que sí. Esto recién arranca.
Los cuatro se quedan un rato sin hablar, hasta que Bermúdez parece decidirse.
—Una pregunta. Digo, sin querer ser un metido… A este pibe Pittilanga… ¿cuánto lo pagaron?
Dudan. Fernando no sabe si los otros dos lo hacen por el mismo motivo que él. ¿Los sonsaca con eso para pedirles una comisión? Lo tiene escuchado mil veces. Técnicos que piden plata por poner a un jugador de titular, por valorizarlo. Pero después mira el lugar en el que están conversando. El piso de cemento lleno de grietas. La puerta de chapa. Las gorritas con la publicidad de la bodega. No puede estar preguntándolo con esa intención.
—Trescientos mil dólares —responde Mauricio.
—¡A la flauta! —la expresión de Bermúdez, que en otro contexto podría haber sonado admirativa, allí, en ese playón oscurecido por el crepúsculo de agosto, a duras penas es piadosa.